Authors: John Katzenbach
Pero en lugar de decir lo que realmente pensaba, aseveró con firmeza:
—Señora Millstein, creo que se repondrá del mal trago. Lo que necesita es descansar un poco.
—Debo prevenir a los demás —dijo ella con súbita ansiedad—. Debo avisarles. El señor Stein tenía razón. Oh, señor Winter, deberíamos haberle creído, pero ¿qué podíamos hacer? Somos viejos. No lo sabíamos. ¿A quién podíamos llamar? ¿A quién contárselo? Ojalá Leo estuviera aquí.
—¿Qué otros? ¿Y quién es el señor Stein?
—Él también le vio y ahora está muerto.
Simon arrugó el entrecejo.
—No comprendo lo que me está contando, señora Millstein, por favor, explíquese mejor.
Pero ella se limitó a mirar el arma.
—¿Es su pistola? ¿Está cargada?
—Sí.
—Gracias a Dios. ¿Todos estos años de policía ha tenido la misma arma?
—Pues sí.
—Debería tenerla cerca, señor Winter. Mi Leo quería conseguir un arma, porque decía que a los negros... en realidad usaba otra palabra, no es que tuviera prejuicios, pero estaba asustado y eso hacía que usase aquella terrible palabra..., decía que a los negros les gustaría ir a la playa y robar a todos los viejos judíos que viven por allí. Y eso es lo que somos, simplemente viejos judíos, y supongo que si yo fuese un criminal, también pensaría en eso. Pero yo no le dejé tener una pistola, porque me daba miedo un arma en casa, Leo no era un hombre cuidadoso. Era un buen hombre, pero era... cómo decirlo... descuidado, sí. Y no habría sido inteligente dejarle tener una pistola, podría haberse hecho daño, así que le prohibí que la comprase. Ahora me gustaría que lo hubiese hecho, para poder protegerme. Ya no debo dudar más, señor Winter. Tengo que llamar a los demás y contarles que él está aquí y decidir qué vamos a hacer.
—Señora Millstein, por favor, cálmese. ¿Quién es el señor Stein?
—Tengo que llamar.
—Enseguida habrá tiempo para ello.
Ella no respondió. Estaba sentada rígidamente con la vista al frente, mirando el vacío. Él recordó un tiroteo en el cual se había involucrado, hacía algunos años, un robo a un banco que había derivado en un violento fuego cruzado. No fue su disparo el que detuvo al ladrón, pero había sido el primero en alcanzarlo, y luego le arrancó el arma que empuñaba de un puntapié. Entonces bajó la vista y vio los ojos de aquel hombre abiertos de par en par mientras su vida se escapaba a borbotones por un orificio en el pecho. Era un joven de poco más de veinte años, Simon no era mucho mayor, y el chico se había quedado mirándolo. En aquella mirada había implícita una cascada de preguntas desesperadas que terminaban con la única que importaba: «¿Viviré?» Y antes de que Simon pudiese responder, vio que los ojos del joven se quedaban en blanco y murió. Aquel momento preciso en que se pierde la conciencia es lo que Simon creyó estar viendo en el rostro de Sophie Millstein y no pudo evitar que algo de su pánico se le contagiara.
—Él me matará —dijo inexpresivamente, quizá con un punto de resignación—. Tengo que avisar a los demás. —Sus palabras sonaron secas, como piel tensada a punto de rasgarse.
—Señora Millstein, por favor, nadie va a matarla. Yo no lo permitiré.
Ella parecía haberse ensimismado completamente, como si Simon ya no estuviera allí. Al cabo de un instante se estremeció, como si le hubiese impactado físicamente algún recuerdo. Se volvió lentamente hacia el viejo detective y movió la cabeza apesadumbrada.
—Era tan joven y estaba tan asustada... Todos lo estábamos. Fueron tiempos terribles, señor Winter. Todos nos ocultábamos y nadie pensaba que pudiera sobrevivir más allá del minuto siguiente o poco más. Es espantoso, señor Winter, experimentar eso cuando eres joven. Después, allá donde te escondas la muerte parece seguirte.
Simon asintió con la cabeza. Necesitaba que ella siguiera hablando, porque tal vez así acabaría volviendo al presente.
—Por favor, continúe.
—Hace un año Herman Stein, un hombre que vivía en Surfside, se suicidó —continuó con tono monocorde—. Al menos eso dijo la policía, porque se había disparado con un arma...
«Igual que yo», pensó Simon.
—Después de morir, después de que la policía viniese y la funeraria y sus parientes terminaran la shivá, el duelo, y se llevasen a cabo todas esas cosas, llegó una carta al hogar del rabino Rubinstein. ¿Conoce usted al rabino, señor Winter?
—No.
