La sombra de la sirena (24 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

—Además, le enseñé las cartas que ha recibido Christian y me di cuenta de que lo de las amenazas era para él una novedad. Si a Magnus le hubiera pasado algo parecido, habría reaccionado de otra manera.

—Ummm… sí, supongo que tienes razón. ¿Y entonces, averiguaste algo hablando con Kenneth?

—No, no mucho. Pero tuve la sensación de que mis preguntas le resultaban de lo más incómodas. Como si estuviera poniendo el dedo en alguna llaga, aunque no sé por qué exactamente.

—¿Se conocen mucho?

—No lo sé. Me cuesta mucho imaginar qué puede tener Christian en común con Kenneth y Erik. Lo de Magnus lo entiendo mejor.

—Pues a mí siempre me ha parecido que Christian y Sanna forman una pareja un tanto extraña.

—Sí, la verdad… —Erica buscaba la palabra adecuada. No quería que sonara a crítica—. Sanna es un tanto «joven» —dijo por fin—. Además, creo que es muy celosa. Y hasta cierto punto, la comprendo. Christian es un hombre atractivo y no da la sensación de que tengan una relación muy igualitaria que digamos. —Erica había preparado una tetera y la colocó en la mesa junto con un poco de leche y un tarro de miel.

—¿A qué te refieres con igualitaria? —preguntó Anna llena de curiosidad.

—Pues, no es que me haya relacionado mucho con ellos, pero tengo la sensación de que Sanna adora a Christian, mientras que él la trata con cierta condescendencia.

—Eso no suena nada bien —dijo Anna y tomó un sorbo de té, que estaba demasiado caliente. Dejó la taza en la mesa para que se enfriara un poco.

—No, y puede que sea una conclusión precipitada de lo poco que he podido ver, pero hay algo en su trato que recuerda más a la relación entre padre e hija que a la que cabe esperar entre dos adultos.

—Bueno, en cualquier caso, el libro ha tenido buena acogida.

—Sí, y bien merecida —respondió Erica—. Christian es uno de los escritores con más talento que he conocido y estoy muy contenta de que los lectores puedan descubrirlo.

—Y todos esos artículos de la prensa contribuirán lo suyo. No hay que subestimar la curiosidad de la gente.

—Es verdad, pero con tal de que lleguen al libro, me da igual cómo lo hagan —afirmó Erica poniéndose una segunda cucharada de miel. Había intentado abandonar la costumbre de tomar el té con tanta miel, tan dulce que se le quedaban los dientes pegajosos, pero siempre terminaba por rendirse.

—¿Y cómo va eso? —Anna le señaló la barriga, sin poder ocultar la preocupación. Después del nacimiento de Maja, Erica pasó por una época muy difícil en la que Anna, que lidiaba a la sazón con sus propios problemas, no pudo apoyarla. Pero ahora estaba muy preocupada por su hermana. No quería ver cómo se hundía de nuevo en la bruma de la depresión.

—Te mentiría si te dijera que no estoy asustada —respondió Erica pensativa—. Pero esta vez me siento más preparada mentalmente. Sé lo que me espera, lo duros que son los primeros meses. Al mismo tiempo, resulta imposible imaginar cómo será todo cuando son dos a la vez. Puede que sea mil veces peor, por muy preparada que crea que estoy.

Aún recordaba a la perfección cómo se sentía después de que naciera Maja. No se acordaba de los detalles, de ningún instante concreto del día a día de los primeros meses. Así que aquella existencia se le presentaba como una mancha negra cuando intentaba rememorarla. Sin embargo, la sensación que le provocaban sus circunstancias había permanecido intacta en la memoria y la embargaba el pánico ante la sola idea de volver a caer en la desesperación infinita y en la resignación total de aquellos meses.

Anna se imaginó lo que estaba pensando. Alargó el brazo y le cogió la mano.

