La sombra de la sirena (10 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

—¿
C
ómo demonios se ha enterado la prensa?

Patrik y Maja habían estado haciendo la compra y Patrik dejó el
GT
en la mesa antes de seguir colocando los alimentos en el frigorífico. Maja se había subido a una de las sillas y le ayudaba ansiosa a sacarlos de las bolsas.

—Eh… —Fue cuanto Erica logró articular.

Patrik se detuvo en mitad de un movimiento. Conocía lo bastante bien a su mujer como para ser capaz de interpretar las señales.

—¿Qué has hecho, Erica? —preguntó con un paquete de margarina Lätt & Lagom en la mano, pero mirándola fijamente a los ojos.

—Pues puede que yo sea responsable de la filtración.

—¿Cómo? ¿Con quién has hablado?

Hasta Maja captó la tensión que reinaba en la cocina, así que la pequeña se quedó muy quieta mirando también a su madre. Erica tragó saliva y tomó impulso.

—Con Gaby.

—¡¿Con Gaby?! —Patrik por poco se ahoga—. ¿Se lo has contado a Gaby? Pues igual podrías haber llamado a la redacción del
GT
directamente.

—No pensé…

—No, claro, eso no hace falta que lo jures, que no pensaste. ¿Y qué opina Christian de todo esto? —preguntó Patrik señalando aquellos titulares tan escandalosos.

—No lo sé —admitió Erica. Todo su ser se retorcía por dentro ante la sola idea de cuál sería la reacción de Christian.

—Pues, como policía, te diré que esto es lo peor que podía suceder. El revuelo y la atención que ha merecido la noticia pueden estimular no solo al autor de las cartas, sino a nuevos autores de nuevas amenazas.

—No me riñas, ya sé que fue una estupidez. —Erica estaba a punto de llorar. Ya lo estaba en condiciones normales, y las hormonas del embarazo no mejoraban la situación—. Es que no me paré a pensar. Llamé a Gaby para preguntar si a la editorial había llegado alguna amenaza y, en cuanto lo dije, supe que había sido un error contárselo a ella. Pero ya era demasiado tarde… —Se le ahogó la voz en llanto y notó que ya empezaba a gotearle la nariz.

Patrik le ofreció un trozo de papel y la abrazó y empezó a acariciarle la melena, antes de decirle dulcemente al oído:

—Cariño, no te pongas triste. No era mi intención parecer enfadado. Sé que no tenías la menor idea de que la cosa acabara así. Vamos… —Patrik la meció sin dejar de abrazarla y Erica empezó a calmarse.

—No creí que Gaby fuese capaz de…

—Ya lo sé, ya lo sé. Pero ella no es como tú ni de lejos. Y tienes que aprender que todo el mundo no piensa igual. —La retiró un poco para verle los ojos.

Erica se secó las lágrimas de las mejillas con el papel que Patrik acababa de darle.

—¿Y qué voy a hacer ahora?

—Pues tendrás que hablar con Christian. Pedirle perdón y explicarle lo ocurrido.

—Pero…

—Nada de peros. No hay otra salida.

—Tienes razón —admitió Erica—. Pero te diré que me espanta la idea. Y además, pienso mantener una seria conversación con Gaby.

—Ante todo, debes reflexionar sobre qué le dices a quién. Gaby piensa únicamente en su negocio y vosotros sois secundarios. Así es como funciona esto.

—Sí, sí, ya lo sé. No tienes que insistir —replicó Erica mirando airada a su marido.

—Bueno, dejémoslo por ahora —dijo Patrik retomando la tarea de colocar la compra.

—¿Has podido examinar las cartas más de cerca?

—No, no he tenido tiempo —confesó Patrik.

—Pero ¿lo harás? —insistió Erica.

Patrik asintió mientras empezaba a cortar verduras para la cena.

—Sí, claro, pero nos habría facilitado las cosas que Christian hubiese colaborado. Por ejemplo, me gustaría ver las otras cartas.

