El motor seguía en marcha, pero el zumbido que le resonaba en la cabeza ahogaba el ruido. Vio por el retrovisor que el coche que venía detrás también se había detenido y Christian comprendió que debería ponerse en marcha otra vez, alejarse de los faros que se reflejaban en el retrovisor.
Se abrió una puerta y alguien salió del otro coche. ¿Quién era, quién caminaba hacia donde él se encontraba? Fuera estaba tan oscuro que solo vio que se le acercaba una figura asexuada. Unos pasos más y quienquiera que fuese estaría junto a la puerta del coche.
Empezaron a temblarle las manos en el volante. Apartó la vista del retrovisor y la clavó en el campo y el lindero del bosque que se distinguía vagamente a unos metros de allí. Miró y esperó. Hasta que se abrió la puerta del acompañante.
—¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien? No parece que lo hayas atropellado.
Christian miró hacia el lugar de donde provenía la voz. Un hombre de pelo cano y unos sesenta años de edad lo miraba desde la puerta.
—Estoy bien —murmuró Christian—. Es solo que me he llevado un susto.
—Sí, es horrible que algún animal se te cruce así, sin más. Entonces ¿seguro que estás bien?
—Segurísimo. Ya me voy a casa. Voy camino de Fjällbacka.
—Ajá, pues yo voy a Hamburgsund. Conduce con cuidado.
El hombre cerró la puerta y Christian notó que el pulso recobraba el ritmo normal. No habían sido más que fantasmas, recuerdos del pasado. Nada que pudiera hacerle daño.
En su cabeza intentaba hacerse oír una vocecita que le hablaba de las cartas, que no eran fruto de la imaginación. Pero él hizo oídos sordos, no podía prestarle atención. Si empezaba a recordar, ella se haría de nuevo con el poder. Y no podía permitirlo. Había trabajado muy duro para olvidar. No volvería a ponerse a su alcance.
Salió a la carretera en dirección a Fjällbacka. El móvil seguía sonando en el bolsillo.
A
lice continuaba gritando, ya fuese de día o de noche. Él oía cómo su padre y su madre hablaban del tema. Que tenía algo que se llamaba cólico, decían. Fuera lo que fuera, resultaba insufrible tener que oír aquel escándalo a todas horas. El sonido del llanto invadía toda su vida, lo usurpaba todo
.
¿Por qué no la odiaba su madre por tanto como lloraba? ¿Por qué la llevaba en brazos, le cantaba, la arrullaba y la miraba con dulzura, como si le diera pena?
Alice no daba ninguna pena. Hacía aquello a propósito. Estaba convencido. A veces, cuando se asomaba a la cuna para verla allí tendida como un escarabajo horrendo, ella le devolvía la mirada. Lo miraba diciéndole que no quería que su madre lo quisiera. Por eso lloraba y le exigía a su madre todo su tiempo. Pretendía que no le quedase ninguno para él
.
De vez en cuando, notaba que a su padre le ocurría lo mismo. Que él también sabía que Alice hacía todo aquello adrede, para que tampoco a su padre le quedase ni siquiera una mínima parte de su madre. Aun así, no hacía nada. ¿Por qué no hacía algo? Él era grande, adulto. Él podía conseguir que Alice dejase de llorar
.
Tampoco su padre podía tocar apenas al bebé. Lo intentaba de vez en cuando, lo cogía torpemente y le daba palmaditas en el trasero y en la espalda para que se calmase. Pero su madre siempre le decía que lo hacía mal, que ella cogería a Alice, y entonces él se retiraba otra vez
.
De todos modos, un día tuvo que encargarse de Alice. Llevaba tres noches seguidas llorando más que nunca. Su padre estaba en el dormitorio, con un almohadón en la cabeza para aislarse del ruido. Y allí, bajo el almohadón, creció el odio, que se difundió por todo el cuerpo y se extendió pesadamente hasta el punto de que apenas podía respirar, y tuvo que levantar el almohadón para que le llegara el aire. Su madre estaba cansada. Ella también llevaba tres noches sin dormir, de modo que hizo una excepción, le dejó el bebé a su padre y se acostó. Y su padre decidió bañarla y le preguntó si quería verlo
.
Comprobó minuciosamente la temperatura del agua mientras llenaba la bañera y miraba a Alice, ahora callada, para variar, igual que hacía su madre. Su padre no había sido nunca importante. Era una figura invisible que se perdía en el brillo resplandeciente de su madre, alguien que también había quedado excluido del dúo que formaban Alice y su madre. Ahora, en cambio, su persona cobró importancia, al sonreírle a Alice y al devolverle esta la sonrisa
.
Su padre colocó cuidadosamente en el agua aquel cuerpo pequeño y desnudo. La puso en un soporte forrado de felpa, como una hamaquita, para que pudiera estar medio sentada. La fue lavando con suavidad, los brazos, las piernas, la barriga hinchada. El bebé agitaba las manos y los pies. Ahora ya no gritaba, por fin había dejado de gritar. Pero no importaba. Porque había vencido. Incluso su padre había abandonado su refugio tras el periódico para sonreírle
.
