La sombra (37 page)

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Authors: John Katzenbach

Asintió y sonrió. Jugar mentalmente siempre daba el mismo resultado: una victoria.

En la cancha, Winter vio cómo el adolescente se abría paso entre dos defensas y encestaba con un movimiento suave y fluido.

«El chico sabe jugar», pensó. Puede que un buen mate que deja el tablero temblando sea impresionante, pero los jugadores de verdad reconocen y admiran el movimiento que te lleva a conseguirlo, no el resultado.

—¿Es éste su deporte, señor Winter?

Simon se giró en el asiento al oír la voz.

—Lo fue, inspector.

—A mí no me va —dijo Robinson tras sentarse a su lado en el banco—. No quise jugarlo nunca. Era lo que todo el mundo esperaba: eres negro y atlético, seguro que juegas al baloncesto. Pero yo jugaba al fútbol americano en la secundaria, de ala en un equipo muy bueno. Ganamos el campeonato de la ciudad.

—Debió de ser estimulante.

—Es probable que fuera el mejor día que pueda tener alguien. Diecisiete años, a punto de cumplir dieciocho. Dejamos el campo ensangrentados, aturdidos y agotados, pero vencedores. Nunca más he vivido nada parecido. Tiene una especie de pureza.

—¿Era buen jugador, inspector?

—No lo hacía mal, nada mal. Pero no era lo bastante corpulento para jugar en esa posición en la universidad. Ser ala es difícil, señor Winter. La mayoría de las veces luchas en la línea enfrentándote con apoyadores y defensas exteriores; otro currante que defiende a los chicos que hacen de corredor y de headquarter y que se llevan la gloria. Pero a menudo, como una especie de recompensa a todo este trabajo duro, te zafas y te plantas en la línea media, por fin solo, y el balón vuela a ti. Siempre hay este momento fantástico en que estás rodeado de defensas mientras el balón se dirige hacia tus manos y te das cuenta de que todo depende de ti. Si se te cae, vuelta al tajo, vuelta a ser la abeja obrera. Pero si lo atrapas, eres libre de hacer lo que quieras, de sacarle todo el provecho que puedas. Ésos eran los momentos que me gustaban.

—El deporte contiene poesía —comentó Winter con una sonrisa.

—Y también metáfora —añadió Robinson.

—¿Cómo supo que estaba aquí?

—Por los Kadosh. Me dijeron que le gustaba venir aquí, al parque, después del anochecer para ver los partidos de baloncesto.

—No me imaginaba que fueran tan observadores.

Robinson sonrió de oreja a oreja y Winter se encogió de hombros.

—Por supuesto —añadió—. Tiene razón. Primera lección: los vecinos siempre saben más de lo que parece. Es verdad. Bueno, eso explica cómo supo que estaba aquí. Ahora cabe preguntar por qué me buscaba.

—Porque Leroy Jefferson comparecerá ante el juez mañana por la mañana, y al mediodía estará sentado junto a un dibujante de la policía para darnos una descripción y una declaración, y cuando las tengamos, debemos dar el siguiente paso.

—Poner la carnaza en el anzuelo.

—Exacto.

—Creo que tenemos que ir con cuidado —advirtió Simon.

—¿Por qué lo dice?

—Porque estamos en una posición muy vulnerable.

—Adelante —pidió Robinson tras asentir con la cabeza.

—Esta vez tenemos que encontrar a ese hombre. Ahora disponemos de una oportunidad única y no podemos desaprovecharla.

—Continúe —pidió el inspector.

Simon hizo una pausa mientras observaba cómo los jugadores serpenteaban por la cancha. Las farolas imprimían un tono amarillento a su piel, casi como si su sudor y sus músculos fueran enfermizos, y libraran la lucha por hacerse con la pelota contra alguna dolencia extraña.

—Si no identificamos y detenemos a la Sombra, si sólo lo asustamos, desaparecerá. Puede irse a cualquier parte y adoptar otra identidad. Si se nos escapa, es imposible saber adónde irá. No sabemos nada sobre sus orígenes ni sobre su historia desde el final de la guerra. De modo que no sabemos nada sobre sus recursos. ¿Cómo se sigue a alguien sin sustancia? ¿Cree que dejaría un rastro que pudiéramos seguir? Lo dudo, más si ha llegado hasta este punto después de tantos años. Así que deberíamos suponer que este tal Leroy Jefferson nos va a proporcionar nuestra única y mejor esperanza. Tenemos que atraparlo esta vez.

—Ha estado pensando en ello, ¿eh?

Winter asintió y miró a Robinson.

—Como usted. De hecho, apuesto a que por eso ha venido a verme esta tarde.

Robinson extendió los pies y se estiró hacia atrás para relajarse.

—Usted tenía muy buena reputación en la policía de Miami City.

—¿Ha echado un vistazo a mi hoja de servicios?

—Por supuesto. Quería saber con quién estoy tratando.

—Todo eso son tonterías, ¿sabe? Resolvió tal caso, hizo tal detención, recibió tal distinción... Eso no explica quién soy.

—Tiene razón. Dígame pues, ¿quién es usted, señor Winter?