—Pues habla con él. Quizá logres convencerlo.

—Ya, pero se imaginará que tú has hablado conmigo.

—He logrado que lo crucifiquen en uno de los diarios vespertinos más importantes de Suecia, de modo que puedes aprovechar, de todas formas, ya querrá verme muerta.

—Bueno, no creo que sea para tanto.

—Si hubiera sido al revés, no creo que hubiese vuelto a dirigirle la palabra.

—Vamos, no seas tan pesimista —le aconsejó Patrik cogiendo a Maja de la encimera. A la pequeña le encantaba estar con ellos cuando preparaban la comida y siempre estaba dispuesta «a ayudar»—. Ve a verlo mañana y explícale lo que pasó, dile que nada más lejos de tu intención que las cosas salieran así. Luego iré yo a hablar con él y trataré de que colabore con nosotros. —Patrik le dio a Maja un trozo de pepino, que la pequeña empezó a procesar con aquellos dientes suyos, escasos, pero tanto más afilados.

—Mañana mismo, ¿no? —suspiró Erica.

—Mañana —confirmó Patrik inclinándose para darle a su mujer un beso en los labios.

S
e sorprendió mirando una y otra vez hacia el lateral del campo de fútbol. Sin él, no era lo mismo.

Siempre había acudido a cada entrenamiento, con independencia del tiempo que hiciera. El fútbol era su rollo. Lo que hacía que se mantuviera su amistad, pese al deseo de liberarse de sus padres. Porque su padre y él eran amigos. Claro que discutían a veces, como todos los padres con sus hijos, pero, en el fondo, eran amigos.

Ludvig cerró los ojos y se lo imaginó allí mismo. Con los vaqueros y la sudadera con el nombre de Fjällbacka en el pecho, la que siempre llevaba puesta, para disgusto de su madre. Las manos en los bolsillos y los ojos en la pelota. Y en Ludvig. Pero él nunca le reñía. No como algunos de los otros padres, que acudían a los entrenamientos y los partidos y que se dedicaban a gritarles a sus hijos todo el rato. «¡Espabílate, Oskar!» O «¡Vamos, Danne, ya puedes currártelo un poco!» Nada de eso hacía su padre, nunca. Tan solo «¡Bien, Ludvig!», «¡Buen pase!», «¡Ya los tenéis, Ludde!».

Vio con el rabillo del ojo que le enviaban un pase y lanzó a su vez la pelota mecánicamente. Había perdido la alegría de jugar al fútbol. Intentaba encontrarla de nuevo, por eso estaba allí, corriendo y luchando pese al frío del invierno. Podría haberse escudado en todo lo ocurrido y haber abandonado. Haber dejado los entrenamientos, haber pasado del equipo. Nadie se lo habría echado en cara, todos lo habrían comprendido. Salvo su padre. Rendirse no entraba dentro de sus posibilidades.

De modo que allí estaba. Uno más del equipo. Pero le faltaba la alegría y el banquillo lateral estaba vacío. Su padre no estaba ya, ahora tenía la certeza. Su padre no estaba ya.

N
o lo dejaron ir en la caravana. Y esa fue una de las muchas decepciones que se llevó durante aquello que llamaban vacaciones. Nada resultó como él esperaba. El silencio, roto tan solo por la dureza de las palabras, parecía solidificarse ahora que no tenía toda la casa para moverse libremente. Era como si «vacaciones» implicase más tiempo para las disputas, más tiempo para los ataques de su madre. Su padre parecía más pequeño y gris que de costumbre
.

Era la primera vez que él los acompañaba, pero sabía que su madre y su padre solían ir todos los años con la caravana a aquel lugar de nombre extraño. Fjällbacka. Él no veía allí montañas, como indicaba el nombre del lugar, tan solo algunas lomas. Sobre todo en el camping, allí donde plantaron la caravana encajada entre otras muchas, el terreno era totalmente plano. No estaba seguro de si le gustaba o no. Pero su padre le había explicado que la familia de su madre era de allí y que por eso ella quería ir a aquel pueblo de vacaciones
.

