Authors: John Katzenbach
Robinson dejó que un juramento saliera de sus labios en un susurro.
Recostó la cabeza en la pared y cerró los ojos un momento para volver a ver mentalmente el caos de los Apartamentos King como en una pantalla, pero en lugar de ello se vio a sí mismo tomando a Espy Martínez por el codo para acompañarla hacia su dúplex con la formalidad encorsetada de un cortesano del siglo XVIII. Durante el largo recorrido en coche por la ciudad, hubo momentos en los que ella había balbuceado, mostrado una gran agitación o mezclado un montón de improperios en sus palabras, y otros momentos en los que había permanecido en un silencio lúgubre. En cierta ocasión soltó: «La madre que me parió. No me lo puedo creer; le disparé a ese cabronazo. Le di en la pierna, joder. Es increíble. El muy desgraciado me disparó y yo le di, joder. Ya lo creo que le di.» Y cuando él le contestó: «Sí, le dio», se había sumido en un silencio tenso, como si el interior del coche vibrara sin emitir ningún sonido. Había intentado encontrar algo que decirle, pero había sido incapaz. Una vez, Espy había soltado un grito ahogado, y cuando él se volvió hacia ella vio que sacudía la cabeza y se quedaba mirando por la ventanilla las luces de la ciudad a su paso.
En su casa, una vez en el umbral, le preguntó: «¿Está bien?», «¿Seguro que está bien?», «¿Quiere que llame a alguien?», «¿Estará bien sola», y ella le contestó que estaba bien. Todo el rato había querido entrar con ella en su casa pero no se había atrevido. Como un maldito adolescente durante la primera cita, se recriminó. Puede que la peor primera cita de la historia de la humanidad.
Murmuró otra palabrota y abrió los ojos. Cerró el puño y lo levantó a la altura de la cara.
—¿Vas a pegarme, o eso se lo reservas a mi cliente?
Robinson alzó los ojos, sorprendido. Era un hombre larguirucho, de cabello rizado y una sonrisa fácil que contradecía la intensidad de sus ojos. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte sin calcetines y un polo blanco con una mancha, y Robinson supo que se había levantado corriendo de la cama para venir al hospital. Pero no por ello dejaba el abogado de mostrar cierta indiferencia en la forma de apoyarse en la pared delante del inspector, justo donde sólo había habido sombras un momento antes.
—Hola, Tommy —dijo Robinson despacio—. ¿Qué haces aquí? —Conocía la respuesta, pero lo preguntó igualmente.
Thomas Alter tenía más o menos la misma edad que Walter Robinson. El inspector imaginaba que si no fuera ayudante de la Oficina del Defensor de Oficio del condado, lo que lo convertía en adversario natural de todos los inspectores de Homicidios de la policía local, probablemente serían amigos. Rara vez se aprecia demasiado a las personas cuyo trabajo consiste en destrozar, en el claustro protegido de una sala de justicia, lo que uno hace. Se las respetaba, por supuesto. A menudo se admitía a regañadientes que formaban parte del mismo proceso. Pero era imposible tenerles un afecto genuino.
—Estoy aquí para asegurarme de que nuestro señor Jefferson recibe un tratamiento médico adecuado, lo que no incluye declarar sin haber hablado antes con su abogado, quien, para bien o para mal, resulta que es un servidor.
—No es nuestro señor Jefferson...
—De acuerdo, mi señor Jefferson...
—Vamos, Tommy. Tiene que comparecer ante el juez para la lectura de cargos y hacer una declaración de insolvencia antes de que puedas verlo. Mientras tanto, si quiere hablar conmigo...
—Sí, normalmente sí, Walt. Eso es cierto. Pero esta vez no. Jefferson compareció ante el tribunal hace menos de una semana acusado de posesión, pero la fiscalía va a retirar los cargos porque pulvericé la orden de registro. Pero todavía no lo ha hecho oficialmente, de modo que Walt, amigo mío, lo sigo representando. Ya ves. No puedes hablar con él sin que yo, o alguien de mi oficina, esté presente en todo momento. ¿Entendido?
—Si él quiere...
—En todo momento. Le leíste sus derechos, y te estoy diciendo que no renuncia a ninguno de ellos. —Thomas Alter siguió sonriendo, pero su voz había perdido toda suavidad.
Robinson se encogió de hombros para ocultar la irritación que sentía.
—En todo momento —repitió Alter—. ¿Entendido, Walt?
—Entendido.
—Eso significa las veinticuatro horas del día. Los siete días de la semana.
—¿No te fías de mí, Tommy?
—Pues no.
—Muy bien, porque yo tampoco me fío de ti.
—Ya —dijo Alter con una sonrisa lánguida—, pues supongo que estamos igual.
—No. Si hay algo que tú y yo no estaremos nunca es igual, porque yo no estaría aquí intentando proteger a un bastardo como Jefferson.
—De acuerdo. Supongo que no. Eres demasiado recto para eso, ¿eh? —La voz de Alter contenía una nota de sarcasmo burlón—. ¿Cómo te va, por lo demás? Me han dicho que la noche ha sido dura...