—Esta vez no será igual. Claro, será más trabajo que cuando solo tenías a Maja, eso no puedo negarlo, pero yo estaré pendiente de ti, Patrik estará pendiente de ti, y te pescaremos si vemos que vas a caer de nuevo en ese agujero profundo. Te lo prometo. Erica, mírame. —Obligó a su hermana a levantar la cabeza y a mirarla a los ojos. Una vez que consiguió captar toda su atención, repitió con calma y con firmeza—: No permitiremos que vuelvas a caer en eso.

Erica parpadeó para disimular unas lágrimas y apretó la mano de su hermana. Tanto había cambiado la relación entre ellas que Erica no era ya una especie de madre para Anna. Ni siquiera una hermana mayor. Eran hermanas, pura y simplemente. Y amigas.

—Tengo en el congelador una tarrina de Ben & Jerry’s Chocolate Fudge Brownie. ¿Lo traigo?

—¿Y ahora lo dices? —preguntó Anna con expresión ofendida—. Venga aquí el helado ahora mismo, si no quieres que deje de ser tu hermana.

E
rik exhaló un suspiro cuando vio entrar el coche de Louise en el aparcamiento de la oficina. No solía presentarse allí y el que ahora lo hiciera no presagiaba nada bueno. Además, no hacía mucho que había llamado preguntando por él. Kenneth se lo comunicó en cuanto él volvió de una breve salida a la tienda. Por una vez, su colega no tuvo que mentir.

Se preguntaba por qué tenía tanto interés en localizarlo. ¿Se habría enterado de su aventura con Cecilia? No, saber que él se acostaba con otra no era para ella motivo suficiente como para sentarse en el coche y salir a la calle con la nevada. De repente, se quedó helado. ¿Sabría Louise que Cecilia estaba embarazada? ¿Habría roto Cecilia el acuerdo al que habían llegado y que ella misma había propuesto? ¿Acaso el deseo de perjudicarlo y de vengarse de él pudo más que el de recibir una mensualidad para ella y para su hijo?

Vio a Louise salir del coche. La idea de que Cecilia lo hubiese descubierto lo tenía paralizado. No había que subestimar a las mujeres. Cuanto más lo pensaba, más verosímil le parecía que su amante hubiese renunciado al dinero por el placer de destrozar su vida.

Louise entró en el local. Parecía alterada. Cuando se le acercó, notó el olor pestilente a vino flotando como una niebla densa a su alrededor.

—¿Estás en tu sano juicio? ¿Has cogido el coche borracha? —masculló Erik. Vio con el rabillo del ojo que Kenneth fingía estar concentrado en la pantalla del ordenador, pero por mucho que Erik quisiera, no podía evitar oír lo que dijeran.

—Y a ti qué te importa —balbució ella—. De todos modos, yo conduzco mejor borracha que tú sobrio. —Louise perdió el equilibrio y Erik miró el reloj. Las tres de la tarde y su mujer ya estaba completamente borracha.

—¿Qué quieres? —Lo único que quería era acabar cuanto antes. Si Louise iba a destrozar su mundo, cuanto antes mejor. Él siempre había sido un hombre de acción, nunca había rehuido las situaciones desagradables.

Sin embargo, en lugar de estallar en acusaciones contra Cecilia y decirle que sabía lo del niño, mandarlo al cuerno y decirle que pensaba quitarle todo lo que poseía, Louise metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó algo blanco. Cinco sobres blancos. Erik los reconoció enseguida.

—¿Has estado en mi despacho? ¿Husmeando en mis cosas?

—¡Pues claro que sí, qué puñetas! Tú nunca me cuentas nada. Ni siquiera que alguien te ha estado enviando cartas amenazadoras. ¿Te has creído que soy idiota? ¿Crees que no sé que se trata de las mismas cartas de las que hablan en el periódico? Las que le han estado enviando a Christian. Y, por si fuera poco, ahora Magnus está muerto. —Le salía la ira por las orejas—. ¿Por qué no me las has enseñado? ¿Un enfermo nos amenaza y a ti no te parece que yo tenga derecho a saberlo? ¡Yo, que me paso los días sola en casa, sin protección!

