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Authors: John Katzenbach

La sombra (30 page)

—No había señales de lucha.

—Ya. Eso significa que la Sombra se lo llevó de la calle.

—Habría sido difícil. La mayoría del tiempo este sitio está lleno de gente. Miren el porche. Por lo general, hay decenas de personas contemplando la calle...

—Sería difícil para la mayoría de los criminales. Sí, inspector, tiene razón —dijo el rabino pacientemente—. Pero debe recordar que esto es lo que hizo muchas veces durante todos los años que duró la guerra. Terminaba con tu vida silenciosa y discretamente. Dígame, señor Winter, ¿no ha notado alguna vez que se le escapaba la mano mientras sujetaba una navaja de afeitar y, cuando se ha mirado en el espejo, ha visto un corte? ¿Que tenía sangre en la mejilla? Pero ¿había sentido algún dolor? No, diría que no. Y ésta es la clase de hombre que él es.

Frieda Kroner asintió con la cabeza.

—Tenemos que encontrarlo —gruñó en voz baja y airada—. Tenemos que encontrarlo hoy, mañana, esta semana o la que viene pero tenemos que encontrarlo. Si no, él nos encontrará a nosotros. Tenemos que defendernos.

—Aunque sea de una sombra —añadió el rabino.

Simon Winter asintió. Pensó que ese hombre era algo diferente. Notó que su mente empezaba a trabajar, mecánicamente, analizando los distintos factores.

—¿Qué fue lo que dijo la última vez, señora Kroner? ¿Es uno de ustedes?

—Exacto. Tiene que ser también un superviviente.

—Pues empezaré por ahí. Y ustedes también. Estará ahí fuera, en una sinagoga, o en el Memorial del Holocausto, o en una reunión de una comunidad de propietarios, como el señor Stein. Tiene que haber nombres, listas de nombres. De organizaciones y reuniones. Empezaremos por ahí.

—Sí, sí, de acuerdo —dijo el rabino—. Puedo ponerme en contacto con otros rabinos.

—Estupendo. Eliminen a cualquiera que tenga menos de sesenta...

—Será mayor. ¿Por qué no lo fijamos en sesenta y cinco? ¿O sesenta y ocho?

—Sí, pero todos somos mayores, y sabemos que no todo el mundo lleva los años igual de bien. Hay quien parece más joven y quien parece más viejo. Creo que para cometer dos (quizá tres) asesinatos, la Sombra tendrá la fuerza y el aspecto de un hombre más joven. Tengámoslo presente.

—Como el hombre al que están juzgando en Israel —asintió el rabino—. Hoy volvió a salir en los periódicos.

Simon recordó rápidamente la fotografía de un hombre acusado de haber sido guardia en un campo de la muerte. Había salido en los noticiarios de televisión y los periódicos. Era un hombre corpulento, panzudo, ancho de hombros y con unos brazos como columnas. Se estaba quedando calvo, y tenía un aire violento que resultaba inquietante. Flanqueado por un par de policías, siempre llevaba un mono de recluso, pero no poseía ni la actitud ni el aspecto de un recluso.

—¿Ha visto a este hombre, a este Iván el Terrible? —preguntó el rabino, y Winter asintió—. ¿Verdad que se nota que no lo han quebrantado nunca? ¿Que no lo han aplastado? ¿Que no lo han apaleado ni matado de hambre? No ocurre exactamente lo mismo con nosotros, ¿verdad?

—No lo sigo.

—No es que los supervivientes seamos menos... No sé muy bien cómo decirlo, pero permítame que le sugiera algo, detective: un verdadero superviviente lleva una marca, tan seguro como que yo llevo este tatuaje.

Levantó el brazo y se subió la manga de la camisa.

—¿Ve cómo se ha ido borrando con el tiempo? Pero sigue ahí, ¿no? Pues no somos diferentes por dentro. Tenemos una marca que se va desvaneciendo a medida que pasan los años. Pero sigue ahí, y jamás desaparecerá del todo. Puede verlo en los hombros caídos, o quizás en la mirada. Creo que nos pasa a todos.

—¿Qué quiere decirme?

—Este hombre, Der Schattenmann, dirá una cosa. Pero será falso por dentro. Y si observamos con la atención suficiente, podremos verlo.

—Tiene razón —afirmó Frieda Kroner. Hubo una pausa y después prosiguió con la eficiencia de una secretaria—: Conozco todas las actividades de Irving. El club de bridge y las tertulias... Puedo conseguir las listas.

—Excelente. Y direcciones y descripciones, si puede obtenerlas. Recuerde el detalle. Cualquier pequeña cosa podría decirnos lo que necesitamos saber.

—¿A qué se refiere con eso del detalle? —preguntó la mujer.

—Tiempo atrás fue berlinés. ¿Hablará con acento como usted, señora Kroner? Sólo es una posibilidad. Puede que no lo haga.