—Es viejo, como yo. Está retirado. Y recibió una carta de un hombre muerto, enviada pocos días antes. Era del señor Stein, al que yo no conocía, me refiero a que él vivía en Surfside, que está a muchas manzanas de aquí, señor Winter. ¿Setenta? ¿Ochenta? Como en otro mundo. Este hombre envía una carta al rabino, al que apenas conoce, porque en una ocasión se enteró de que el rabino también procedía de Berlín, igual que él, y que asimismo era un superviviente de los campos, algo casi imposible. Y este hombre al que no conocí, Stein, dice en su carta: «He visto a Der Shattenmann.» Y el rabino conoce a este nombre, y por tanto se pone en contacto conmigo y con unos pocos más, con la señora Kroner y el señor Silver, que en otro tiempo fuimos berlineses. Somos los únicos que pudo encontrar porque ahora todos nos estamos haciendo demasiado viejos, señor Winter, quedamos muy pocos y éramos ya tan pocos los que sobrevivimos a aquellos días... Nos reunió y nos leyó la carta, pero ¿quién sabía qué hacer? No podíamos acudir a la policía. Nadie iba a ayudarnos y, por supuesto, tampoco sabíamos qué creer. ¿Quién iba a pensar que él estaba aquí, señor Winter? De todos los lugares que hay en el mundo, ¿por qué iba a venir a éste? Y así han pasado los meses; a menudo voy a casa del rabino y todos nos sentamos y hablamos, pero no son cosas que la gente quiera recordar mucho, señor Winter. Hasta hoy, porque igual que el pobre señor Stein de Surfside, al que yo no conocía y que ahora está muerto, yo también le he visto aquí, y ahora él también me matará.
Las mejillas de la anciana estaban surcadas de lágrimas y su voz era un susurro de temor.
—¿Dónde está Leo? —dijo—. Ojalá Leo estuviese aquí.
—¿Ese hombre, ese señor Herman Stein, se suicidó?
—Sí. No. Es lo que dijo la policía. Pero ahora, esta noche, en este momento estoy pensando algo diferente.
—Y los demás, el rabino...
—Tengo que hablar con ellos. —De pronto miró alrededor con ansiedad.
—Mi libreta. Mi agenda con todos mis números. Está en mi apartamento.
—Yo la acompañaré. Todo irá bien.
Sophie Millstein asintió con la cabeza y sorbió lo que quedaba de su té helado.
—¿Puedo haberme equivocado, señor Winter? Usted era policía. Ocurrió hace cincuenta años y tan sólo le vi un momento antes de que cerrasen la puerta de un portazo. En cincuenta años la gente cambia mucho. ¿Puedo haberme equivocado? —Meneó la cabeza—. Quisiera estar equivocada, señor Winter. Rezo por estar equivocada.
Él no supo qué decir. Pensó: «Lo más probable es que se haya equivocado.» Pero la historia que le había contado era inquietante y no estaba seguro de qué pensar acerca del suicidio de Herman Stein. ¿Por qué un anciano se suicidaría después de enviar una carta? «Tal vez simplemente era viejo y se sentía inútil igual que yo. Tal vez estaba loco. O enfermo. Quizás estaba cansado de la vida. Podría haber un centenar de razones cuando a uno lo supera la tristeza y no se derrama ni una sola lágrima.» Él no sabía qué habría podido ser, pero de pronto quiso averiguarlo. Y experimentó una sensación que daba por desaparecida, borrada por la jubilación y el implacable paso del tiempo. Algo había espoleado lo más profundo de su alma, allí donde las palabras y la mirada de pánico de su vecina se habían convertido en factores de una ecuación. Y se sintió obligado, como un ordenador alimentado con información, a dar con la respuesta.
—Señora Millstein, si está equivocada o no ahora no es importante. Lo que importa es que se ha asustado y necesita hablar con sus amigos. Después necesita dormir toda la noche y, por la mañana, cuando todos estemos despejados, llegaremos hasta el fondo de todo esto.
—¿Me ayudará?
—Por supuesto. Para eso están los vecinos.
La anciana asintió agradecida y alargó el brazo para coger la muñeca de Simon. Él bajó la vista y, por primera vez en todos los años que hacía que la conocía, se fijó en el tatuaje borroso que había en su antebrazo: «A-1742.» El siete estaba escrito en estilo alemán, serpentino, con una marca cruzada.
Ya era noche cerrada.
Ambos cruzaron el patio cubierto por la implacable oscuridad. El calor les envolvía como si fuese lazos de seda. En el centro del patio había una pequeña estatua de un querubín semidesnudo tocando una trompeta. En otro tiempo, el querubín había adornado una pequeña fuente, pero hacía años que estaba seca. El complejo de apartamentos era pequeño, un par de edificios gemelos de dos pisos estucados en beis y alzados uno frente al otro. Construidos durante el boom de Miami Beach en los años veinte, tenían algunos toques de art déco: una entrada arqueada, ventanas redondas y una curva casi sensual en la fachada que les confería cierta feminidad, como el suave abrazo de un antiguo amante.
La edad y un sol implacable habían tratado duramente a los apartamentos: zonas de pintura desconchada, aparatos de aire acondicionado que repiqueteaban en lugar de zumbar, puertas que chirriaban y se atascaban, las jambas hinchadas por la humedad tropical. En la entrada de la calle había un cartel borroso: «The Sunshine Arms.» Simon siempre había apreciado la metáfora y se había sentido cómodo en la familiar decrepitud de los edificios.