Erik lanzó una mirada a Kenneth, irritado ante la idea de que el colega pudiera oír cómo Louise lo ponía en evidencia. Al ver su expresión, se quedó de piedra. Kenneth había dejado de mirar la pantalla. Miraba perplejo los cinco sobres blancos que Louise había arrojado sobre el escritorio. Estaba pálido. Miró a Erik un instante y luego volvió la cara de nuevo. Pero ya era tarde. Erik se había dado cuenta.

—¿Tú también has recibido cartas como estas?

Louise se sobresaltó al oír la pregunta de Erik y miró a Kenneth. En un principio, parecía que no lo hubiese oído, continuó observando detenidamente una hoja de cálculo complejísima con los gastos y los ingresos. Pero Erik no pensaba dejarlo en paz.

—Kenneth, te he hecho una pregunta. —La voz imperativa de Erik. La misma que había usado siempre, a lo largo de todos los años, desde que se conocían. Y Kenneth reaccionó del mismo modo que cuando eran niños. Aún seguía siendo el blando, el que iba detrás y se sometía a la autoridad de Erik y a su necesidad de liderazgo. Hizo girar lentamente la silla, hasta que quedó de cara a Erik y Louise. Cruzó las manos sobre las rodillas y respondió en voz baja:

—He recibido cuatro. Tres en el buzón y una que me encontré en la mesa de la cocina.

Louise se puso blanca. Había encontrado más combustible para la ira que sentía contra Erik.

—Pero ¿qué es esto? ¿Christian, tú y Kenneth? ¿Qué habéis hecho? ¿Y Magnus? ¿Él también recibía cartas? —Miró acusadora a su marido, luego a Kenneth y de nuevo a Erik.

El silencio duró unos instantes. Kenneth miraba inquisitivo a Erik, que negó despacio con la cabeza.

—No, que yo sepa. Magnus nunca dijo nada al respecto, pero eso no tiene por qué significar nada. ¿Tú sabes algo? —Dirigió la pregunta a Kenneth, que también negó sin pronunciar palabra.

—No. Si Magnus se lo hubiese contado a alguien, habría sido a Christian.

—¿Cuándo recibiste la primera? —El cerebro de Erik empezaba a procesar la información; le daba vueltas y más vueltas, tratando de hallar una solución y de recobrar de nuevo el control.

—No estoy seguro. Pero bueno, fue antes de Navidad. O sea, en diciembre.

Erik alargó el brazo y cogió las cartas, que estaban en la mesa. Louise se había venido abajo, la ira se había esfumado. Se quedó allí, delante de su marido, viendo cómo ordenaba las cartas por la fecha del matasellos. La primera quedó debajo, así que la cogió y entornó los ojos para descifrar la fecha.

—Quince de diciembre.

—Pues yo creo que coincide con mi primera carta —dijo Kenneth antes de bajar la vista de nuevo.

—¿Tienes las cartas todavía? ¿Puedes comprobar la fecha del matasellos de las que te llegaron por correo? —preguntó Erik con aquel tono tan eficaz de ejecutivo.

Kenneth asintió y respiró hondo.

—Cuando dejaron la cuarta en la mesa de la cocina, al lado habían puesto un cuchillo.

—¿Y no lo habías dejado allí tú mismo? —preguntó Louise, que ya articulaba bien. El miedo la había despejado y había disipado la bruma que le invadía el cerebro.

—No, sé que todo estaba recogido y la mesa limpia cuando me fui a la cama.

—¿La puerta no estaba cerrada con llave? —La voz de Erik seguía sonando fría y formal.

—No, creo que no. No siempre me acuerdo de echar la llave.