Él estaba inmóvil en el umbral. Incapaz de apartar la vista de su padre, de las manos que se movían por aquel cuerpecito infantil. Su padre, que había sido lo más parecido a un aliado suyo desde que su madre dejó de verlo siquiera. Llamaron a la puerta y se sobresaltó. Su padre miraba alternativamente la puerta y a Alice, sin saber muy bien qué hacer. Finalmente, le dijo
:
—¿Puedes cuidar de tu hermanita un momento? Solo voy a ver quién es, vuelvo enseguida
.
Él dudó un instante. Luego notó que su cabeza hacía un gesto de asentimiento. Su padre, que estaba de rodillas junto a la bañera, se levantó y le pidió que se acercara. Se le movieron los pies mecánicamente para dar los pocos pasos que lo separaban de la bañera. Alice levantó la vista y lo miró. Él vio con el rabillo del ojo cómo su padre salía del baño
.
Ya se habían quedado solos, él y Alice
.
E
rica miraba a Patrik atónita.
—¿En el hielo?
—Sí, el pobre hombre que lo encontró debió de llevarse un buen susto. —Patrik acababa de referirle los sucesos del día.
—¡Ya lo creo que sí! —Erica se desplomó de golpe en el sofá y Maja acudió corriendo a encaramarse a sus rodillas, lo cual no resultó ser tarea fácil.
—Hola… hola… —gritaba Maja en voz alta con la boca pegada a la barriga. Desde que le explicaron que los bebés podían oírla, aprovechaba la menor ocasión para comunicarse con ellos. Puesto que su vocabulario era aún limitado, por decirlo con suavidad, la charla era esencialmente monotemática.
—Seguro que están durmiendo, no los despiertes —le dijo Erica mandándola callar con el dedo en los labios.
Maja imitó su gesto y pegó la oreja a la barriga para oír si los bebés dormían de verdad.
—Debe de haber sido un día terrible —dijo Erica en voz baja.
—Sí —aseguró Patrik tratando de reprimir el recuerdo de la cara de Cia y los niños. Sobre todo la expresión de los ojos de Ludvig, tan parecidos a los de Magnus, la conservaría mucho tiempo en la retina—. Al menos ahora lo saben. A veces creo que la incertidumbre es peor —dijo sentándose junto a Erica, de modo que Maja quedó entre los dos. La pequeña se pasó de un salto a las rodillas de Patrik, donde dispondría de más espacio, y apretó la cabeza en el pecho de su padre. Patrik le acarició la melena rubia.
—Sí, supongo que tienes razón. Por otro lado, es muy duro perder la esperanza. —Vaciló un instante—. ¿Tenéis idea de lo que pasó?
Patrik negó con un gesto.
—No, todavía no sabemos nada. Absolutamente nada.
—¿Y de las cartas de Christian? —preguntó Erica, que debatía consigo misma. ¿Debía referirle su excursión de hoy a la biblioteca y sus reflexiones sobre el pasado de Christian? Finalmente, decidió abstenerse. Esperaría hasta haber averiguado algo más.
—Aún no he tenido tiempo de ponerme con ello. Pero hablaremos con la familia y los amigos de Magnus, y entonces creo que abordaré el asunto con Christian.
—Esta mañana le preguntaron por las cartas en el programa Nyhetsmorgon —dijo Erica con un escalofrío al recordar su participación y en lo que debió de pasar Christian en la emisión en directo.
—¿Y qué dijo?
—Le restó importancia, pero se notó que se sentía presionado.
—No es de extrañar. —Patrik le dio a Maja un beso en la cabeza—. ¿Qué te parece si preparamos algo de cenar para mamá y los bebés? —Se levantó y cogió en brazos a la pequeña, que asintió encantada—. ¿Qué hacemos? ¿Salchicha de caca con cebolla?
Maja rompió a reír con tal ímpetu que sufrió un ataque de hipo. Era una niña muy madura para su edad y acababa de descubrir el gran placer del humor del caca-pedo-culo-pis.
—No, mejor no —dijo Patrik—. Mejor unos palitos de pescado con puré, ¿no? Guardamos las salchichas de caca para otro día.
Maja pareció reflexionar un instante. Finalmente, asintió magnánima. Cenarían palitos de pescado.
S
anna iba y venía de un lado para otro. Los niños estaban en la sala de estar viendo el programa infantil
Bolibompa
, pero ella era incapaz de mantenerse quieta. Daba vueltas y más vueltas por la casa, con el móvil en el puño cerrado. De vez en cuando, marcaba el número.
Sin respuesta. Christian llevaba todo el día sin responder al teléfono, y ella se fue imaginando una serie de escenas dramáticas. Sobre todo desde que la noticia sobre Magnus tenía conmocionada a toda Fjällbacka. Había mirado su correo más de diez veces a lo largo del día. Era como si algo estuviese creciéndole en el interior, algo que se volvía cada vez más fuerte y que empezaba a exigir que lo rebatiese o que lo confirmase. En el fondo de su alma deseaba sorprenderlo en algo. Entonces la certeza le proporcionaría una vía de escape para toda la angustia y todo el miedo que la corroían por dentro.