Eso también era raro, porque él no veía allí a ningún familiar. Durante una de las discusiones en aquel espacio tan reducido, comprendió por fin que debía de existir allí alguien llamado La bruja, y que ella era aquel familiar. Era un nombre gracioso, Käringen. Aunque no parecía que a su madre le gustara aquella mujer, porque su voz se endurecía cuando hablaba de ella y, además, jamás iban a verla. Entonces ¿por qué tenían que estar allí?

Lo que más odiaba de Fjällbacka y de las vacaciones era, pese a todo, lo de bañarse. Él jamás se había bañado en el mar. Al principio no estaba seguro de qué le parecería, pero su madre lo animó, le dijo que no quería que su hijo fuese un miedica, que tenía que dejarse de remilgos. Así que respiró hondo y entró temeroso en las frías aguas, pese a que al notar en las piernas la sal y la baja temperatura se quedó sin respiración. Se detuvo cuando el agua le llegaba por la cintura. Estaba demasiado fría, no podía respirar. Y tenía la sensación de que había cosas moviéndose alrededor de los pies, de las pantorrillas, como si algo trepara por sus piernas. Su madre se acercó hasta donde se encontraba, se rio, lo cogió de la mano y lo llevó consigo hacia el fondo. Se sintió tan feliz. Con la mano de su madre en la suya, con aquella risa tintineando sobre la superficie del agua y sobre él. Era como si los pies se le movieran solos, como si fueran flotando y alejándose del fondo. Finalmente, dejó de sentir el suelo, pero no importaba, porque su madre lo sujetaba, lo llevaba de la mano, lo quería
.

Luego lo soltó. Notó cómo la palma de la mano se deslizaba por la suya, luego por los dedos, luego por las yemas, hasta que no solo los pies, sino también las manos se agitaban a tientas en el vacío. De nuevo sintió aquel frío en el pecho y era como si el nivel del agua subiese. Le llegaba por los hombros, por la garganta, y él levantaba la barbilla para que no le llegara a la boca, pero se acercaba demasiado rápido y no tuvo tiempo de cerrarla, se le llenó de sal, de un frío que le bajó por la garganta, y el agua seguía subiendo, hasta las mejillas, hasta los ojos, y notó que le cubría la cabeza como una tapadera hasta que desaparecieron todos los sonidos y lo único que oía era el rumor de lo que se arrastraba y le trepaba por el cuerpo
.

Manoteó a su alrededor combatiendo aquello que tiraba de él hacia abajo, pero no podía con aquella pared densa de agua y, cuando por fin notó la piel de alguien en la suya, una mano en el brazo, su primera reacción fue la de defenderse. Luego lo subieron y la cabeza atravesó la superficie. El primer suspiro fue brutal y doloroso, respiraba con ansia y con avidez. Su madre le apretaba el brazo con fuerza, pero no importaba, porque el agua ya no le daría alcance
.

La miró agradecido de que lo hubiera salvado, de que no lo hubiese dejado desaparecer. Pero lo que vio en sus ojos era desprecio. Sin saber cómo, había cometido un error, la había decepcionado de nuevo. Y si él supiera cómo…

Los moretones del brazo le duraron varios días
.

—¿
T
enías que arrastrarme hasta aquí, hoy, precisamente? —No era frecuente que Kenneth dejase traslucir la irritación que sentía. Creía firmemente que había que conservar la calma y la concentración en todas las situaciones. Pero Lisbet parecía tan apenada cuando le dijo que Erik lo había llamado y que tenía que ir a la oficina un par de horas, pese a que era domingo… Ella no protestó, y casi fue peor. Lisbet sabía que les quedaban muy pocas horas para estar juntos. Lo importantes que eran aquellas horas, su valor incalculable. Aun así, no protestó. En cambio, reunió fuerzas para sonreír cuando le dijo: «Claro, ve, ya me las arreglaré».

