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Authors: John Katzenbach

La sombra (10 page)

—Entonces usted debe de saber más que yo. Y que los periódicos. ¿Qué quiere?

—La señora Millstein vino a verme apenas unas horas antes de su muerte. Estaba asustada y tenía la intención de contarle a usted algo. A usted y a dos amigos, el señor Silver y la señora Kroner. ¿No habló con usted ayer noche?

—No, no hablé con ella. ¿Contarnos algo? ¿Sabe qué era? —La voz del rabino se elevó ligeramente, impulsada por una súbita inquietud.

—Que había visto... —Se corrigió—: Que creía haber visto a un hombre al que llamó...

El rabino le interrumpió:

—Der Schattenmann.

—Sí, exacto.

Hubo un silencio en la línea.

—¿Rabino? —preguntó Winter.

Winter percibió una tensa vacilación antes de que el rabino pronunciase una frase lapidaria:

—Acabará matándonos a todos.

El rabino Chaim Rubinstein vivía en un modesto piso de un edificio enclavado en la acera equivocada de Ocean Drive, puesto que sus vistas al mar quedaban casi completamente bloqueadas por dos edificios más grandes e imponentes. Winter vio que incluso desde los mejores apartamentos sólo se podía vislumbrar una fina línea azul pálido. Por otra parte, no había nada que distinguiese al viejo edificio de las docenas iguales que se alzaban por doquier en Miami Beach, extendiéndose por Fort Lauderdale y Delray hasta Palm Beach, excepto su nombre: The Royal Palm. Por supuesto, no había nada de realeza en el edificio, ni ninguna alta palmera, excepto una pequeñita que, plantada en una maceta, se inclinaba en el vestíbulo.

Winter subió en el ascensor hasta el sexto piso y salió a un pasillo. Una música irritantemente insulsa sonaba por los minúsculos altavoces de un hilo musical instalado en el techo. El pasillo mostraba una uniformidad deprimente: alfombra beis, empapelado floreado en las paredes, una serie interminable de puertas blancas que se distinguían sólo por los números de latón dorado que tenían en el centro.

Llamó a la puerta del 602 y esperó. Escuchó cómo quitaban los cerrojos y la puerta se abrió unos centímetros, asegurada con una cadena.

—¿Señor Winter?

—¿Rabino?

—¿Puede mostrarme alguna identificación que incluya una foto suya?

Simon asintió y le enseñó su permiso de conducir.

—Gracias —dijo el rabino tras examinarlo. Cerró la puerta y quitó la cadena. Luego la abrió.

—Pase. Gracias por venir.

Se estrecharon la mano. Rubinstein era un hombre bajo y delgado, pero de ojos vivaces. Lucía una enmarañada melena gris que le caía por encima de las orejas, y unas gafas de montura negra ajustadas en la punta de su nariz. Observó a Winter un momento y luego lo condujo al salón.

La anciana pareja estaba sentada en un sofá blanco, detrás de una mesilla de cristal, esperándole. Se levantaron cuando entró.

—Le presento al señor Irving Silver y la señora Frieda Kroner —dijo el rabino.

Winter se adelantó y les estrechó la mano. La señora Kroner, de complexión robusta, vestía pantalones blancos y un jersey voluminoso que la hacía parecer que doblase en tamaño al rabino. Se sentó enseguida otra vez y le sirvió una taza de café. Silver era un hombre bajo y rechoncho, casi calvo, y empezó a tamborilear nerviosamente los dedos sobre la rodilla cuando volvió a sentarse en el sofá. Winter miró alrededor disimuladamente. Vio unas estanterías llenas de libros y rápidamente leyó algunos títulos. Había algunos en hebreo, muchos versaban sobre diversos aspectos del Holocausto, y también había algunas novelas de misterio. El rabino le miró con el rabillo del ojo y dijo:

—Ya ve, paso la mayor parte del tiempo estudiando y aprendiendo, señor Winter. Intento comprender aquellos acontecimientos de los que formé una minúscula parte. Es a lo que dedico mi retiro. Pero a veces también me gusta leer algo de Stephen King. Sus obras no son tan terribles. Todos los monstruos sobrenaturales y las cosas malvadas que escribe no existen en la realidad, ¿sabe? No son reales y, aun así, hace que lo parezcan y por ello son más interesantes. A todos nos gusta un buen susto de vez en cuando, ¿no es así? Es entretenido.

—Supongo —repuso Winter.

—Algunas noches es más fácil leer novelas de terror salidas de la imaginación y la fantasía de un hombre, que estudiar los horrores ocurridos en la realidad —dijo señalando la hilera de libros acerca del Holocausto.

El viejo detective asintió.

—O que aún suceden —añadió el rabino, y le indicó que se sentase en una silla.

La señora Kroner le alargó la taza de café solo. No le preguntó si le apetecía azúcar o crema. Irving Silver se removía en su asiento y se inclinaba hacia delante. Su mano temblaba ligeramente cuando depositó nerviosamente su taza en la mesilla. Winter vio una lívida contención en el rostro de Silver cuando miró al rabino con gesto de apremio. El rabino asintió y luego preguntó:

—Entonces, explíquenos, señor Winter. Explíquenos lo que Sophie le contó a usted.

