Authors: John Katzenbach
—No. Será el Estado.
El anciano soltó una carcajada. Un sonido quebradizo en aquella pequeña habitación.
—Ya, lo mismo dijeron de nosotros.
—No es lo mismo.
El viejo volvió a reír, burlándose de ella.
—Claro que no.
Espy lo miró fijamente.
—Dijo que iba a ayudarme —le recordó tras un tenso silencio.
—No. Le dije que le hablaría de la Sombra. Llevo muchos años esperando a que venga alguien a preguntarme por él. Sabía que iba a ocurrir antes de morir, pero no sabía quién iba a ser. A veces he pensado que a lo mejor venían judíos, quizá los que todavía andan buscando a los viejos. O tal vez un periodista, un estudiante o un erudito, alguien que se dedique a estudiar estas cosas grandes y malvadas. Alguien que quiera saber acerca de la muerte. Eso es lo que pensé. Lo he esperado todos los días. Cada vez que sonaba el teléfono me decía: aquí está. Si alguien llamaba a la puerta, pensaba: por fin han dado conmigo y vienen a buscar información. Incluso conforme pasaban los años, señorita Martínez, estaba cada vez más seguro de que vendría alguien.
—¿Por qué?
—Porque un hombre como la Sombra no puede existir en silencio.
—¿Le enseñó usted?
Klaus Wilmschmidt le clavó la mirada. Alargó lentamente la mano hacia la mesilla de noche, abrió un cajón y extrajo una daga fina y de empuñadura negra, con una calavera de la muerte como adorno en la empuñadura. Movió la hoja con cautela dejando que el dedo le resbalara por el acero.
—Esto se usaba con fines ceremoniales, señorita Martínez. El cuchillo de un asesino era más grueso y de doble filo, con una empuñadura más ancha para poder girarlo con más facilidad. —La miró fijamente—. ¿Sabe cuántas maneras hay de matar a un hombre con un cuchillo, señorita Martínez? ¿Sabe que desde atrás es diferente —movió despacio la daga de derecha a izquierda— que por delante? —De repente la movió hacia arriba y la giró rasgando el espacio que los separaba.
Espy no dijo nada y el viejo rió otra vez.
—¿No cree que eso haría de usted una mejor policía, señorita Martínez?
—¿El qué?
—Cuanto más sepa de la muerte, mejor se le dará detectarla. A mí me sirvió. Y también a otros muchos como yo. Imagino que usted conocerá a varios hombres como yo, señorita Martínez. Lo que pasa es que no siempre resulta agradable admitirlo. —Y lanzó otra carcajada—. Debo de parecerle un viejo terrible —añadió y, al ver que su hija vacilaba al traducir, le lanzó un gruñido haciendo gestos con el cuchillo—. Y puede que lo sea. Pero voy a contarle una historia acerca de la Sombra, y luego podrá hacer con ella lo que quiera.
—Tal vez fuera mejor que yo le hiciera preguntas... —repuso Espy, pero una mirada fiera del enfermo la acalló. La hija consiguió intercalar unas palabras en alemán y después calló también bruscamente.
—Ich erzähle Ihnen jetzt die Geschichte [Voy a contarle la historia] —dijo el anciano. Llevó la mano a un costado y cogió de nuevo la mascarilla, se la puso sobre la cara y aspiró profundamente.
—Corría el año 1941 cuando fui transferido a la sección Ciento una, y acababa de ser ascendido al rango de sargento. ¡Sargento! No estaba nada mal para ser el hijo de un carbonero cuya esposa tenía que trabajar de lavandera para poder llegar a fin de mes. Mi hija no sabe nada de mis padres, porque murieron en un bombardeo aéreo en el cuarenta y dos. —Miró fijamente a su hija—. Du weisst ja was Seide ist [Tú conoces la seda] —dijo con dureza—. La seda y los coches Mercedes, gracias a tu banco internacional. Conoces el dinero. ¡Nosotros no conocíamos nada de eso! ¡Yo me crié pobre y moriré pobre!