Kenneth casi deseaba que se hubiese enfadado y le hubiese gritado. Que le hubiese dicho que, qué demonios, que tendría que empezar a distinguir las prioridades. Pero ella no era así. Kenneth no recordaba una sola ocasión, durante sus cerca de veinte años de matrimonio, en que ella le hubiese levantado la voz. Ni a él ni a ninguna otra persona, por cierto. Lisbet había encajado cada revés y cada dolor con serenidad e incluso lo consolaba cuando él se venía abajo. Cuando no tenía fuerzas para seguir siendo fuerte, ella lo fue por él.

Y ahora la dejaba allí para ir al trabajo. Despilfarraba un par de horas de su precioso tiempo juntos, y se odiaba a sí mismo por salir corriendo en cuanto Erik chasqueaba los dedos. No lo comprendía. Se trataba de un comportamiento que se había fijado hacía tantos años, que casi formaba parte de su personalidad. Y Lisbet era quien tenía que sufrir siempre por ello.

Erik ni siquiera le respondió. Se quedó mirando la pantalla del ordenador, como si se encontrara en otro mundo.

—¿De verdad era necesario que viniera hoy? —repitió Kenneth—. ¿En domingo? ¿No podía esperar hasta mañana?

Erik se volvió despacio hacia Kenneth.

—Soy consciente y respeto al máximo tu situación personal —respondió Erik al fin—. Pero si no dejamos la cosa controlada antes de la ronda de ofertas de esta semana, podemos cerrar el negocio. Aquí cada uno tiene que hacer el sacrificio que le corresponde.

Kenneth se preguntó para sus adentros a qué sacrificios aludía Erik por lo que a él se refería. Y tampoco era tan urgente como le daba a entender. Habrían podido ordenar la documentación a lo largo del día siguiente, y que el negocio dependiese de ello y peligrase era una exageración. Probablemente, Erik solo buscaba un subterfugio para salir de casa, pero ¿por qué tenía que arrastrar también a Kenneth? La respuesta era, probablemente, «porque podía».

Ambos volvieron en silencio a sus obligaciones y continuaron trabajando un rato más. La oficina se componía de una única habitación bastante amplia, de modo que no existía la menor posibilidad de cerrar la puerta y quedarse a solas. Kenneth miraba a Erik a hurtadillas. Tenía algo diferente. No resultaba fácil decir qué era, pero Erik tenía un aspecto como más borroso. Más desaliñado, no llevaba el pelo impecable como de costumbre, la camisa se veía un tanto arrugada. No, no era el Erik de siempre. Kenneth sopesó la posibilidad de preguntarle si todo iba bien en casa, pero renunció enseguida. En cambio, le dijo con tanta tranquilidad como pudo:

—¿Viste ayer la noticia sobre Christian?

Erik dio un respingo.

—Sí.

—Menuda historia. Amenazado por un chiflado —dijo Kenneth en tono relajado, casi festivo. Aunque el corazón le latía desacompasado en el pecho.

—Ummm… —Erik no apartaba la mirada de la pantalla, aunque sin tocar siquiera el teclado ni el ratón.

—¿A ti te ha mencionado Christian algo al respecto? —Era como tratar de no rascarse la costra de una herida. No quería hablar del tema y tampoco Erik parecía animado a comentarlo. Aun así, no pudo contenerse—. ¿Te lo ha mencionado?

—No, a mí no me ha dicho nada de ninguna amenaza —respondió Erik, y empezó a revolver los documentos que tenía sobre la mesa—. Pero claro, ha estado más que ocupado con el libro, así que no nos hemos visto ni nos hemos llamado mucho últimamente. Y son cosas que uno no anda comentando por ahí.

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