El rabino tenía una voz extraña, de aquellas que empiezan en tono grave y van agudizándose con cada palabra, de modo que al final de su pregunta su voz era aguda e insistente.

—Sólo puedo repetirle lo que ya le conté por teléfono, rabino. Acudió a mí presa del pánico. Creía haber visto a aquel hombre que ella recordaba de hace cincuenta años. Sentía que era responsabilidad suya prevenirles a ustedes tres. Y después, horas más tarde, fue asesinada...

—Sí, el yonqui —interrumpió Silver. Su voz era estridente—. ¿No es así como llaman a los drogadictos? Lo hemos leído en el periódico. También lo han dicho en las noticias del mediodía. ¡Forzó la entrada, entró y luego la mató para robarle su dinero! La policía le está buscando. ¡No hacen mención alguna de Der Schattenmann!

El rabino fulminó con la mirada a Silver y preguntó a Winter:

—Entonces, qué seguridad tenía Sophie, que en paz descanse, acerca del hombre que vio.

Winter dudó antes de responder, viendo la ansiosa expectación reflejada en los tres rostros. Tenía la impresión de estar adentrándose en un argumento ya iniciado y cuyas claves él desconocía, lo cual era precisamente el caso.

—Al principio, cuando llamó a mi puerta presa del temor, parecía muy segura de ello. A medida que se fue calmando también pareció menos segura.

Fue interrumpido bruscamente:

—¿Lo veis? —exclamó Irving Silver—. ¡Ella no estaba segura! ¡Ninguno de nosotros lo sabe con seguridad!

El rabino movió la cabeza lentamente.

—Por favor, Irving, deja que el señor Winter termine. Tenga paciencia con nosotros, señor Winter. Nos cuesta creer que ese hombre esté aquí.

—Tendría que estar muerto —dijo Silver—. Y en caso contrario, ¿por qué está aquí? ¡No, él tiene que estar muerto! ¡No puede haber sobrevivido!

Frieda Kroner frunció el ceño al señor Silver. Luego habló con un ligero acento alemán.

—¡Él está aquí, viejo chocho! ¿Dónde más podría estar?

—Pero nosotros somos la gente que él una vez...

—Así es —dijo ella fríamente—. Hace tiempo mató a muchos de nosotros y ahora lo está haciendo de nuevo. Era de esperar. ¿Por qué te sorprende? ¿Acaso crees que un hombre que odia tanto se detiene alguna vez? Pobre Sophie. Cuando él la vio, ya no tuvo ninguna oportunidad. Nadie la tuvo nunca.

Una lágrima resbaló por su redonda mejilla. Se reclinó en el respaldo del sofá, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho, y rompió en quedos sollozos.

Winter alzó una mano.

—Señora Kroner... no hay ningún indicio de que otra persona, aparte del sospechoso que la policía está buscando, esté implicada en la muerte de Sophie...

—Si él la vio, él la mató. Y eso es lo que sucedió.

La mujer habló con amarga rotundidad, obligando a Winter a dudar. Un cúmulo de preguntas se agolpó en su mente, mientras se aconsejaba ir con pies de plomo, paso a paso.

—Había una carta. Sophie me dijo que un tal Herman Stein se había suicidado. ¿Él también había visto a ese hombre?

De nuevo se produjo un silencio.

El rabino asintió con la cabeza levemente.

—Lo hablamos, pero no nos pusimos de acuerdo. Cuesta mucho creerlo.

—¿Conserva usted la carta?

—Sí. —Alargó el brazo y cogió La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, que descansaba junto al servicio de café. La carta estaba en el interior del libro. Se la entregó a Winter, que rápidamente leyó:

Rabino:

Tengo noticias suyas a través del rabino Samuelson del templo Beth-El. Él fue quien me dio su nombre y me dijo que usted había sido en otro tiempo berlinés, como yo fui hace muchos, muchos años.

Tal vez recuerde a un hombre que conocimos en aquellos tristes días: Der Schattenmann. Fue quien descubrió a mi familia cuando nos ocultamos en la ciudad en 1942. Él se quedó observando cómo nos deportaban a Auschwitz.

Pues bien, suponía que ese hombre había muerto, junto con los demás. ¡Pero no es así! Hace dos días asistí a una gran reunión de la Asociación de Copropietarios de Surfside y le vi entre el público, ¡sentado dos filas detrás de mí! Él está aquí. Estoy completamente seguro.

Rabino, ¿a quién debo llamar?

¿Qué debo hacer?

No está bien que este hombre siga vivo y me siento en la obligación de hacer algo. Las preguntas oscurecen mi mente y la nublan de temores. ¿Puede usted ayudarme?

La carta manuscrita estaba firmada por Herman Stein, e incluía su dirección y número de teléfono.

Simon alzó la vista.

—¿Cuándo llegó esta carta?