Simon esperó un instante antes de contestar.

—¿Ve al chico que tiene la pelota? —preguntó a la vez que señalaba la cancha.

—¿El que no para de hacer lanzamientos de media distancia?

—Sí, ése.

—¿Qué pasa con él?

—No podría jugar así contra mí.

Robinson rio, pero observó cómo jugaba el adolescente. Vio la rapidez de su primer paso, observó su punta de velocidad al hacer una finta.

—¿Le ganaría en fortaleza? —preguntó.

—No. Empezaría a quitarle cosas, una a una. Y entonces, cuando no se lo esperara, lo sometería a un mareaje a presión. Lo pillaría por sorpresa y tendría que hacer un pase.

—Lo veo difícil —comentó Robinson.

—Pero es la única forma.

—Tiene razón. ¿Es así como cree que deberíamos hacerlo?

—Sí. La trampa debe ser sutil, tener una defensa invisible. La Sombra debe creer que puede lograr algo, salirse con la suya, pero en realidad estará haciendo lo que queremos. Así es como debemos hacerlo.

Los dos hombres permanecieron en silencio.

—El rabino Rubinstein y Frieda Kroner...

—No se preocupe por ellos. Cuando llegue el momento, harán lo que tengan que hacer.

—He situado un coche patrulla delante de las dos casas las veinticuatro horas del día.

—Retírelos. No podemos volverlo más cauteloso de lo que ya es.

—Pero ¿y si...?

—Ellos conocen el riesgo. Son el anzuelo, y lo entienden.

—No me gusta.

—¿Cómo va a hacerlo, sino?

Robinson no respondió de inmediato.

—Sigue sin gustarme demasiado —dijo por fin.

—Verá, ésta es la ventaja que yo tengo sobre usted, inspector —sonrió Winter—. No trabajo para nadie ni cobro ningún sueldo de la ciudad de Miami. No tengo que preocuparme por nada salvo conseguirlo. No tengo que preocuparme por cómo quedaré en los periódicos o ante mis superiores ni nada. Cuando dije que podíamos tenderle una trampa, hablaba en serio. Y una trampa necesita un anzuelo fresco y apetecible, y siempre corre el riesgo de acabar devorado, de que los resortes de la trampa no la cierren en el momento preciso y la presa logre huir después de haber robado el anzuelo. Así que lo que sugiero, inspector, es que planee esto muy en secreto. Que su amiga, la señorita Martínez, y usted no se lo cuenten a nadie. Así, si algo sale mal, podrán culparme a mí.

—Yo no haría eso.

—Claro que sí. Y estaría bien. Yo sólo soy un viejo ex policía chiflado, y no me molestaría lo más mínimo. Incluso es probable que volviera mi vida más interesante.

—Aun así, no lo haría.

—¿Por qué no? Soy viejo, inspector Robinson. Y ¿sabe qué?, ya nada me asusta. ¿Comprende? Nada, excepto no atrapar a este hijo de puta. —Simon sonrió y aplaudió un buen lanzamiento—. No quiero que este hombre me sobreviva —sentenció.

—Aún le quedan sus buenos años por vivir.

—Bueno, por lo menos son años —bromeó el ex policía y soltó una carcajada—, aunque yo no me apresuraría a catalogarlos de «buenos».

—Muy bien. Retiraré los coches patrulla. Y luego qué.

—Luego le obligaremos a actuar. —La voz de Winter había adquirido cierta frialdad.

—¿Y cómo lo conseguiremos?

—Bueno, generalmente, cuando se tiene el retrato de un sospechoso, lo más probable es que inundes la ciudad con él. Que lo saques en los noticiarios de televisión y que hagas que el Herald lo incluya en portada. Vamos, que cuelgues el retrato en todas partes, ¿no?, con la esperanza de que alguien llame.

—Es el procedimiento habitual.

—Pero no funcionará con este hombre, ¿verdad?

—No —corroboró Robinson—. No por lo que empiezo a entender: lo único que se lograría con ello es que se marchara.

—Si lo asustamos, podríamos salvar a Frieda Kroner y al rabino Rubinstein, claro. Si lo asustamos, ellos podrían vivir en paz.

—Pero siempre con el miedo de que regresara.

—Pero vivos.

—Sí, cierto. Pero vivos.

Guardaron silencio un momento. El aire que los envolvía estaba cargado de los sonidos del partido: exclamaciones y gritos, el rumor de los cuerpos al entrar en contacto, la vibración del aro cuando la pelota lo tocaba.

—Así que no haremos lo habitual —dijo Robinson—. ¿Qué haremos?

—He tenido una idea —sonrió Winter, y la explicó con cuidado—: Verá, no sabrá que tenemos su retrato, y tampoco que lo estamos esperando. De modo que todo será muy sutil. Sugeriremos algo, lo justo para obligarlo a actuar con rapidez, tal vez antes de estar preparado del todo.

—Le sigo. ¿Qué clase de sugerencia?