Sophie Millstein se detuvo delante de su puerta.
—¿Quiere entrar primero? —preguntó.
Él cogió la llave de su mano y la encajó en la cerradura.
—¿No debería sacar su arma?
Simon negó con la cabeza. Ella había insistido en que llevase el arma consigo y lo había hecho, pero sería una locura blandirla; tenía suficiente experiencia para saber que el miedo de la anciana también le había puesto nervioso y susceptible. Si empuñaba el revólver era probable que disparase al señor o la señora Kadosh o al viejo Harry Finkel, sus vecinos del piso de arriba.
Abrió la puerta y entró en el apartamento.
—El interruptor está en la pared —dijo ella, aunque él ya lo sabía porque aquel apartamento era un espejo del suyo. Alargó la mano y encendió las luces.
—¡Joder! —exclamó, sorprendido por una forma gris y blanca que se escurrió entre sus piernas—. ¡Qué demonios...!
—¡Oh, Boots, mira que eres malo!
Simon se dio la vuelta y vio a su vecina reprendiendo a un gato grande y gordo, que a su vez se frotaba contra las piernas de la anciana.
—Siento que le haya asustado, señor Winter. —Alzó al gato en brazos. El animal observó a Simon con irritante complacencia felina.
—No importa —dijo, sintiendo que el corazón se le salía del pecho.
Sophie Millstein se quedó en la entrada, acariciando al minino mientras Simon inspeccionaba el apartamento. Sin duda allí no había nadie, a excepción de un periquito en una jaula colocada en un rincón de la salita. El pájaro dejó escapar un chirriante graznido cuando él pasó por su lado.
—¡Todo en orden, señora Millstein! —anunció.
—¿Ha mirado en el armario? ¿Y debajo de la cama?
Simon suspiró y dijo:
—Ahora lo hago.
Se dirigió al pequeño dormitorio y observó. Sintió una extraña incomodidad al estar en la habitación que Sophie Millstein había compartido con su esposo. Vio que era una mujer ordenada; un camisón y una bata de color marfil yacían bien doblados a los pies de la cama, y la superficie de la cómoda estaba limpia. Vio un retrato de Leo Millstein en un marco negro y otra fotografía en que aparecía el hijo de la señora Millstein y su familia. Era una fotografía de estudio, todos vestían traje y corbata, las mejores prendas de domingo. Reparó en un pequeño joyero sobre la cómoda, una cajita elegante de latón labrado al que algún artesano había dedicado su tiempo. ¿Alguna reliquia familiar? Seguramente.
Abrió la puerta del armario y vio que Sophie Millstein había conservado los adustos trajes de Leo, marrón oscuro y azul marino, uno junto al otro, colgados en medio de lo que parecía un muestrario de vestidos estampados y floreados. En un extremo había un sedoso abrigo de visón marrón; Simon pensó que no era el tipo de prenda que uno llevaría en Miami Beach, pero que probablemente valía su peso en recuerdos. Los zapatos de la anciana estaban cuidadosamente colocados en el suelo, bien alineados junto a los de su difunto esposo.
Se apartó del armario, miró de nuevo el retrato de Leo Millstein y se disculpó por lo bajo:
—Perdona, Leo. Husmear no es mi intención, pero tu mujer me lo pidió...
Flexionó una rodilla artrítica que inmediatamente se quejó, y comprobó que nadie acechaba bajo la cama. Se fijó también en que no había ni una mota de polvo ni revistas viejas metidas allí debajo, como habría encontrado en su propio apartamento. Con toda probabilidad, Sophie Millstein reaccionaría ante una mota de polvo o una mancha de suciedad con el mismo rigor que un general pasando revista a un soldado desaliñado.
—Todo en orden, señora Millstein... —repitió en voz alta, y se dirigió a la cocina.
En el lado opuesto del fregadero había una puerta corredera de cristal que conducía a un pequeño patio trasero enlosado. El patio medía unos diez metros hasta el callejón trasero, donde se colocaban los cubos de la basura. Probó la puerta para asegurarse de que estaba cerrada y luego regresó a la salita.
Sophie Millstein seguía con el gato en brazos. El color había vuelto a sus mejillas.
—Señor Winter, no sabe cuánto se lo agradezco.
—No es nada, señora Millstein.
—Debería llamar a los demás ahora.
—Sí, sería lo más adecuado.
La anciana atravesó la salita, donde, entre los familiares objetos que la decoraban —las fotografías con el gato, los cojines recargados del sofá, los muebles y otras cosas—, probablemente la sensación de amenaza que la había asaltado remitiría rápidamente.
—Siempre guardo mis números de teléfono aquí —dijo mientras se dejaba caer en una gran y mullida butaca. Había un teléfono amarillo en una mesilla auxiliar junto a la butaca. Abrió su único cajón y sacó una agenda de direcciones barata forrada de plástico rojo.
De pronto él se sintió como un intruso.
—¿Quiere que me vaya mientras hace las llamadas? —preguntó.