—Tres días después de la muerte del señor Stein. Desde Surfside, que no está lejos, no es Alaska ni el polo Sur, pero el servicio postal no entregó la carta hasta tres días después de que fuera franqueada. Así es como sucedió. —Los labios del rabino temblaron ligeramente—. Y ya era demasiado tarde para ayudar al pobre señor Stein.

—¿Y usted qué hizo?

—Me puse en contacto con la policía. Y llamé al señor Silver y la señora Kroner, y por supuesto a su vecina.

—¿Y qué dijo la policía?

—Hablé con un detective que se quedó una fotocopia de la carta, pero me explicó que el señor Stein, al que yo no conocía, vivió solo muchos años y todos sus vecinos estaban preocupados por él porque últimamente se lo veía muy triste y alicaído. Hablaba solo...

—Actuaba como un chiflado, como si ya no le importara vivir —dijo Frieda Kroner.

El rabino asintió.

—El detective me contó que el señor Stein escribió una nota de suicidio antes de dispararse y que eso era todo. No podía ayudarme más. Era un hombre agradable, aquel detective, pero creo que estaba demasiado ocupado con otros asuntos más urgentes. Me mostró la nota de suicidio del señor Stein.

—¿Se acuerda qué ponía?

—Por supuesto. ¿Cómo podría olvidarme de una cosa así? Conservo aquellas palabras en mi memoria. Era una sola frase: «Estoy cansado de vivir, echo de menos a mi amada Hanna y por eso ahora voy a reunirme con ella.» Se disparó en medio de la frente.

—¿La frente?

—Eso me dijo el detective. Aquí. —Se golpeó ligeramente encima del entrecejo.

—¿Está usted seguro? ¿Leyó usted el informe del detective acerca de la escena del crimen? ¿Le mostraron alguna fotografía? ¿Vio el protocolo de la autopsia?

El rabino alzó una ceja ante la rápida batería de preguntas.

—No. Simplemente me lo dijo. No me mostró nada. ¿Un protocolo?

Simon Winter fue a formular otra pregunta, pero se detuvo. Pensó: «La frente, no la sien.» Tampoco la boca, como había escogido él en aquellos momentos que ya le parecían tan lejanos. Intento visualizarse sosteniendo una pistola en esa posición, contra el entrecejo. Era extraño, no imposible ni improbable, pero era extraño. Y ¿por qué alguien cometería un suicidio extraño? Probablemente el rabino había entendido mal la explicación del detective.

El rabino le miró con ceño.

—¿Usted entiende de estas cosas, señor Winter?

—Sí. Durante veinte años fui policía de la ciudad de Miami. Me retiré a Miami Beach hace unos años. Ya hace mucho tiempo de eso, pero sí, aún entiendo de estas cosas, rabino.

—¿Era policía? —Silver se asombró—. ¿Y ahora?

—Ahora sólo soy un anciano más en Miami Beach, señor Silver.

El rabino dejó escapar un bufido.

—Por eso Sophie acudió a usted.

—Sí, supongo. Ella estaba asustada y sabía que yo tengo un revólver. —Inspiró hondo—. Pensó que tal vez yo podría ayudarla.

—Yo también quiero un revólver. ¡Y creo que todos deberíamos procurarnos uno para defendernos! —dijo Silver desafiante.

—¿Y qué sé yo de armas? —terció Frieda Kroner—. ¿Y qué sabes tú, viejo loco? Lo más probable es que acabaras pegándote un tiro, o a tu vecino, o al chico de los recados de la farmacia que te trae la medicación para el corazón.

—¡Sí, pero tal vez le dispare primero a él, cuando venga a por mí!

Esta afirmación produjo un denso silencio en la habitación.

Simon observó atentamente los tres rostros que tenía ante él.

El rabino parecía exhausto por el temor y la tristeza. Los ojos de la señora Kroner reflejaban una mezcla de desesperación y desafío, mientras que Silver, con su carácter irascible, ocultaba el miedo que sentía.

—Tiene que perdonarnos, señor Winter —dijo el rabino—. Sophie era nuestra amiga y estamos de duelo por ella. Pero también estamos muy preocupados, y ahora creo que también asustados.

—No tiene que disculparse, rabino. ¿Pero por qué está usted tan convencido de que aquel hombre del pasado la asesinó? La policía tiene un testigo, un vecino que vio al agresor escapando del lugar. Un joven negro.

—¿Y usted se lo cree? —saltó Irving Silver.

—Tienen a un testigo presencial. Vio al hombre en un callejón —repuso Winter.

El rabino meneó apesadumbrado la cabeza.

—Estoy confuso, señor Winter. Y la confusión sólo parece llevarme hacia más incertidumbres y miedos. El señor Stein dice que ve a Der Schattenmann y luego muere. Un suicidio. Sophie dice que ve a Der Schattenmann y muere. Asesinada por un desconocido de raza negra. Eso para mí es un misterio, señor Winter. Usted es el detective. Díganos: ¿pueden ocurrir estas extrañas coincidencias?

Simon reflexionó antes de responder.

—Rabino, durante muchos años fui detective de Homicidios...

—¡Sí, sí, pero responda la pregunta! —se soliviantó Silver. Y fue a proseguir, pero Kroner le dio un codazo en las costillas.

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