Authors: John Katzenbach
«Cazando», pensó.
Robinson estaba pensando lo mismo, pero aun así respondió a la atribulada Esther Weiss:
—Usted no tenía por qué saberlo. —Hizo una pausa y agregó en tono firme—: Pero no se preocupe. Esto está tocando a su fin.
Leyó la dirección y cogió el teléfono. Marcó el número de la comisaría de Miami Beach, se identificó en tono enérgico y pidió hablar directamente con el capitán encargado de Operaciones Especiales.
El tatuaje
Tanto Simon Winter como Walter Robinson habían subestimado el impacto que el anuncio iba a causar en la comunidad de supervivientes, Al anochecer comenzaron a sonar teléfonos por todo Miami Beach. En los pocos hoteles de estilo art déco que no habían sido acaparados por la juventud y todavía atendían a una clientela entrada en años, los vestíbulos y porches al aire libre estaban atestados de corrillos de personas que, aunque era más tarde de la hora habitual de irse a la cama, hablaban acaloradamente de lo que acababan de enterarse. En el restaurante Wolfie's, no muy lejos del centro comercial de Lincoln Road, se sostenía una encendida y estridente discusión. Hizo que varios clientes jóvenes y turistas extranjeros que visitaban aquel local tan conocido volvieran la cabeza, extrañados de que aquellos ancianitos, por lo general callados y tranquilos, alzaran tanto la voz. Los que presenciaban por casualidad aquella acalorada conversación veían la cólera reflejada en varios rostros, y si prestaban atención veían además miedo. Un miedo profundo y oscuro, surgido de recuerdos muy antiguos; aunque eran pocos los que habían oído hablar de la Sombra, todos llevaban la cicatriz del recuerdo de un terror similar, ya fuera de la Gestapo o las SS, o simplemente del horroroso hecho de saber que aquellos hombres, cumpliendo órdenes, se habían entregado voluntariamente a la maquinaria del mal.
Así pues, la idea de que un pistón de dicha maquinaria estuviera viviendo entre ellos provocaba un intenso nerviosismo a las puertas del pánico, que volvía a traer las pesadillas de siempre y que se notaba en sus voces, matices inapreciables para los jóvenes y la gente a la moda que ocupaban Miami Beach de camino a las discotecas y los locales nocturnos, pero que para aquellos ancianos era en extremo significativos.
Espy Martínez era una testigo indirecta del revuelo creado. Estaba sentada en la sala del rabino, viendo cómo éste y Frieda Kroner atendían una llamada telefónica tras otra. No eran llamadas que aportaran información, sino que buscaban una respuesta tranquilizadora. En eso el rabino era un experto: hablaba en tono calmado y práctico, escuchaba y a su alrededor dejaba caer recuerdos como pétalos invisibles de plantas marchitas.
Mientras escuchaba le oyó decir cosas como: «No, Sylvia, no hay otros, es sólo este hombre...», «Sí, las autoridades lo están buscando. Daremos con él...», «Estoy de acuerdo, es terrible. ¿Quién iba a pensarlo?»
Cuando colgó, se volvió hacia ella como para decir algo, pero el teléfono volvió a sonar. Contestó sonriendo débilmente y dijo:
—Por supuesto, señor Fielding. Claro que me acuerdo de usted. Ah, entiendo. Usted también lo ha oído. ¿Sabe algo? ¿No? Entiendo. Naturalmente... —Y se encogió de hombros y siguió hablando con su interlocutor.
Martínez se giró hacia el policía, que estaba entretenido en leer la sección de deportes del periódico. Abrió la boca para decirle algo, pero se contuvo. Se levantó y fue hasta las puertas del patio para asomarse al exterior. El horizonte parecía resplandecer con un tono plata opaco procedente de las luces de la ciudad. Se preguntó dónde estaría Walter Robinson, y deseó estar con él.
Robinson y Winter estaban sentados en una sala de reuniones de la comisaría de Miami Beach, hablando de procedimientos de detención con el capitán del SWAT y su equipo de nueve hombres.
—Entrar y salir. No quiero darle a ese tipo ni un segundo. Inmovilización total en cuanto lo tengamos dominado, o sea, grilletes en manos y pies.
—Descuide —repuso el capitán haciendo un gesto con la mano. No parecía nada impresionado de que hubieran requerido a sus hombres para detener a un anciano—. ¿Va a pedir una orden de arresto?
—Ya la tengo. —Robinson hizo una pausa—. Tuve problemas con la última detención —dijo eufemísticamente.
—Eso tengo entendido —replicó el capitán—. Pero usted siguió el procedimiento establecido. Son cosas que pasan.
Era un policía con experiencia que exhibía en todo momento su formación de soldado, y probablemente por la noche roncaba en su cama arrullado por una marcha militar. De hombros cuadrados y corte de pelo a cepillo, consideraba la disciplina una virtud superior a la inteligencia y había tenido que dejar de entrenar al equipo de béisbol de la liga infantil de su hijo debido a que sus métodos de entrenamiento resultaban demasiado marciales e inflexibles para unos niños.