—Pues a mí, por lo menos, solo me han llegado por correo —constató repasando los sobres. Luego recordó algo que había leído en el artículo sobre Christian.

»Christian fue el primero en empezar a recibir las amenazas. Empezaron a llegarle hace un año y medio. A ti y a mí no empezaron a llegarnos hasta hará unos tres meses. Así que, imagínate, ¿y si todo esto tiene que ver con él? ¿Y si él era el objetivo del remitente de las cartas y nosotros nos hemos visto involucrados en este enredo solo porque daba la casualidad de que lo conocíamos? —Erik hablaba ahora un tanto alterado—. Pues que se prepare si sabe algo y no nos ha dicho nada, si nos deja a mí y a mi familia a merced de un loco sin avisarnos.

—Bueno, él no sabe que también nosotros hemos estado recibiendo estas cartas —objetó Kenneth. Erik hubo de admitir que tenía razón.

—No, pero ahora se va a enterar, desde luego. —Erik recogió los sobres y los juntó pulcramente golpeándolos contra la mesa.

—¿Piensas hablar con él? —Kenneth parecía angustiado y Erik suspiró. A veces no soportaba aquel temor que su colega tenía a los conflictos. Siempre fue igual. Kenneth seguía la corriente, nunca decía que no, siempre decía que sí. Claro que esa actitud había servido a sus intereses. Solo podía haber uno al mando. Hasta ahora había sido él, y así seguiría siendo.

—Pues claro que pienso hablar con él. Y con la Policía. Debería haberlo hecho hace mucho, pero hasta que no leí lo de las cartas de Christian no empecé a tomármelo en serio.

—A buenas horas —masculló Louise. Erik la miró con encono.

—Es que no quiero que Lisbet se altere. —Kenneth levantó la barbilla con un destello rebelde en la mirada.

—Alguien entró en tu casa, dejó una carta en la mesa de la cocina y puso un cuchillo al lado. Si yo fuera tú, estaría mucho más preocupado por eso que por inquietar a Lisbet. Se pasa la mayor parte del tiempo sola en casa. Imagínate que esa persona consigue entrar mientras tú estás fuera.

Erik comprendió que a Kenneth ya se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad y, mientras se irritaba al pensar en la abulia de su colega, trataba de obviar el hecho de que tampoco él había denunciado las amenazas, precisamente.

—Muy bien, pues entonces, haremos eso. Tú vas a casa y te traes las cartas, así se las entregamos todas a la Policía, que podrá empezar a investigar el asunto enseguida.

Kenneth se levantó.

—Voy ahora mismo. No tardaré.

—Anda, sí, ve —dijo Erik.

Cuando Kenneth se hubo marchado y una vez cerrada la puerta, se volvió hacia Louise y la observó durante unos segundos.

—Tenemos un par de cosas de las que hablar.

Louise se quedó mirándolo. Luego levantó la mano y le propinó a su marido una bofetada.

—¡
T
e digo que no le pasa nada! —La voz de su madre rezumaba indignación, estaba a punto de llorar. Él se alejó y se escondió detrás del sofá, a unos metros de allí. Pero no tanto que no pudiese oír lo que decían. Todo lo que atañía a Alice era importante
.

Había empezado a gustarle un poco. Ya no lo miraba de aquel modo exigente. Pasaba la mayor parte del tiempo tranquila y en silencio y a él eso le parecía muy agradable
.

—Tiene ocho meses y no ha hecho el menor intento de gatear ni de moverse. Debemos llamar y que la vea un médico. —Su padre hablaba en voz baja. El tono al que recurría cuando quería convencer a su madre de algo que ella no quería hacer. Repitió sus palabras, le puso las manos en los hombros para obligarla a prestar atención a lo que le decía
.

»A Alice le pasa algo. Cuanto antes pidamos ayuda, tanto mejor. No le haces ningún favor cerrando los ojos a la realidad
.

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