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Authors: John Katzenbach

La sombra (7 page)

—Así es —murmuró Henry Kadosh—. Era preciso ir a comprobar si le sucedía algo a la señora Millstein.

Simon quería urgirles a que abreviasen el relato, pero sabía que los Kadosh eran húngaros; en otro tiempo Henry había sido Henrik, y entre su edad y su entrecortado inglés, la prisa era algo bastante ajeno a ellos. Así que simplemente asintió.

—Así que mi Henry se calza las zapatillas, se pone la bata y va a la cocina a buscar la linterna, y luego va a la puerta de al lado y golpea fuerte para que el viejo Finkel venga también...

El señor Finkel asintió con la cabeza.

—Es verdad —dijo.

La señora Kadosh le lanzó una rápida mirada, como para decirle que ella estaba acostumbrada a las interrupciones de su marido, pero que su vecino debería esperar su turno. Luego prosiguió:

—Así que Finkel, que se había quitado su audífono y no había oído nada ni sabía nada, también se pone su bata y los dos bajan las escaleras y llaman a la puerta de la señora Millstein, pam, pam, pero nadie responde. «¿Señora Millstein, señora Millstein, está usted bien?» Y nada. De modo que Henry y el señor Finkel suben las escaleras y me dicen: «¿Qué debemos hacer? No responde.» Yo les digo que den la vuelta por detrás, por la puerta del patio, y así que de nuevo bajan para hacerlo. ¿Y sabe usted qué?

—La puerta del patio estaba forzada. La habían abierto —respondió Henry Kadosh.

La señora Kadosh continuó:

—Así que Henry y el señor Finkel regresan a la puerta principal donde estaba yo esperando y me dicen: «¡María, María, llama a la policía, llama al 911! ¡Enseguida!» Y entonces escuchamos otro ruido, éste directamente de la parte trasera. Ese ruido venía del patio, así que fuimos allí. Y Henry lo vio enseguida...

—¡No eran ni gatos ni perros hurgando en la basura! ¡Era un negro que huía corriendo del apartamento de la señora Millstein!

La señora Kadosh sacudió la cabeza.

—Henry lo pilló en el callejón. Y el viejo Finkel y yo nos asomamos al dormitorio y vimos a la pobre señora Millstein. Sin vida, asesinada.

Todo empezó a darle vueltas a Winter y una oleada de calor le subió por la garganta y lo embargó un mareo. El joven agente le tocó la espalda y Winter se volvió hacia él.

—Ahora ya sabe lo que ha pasado. ¿Aún quiere ver a un detective?

—Sí. La víctima... —empezó, pero se calló. «La víctima ¿qué?», pensó.

Su mente se colapso intentando resolver una ecuación abrasadora. Una anciana viene a tu puerta, asustada porque teme ser asesinada. Y luego, al poco rato, en efecto es asesinada.

Necesitaba tiempo para reflexionar, pero ya estaba cruzando el patio, siguiendo al joven patrullero, dirigiéndose hacia el apartamento de Sophie Millstein. Pasó junto al querubín trompetista. La estatuilla recibía cada pocos segundos haces de luz roja y parecía bañada en sangre. Se detuvo ante la puerta y miró dentro, donde la actividad parecía reverberar en toda la casa. Un hombre con un maletín repleto de objetos recogía huellas en la cocina. Otro estaba tomando muestras de la alfombra.

El joven patrullero se acercó a un enjuto negro que se estaba aflojando la corbata apoyado contra la pared, agobiado por el bochorno de la habitación, y seguidamente señaló a Simon Winter, el viejo detective. Éste esperó a que el hombre más joven se acercase a él. Observó un poco más la actividad dentro del apartamento y contuvo las emociones que parecían arremolinarse en su interior. Intentó tranquilizarse con recuerdos. «Has pasado muchas veces por esto antes —se dijo—. Analiza el escenario del crimen. Te lo contará todo si consigues tomarte tu tiempo y dejas que te hable en su propio lenguaje, con su propia voz, en el primitivo lenguaje de la muerte violenta.»

Por un momento observó a Simon Winter y reparó en cómo sus ojos escrutaban la habitación. Malinterpretó su atento estudio y lo confundió con nerviosismo. Walter Robinson se dirigió al agente que había escoltado al anciano hasta allí.

—A ver, ¿qué quiere este vejete? —preguntó.

—Se llama Winter, vive al otro lado del patio. Dice que vio a la difunta esta noche. Probablemente es la última persona que la vio con vida. Dice que oyó cómo echaba el cerrojo en la puerta. Pensó que tal vez usted querría una declaración.

—Hummm... Sí. Tómele declaración —repuso Robinson.

El agente asintió y añadió:

—Tal vez pueda ayudarnos a identificar a la víctima.

Robinson consideró la sugerencia.

—Buena idea —dijo, y ambos se acercaron adonde esperaba Simon Winter.

Walter Robinson se identificó como el detective al mando y dijo:

—Nos gustaría que este agente le tomara declaración, y si está dispuesto, que intentase identificar a la víctima. Si se siente preparado, por supuesto. Sólo para el papeleo, ya sabe. Nos gustaría estar seguros antes de llamar al pariente más cercano. Pero sólo si usted quiere, no es algo demasiado...