—Pues sí.
—Lástima lo del policía herido. ¿Es amigo tuyo?
—No.
—¿Espy está bien?
—Sí —respondió Robinson tras dudar un instante—. Puede que algo afectada, pero bien.
—Estupendo. No es como algunos de los hijos de puta que hay en la fiscalía. Es razonable. Dura pero razonable. Y bonita, además. Me alegro de que no la palmara ahí, en la jungla. Por lo visto, estuvo a punto. Yo, personalmente, no me acercaría a los Apartamentos King. Sobre todo de noche. ¿Se puede saber qué hacía allí?
Robinson no contestó.
El joven abogado defensor lo observó.
—Vete a dormir, Walter —sugirió con una sonrisa—. Pareces cansado. Este lío esperará a que vuelvas. De hecho, durará bastante tiempo.
Robinson se levantó. Miró a Alter, que seguía apoyado en la pared. El abogado dirigió la vista pasillo abajo, hacia un par de agentes uniformados que estaban sentados junto a la puerta de la sala de recuperación. Ambos contemplaban al inspector.
—Díselo, Walt.
—Vete a la mierda, Tommy.
Alter sonrió otra vez, pero había dureza en sus ojos.
—No, vete tú a la mierda, Walter. —Y a continuación levantó la voz para advertir a los dos policías—: Escuchen. Nadie puede hablar con Jefferson salvo el personal médico autorizado y los representantes de la Oficina del Defensor de Oficio del condado de Dade. Y cuando terminen su turno, asegúrense de que sus reemplazos lo sepan. ¿Entendido?
Las palabras retumbaron en el pasillo, y los dos hombres miraron a Robinson, que asintió a regañadientes.
—Bueno, gracias, Walt —soltó Alter—. De todas formas, creo que colgaré una orden en su puerta. —Sacó un formulario que llevaba el sello de la Oficina del Defensor de Oficio—. El juez de la lectura de cargos, Espy Martínez y su jodido jefe, Lasser, recibirán el mismo formulario por la mañana —añadió.
—¿Estás cubriendo todos los frentes, Tommy?
Alter lo fulminó con la mirada.
—¿Crees que sería la primera vez que representamos a un desgraciado que ha creído que un inspector de Homicidios era su mejor y único amigo de verdad en todo el puñetero mundo, y enseguida ha abierto la boca y ha ido a parar al corredor de la muerte? ¿Crees que sería la primera vez que un inspector de Homicidios que quizá no tenía las mejores pruebas del mundo ha ido al juicio y, una vez en el estrado, ha dicho: «Sí, señoría, el acusado renunció verbalmente a todos sus derechos constitucionales y me confesó este asesinato. Sí, en privado, señoría, sin ningún problema...» ¿Pues sabes qué te digo, Walter?
—¿Qué, Tommy?
—Que esta vez no pasará.
Robinson se sintió sin fuerzas. Ansiaba aire fresco, una brisa constante que lo llevara como a un marinero a la deriva hasta su casa y su cama. Se sintió de repente como un hombre que al final de una partida de póquer que ha durado toda la noche baja los ojos y ve que el dinero le ha disminuido y que las cartas que tiene delante no son más que un farol inútil.
Aun así, no pudo evitar añadir con rabia:
—¿Sabes qué, Tommy? Este tipo es el malo de la película. Es un toxicómano, un psicópata y un mal bicho. Caerá. ¿No tienes ya un par de clientes en el corredor de la muerte? ¿Cuántos, Tommy? ¿Dos, tres?
—Sólo uno —susurró Alter con amargura.
—¿De veras, Tommy? Habría jurado que tenías más...
—Sí, los tenía.
—Oh, claro. Ya lo recuerdo. Supongo que deberíamos decir que uno de esos clientes fue víctima de la corrosión natural, ¿no, Tommy? ¿No te parece una forma bonita, segura y razonable de describir a alguien que ha acabado en la silla eléctrica?
—Vete a la mierda, Walter.
—¿Verdad que había matado a un policía?
—Sí.
—El sistema no tiene demasiada simpatía por los asesinos de policías, ¿verdad? Debió de resultarte difícil presentar el alegato final al jurado. Intentar que doce personas miren con buenos ojos a un cabrón que le metió una pistola en la boca a un policía después de desnudarlo y que le dio tiempo para rezar una oración. Una oración antes de morir, ¿no fue eso lo que dijo ese cabrón? Pero apretó el gatillo antes de que el policía llegara a la mitad del Padrenuestro. ¿No fue así, Tommy?
—Lo sabes muy bien.
—Bueno, supongo que ya has empezado a preparar el alegato final para el jurado de Jefferson. ¿Has pensado algo especial que explique la buena razón que tenía ese hijoputa para estrangular a una anciana? Y diría que Jefferson ha tenido suerte de que lo único que hizo esta noche fue destrozar el brazo de un policía y acabar con su carrera. Pero el resultado es el mismo, ¿no?
—¿Qué quieres decir?
—Que va a ir a parar al mismo sitio.
—¿Al corredor de la muerte? No estés tan seguro.
—No. Me refería al infierno.