—El hombre al que vamos a detener está armado y es sumamente peligroso.
—Todos los individuos que detenemos encajan en esa categoría —replicó él sin emoción—. ¿Armas automáticas?
—No, creo que no.
—Bien, pues ya está. ¿Es posible que se rinda cuando se enfrente a nosotros?
—No puedo asegurarlo.
—¿Es posible que huya?
—Es más probable que desaparezca —terció Simon Winter en voz baja, pero el capitán lo oyó y se giró hacia él.
—Sería la primera vez que me ocurriera algo así, abuelo —le dijo en tono condescendiente.
—Éste es un caso en que muchas cosas ocurren por primera vez —replicó Winter.
El capitán se levantó y al instante los nueve miembros de su equipo se pusieron en pie.
—Cuando quiera —dijo con seguridad.
Robinson asintió con la cabeza. Se acercó a un teléfono de pared y por enésima vez intentó localizar a Espy en su casa, pero volvió a saltarle el contestador. A continuación marcó el número del apartamento del rabino. Era la cuarta vez que probaba con él, y esperaba volver a oír el tono de ocupado. Tenía autoridad para hacer que la compañía telefónica interrumpiera la comunicación, pero era reacio a hacer uso de ella. Sólo quería informar al rabino de que el caso había dado un giro positivo, pensando que dicha noticia serviría para tranquilizar a los ancianos. Winter se había mostrado de acuerdo con él.
Se sorprendió cuando tras el primer tono respondieron.
—Soy el rabino Rubinstein. ¿Quién llama, por favor?
—Rabino, soy Robinson.
—Ah, detective. El anuncio que ha puesto ha surtido bastante efecto. El teléfono no para de sonar.
—Precisamente intentaba localizarle. ¿Alguna información?
—No. Sólo gente preocupada, lo cual es comprensible. Pero sigo siendo optimista y pienso que alguien sabrá algo. Por lo que parece, van a seguir llamando la noche entera.
—Escuche, rabino, Winter y yo hemos averiguado... no, no me interrumpa, ahora mismo no puedo entrar en detalles. Ya le llamará más tarde, pero hemos hecho ciertos progresos. Así que quédense donde están, usted y la señora Kroner, ¿de acuerdo? ¿Sigue ahí mi hombre?
—Sí.
—Cerciórese de que permanece alerta.
—Descuide, parece un buen policía. ¿Pero dice que han averiguado algo? Ésa es una buena noticia. ¿A qué progresos se refiere?
—Ya hablaremos luego, primero hemos de confirmarlo.
El rabino titubeó.
—Está bien —dijo al cabo de un momento—. ¿Desea hablar con la señorita Martínez? Está aquí.
Robinson sintió un nudo en el estómago.
—Sí, por favor —se apresuró a decir.
Hubo una pausa y después oyó su voz:
—¿Walter?
—Espy, he estado intentando localizarte. Perdona que no haya ido a recogerte al aeropuerto, pero es que hemos tenido un giro inesperado. He conseguido un nombre y una dirección...
—¿Vas ahora para allá?
—Sí. Quédate ahí. Ya te llamaré cuando hayamos terminado.
Espy sintió una oleada de emoción. Deseaba acompañar al equipo de detención, pero Walter no la había invitado.
—Quiero estar presente —dijo en tono firme.
—Espy, la última vez que te permití estar presente en una detención estuvieron a punto de pegarte un tiro.
Ella quiso protestar, pero se contuvo.
—¿Tu viaje...? —le preguntó Robinson.
—Me he enterado de unas cuantas cosas. Cosas fascinantes. Me refiero a que no tenía ni idea. Una estudia historia en el instituto y la universidad, pero en realidad no la conoce hasta que se topa con ella cara a cara. Y eso es lo que ha pasado. Ese individuo, la Sombra, fue entrenado por la Gestapo en toda clase de técnicas: vigilancia, falsificación, asesinato. De todo. Es un tipo despiadado, Walter, ve con cuidado.
Robinson tuvo una visión de Leroy Jefferson en su silla de ruedas y pensó: algo más que despiadado. Recordó que la fiscal no sabía lo que le había sucedido a su testigo y tuvo el impulso de contárselo, pero decidió que era mejor no hacerlo. Los miembros del equipo SWAT estaban colocándose los trajes de protección piafando como una manada de caballos antes de un rodeo, y comprendió que tenía que marcharse.
—¿Lo entrenaron?
—Lo convirtieron en un experto. ¿Te lo imaginas? Y esos tipos, Walter, eran los mejores, si es que se les puede llamar así, y el viejo que me contó todo esto dice que la Sombra era el mejor de los mejores. De modo que apuesta sobre seguro, ¿vale?
—No te preocupes.
Iba a colgar, pero ella añadió con tono grave:
—Hay una cosa más, Walter. Puede que te resulte de utilidad...
—¿Qué es?