La hija no tradujo aquello, pero Schultz sí, en voz baja. Espy vio que el rostro de la mujer se contraía y comprendió que estaba recreando un viejo dolor privado entre padre e hija.
—Tú no te preocupes —continuó el antiguo nazi—, y así tampoco me preocuparé yo.
Apartó la vista de su hija y volvió a enfocarla en Espy.
—En aquella época había transportes de continuo. Hacían redadas a diario. En ocasiones, dos veces al día.
—¿Redadas?
—De judíos. Los transportaban al Este, a los campos. —Sonrió—. Aquellos trenes siempre eran puntuales.
Espy intentó poner cara de póquer.
—¿Y la Sombra?
Klaus Wilmschmidt volvió el rostro y sus ojos buscaron la ventana. Se quedó mirando el cristal.
—No veo nada —se quejó amargamente—. Estoy aquí tumbado y lo único que puedo ver es una esquina de la casa de al lado y un trozo de cielo. No hay luz —añadió con súbita agitación y una vez más cogió la mascarilla al sentir que le faltaba el aire.
Luego se volvió hacia Espy.
—La Sombra estaba en la oficina del mayor, quien me llamó. El mayor sabía que él era distinto. Yo sólo vi a un muchacho vestido como un obrero, con botas gruesas, pantalón de lana y chaqueta. Llevaba un sombrero calado, de tal modo que costaba verle la cara. Entonces, el mayor me dijo: «Este judío nos ayudará a atrapar a otros judíos», y yo lo saludé. Era algo que ya me esperaba. Pero lo que vino a continuación fue inusual, porque el mayor se giró hacia el judío y le dijo: «Willem, tú eres judío, ¿no es así?», como si estuviera de broma. Y el muchacho, que tendría unos veinte años, hizo una mueca como si fuera una bestia del zoo. Estaba lleno de rabia y rebeldía. Y pasados unos momentos contestó: «¡Sí, Herr Mayor, soy judío!» Y el mayor se echó a reír y me dijo: «Willem no es muy judío, sargento, sólo un poquito. ¿Cómo de poquito, Willem?» Y el chico respondió: «Por mi abuela, la muy maldita.»
El anciano hizo una pausa y miró a Espy.
—Usted es una mujer de leyes, ¿correcto?
—Así es. Soy abogada y fiscal...
—¡Ustedes no tienen leyes como las que teníamos nosotros! ¡Las leyes de la raza! —Rió—. ¡Pobre Sombra! Con una abuela medio judía que renunció a su religión al casarse antes de la guerra. Y que murió antes de que naciera él. Qué terrible broma, ¿no lo cree así, señorita Martínez? Una mujer a la que él no había llegado a conocer le puso su sangre en las venas, y por eso él tenía que morir. ¿Acaso no es una broma macabra? ¿No ve en ello la mano del diablo jugando con el pobre Sombra?
Hizo una pausa como si aguardara una respuesta, pero ella no contestó, así que continuó:
—Entonces el mayor me dijo: «Willem puede sernos de gran utilidad. Nos encontrará judíos. Y también hará otras cosas para mí. ¿No es así, Willem?» Y el muchacho contestó: «Sí, Herr Mayor.» No sé, pero yo sospeché que el mayor lo conocía de antes y que había tenido relación con él. Pero no se lo pregunté, y el mayor me ordenó que lo entrenara. En vigilancia, persecución, armas, detección. Que incluso le enseñara algo de códigos. Y también a hacer falsificaciones, para lo cual tenía muy buena mano. «¡El chico ha de aprender a ser un Gestapo!» ¡Un judío! De modo que le enseñé y, ¿sabe?, señorita Martínez, jamás un maestro ha tenido un alumno como él.
—¿Por qué?
—Porque en todo momento tenía presente que podían subirlo al siguiente transporte. Y porque sentía un odio profundo y total.
—Pero por qué el mayor...