—Una noche, durante los servicios religiosos, los rabinos locales podrían referirse a, bueno, pongamos por caso, la sombra que se ha cernido sobre la comunidad. En el Centro del Holocausto, podríamos fijar un cartel que solicite que cualquiera que tenga información sobre Berlín durante la guerra se ponga en contacto con el rabino Rubinstein. Podríamos hacer que se anunciara lo mismo en unas cuantas reuniones de las comunidades de propietarios. Lo suficiente para que le lleguen sigilosamente las palabras y las sensaciones adecuadas, y crea que tiene que actuar. Pero no tanto como para que decida huir.

Robinson asintió.

—No parece fácil —dijo en voz baja.

—¿Ha ido alguna vez a cayo Vizcaíno a pescar peces bonefish, inspector? Es una actividad fantástica. Estos peces son muy asustadizos en las aguas poco profundas, y están sensibilizados a cualquier sonido y movimiento para anticiparse a las posibles amenazas. Pero tienen hambre, y en estas aguas encuentran las gambas y los cangrejos pequeños que consideran un manjar, lo que les lleva a estar allí. El agua es azul grisácea, con cientos de colores que cambian con cada soplo de aire, y los peces aparecen como una ligerísima alteración de esta combinación de colores. Una vez, un escritor los llamó «fantasmas». Contemplas el agua durante horas y entonces, de repente, ves un ligero movimiento, una desviación mínima del tono que indica la presencia de un pez. Entonces, si lanzas la caña y sitúas con suavidad la mosca a pocos centímetros por delante de esa forma indefinida, pescas un bonefish, algo que desean hacer deportistas de todo el mundo.

—Eso tengo entendido.

—Debería aprender a pescar, inspector —sugirió Simon—. Le permitiría entender las cosas, como me pasó a mí.

Robinson sonrió de oreja a oreja, a pesar de la inquietud que sentía en su interior.

—Cuando todo esto acabe, ¿me enseñará?

—Será un placer.

Robinson vaciló antes de preguntar:

—¿Esto será como pescar?

—Exactamente —sonrió el ex policía.

19

La advertencia del querubín

El partido había terminado y Walter Robinson insistió en acompañarlo de vuelta a The Sunshine Arms. Recorrieron el mundo nocturno del centro de Miami Beach en el coche del inspector. Winter no dejaba de mirar la pequeña unidad informática incorporada al centro del salpicadero.

—Este trasto me hace sentir viejo de verdad —comentó finalmente con una sonrisa irónica. Alzó los ojos y concentró la vista en la vida que desfilaba por la calle. Suspiró despacio.

—¿Qué?

—Mire eso. ¿Ve lo que pasa?

Robinson fijó los ojos en la maraña de limusinas blancas y relucientes coches de lujo estacionados en doble fila a lo largo de media manzana, hasta la entrada de un club nocturno. El club tenía una palmera de neón violeta y verde, enorme, de dos pisos de altura, e irradiaba su luz sobre la puerta principal. Había una multitud de personas en la acera, en su mayoría jóvenes, blancos o hispanos, con buenas perspectivas sociales, de poco más de veinte años. Acababan de salir de la universidad, recién licenciados en economía o derecho, y buscaban un poco de diversión de camino hacia su primera gran conquista. Estaban mezclados con otros individuos mayores que ellos pero que intentaban parecer jóvenes. Había cierta categoría que parecía exclusiva de Miami, los parásitos de la cultura de la droga; especialmente hombres jóvenes que adoptaban aire de narcotraficante: camisa chillona desabrochada hasta la cintura, cadena de oro al cuello y traje de lino fino, como si esto lograra ocultar la realidad de sus vidas de oficinistas y contables. Era como una farsa en la que todo el mundo representaba a un exótico sicario colombiano, rico y despiadado, lo que, por supuesto, contribuía a ocultar a los pocos, pero auténticos, asesinos que se mezclaban entre la gente con el mismo atuendo. Las mujeres, en su mayoría, parecían preferir los tacones de aguja y las melenas con volumen. Vestidas con sedas y lentejuelas de colores tan llamativos como el letrero que parpadeaba sobre ellas, parecían pavos reales. Cuando Winter y Robinson pasaron por delante, un estridente rock and roll con acento latino sacudió el coche.

—¿Qué ve, abuelo? —bromeó Robinson, y Winter le siguió la corriente con gruñidos de viejo arisco:

—Bah, veo que las cosas cambian, jovencito. A un lado de la calle está el Broadway Delicatessen, donde servían la mejor sopa de pollo de South Beach. Puede que todavía la sirvan. Pegado a él hay una tienda de comestibles, donde los viejos como yo compramos fruta fresca y carne que no lleva acumulando escarcha desde hace un mes. Es la clase de sitio donde saben cómo te llamas y donde, si por casualidad una semana andas corto de dinero, te fían hasta que cobres la pensión.

Simon se detuvo un instante y prosiguió con su voz normal:

—Seguramente de aquí a un año, puede que dos, ya no estarán aquí. El club nocturno está de moda, y esto significa competencia, ¿sabe? Así que los locales de la acera de enfrente han adquirido valor de repente, porque, y usted lo sabe muy bien, inspector, en nuestra sociedad un dólar nuevo siempre parece valer más que uno viejo.

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