—No estés tan seguro —repitió Thomas Alter con frialdad. Sus labios habían perdido su media sonrisa habitual y habían adoptado una dureza que Robinson reconoció de haberle visto en una docena de repreguntas. Notó que perdía el control, como un coche que patina en una carretera mojada por la lluvia. Sabía que Alter era un adversario formidable y que enfadarlo era un error. Pero dejó que el agotamiento y la frustración de la noche guiaran sus respuestas y le replicó.
—No, Tommy. Me apuesto lo que quieras. Es ahí donde irá a parar.
—Puede. Pero no por esta mierda de caso.
—¿Ah, no? Tengo el móvil, la oportunidad, un cómplice encubridor y un testigo presencial, y te apuesto cincuenta dólares a que estás totalmente equivocado, letrado.
Robinson había tratado de morderse la lengua, pero no había podido. El cansancio y la decepción lo dominaban y le habían obligado a dejar escapar información que debería haberse guardado.
—¿De veras, inspector? —El abogado imitó la voz de Robinson—. Así que lo tienes todo cubierto.
—Bueno, ya lo veremos, ¿no crees?
—Sí, Walter. Ya lo veremos.
Se miraron desafiantes. Alter habló primero.
—Le han salvado la pierna, ¿sabes? Pero sólo eso. Salvado y nada más. Quizá pueda andar algo, pero no volverá a moverla como antes... —Suavizó su tono como si quisiera disminuir la gravedad de lo que estaba diciendo.
—Se me parte el alma.
—Sí. Bueno, yo no esperaría que un hombre que va a pasarse el resto de la vida cojeando y con dolores cooperara demasiado con quienes le hicieron eso.
—No necesitamos su cooperación. Lo único que necesitamos es que vaya adonde debe estar: el corredor de la muerte.
—No podrías estar más equivocado, Walter —sonrió de nuevo Alter, que habló con la seguridad pomposa de un estafador.
Robinson sacudió la cabeza y se volvió, pensó que ya casi era de día y que, si tenía suerte, cuando se dirigiera en coche a su casa por la carretera, el sol estaría saliendo en South Beach y llenaría el aire a su alrededor de franjas de luz clara que disiparían la rabia acumulada durante la noche, lo que le permitiría pensar libremente en Espy Martínez.
En la fiscalía del condado todos se habían pasado dos días aclamándola. Ser dura en un juicio era una cosa; serlo en el mundo real te hacía ganar un nivel de respeto totalmente distinto. Los demás ayudantes se habían dedicado a buscarle motes (Señorita Cok, Pistola Rápida, Alégrame el Día Martínez), procurando encontrar uno que cuajara.
Hasta Abraham Lasser había hecho uno de sus escasos peregrinajes desde su oficina por el laberinto de mesas y puestos de trabajo para aplaudir a Espy Martínez por su éxito, lo que, si lo pensaba bien, era extraño: su jefe y sus compañeros de trabajo la felicitaban por estar sana y salva. Lasser había asomado su cabeza rizada por la puerta y había entonado con voz cantarina:
—Ah, la joven Annie Oakley, supongo.
Y después de estrecharle la mano y darle una palmadita en la espalda, le había levantado el brazo como si fuera un boxeador que ha ganado un combate y le había susurrado que debería asegurarse de que Leroy Jefferson recibiera la máxima condena; una pena que obstaba mencionar. Luego, ese mismo día, había hecho circular por toda la oficina un memorando en el que alababa a Espy Martínez por haber pensado con rapidez (aunque ella se preguntaba qué había pensado con rapidez) y recordaba a los demás ayudantes que ellos también eran miembros de las fuerzas de seguridad del país y deberían ir armados de forma adecuada en los momentos adecuados para poder actuar de modo adecuado en las circunstancias adecuadas tras una valoración adecuada de la situación, como ella había hecho. No aclaraba a qué se refería con «adecuado».
A Espy le gustaba toda esa atención, que la distraía de lo que estaba haciendo. Cuando Robinson la llamó, sintió una gran agitación, como si él fuera un elemento clave de lo que había ocurrido.
—¿Cómo va todo, Espy?
—Bueno, los compañeros insisten en silbar la melodía de Solo ante el peligro cada vez que paso por su lado. Por lo demás, todo bien.
El inspector soltó una carcajada.
—Tenemos que vernos para empezar a atar el caso.
—Lo sé —contestó Espy—. Es que no he podido concentrarme.
—¿Ha hablado con Tommy Alter?
—Aún no. Bueno, de hecho, una vez. La lectura de cargos de Jefferson se hizo in absentia. El hospital no le dará el alta para que lo transporten a la cárcel hasta dentro de una semana.
—Esta mañana le tomé las huellas dactilares. Alter estaba ahí, pero no dijo nada, se limitó a observar. Jefferson parecía sufrir fuertes dolores, lo que no está mal. Todavía tiene la pierna en tracción, pero mañana se la escayolarán. El médico dijo que con el tiempo tendrá que someterse a dos o tres operaciones más. Le comenté que sería una pérdida de tiempo, en voz muy alta para que Jefferson y Alter me oyeran.