—Porque el mayor era un hombre inteligente. ¡Un hombre brillante! Todavía hoy hago el saludo cuando me acuerdo de él. Su trabajo consistía en buscar judíos, pero sabía que le sería muy útil tener a un hombre como la Sombra, aunque tuviese rastros de sangre judía en las venas, bien entrenado y siempre dispuesto para cualquier tarea. ¿Que quería robar un documento? ¿Asesinar a un rival? Nadie mejor que la Sombra para cualquier trabajo sucio que necesitara el mayor. Porque, señorita Martínez, ¡la Sombra ya estaba muerto! Como lo estaban todos los judíos. Y sabía que debía la vida solamente a sus capacidades especiales.
El viejo nazi sonrió de nuevo.
—Fuimos asesinos, señorita Martínez, él y yo. Maestro y alumno. Pero él era muy superior a mí... —Se pasó una mano por la frente—. Yo me sentía culpable, en cambio él no.
Hizo otra pausa.
—Era nuestro asesino perfecto, ¿y sabe otra cosa, señorita Martínez?
—¿Qué?
—La Sombra disfrutaba de verdad con su trabajo. Detrás de todo su odio, le encantaba dar muerte a quienes culpaba de la sangre sucia que corría por sus venas.
—¿Qué fue de él?
Klaus Wilmschmidt afirmó con la cabeza.
—Era muy listo. Robaba diamantes, oro, joyas, lo que fuera. Robaba a la gente que encontraba y después se encargaba de su muerte. Es que, señorita Martínez, sabía que su propia existencia dependía de su capacidad para detectar judíos y ejecutar los encargos especiales del mayor. A medida que iba disminuyendo el número de judíos a cazar, en el cuarenta y tres y el cuarenta y cuatro, su propia existencia fue volviéndose más precaria. De modo que tomó precauciones.
—¿A qué se refiere?
—Adoptó medidas para sobrevivir, señorita Martínez. Todos lo hicimos. Ya nadie creía en nada. Cuando uno oye a la artillería rusa, cuesta trabajo creer. Pero nosotros lo sabíamos mucho antes de eso. Cuando uno ha ayudado a fabricar las mentiras, señorita Martínez, es de tontos creérselas uno mismo.
—¿Y la Sombra?
—Él y yo teníamos un pacto, un acuerdo de beneficio mutuo. De lo que él robara, yo recibía la mitad. Y papeles. Era todo un falsificador, señorita Martínez. Yo me encargué de conseguir los sellos e impresos necesarios para que, llegado el momento, pudiéramos desaparecer, convertirnos en algo nuevo. Yo iba a ser un soldado de la Wehrmacht, herido en el frente occidental y discapacitado. ¡Un hombre honorable! Un soldado que sólo había obedecido órdenes y que ahora deseaba regresar a su casa en paz. No de la Gestapo. Y así, un día, cuando todo terminó, me convertí en ese hombre. Me entregué a los británicos.
—¿Y la Sombra?
—A él no iba a resultarle tan fácil, pero era más listo que yo. Se puso a buscar un hombre en el cual convertirse. Lo buscaba todos los días.
—No entiendo.
—Una identidad diferente. Un judío, como él mismo. De aproximadamente la misma edad, estatura, formación. Con el mismo color de pelo. Y cuando lo encontró, no lo subió a un transporte, aunque eso es lo que se leía en los documentos. Lo mató él mismo y se apropió de su identidad. Empezó a hacer régimen a rajatabla...
—¿Régimen?
—¡Sí, dejó de comer para transformarse! Y también se tatuó un número en el brazo, como hacían en los campos de concentración. Y luego, un día, desapareció. Una decisión sensata.
El anciano volvió a reír, lo cual le provocó un acceso de tos.
—Fue muy sensato porque aquel día al mayor, su protector, lo sorprendieron los bombardeos borracho y dormido, y no pudo correr al refugio. Así que cuando por fin despertó... ¡ya iba camino del infierno!
De nuevo se ahogó con la risa. Buscó el oxígeno y sonrió a Espy Martínez.