—Ya lo entiendo. Tiene sentido. Y mientras tanto, ¿cómo nos protegemos?

—Cambien su rutina. Si han estado yendo al supermercado a las tres de la tarde todos los miércoles los últimos diez años, no lo hagan más. Vayan a las ocho de la mañana. Empiecen a seguir rutas distintas. Si quieren ir a pasear al paseo marítimo entarimado, pueden hacerlo, pero giren y vayan dos manzanas en sentido contrario antes de volver. Si salen, llamen antes a su destino, avisen que van. Si siempre se desplazan en autobús, tomen un taxi. Encuentren a alguien que los acompañe. Muévanse en grupo. Viajen de forma imprevisible. Zigzagueen. Deténganse delante de escaparates y observen la gente que tienen detrás. Dense la vuelta de repente y miren la calle que acaban de recorrer. Estén atentos.

—Muy acertado —comentó el rabino.

—Puede intentar acercarse a ustedes como alguien familiar: un repartidor o un cartero. No se fíen de nadie. Aunque haga diez años que van a la misma tienda y que comen la misma carne en conserva, ahora deben hacer otra cosa. No confíen más en el dependiente, aunque sea el mismo que han visto todos los días desde que llegaron a South Beach. Piensen que nada es seguro. Cualquier cosa podría ocultar a la Sombra.

Frieda Kroner entrecerró los ojos al comprenderlo.

—¿Nos permitirá esto seguir con vida? —quiso saber.

—Tal vez. Pero no hay nada que lo garantice. No lo garantiza una pistola ni un pitbull.

—Ni la policía —replicó la mujer con amargura.

—Tiene razón. La policía resuelve crímenes ya cometidos. Rara vez consigue impedir que se cometan.

—Podríamos irnos —sugirió el rabino—. ¿Tal vez dejar la ciudad?

—¿Para siempre?

—No. Este es mi hogar ahora.

—Entonces, creo que es más acertado defenderlo.

—Sí. Si hace cincuenta o sesenta años hubiéramos pensado de esta forma, a lo mejor... No, no pensemos estas cosas. Pensemos en seguir con vida ahora. Hoy. Esta noche. Mañana.

Winter dudó antes de seguir al ver cómo la expresión del rabino retrocedía un momento en el tiempo, al observar cómo el recuerdo del mal marcaba cada línea y cada arruga alrededor de sus ojos, en su frente y en las comisuras de sus labios.

—Hay algo más —añadió Winter despacio. Vio cómo los ojos del rabino volvían lentamente de décadas atrás y llegaban al presente, donde recobraban su nerviosismo.

—¿Qué más, señor Winter?

—Vamos a suponer que sabe quiénes son ustedes —contestó Winter en voz baja—. Y dónde viven. Y que ahora mismo está seguro de sí mismo porque no cree que nadie lo ande buscando. Y que en este momento puede estar planeando su siguiente ataque.

Frieda Kroner soltó un gritito ahogado. El rabino dio un paso atrás.

—¿Usted cree, señor Winter? —preguntó con una nota de pánico en la voz.

—No lo sé, pero creo que hay que ponerse en lo peor.

—Pero ¿cómo podría saberlo? —quiso saber Frieda.

—Quizás el señor Silver se lo dijera.

—No. Seguro que no. Por muy grande que fuera el dolor. No.

—De acuerdo —asintió Winter—. Pero hay otra cosa que acabo de recordar.

—¿Qué?

La idea lo hacía sentir indefenso, impotente y estúpido. Si Irving Silver estuviera ahora con ellos, se habría acordado de este detalle unos días antes. De repente, se vio de pie junto al joven inspector negro en medio de la tensión y las voces que había en la escena del crimen mientras los de la policía científica trabajaban en el apartamento de Sophie Millstein. Recordó su propio dedo al señalar el teléfono y las palabras que había dicho al inspector.

—La noche que mataron a la señora Millstein, observé que en su casa faltaba su agenda —explicó.

—¿Qué?

—Su libreta de teléfonos y direcciones. No estaba en su sitio habitual. Había desaparecido.

—Y cree que Der Scbattenmann...

—Si la vio, podría habérsela llevado. Y ustedes dos estaban en ella, porque vi que la señora la abría para buscar sus números de teléfono.

—Pero no sabemos si... —empezó el rabino, y se detuvo en seco. Se balanceaba adelante y atrás con una ligera sonrisa en los labios—. Esto es como una partida de ajedrez, ¿no es así, detective?

—En cierto sentido, sí.

—Él ha hecho movimientos. Ha controlado el tablero. Es como si nosotros no hubiéramos sido capaces de ver cómo sus piezas se movían de una casilla a otra. Pero ahora tal vez nos toque mover a nosotros. Somos tres y nos quedan algunos trucos, ¿no cree?

—Sí —respondió Winter.