En realidad, sabía que no estaba actuando bien. Con aquella necesidad de control y con tantas preguntas sobre a quién veía y qué pensaba, lo único que conseguía era que Christian se alejara cada vez más. Desde un punto de vista racional, era consciente de ello, pero era una sensación tan intensa… la que le decía que no podía confiar en él, que le ocultaba algo, que ella no era suficiente. Que no la quería.
Aquella idea le resultaba tan dolorosa que se sentó en el suelo de la cocina y se abrazó las rodillas. El frigorífico le zumbaba en la espalda, pero ella apenas lo notaba, solo advertía el agujero que tenía dentro.
¿Dónde estaba? ¿Por qué no la llamaba? ¿Por qué no lograba localizarlo? Volvió a marcar el número resuelta. Oyó sonar una señal tras otra, pero él seguía sin responder. Se levantó y se acercó a la mesa de la cocina, donde estaba la carta. Hoy había llegado otra. Sanna la abrió enseguida. El texto era tan críptico como siempre.
Sabes que no puedes huir. Yo existo en tu corazón, por eso no puedes esconderte, aunque vayas al fin del mundo
. Conocía bien aquella letra plasmada con tinta negra. Cogió la carta con mano temblorosa y se la llevó a la nariz. Olía a papel y a tinta. Ni rastro de perfume ni nada parecido que desvelase algún detalle sobre el remitente.
Christian insistía con la tozudez de un loco en que no sabía quién le escribía, pero ella no lo creía. Así de sencillo. Se le despertó la ira, arrojó la carta sobre la mesa y salió corriendo escaleras arriba. Alguno de los niños la llamaba a gritos desde el sofá, pero ella no le prestó atención. Tenía que saber, tenía que buscar respuestas. Era como si otra persona se hubiese apoderado de su cuerpo, como si ya no pudiera gobernarlo.
Empezó por el dormitorio, fue abriendo los cajones de la cómoda de Christian y sacando el contenido. Revisó meticulosamente todo lo que había y tanteó con la mano el interior de lo que, a simple vista, parecían cajones vacíos. Nada, nada en absoluto, salvo camisetas, calcetines y calzoncillos.
Sanna miró a su alrededor en la habitación como buscando algo. El armario. Se acercó a los armarios que ocupaban toda la pared del fondo y empezó a examinarlos a conciencia uno a uno. Fue arrojando al suelo todo lo que Christian tenía allí. Camisas, pantalones, cinturones y zapatos. No halló nada personal, nada que le procurase más información sobre su marido o que le ayudase a atravesar el muro que él había construido a su alrededor.
Cada vez más rápido, fue sacándolo todo. Al final solo quedaron su ropa y sus cosas. Se desplomó en la cama y pasó la mano por la colcha, la que le había cosido su abuela. Todas aquellas cosas que ella tenía y que decían quién era y de dónde procedía. La colcha de la abuela materna, el tocador de su abuela paterna, los collares que le dejó su madre. Todas aquellas cartas de amigos y familiares que ella guardaba en los cajones del armario. Los anuarios escolares, primorosamente apilados en una estantería, la gorra de la graduación, a buen recaudo en una sombrerera, junto al ramo de novia ya seco. Un montón de pequeños objetos que narraban su historia, su vida.
De pronto tomó conciencia de que su marido no tenía nada de aquello. Ciertamente, él era menos sentimental que ella y no tan proclive a guardar cosas, pero algo debía tener. Nadie pasaba por la vida sin aferrarse a aquello de que se componían los recuerdos.
Aporreó la cama con los puños. La incertidumbre le martilleaba el corazón. ¿Quién era Christian, en realidad? Se le ocurrió una idea, se quedó quieta. Había un lugar en el que no había mirado. El desván.
E
rik daba vueltas a la copa entre los dedos. Observaba el rojo intenso del vino, más claro cerca del borde. Señal de que se trataba de un vino joven, según había aprendido en uno de los múltiples cursos de cata a los que había asistido.
Toda su existencia estaba a punto de derrumbarse, y no podía comprender cómo había sucedido. Era como si se lo hubiese llevado una corriente tan fuerte que no pudiera vencerla.
Magnus estaba muerto. Se le habían juntado las dos noticias, así que solo ahora empezaba a asimilar la información que le había proporcionado Louise. En primer lugar, ella le contó que habían encontrado a Magnus muerto y, casi al mismo tiempo, el anuncio del embarazo de Cecilia. Dos sucesos que lo conmocionaron en lo más hondo y de los que tuvo conocimiento en el transcurso de unos minutos.
—Al menos podrías contestar, ¿no? —le dijo Louise con voz afilada.
—¿Qué? —preguntó Erik, y cayó en la cuenta de que Louise le había dicho algo, pero que él no se había enterado—. ¿Qué has dicho?
—Te preguntaba dónde estabas hoy, cuando te mandé el mensaje con lo de Magnus. Primero llamé a la oficina, pero allí no estabas. Luego te llamé al móvil varias veces, pero saltaba el contestador. —Articulaba mal, seguramente llevaría toda la mañana bebiendo.