Su madre negaba con la cabeza. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y él supo que, a pesar de todo, ella había empezado a resignarse. Su padre se volvió a medias. Lanzó una mirada fugaz hacia donde él se encontraba, detrás del sofá. Él le sonrió, no sabía lo que quería decir. Comprendió que no era apropiado sonreír, porque su padre frunció el ceño como si estuviera enfadado, como si quisiera que él pusiera otra cara
.
Tampoco comprendía por qué su madre y su padre estaban tan preocupados y tan tristes. Alice estaba tan tranquila y se portaba tan bien ahora… Su madre no tenía que llevarla en brazos todo el tiempo, y la pequeña se quedaba tumbada allí donde la colocaban. Aun así, ellos no estaban satisfechos. Y pese a que ahora también había lugar para él, lo trataban como si no existiera. El que su padre se comportara así no le importaba demasiado, él no contaba. Pero su madre tampoco lo veía y solo lo miraba con asco y repugnancia
.
Porque era como si no pudiera parar. No podía dejar de pinchar el tenedor, de llevárselo a la boca una y otra vez, masticar, tragar, pinchar más, sentir que el cuerpo se le llenaba del todo. El miedo era demasiado grande, el miedo de que ella no lo viera. Él ya no era el niño guapo de su madre. Pero estaba allí y ocupaba un espacio
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C
uando llegó a casa todo estaba en silencio. Lisbet estaría dormida. Pensó ir a verla primero, pero no quería arriesgarse a despertarla, por si acababa de dormirse. Más valía pasar a la habitación antes de marcharse. Necesitaba dormir, cuanto más, mejor.
Kenneth se detuvo un momento en el recibidor. Aquel era el silencio con el que no tardaría en tener que convivir. Claro que él había estado solo en la casa con anterioridad. Lisbet se implicaba muchísimo en su labor docente y se quedaba a menudo trabajando hasta tarde. Pero el silencio que reinaba cuando llegaba a casa antes que ella era diferente. Era un silencio prometedor, lleno de la esperanza del momento en que se abriera la puerta y ella entrara:
—Hola, cariño, ya estoy en casa.
Jamás volvería a oír aquellas palabras. Lisbet saldría de la casa y no volvería jamás.
De repente, la tristeza se apoderó de él. Invertía tanta energía en mantenerla a raya y en no entristecerse de antemano… Pero ahora no pudo más. Apoyó la frente en la pared y notó las lágrimas. Y las dejó salir, lloró en silencio y las lágrimas le caían en los pies. Por primera vez se permitió sentir cómo sería la vida cuando ella no estuviera. En cierto modo, ya era así. El amor que le profesaba seguía siendo inmenso, pero diferente. Porque la Lisbet que yacía en la cama de la habitación de invitados era solo una sombra de la mujer a la que él quería. Ella ya no existía y él lloraba su pérdida.
Así pasó un buen rato, con la frente apoyada en la pared. Las lágrimas fueron cesando. Cuando cesaron del todo, respiró hondo, levantó la cabeza y se secó las mejillas con la mano. Ya estaba bien. No podía permitirse más.
Se dirigió al despacho. Tenía las cartas en el primer cajón. El primer impulso fue tirarlas a la papelera, no hacerles caso, pero algo se lo impidió. Y la noche anterior, cuando la cuarta misiva apareció en su casa, se alegró de haberlas conservado. Ahora comprendía que debía tomárselas en serio. Alguien quería hacerle daño.
Sabía que debería habérselas entregado a la Policía de inmediato y no haberse dejado llevar por el miedo a perturbar a Lisbet mientras esperaba la muerte apaciblemente. Debería haberla protegido tomándose aquellas amenazas en serio. Suerte que había tomado conciencia a tiempo, que Erik le había hecho tomar conciencia a tiempo. Si algo le hubiese ocurrido a Lisbet solo porque él no hubiera reaccionado, como de costumbre, no se lo perdonaría jamás.
Cogió los sobres temblando, cruzó sigilosamente el recibidor hasta la cocina y los metió en una bolsa de plástico normal y corriente, de tres litros. Sopesó la posibilidad de marcharse sin más, para no despertarla, pero no pudo contener las ganas de ver cómo se encontraba. De comprobar que todo estaba en orden, verle la cara y cerciorarse, o eso esperaba, de que descansaba tranquilamente.
Abrió muy despacio la puerta del cuarto de invitados, que se deslizó sin hacer ruido mientras él iba viendo cada vez una porción mayor del cuerpo de Lisbet. Estaba dormida. Tenía los ojos cerrados y él fue observando cada uno de los rasgos, cada parte de la cara. Delgada, con la piel ajada, pero aún tan guapa.
Dio unos pasos y entró en la habitación, no pudo contener el deseo de tocarla. Pero de pronto notó que había algo raro. Lisbet tenía el aspecto que solía tener cuando dormía y, aun así, Kenneth comprendió qué le había llamado la atención. Era tal el silencio, no se oía nada. Ni siquiera la respiración.