—Llevaba un número de prisionero tatuado en el brazo. Fue uno de los detalles con que cambió su identidad cerca del final, cuando las ratas abandonan el barco que se hunde. Tengo ese número. Puede que haya cambiado cien veces de identidad, pero no creo que haya modificado ese número. Si lo cogéis comprobadlo...
—Dime cuál es.
—A26510.
Robinson tomó nota.
A una manzana del domicilio del hombre que decía estar escribiendo sus memorias para su familia, el capitán del SWAT se trasladó de la furgoneta al coche sin distintivos que conducía Robinson.
El capitán se lanzó apresuradamente al asiento trasero, moviéndose con toda la rapidez que le permitía el equipo de protección.
—Muy bien, Walt —dijo—. Vamos allá.
Sin pronunciar palabra, el inspector metió la marcha y avanzó despacio por una calle lateral, estrecha y oscura, situada en medio de una modesta área residencial. La zona de Miami Beach que rodea la calle Cuarenta y uno es una extraña colección de casas; algunas que dan al canal que llega hasta la playa son viviendas de un millón de dólares; otras son grandes, elegantes, de dos plantas, con toques art déco y techumbres de tejas rojas, muy buscadas por muchos profesionales jóvenes que se mudan a Miami Beach. Pero intercaladas con éstas, en calles sin tantas palmeras y con calzadas con algún que otro socavón, hay viviendas más humildes, de escaso alzado, de ladrillo visto, ventanas antiguas con celosías y una deprimente uniformidad. A menudo son lo que las inmobiliarias suelen llamar «viviendas para principiantes», o sea casas asequibles para parejas que están empezando y no disponen del aval de padres o familiares, o para jubilados que todavía quieren tener su hogar en Miami Beach y el miedo a la delincuencia no las afecta como para irse a vivir a un rascacielos de apartamentos. Muchas entran en esa categoría que las inmobiliarias denominan eufemísticamente «ofertas para manitas», lo cual significa que los muchos años de sol y calor constantes han terminado estropeando los suelos de madera e incluso agrietando paredes y tejados. No era raro que una de esas viviendas, tan viejas como sus ocupantes y aquejadas de los mismos achaques a causa de la edad, se encontrara a la sombra de alguna mansión reformada y provista de un cuidado jardín, estancada en la cuneta del progreso como símbolo de negligencia y dejadez.
La dirección que tenía Walter Robinson en la mano correspondía a una de dichas viviendas.
Acercó lentamente el coche al bordillo de la acera de enfrente. La casa en cuestión se encontraba apartada de la calle unos veinte metros, y lucía un par de desvaídos arbustos que custodiaban la entrada principal.
—Ventanas con barrotes —constató Winter.
Durante todo el trayecto no había dicho nada, pues iba concentrado en el hombre en torno al cual estaban estrechando el cerco.
—Probablemente los habrá también por detrás de la casa —dijo el capitán del SWAT—. Y doble cerrojo en las puertas. Habrá una entrada lateral o una en la parte de atrás, pero lo más seguro es que esté donde esos cubos de basura. Dos dormitorios, dos baños, sin instalación de aire acondicionado; las ventanas son todavía muy sólidas. ¿Ve indicios de algún perro?
—No hay valla. Un momento...
Los tres hombres se quedaron inmóviles al ver una figura que cruzaba por delante de una ventana. Un hombre alto. Momentos después lo siguió otra figura más baja. La habitación frontal de la casa se iluminó con el resplandor de un televisor.
—Tiene esposa —dijo Winter—. Hay que joderse.
—¿Quiere que también la detengamos a ella? —preguntó el capitán.
—Sí —contestó Robinson—. Puede que sea su cómplice.
—Y también puede que no sepa nada —observó Winter.
—Vale, pues ya lo averiguaremos en la comisaría.
El capitán echó otro vistazo y a continuación indicó a Robinson que adelantara un poco el coche. Este lo hizo y no encendió los faros hasta que estuvieron a media manzana de la casa.
—No está difícil —dijo el capitán reclinándose en el asiento—. Dos por atrás, dos en el lateral y el resto a la puerta principal. No sabrá qué le ha pasado por encima.
—Eso creí yo la vez anterior —dijo Robinson.
—¿Qué le sucedió a ese tipo, el que le dio problemas la otra vez? —preguntó el capitán.
—Que se tropezó con el individuo en su casa —contestó Robinson.
Simon Winter escuchaba cómo el capitán daba instrucciones a sus hombres por última vez acerca del operativo. Comprendió que Robinson le permitía estar presente en la detención por cortesía, y también que tenía que permanecer en la retaguardia, apartado de la acción. Una parte de él deseaba irrumpir en primera línea por la puerta principal, pero era simplemente un deseo de su ego. Experimentó una extraña mezcla de sentimientos: emoción por el hecho de que su presa estuviera tan cerca, pero también un sabor agridulce al comprender que una vez que la Sombra estuviera esposado, su participación en aquel caso habría acabado.