—Un buen plan. Sospecho que se cosió el dinero al abrigo. ¡Era un hombre rico! Probablemente se dirigió al oeste, hacia los Aliados. Eso hice yo. No queríamos ser interrogados por los rusos. Pero los americanos, como usted, y los ingleses todavía deseaban ser justos. Y si uno acababa cayendo en sus manos, con la historia de que había escapado de un campo de concentración, medio muerto de inanición y con un tatuaje en el brazo, ¿acaso no iban a recibirlo con los brazos abiertos? ¿No le creerían?
Espy no contestó. Tenía la garganta tensa y seca. En aquella pequeña habitación parecía flotar una enfermedad diferente de la que devoraba el cuerpo del viejo nazi. Experimentó una sensación de espesor, de opacidad, como si para abrirse paso por la historia que narraba el anciano le hiciera falta una cuchilla, y no tenía ninguna.
—De manera que escapó, ¿verdad? —lo animó a seguir.
—Escapó. No me cabe ninguna duda. Yo mismo escapé haciendo algo muy parecido.
Ella arrugó el entrecejo.
—De modo que así es como llegó a ser lo que es ahora —dijo, y de improviso introdujo la mano en su bolso y sacó una copia del retrato robot hecho con la ayuda de Leroy Jefferson. Se lo pasó al anciano, el cual lo sostuvo delante de sí. Al cabo de un segundo de contemplarlo, lanzó una carcajada áspera y chillona. Agitó el retrato y dijo:
—Es ist so gut, dich zu sehen, mein alter Freund! [¡Cuánto me alegro de verte, viejo amigo!] —Y miró a la joven fiscal—. Está menos cambiado de lo que hubiera creído.
Ella asintió.
—Me ha hablado usted del pasado —dijo—. ¿Cómo puedo encontrarlo hoy en día.
Klaus Wilmschmidt se recostó en las almohadas sin dejar de mirarla. Alzó una mano y señaló los medicamentos, el oxígeno y su propia persona.
—Me estoy muriendo, señorita Martínez. El dolor me acosa sin cesar y sería capaz de contar las inspiraciones que me quedan.
Maria Wilmschmidt sollozó levemente al traducir.
—¿Existe un Cielo, señorita Martínez?
—No lo sé.
—Puede que sí o que no. Hubo un tiempo en que participé en cosas terribles. Cosas que usted no puede entender siquiera. Por la noche oigo gritar, veo caras en estas paredes, fantasmas dentro de esta habitación tan pequeña, señorita Martínez. Están aquí conmigo. Y cada día más. Me llaman, y muy pronto intentaré tomar aire y no podré. Cogeré el oxígeno, pero no me servirá. Y entonces me asfixiaré y moriré. Eso es lo que me queda.
Calló unos momentos para recobrar fuerzas.
—De modo que me pregunto: ¿puedo morirme con lo que sé de ese hombre? Dígame, señorita Martínez, ¿conoceré la paz ahora que he hablado de él y de lo que ambos hicimos?
—No lo sé —respondió ella, pero sí lo sabía.
El anciano parecía menguar, como si la noche y la niebla del pasado lo envolvieran poco a poco. Su respiración se hizo rasposa, errática.
—¿Encontrar a la Sombra? Eso no puedo hacerlo, señorita Martínez.
—Pero...
—Pero sí sé cómo se llama el hombre en que se convirtió.
—¡Dígamelo! —exigió Martínez, como si necesitara saberlo antes de que el anciano volviera a toser.
Él sonrió, y adoptó una expresión no muy distinta de la calavera que adornaba la daga que había empuñado poco antes.
—Sí —dijo—. Puedo decirle el nombre. Y también puedo decirle algo más.
—¿El qué?
El moribundo Klaus Wilmschmidt respondió en un susurro:
—Ich weiss was für eine Nummer der Schattenmann auf seinem Arm hat...
La hija del anciano calló un instante y aspiró con aspereza antes de traducir en voz baja:
—Dice que conoce el número que la Sombra se tatuó en el brazo.