Kenneth se abalanzó sobre la cama. Le puso los dedos en el cuello, luego en la muñeca izquierda, tanteando aquí y allá mientras deseaba con todas sus ansias encontrar el pulso vital. Pero fue en vano, no encontró nada. En la habitación reinaba el silencio y, en el cuerpo de Lisbet, la calma total. Lo había dejado solo.
Oyó un hipido, como de un animal. Un sonido gutural, desesperado. Y comprendió que procedía de su propia garganta. Se sentó en la cama y levantó el cuerpo de su mujer, con mimo, como si aún pudiera sentir dolor.
La cabeza le pesaba apoyada en la rodilla. Le acarició la mejilla y notó que las lágrimas acudían de nuevo. El dolor irrumpió con una fuerza que borraba cuanto había sentido con anterioridad, todo lo que conocía del sufrimiento. Era una tristeza física que se le propagaba por todo el cuerpo y le retorcía todos y cada uno de los nervios. Aquel suplicio lo hizo lanzar un grito que resonó en la estrechura de la habitación, rebotando primero contra el edredón estampado y contra la palidez del papel pintado de las paredes, y luego contra él mismo.
Lisbet tenía las manos cruzadas sobre el pecho y él se las separó despacio. Quería cogerle la mano una última vez. Notó aquella piel áspera rozando la suya. Una piel que, a causa del tratamiento, había perdido la suavidad, aunque le resultaba igual de familiar que antes.
Se llevó la mano a la boca. Apretó los labios con un beso mientras las lágrimas humedecían las manos de los dos, fundiéndolas. Cerró los ojos y el sabor salado de las lágrimas se mezcló con el olor de ella. Habría querido quedarse así siempre, no soltarla nunca, pero sabía que era imposible. Lisbet ya no era suya, ya no estaba allí, y debía dejarla ir. Ya no sufría, había cesado el dolor. El cáncer había vencido y, al mismo tiempo, había perdido, pues moriría con ella.
Le soltó la mano, la dejó cuidadosamente junto al costado. La mano derecha seguía como cruzada con la izquierda y Kenneth la levantó para extenderla también.
A medio camino, se quedó paralizado. Tenía algo en la mano, algo blanco. El corazón empezó a latirle con fuerza. Quería volver a cerrarle la mano y ocultar lo que sujetaba, pero no podía. La abrió temblando y el papel blanco cayó sobre el edredón. Estaba doblado y ocultaba el mensaje, pero él estaba seguro, notaba la presencia de la maldad en la habitación.
Kenneth cogió la nota. Dudó un instante y la leyó.
A
nna acababa de irse cuando sonó el timbre. En un primer momento, Erica pensó que quizá fuese ella, que se le habría olvidado algo, pero Anna no solía molestarse en futilidades como la de esperar en la puerta, sino que abría y entraba directamente.
Erica dejó las tazas que había empezado a retirar y fue a abrir.
—¿Gaby? ¿Tú por aquí? —Se hizo a un lado e invitó a pasar a la directora de la editorial que, en esta ocasión, iluminaba el gris del paisaje invernal con un abrigo en color turquesa chillón y unos pendientes enormes que despedían destellos dorados.
—Vengo de Gotemburgo, donde tenía una reunión, y he pensado que podía pasarme por aquí a charlar un rato contigo.
¿Pasarse por allí? Era un viaje de hora y media de ida, y de vuelta, y ni siquiera había llamado para asegurarse de que Erica estuviera en casa. ¿Qué podía ser tan urgente?
—Me gustaría hablar contigo de Christian —dijo Gaby en respuesta a la pregunta que Erica no había llegado a formular, y entró en el recibidor—. ¿Tienes café?
—Eh… sí, claro.
Como de costumbre, ver a Gaby era como verse arrollada por un tren. No se molestó en quitarse las botas, sino que se las limpió ligeramente en la alfombra antes de entrar repiqueteando sobre el suelo de madera con aquellos tacones afilados. Erica echó una mirada de preocupación a los hermosos listones de madera abrillantados y confió en que no quedasen deslucidos por las marcas. Porque no creía que valiese la pena decirle nada a Gaby. Erica no recordaba haberla visto sin zapatos una sola vez y se preguntó si Gaby se quitaría los zapatos para irse a dormir, al menos.
—Qué… agradable es esto —comentó Gaby con una amplia sonrisa. Pero Erica advirtió el horror que afloraba a los ojos de la editora ante el lío de los juguetes revueltos, la ropa de Maja, los papeles de Patrik y todos los chismes que andaban esparcidos por la planta baja. Cierto era que Gaby había estado en su casa con anterioridad, pero entonces Erica había tenido noticia de su visita y había ordenado antes.
La editora retiró unas migas de la silla antes de sentarse junto a la mesa de la cocina. Erica se apresuró a coger una bayeta para limpiar la mesa, que no había tocado ni después del desayuno ni después del café con Anna.
—Mi hermana acaba de irse —explicó retirando la tarrina de helado vacía.
—Sabrás que eso de que se puede comer por dos es un mito, ¿no? —dijo Gaby observando la inmensa barriga de Erica.