Simon Winter siguió taladrando con la mirada el escenario del crimen y luego, finalmente, fijó la vista en el detective.

—Ya he visto todo esto antes —dijo pausadamente.

—¿A qué se refiere?

—Lo he visto muchas veces. Veintidós años en el Departamento de Policía de Miami. Los quince últimos en Homicidios.

—¿Era policía?

—Así es. Retirado. Hace mucho desde la última vez que estuve en la escena de un crimen. Al menos una docena de años.

—No se ha perdido mucho —dijo Robinson.

—Ya —repuso Winter en voz baja—. No me he perdido mucho.

Robinson pasó por alto el doble sentido y alargó el brazo para estrecharle la mano, por cortesía profesional.

—Las cosas debían de ser distintas antes —dijo.

—No —repuso Winter—. La gente muere de la misma forma. Lo que es distinto es la ciencia. No teníamos ni la mitad de todo ese material que hoy día tenéis los jóvenes. Perfiles científicos, pruebas de ADN, ordenadores. No teníamos ni ordenadores. ¿Es bueno con los ordenadores, detective?

—Sí, lo soy.

—¿Cree que podrán resolver este crimen?

Robinson se encogió de hombros.

—Tal vez. —Y tras pensar un momento añadió—: Es más que probable.

Observó a Winter, cuyos ojos habían empezado a barrer de nuevo la escena del crimen, absorbiendo todo lo que veía. El joven detective pensó dos cosas: una, que no estaba seguro de que le gustase Simon Winter y, dos, que estaba seguro de que no quería terminar sus días como un viejo amargado, retirado en la playa, viviendo de recuerdos de sus años en el cuerpo. Docenas de asesinatos, violaciones y asaltos recordados en edad avanzada como los buenos viejos tiempos. Su mente se desvió abruptamente hacia un problema de agravios legales debatidos en una clase hacía un par de noches. Él había redactado un resumen de prácticas sobre el tema, y había sido su esfuerzo lo que el profesor destacó para alabarle.

Walter Robinson estaba decidido a no cambiar simplemente su placa y revólver por una cartera y un traje ligeramente más caro y trabajar en la acera limpia de la calle de la ley, como habían hecho otros policías que conocía, que se habían convertido en abogados defensores o en fiscales. Se repetía que él aterrizaría en algún bufete de prestigio, estrecharía manos de ejecutivos y hombres de negocios y, muy pronto, olvidaría los escenarios de crímenes y la desesperación de la muerte repentina.

—Muy bien —dijo, sacudiéndose las agradables imágenes—. Procedamos a la identificación y luego le contará su historia al agente.

Simon Winter lo siguió por el apartamento, y recordó que había hecho el mismo recorrido un poco antes, ese mismo anochecer. Pero ahora el pequeño espacio estaba atestado de técnicos y policías, habían encendido todas las luces y los dibujos estroboscópicos que proyectaban los coches patrulla marcaban las paredes, desorientando a Winter, casi como si el apartamento que había inspeccionado mientras Sophie Millstein esperaba en la puerta fuese otro, lejano y distante, como un recuerdo de su infancia. Los ángulos, los colores, los olores, todo le parecía ahora extraño. Buscó al gato, pero había desaparecido. Llegaron al dormitorio.

Sophie Millstein estaba echada de espaldas sobre la cama.

El camisón estaba desgarrado por la lucha y la flácida curva del pecho al descubierto. Tenía el pelo suelto y desparramado como si estuviese dentro del agua. La nariz había sangrado y el labio superior presentaba una mancha oscura allí donde la sangre se había secado. Una rodilla estaba metida bajo la otra, casi tímidamente, y la cadera desnuda estaba a la vista. Las sábanas aparecían enredadas entre los pies. Sintió el impulso de alargar la mano y cubrir con aquel camisón de color crudo la piel de alabastro de Sophie Millstein.

Simon Winter echó un rápido vistazo alrededor. Vio a un fotógrafo tomando una instantánea del bolso de la anciana, que había sido desgarrado y abandonado en el suelo. Otro estaba empolvando la cómoda en busca de huellas. Los cajones habían sido abiertos y volcados y la ropa estaba esparcida por todas partes. Simon recordó el pequeño joyero junto al retrato del marido fallecido. Pero ahora la fotografía estaba en un rincón de la cómoda, con el cristal roto, y el joyero había desaparecido.

Se dirigió al detective Robinson.

—Tenía un joyero, una especie de cajita de metal, ya sabe. Era de color dorado rojizo con un pequeño diseño cincelado en la tapa. Guardaba sus anillos, pendientes y esas cosas ahí. Estaba allí.

Él señalaba y el detective tomó notas.

—Ya no está —observó retóricamente.

—¿Lo reconocería? —preguntó Robinson.

—Creo que sí. —Se dio la vuelta hacia Sophie Millstein. Un segundo técnico en huellas estaba trabajando en su cuello, empolvando cuidadosamente su piel—. ¿Huellas en el cuerpo? —preguntó Winter.