—No tengo miedo —dijo el rabino a la mujer—. Da igual lo que suceda, no puedo tener miedo. No creo que Irving lo tuviera tampoco, cuando fue a por él. Y no creo que tú vayas a tenerlo. ¿Acaso no hemos visto ya lo peor que puede engendrar el mundo? ¿Hay algo más aterrador que Auschwitz?

Curiosamente, Frieda también sonrió entonces.

—Sobrevivimos a aquello...

—Podemos afrontar esto.

Simon vio cómo Rubinstein alargaba la mano para sujetar la mano de su amiga y darle un pequeño apretón de aliento. Pensó que debería decir algo, pero no se le ocurrió nada. Pasado un momento, Frieda se volvió hacia él. No habló, pero por su expresión supo que los tres estaban preparándose para el movimiento siguiente, fuera cual fuese.

Esther Weiss se reclinó en la silla de su pequeña oficina en el Centro del Holocausto. No parecía sorprendida de verlo.

—¿Tiene más preguntas, señor Winter?

—Sí —respondió.

—Era de esperar. Cuando se destapa la caja de Pandora, salen muchas preguntas. ¿Qué quiere saber?

—¿Tienen algún registro o lista de los supervivientes del Holocausto, ya sabe, una especie de directorio?

La joven arqueó las cejas un momento y luego sacudió la cabeza.

—¿Una lista de supervivientes? —repitió.

—Exacto.

—¿Como la lista de miembros de un club o una agrupación?

—Sí, aunque me doy cuenta de que suena extraño.

—Sería abominable, señor Winter.

—Perdone, no entiendo por...

—Señor Winter —lo interrumpió ella—, esta gente fue víctima del Holocausto precisamente porque figuraba en listas. Registros, guías, directorios. Existe toda clase de palabras inocentes que adquieren significados horrendos cuando los relacionas con las redadas y los transportes a los campos. No, señor Winter. Se acabaron las listas, gracias a Dios.

—Pero aquí, en el Centro del Holocausto, y en los demás organismos dedicados a conservar la memoria histórica...

—Conservamos los nombres de las personas que han hablado y hablan con nosotros, pero confidencialmente. La privacidad es una cuestión importante para esta gente, señor Winter. Es difícil entender que estas personas pueden ser únicas y especiales al mismo tiempo que terriblemente corrientes. Muchas han llevado una vida sencilla, nada excepcional, salvo por esos años en los campos. Por consiguiente, estos recuerdos, aunque los comparten, tienen para ellos un carácter íntimo que nosotros protegemos. Los centros de Washington y Los Ángeles actúan del mismo modo. La Universidad de Yale guarda bajo llave su colección de recuerdos grabados en vídeo. Tienen más de dos mil.

—¿Cuántos supervivientes del Holocausto están aquí, en South Beach?

—¿En South Beach? No sabría decirle. Hace unos años, se calculó que en el sur de Florida vivían quince mil supervivientes. Desde Boca Ratón y Fort Lauderdale hasta South Beach. Pero se están haciendo mayores. Cada mes la cantidad se reduce. Por eso sus recuerdos son tan cruciales. —Lo observó con cierta aprensión—. No tenemos ninguna lista, señor Winter. Estas personas acuden a nosotros.

Winter reflexionó un momento y probó otra táctica.

—Supongamos que retrocedo en el tiempo. Que voy a Inmigración y Nacionalización. ¿Sabe si encontraría algún registro de los años cuarenta o principios de los cincuenta...? —Su pregunta quedó sin acabar al ver que Esther Weiss sacudía la cabeza.

—Lo dudo. Por supuesto que tienen registros de las personas que entraron en Estados Unidos y sobre cómo se gestionó su llegada. Pero ¿una compilación general? ¿De los supervivientes del Holocausto? No. Además, había rutas distintas, una vez que habían llegado aquí. Desde Lower East Side hasta Skokie, Illinois, o Detroit, o Los Ángeles, y finalmente hasta Miami Beach. No eran viajes oficiales, señor Winter. Sólo están registrados en los recuerdos de las personas que recorrieron el trayecto.

—Pero seguro que debe...

—¿Seguro que qué? En Israel han intentado documentar los nombres de las personas fallecidas en el Holocausto. Han llegado a tres millones, algo menos de la mitad. No, señor Winter, no existen listas. Sólo caos y recuerdos de pesadilla. —Se detuvo para examinar la consternación que reflejaba el rostro de Simon—. Tiene una pregunta, pero no la hace. Sabe algo, pero no lo dice. Quiere que lo ayude, pero no me cuenta por qué.

Simon se movió nervioso en su asiento. Estaba consternado, sí. Se reprochaba haber pensado que el Holocausto sería una especie de gran departamento de tráfico, con nombres, direcciones, números de teléfono y fotografías actuales. Miró a Esther Weiss, que lo contemplaba expectante. No tenía por costumbre proporcionar información. