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Authors: John Katzenbach

La sombra (27 page)

—Sí, bueno, es una fiesta, pero también es más que eso. Supongo que no es tan importante como un bar mitzvah para un niño judío, porque eso es una cuestión religiosa, pero se le acerca mucho. En esta celebración se anuncia que ya eres una mujer. Es una tradición, y tienes la sensación de formar parte de algo. Está llena de vestidos recargados, risas nerviosas, música lenta y acompañantes, ya sabes, padres que vigilan a todos esos niños que se comportan como adultos. En la comunidad cubana es un evento importante. Estás meses organizándolo. A los quince años, es lo único en que piensas durante días y días. Pero el mío se convirtió en el funeral de mi hermano.

—Debió de resultarle muy difícil —comentó Robinson, y entonces pensó que eso habría sonado estúpido porque era evidente. Así que alargó la mano sobre la mesa para tocar la de Espy, que se la sujetó con fuerza.

—Verá, en mi casa, mi hermano lo dominaba todo. Tenía que haber sido abogado. Encargarse del negocio de mi padre. Llegar a ser importante e influyente. Tener familia y ser alguien en la vida... Nunca lo dijeron, pero cuando murió todo eso recayó en mí. Pero también algo más.

—¿Qué?

—La venganza.

—¿Qué quiere decir?

—En la sociedad cubana, mejor dicho, en casi todas las sociedades latinas, una muerte así supone una deuda. A mis padres, este asesinato los envejeció. Y cobrar la deuda recayó en mí.

—Pero ¿qué podía hacer usted?

—Bueno, no podía coger una pistola y disparar a alguien. Tenía que encontrar otra forma de cobrar la deuda.

—¿Y el asesino?

—Jamás lo atraparon. Por lo menos, no de modo oficial. Dos semanas después detuvieron a un hombre que encajaba con su descripción al salir de una tienda Dairy Mart en Palm Beach con lo que había en la caja, pero los amigos de mi hermano y la mujer de la tienda no lograron identificarlo en una rueda de reconocimiento. El modus operandi era el mismo, también llevaba una media en la cabeza, profirió las mismas palabras, reía igual... Encajaba. Pero no pudieron procesarlo por la muerte de mi hermano.

—¿Qué pasó?

—Le cayeron quince años, pero cumplió cinco. Ahora vuelve a estar en la cárcel. Lo sigo de cerca. Pido a los funcionarios de la prisión que le vayan poniendo informadores en la celda para ver si habla, quizá por casualidad. Tal vez mencione qué fue de ese Magnum del cuarenta y cuatro que desapareció. O tal vez se vanaglorie de haber escapado impune de un asesinato. Tengo el expediente del caso de mi hermano en un cajón de mi mesa, al día, ¿sabe?, con direcciones y declaraciones. Cueste lo que cueste, si alguna vez puedo relacionarlo concretamente, el caso estará a punto. —Inspiró hondo—. El homicidio en primer grado no prescribe. La venganza tampoco. —Lo miró—. Supongo que parezco obsesiva, pero lo llevo en la sangre.

Se detuvo de nuevo, y Robinson trató de pensar en algo que decir. Pero cuando se le trabó la lengua con sus propias palabras, ella prosiguió:

—Así que supongo que él es la razón de que yo estudiara derecho. Lo hice en lugar de mi pobre hermano. Y él es la razón de que me hiciera fiscal, para poder ponerme algún día delante de un jurado, señalar a ese cabrón y decir que fue él quien lo mató. También mató a la propietaria de la tienda, de hecho. Tenía el corazón delicado y murió seis meses después.

—Lo siento —dijo Robinson—. No lo sabía. —Desde luego era lo más estúpido y más trillado que podía decir, pero no pudo contenerse.

Espy se tocó la frente con la mano libre.

—No, tranquilo —aseguró—. Ya ve. Nos lo estábamos pasando bien y yo voy y le suelto todo esto, y ahora tiene el aspecto de alguien a quien han pillado blasfemando en la iglesia. —Alargó la mano y bebió un largo sorbo de vino—. Me gustaría bromear sobre algo para que volviéramos a reírnos.

Robinson reflexionó un momento, se preguntó por qué tenía la impresión de que faltaba algo, y entonces se dio cuenta de lo que era. Antes de poder contenerse, hizo la pregunta:

—El sospechoso de disparar a su hermano... era negro, ¿verdad?

Martínez no respondió enseguida, pero al final asintió. Él suspiró y se reclinó en la silla pensando: «Ya está; se acabó.» Empezó a enfadarse, no con Espy ni consigo mismo ni con nada que no fuera el mundo entero, pero entonces ella alargó la mano y volvió a tomarle la suya, con fuerza, como si estuviera colgando de lo alto de un precipicio.

—No —dijo despacio—. Él era él y usted es usted.

Robinson volvió a inclinarse hacia ella, agitado.

—Mi nombre —dijo Espy con una sonrisa—. ¿Sabe qué significa?

—Sí, claro. Esperanza.

Ella fue a responder, pero llegó el camarero con la cena. Se quedó plantado a su lado con los platos de comida en equilibrio, sin poder dejarlos en la mesa porque ellos tenían los brazos extendidos sobre ella.

—Disculpen —dijo tras aclararse la garganta, y los dos alzaron la vista y rieron.

Comieron deprisa, se saltaron el postre y pasaron del café. Era como si las confesiones que se habían hecho les hubieran liberado de las poses, los rodeos, los amagos y las farsas habituales en estos casos. Ella estuvo callada mientras él la conducía a través de la ciudad hasta la puerta de su casa. Una vez ahí, detuvo el coche y apagó el motor. Ella se quedó sentada con la vista puesta en el dúplex que ocupaban sus padres. Supuso que estarían mirando.

Robinson empezó a decir algo, pero no lo escuchaba.

En lugar de eso, se volvió hacia él y le susurró con una intensidad que la sorprendió incluso a ella:

—Llévame a otro sitio, Walter. Adonde sea. A cualquier sitio. A tu casa. O a un hotel, un parque, la playa. Me da igual. Pero que sea otro sitio.

Se la quedó mirando un momento. Y entonces se abrazaron y sus labios se juntaron ardorosamente, y ella tiró de él, pensando que estaba sacudiéndose la soledad y los problemas de toda su vida, y esperaba que, de algún modo, el peso de aquel hombre apretujado contra ella estabilizara el huracán de emociones que sacudían su interior.

La llevó a su piso. Cerró la puerta tras ellos, y se aferraron el uno al otro en el suelo del salón con la urgencia escurridiza de un par de delincuentes que temen ser descubiertos. Se quitaron mutuamente la ropa con una excitación frenética que se transformó en una cópula rápida, casi como si no tuvieran tiempo para conocer el cuerpo del otro. Espy tiró de Walter para que se situara sobre ella e intentó envolverlo; él, por su parte, se sentía como un globo hinchado a punto de estallar. La curva de sus pechos pequeños, la tersura de su piel, el contorno de su sexo, el sabor de su cuello... todo eso eran informaciones y datos de los que sólo fue vagamente consciente mientras la penetraba con una avidez primaria, puramente instintiva, y que ella recibía acompasando su pelvis.

Cuando terminó, se echó a un lado y respiró jadeante, boca arriba, con el antebrazo sobre los ojos.

—Dime, Walter —dijo ella pasados unos segundos—, ¿tienes, no sé, dormitorio? ¿Cuarto de baño? ¿Cocina?

Abrió los ojos y vio que estaba a su lado, apoyada en un codo e inclinada hacia él, sonriendo abiertamente.

—Pues sí, Espy. Tengo todas las comodidades habituales de la vida moderna. Nevera, televisión por cable, aire acondicionado, moqueta...

—Sí, la moqueta ya la he encontrado —le interrumpió ella riendo y dejando que su pelo le acariciara el tórax—. La tenía justo debajo.

Le acercó los labios al tórax y luego recostó en él la mejilla, de modo que oía los rápidos latidos de su corazón.

—Es el entusiasmo —dijo Robinson.

—Dime, Walter... ¿quién eres?

En esta ocasión él no respondió, sino que le tomó la cara entre las manos y la besó despacio. Después la levantó con cuidado y se agachó para cargarla en brazos.

—Al dormitorio —anunció.

—¡Qué romántico! —contestó ella, todavía riendo—. Procura que no me golpee la cabeza.

Esta vez se lo tomaron con calma y dejaron que sus dedos y sus labios se exploraran mutuamente.

—Tenemos tiempo —indicó el inspector—. Todo el tiempo del mundo.

Después se durmió. Pero Espy sentía una extraña inquietud. Estaba exhausta y, a la vez, saciada de la satisfacción que provoca el enamoramiento. Observó un rato cómo dormía Robinson y examinó los ángulos relajados de su rostro, iluminado por un rayo de luna que se colaba por la ventana. Le acercó una mano a la mejilla para ver cómo la luz tenue iluminaba su piel pálida y hacía brillar la piel oscura de él. Tenía la impresión de haber saltado una especie de barrera y, acto seguido, se reprendió por utilizar clichés raciales; si esperaba pasar otra noche junto a Walter Robinson, debería desprenderse de esos pensamientos del mismo modo que se había quitado la ropa: rápidamente.

Se levantó de la cama y fue con sigilo hacia el salón. Era un piso pequeño en un bloque mediocre. Tenía una bonita vista de la bahía y la ciudad. Encontró el escritorio en un rincón, situado de forma que podía ver Miami a través de las ventanas. En una esquina, había un marco con la fotografía de una mujer mayor de raza negra. En la pared, diplomas de la Academia de Policía y la Universidad Internacional de Florida. Otra foto mostraba a un Walter Robinson mucho más joven, manchado de tierra, con un hilo de sangre en una mejilla y vestido con un uniforme de fútbol americano, sujetando un balón; era del instituto Miami High. Se giró y sobre su mesa vio una mezcla desordenada de textos jurídicos, investigaciones e informes del departamento de policía. Vio sus notas sobre el asesinato de Sophie Millstein.

Siguió moviéndose con sigilo, desnuda, a la luz de la luna.

—¿Quién eres, Walter Robinson? —susurró para sí.

Como si pudiera encontrar algún papel, algún documento, que se lo explicara. Fue hacia la cocina y sonrió al examinar el surtido de cervezas frías y fiambres típicos de un soltero que había en los estantes. Volvió al salón y se fijó por primera vez en una acuarela colgada de una pared. Se acercó y vio que el artista había dibujado una extensión de océano iluminado por el sol, pero a lo lejos había formado unos nubarrones que conferían una sensación de amenaza a todo el cuadro. Era difícil distinguir en la penumbra la firma del artista, así que se inclinó hacia la acuarela y leyó dos iniciales: «W. R.» Estaban en una esquina, medio escondidas justo donde los colores cambiaban de claros a oscuros.

Sonrió y se preguntó dónde guardaría el caballete y las pinturas.

Regresó al dormitorio y se deslizó bajo la sábana, a su lado. Respiró hondo para inhalar los olores del intercambio amoroso y cerró los ojos con la leve esperanza de que habría otras noches como la que se iba transformando en mañana a su alrededor.

Robinson dudó antes de tocarla, y después, con un solo dedo, le apartó un mechón de pelo de la frente.

—Espy —susurró mientras le movía con suavidad el hombro—, vamos a llegar tarde. Ya es de día.

—¿Cómo de tarde? —preguntó sin abrir los ojos.

—Son las ocho y media. Tarde.

—¿Tienes prisa, Walter? —Seguía con los ojos cerrados.

—No —respondió él con una sonrisa—. Algunas mañanas puedes tomarte las cosas con calma.

Ella alargó ambos brazos, como imitando a un ciego que tantea el aire, hasta que encontró los suyos y lo atrajo hacia ella.

—¿Tenemos tiempo?

—Seguramente no —contesto él a la vez que retiraba la sábana y se apretujaba contra ella.

Después se ducharon y se vistieron deprisa. Él preparó café y se lo ofreció. Ella dio un sorbito e hizo una mueca.

—Dios mío, Walter. ¡Qué asco! ¿Es instantáneo?

—Pues sí. No se me da demasiado bien la cocina.

—Bueno, tendremos que pararnos a tomar un buen café cubano de camino al Palacio de Justicia.

—¿Quieres que te lleve a tu casa para recoger tu coche?

—No. Llévame al trabajo.

Robinson vaciló y después señaló alrededor con un gesto del brazo. Fue un movimiento indefinido para expresar unas palabras que eran difíciles de pronunciar.

—Bueno —comentó por fin—. ¿Cuándo podemos...? Quiero decir que me gustaría...

—¿Que volviéramos a vernos? —sonrió ella.

—Correcto.

—No sé, Walter. ¿Iremos a alguna parte con esto?

—Yo quiero ir más lejos —respondió Robinson.

—Yo también.

Se sonrieron como si hubieran sellado alguna clase de acuerdo.

—Mañana, pues —dijo Robinson—. Hoy tengo turno hasta tarde.

—Muy bien.

Bromearon y rieron la mayor parte del trayecto hasta la fiscalía. Se pararon a tomar un café y una pasta, lo que les pareció muy divertido. Un cormorán pasó volando bajo por delante del coche cuando circulaban por la carretera elevada, lo que les pareció divertidísimo. El tráfico de media mañana tenía un aire alegre y divertido. Cuando pararon delante del Palacio de Justicia, apenas podían contener las risitas.

Espy bajó del coche y se inclinó hacia la ventanilla.

—¿Me llamarás?

—Por supuesto. Esta tarde. No quiero olvidarme del señor Jefferson. Ya deben de tener los resultados de las otras huellas dactilares. Te llamaré para comentarte el informe de Harry Harrison.

—Unidos por Leroy Jefferson. Si lo supiera...

—Me pregunto qué diría —comentó Robinson tras soltar una carcajada.

Se miraron un instante, sintiendo lo mismo, que estaban en la línea de salida de algo. Y en medio de ese silencio oyeron que alguien la llamaba por su nombre.

—¡Espy!

Ella se giró y Robinson se inclinó hacia el asiento del pasajero para ver quién gritaba. Y en lo alto de la escalinata del enorme Palacio de Justicia vieron la figura larguirucha de Thomas Alter, que los saludó con la mano y bajó los peldaños de dos en dos.

—Hola, Walt, qué suerte encontrarte aquí.

—Hola, Tommy. ¿Has soltado algún asesino hoy?

—Yo también me alegro de verte. Todavía no. Pero nunca se sabe, aún es temprano. —Sonrió de oreja a oreja.

—Dime, Espy, ¿habéis preparado el caso? ¿Vais a apretarle las clavijas a Jefferson?

—Ya sabes la política de la fiscalía sobre las conversaciones, Tommy. Tienen que ser formales, con taquígrafo. Pero extraoficialmente puedo decirte que te va a costar llegar a algún acuerdo, especialmente con Lasser. No le gusta que estrangulen a ancianas, le estropea el día. Así que me da la impresión de que será imposible. Totalmente imposible.

—¿De verdad?

—Ya me has oído.

No pareció que la noticia lo afectara.

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