—Ummm —respondió Erica mordiéndose la lengua para no dejarse caer con ningún comentario mordaz. Gaby no tenía fama de ser una persona considerada. Y su esbelta figura era el resultado de una alimentación estricta y de duras sesiones con un entrenador personal en Sturebadet, tres veces por semana. Tampoco presentaba las huellas de ningún parto. Su carrera había sido siempre su prioridad.
Con la intención de ponerla en un compromiso, Erica sirvió una bandeja de galletas y la empujó hacia Gaby.
—Acompañarás el café con unas galletitas, ¿no? —Vio cómo Gaby se debatía entre su deseo de ser educada y unas ganas desesperadas de decir que no. Al final, llegó a una solución de compromiso.
—Me tomaré media, si no te importa. —Gaby partió la galleta con mucho cuidado y puso cara de ir a llevarse a la boca una cucaracha.
—Querías hablar de Christian, ¿no? —preguntó Erica, sin poder evitar la curiosidad.
—Sí, no sé qué mosca le ha picado. —Gaby parecía aliviada una vez superado el suplicio de la galleta, que tragó con un buen sorbo de café—. Dice que se niega a seguir con la promoción del libro, pero no puede hacer tal cosa. ¡No es profesional!
—Bueno, parece que se ha tomado muy a pecho los artículos en la prensa —contestó Erica discretamente, de nuevo llena de remordimientos por su participación en aquel asunto.
Gaby hizo un aspaviento con aquella mano de uñas perfectas.
—Sí, claro, y desde luego, es comprensible. Pero son cosas que la gente olvida enseguida, y al libro le ha proporcionado un impulso increíble. La gente siente curiosidad por él y por su novela. Quiero decir que, a fin de cuentas, es Christian el principal beneficiado. Además, debería ser consciente de que hemos invertido grandes cantidades de tiempo y de dinero en su lanzamiento. Y esperamos que nos corresponda.
—Sí, claro —murmuró Erica, aunque no estaba segura de cuál era su opinión al respecto. Por un lado, comprendía a Christian, debía de ser espantoso ver tu vida privada expuesta de aquella manera. Por otro, Gaby tenía razón, esas historias perdían vigencia enseguida. Christian se encontraba en los albores de su carrera literaria y, seguramente, toda la atención que ahora le dedicaban los medios de comunicación sería beneficiosa durante muchos años.
—¿Y por qué quieres hablar de eso conmigo? —añadió en tono cauto—. ¿No deberías hablarlo con Christian?
—Tuvimos una reunión ayer —respondió Gaby concisa—. Y puede decirse que no se desarrolló como debía. —Apretó los labios, como para subrayar su afirmación, y Erica comprendió que, con toda probabilidad, la cosa se habría descontrolado.
—Vaya, qué lástima. Pero claro, en estos momentos, Christian se siente muy presionado, me parece, y creo que habría que ser un poco indulgente…
—Lo comprendo, pero al mismo tiempo, yo dirijo un negocio y tenemos un contrato. Aunque sus obligaciones en lo que a prensa, promoción y esas cosas se refiere no se recogen con detalle, se sobreentiende que podemos esperar de él cierta colaboración. Hay autores que pueden permitirse el lujo de comportarse como eremitas y apartarse de aquello que consideran indigno de ellos. Pero los que lo consiguen se han ganado ya un nombre y cuentan con un público numeroso. Christian se encuentra aún lejos de esa situación. Puede que la alcance, pero uno no se hace escritor de la noche a la mañana, y con el éxito inicial cosechado con
La sombra de la sirena
, me parece que es su obligación, tanto para consigo mismo como para con la editorial, avenirse a ciertos sacrificios. —Gaby hizo una pausa y clavó la mirada en Erica—. Y confiaba en que tú podrías explicárselo.
—¡¿Yo?! —Erica no sabía qué decir. No estaba muy segura de ser la persona adecuada para convencer a Christian de que se arrojase de nuevo a los lobos, puesto que había sido ella quien se los había echado encima por primera vez—. Pues no sé si sería… —calló mientras buscaba una forma diplomática de decirlo, pero Gaby la interrumpió:
—Bien, pues entonces, quedamos en eso. Irás a verlo y le explicarás cuáles son nuestras expectativas.
—¿Qué…? —Erica miraba a Gaby preguntándose qué parte de su respuesta habría podido interpretarse como afirmativa. Pero Gaby había empezado a levantarse. Se alisó la falda, cogió el bolso y se lo colgó del hombro.
—Gracias por el café y por la charla. Es estupendo que tú y yo podamos colaborar tan bien. —Se inclinó y le dio a Erica dos besos sin rozarla, antes de encaminarse taconeando hacia la puerta.
»No te molestes, sé dónde está la salida —gritó desde el recibidor—. Adiós.
—Adiós —respondió Erica despidiéndola con la mano. No solo se sentía como si la hubiese arrollado un tren, sino además, como si la hubiese aplastado por completo.
P
atrik y Gösta iban en el coche. Solo habían pasado cinco minutos desde que recibieron la llamada. Kenneth Bengtsson apenas podía articular palabra al principio pero, al cabo de unos minutos, Patrik logró entender lo que le decía. Que habían asesinado a su mujer.