—Sí. Siempre es un tiro a ciegas. Sólo una de cada cien resulta útil, pero que no quede por no intentarlo.

—Nosotros solíamos probarlo de vez en cuando. Pero nunca nos funcionó.

—Ahora tenemos un papel nuevo cuyo resultado al levantar la cinta es mucho mejor. A veces usamos una técnica con luz ultravioleta. Y ya sabe, están desarrollando ese láser que lee las irregularidades de las huellas. Aun así... —Se encogió de hombros.

El técnico se inclinó sobre el cadáver, ocultándolo a la vista de Simon Winter. Llevaba un pequeño trozo de cinta en la mano, que presionó contra la piel de la mujer y luego alzó con sumo cuidado. Colocó la cinta contra una hoja de papel blanco especial, depositando la huella.

—Tal vez haya suerte —masculló el técnico—. Se ve bien.

El técnico se separó del cuerpo.

—¿Quiere proceder a la identificación ahora? —dijo Robinson.

Winter se adelantó y bajó la vista para mirar a Sophie Millstein.

«Estrangulada», pensó. Grabó en su memoria las marcas de la contusión roja y azulada del cuello. La piel de la tráquea estaba aplastada, deformada por la fuerza que la había constreñido. Midió mentalmente la distancia entre las marcas.

«Manos grandes y fuertes», pensó.

—¿Es Sophie Millstein? —preguntó Robinson.

Simon continuó mirándola. Los ojos de la mujer aún estaban abiertos de par en par, contemplando con mirada inerte el techo. Winter vio el miedo grabado en el rostro de su vecina. Debía de haber sabido, aunque sólo fuera por una fracción de segundo, que estaba muriendo allí y en aquel instante. Se preguntó si él habría tenido aquel mismo aspecto unas horas antes al anochecer, cuando se había llevado su arma a la boca. Y también se preguntó si la anciana habría conseguido pensar en Leo en medio del pánico final.

Miró de nuevo los ojos de Sophie Millstein. «No —pensó—. Lo único que vieron fue terror.»

Apreció un rasguño, en realidad un largo rasguño en la piel del cuello, que extrañamente no presentaba sangre. Recordó el collar de oro que lucía la anciana. Tampoco estaba. «Le fue arrancado post mórtem —se dijo—. Por eso la piel no sangró.»

—¿Señor Winter? —la voz de Robinson era inquisitiva.

Simon miró los dedos de su vecina. ¿Se había defendido? ¿Arañó y pateó para defender los días que le quedaban del hombre que intentaba robárselos? La piel del asesino debía de estar bajo sus uñas. Pero Sophie Millstein las llevaba muy cortas.

Sus ojos se posaron en el antebrazo derecho. Apenas se distinguía el número tatuado en azul deslucido.

En ese momento el joven detective tocó su brazo. Simon se dio la vuelta y lo miró con ceño.

—Por supuesto —dijo despacio—. Es Sophie Millstein. Su collar ha desaparecido. Era una cadenilla de oro con su inicial grabada en el colgante, del mismo tipo que suelen llevar las adolescentes, pero el suyo era especial. Tenía dos diminutos diamantes a cada extremo de la S. Su marido se lo había regalado hacía año y medio y nunca se lo quitaba.

Inspiró hondo, observando cómo Robinson lo anotaba en su libreta.

—¿Reconocería el collar? —preguntó el detective.

—Sí. Tal vez debería intentar recoger muestras de debajo de las uñas...

—Lo hacen en la morgue. Es el procedimiento estándar. ¿Sabe quién es su familiar más cercano?

—Tiene un hijo llamado Murray Millstein, abogado en Long Island. Tenía una pequeña agenda de direcciones en la salita, en la mesilla del teléfono. Allí es donde decía que siempre lo guardaba.

—¿En la salita?

—Así es. Se lo mostraré.

Robinson se dispuso a acompañarlo por la habitación.

—Gracias por su ayuda en este asunto, señor Winter. Se lo agradecemos sinceramente...

—Ella estaba asustada —dijo Simon con brusquedad—. Por eso fue a verme.

—¿Asustada?

—Sí. Dijo estar muy asustada. Hoy había viso a alguien. Se sentía asustada y amenazada.

—¿Y usted cree que esa persona que la asustó tiene algo que ver con el crimen?

—No lo sé. No era normal. Estaba muy asustada.

—¿Acaso no era normal en ella estar asustada?

—No —repuso Winter un poco exasperado—. Bueno, es decir, era anciana y estaba sola. Siempre estaba asustada.

—Ya. Muy bien, entonces preste declaración al agente y cuéntele qué sucedió.

—Esa persona era alguien que...

—Él le tomará declaración. Yo tengo que asegurar este escenario y contactar con la familia.

—Pero esa persona...

—Señor Winter, usted era detective. ¿Qué opina que ha sucedido aquí?

Simon no miró alrededor, sino que fijó sus ojos en Walter Robinson.

—Diría que alguien forzó la entrada, la mató, le robó y echó a correr cuando escuchó a los vecinos. Esta sería la explicación obvia, ¿no es así?

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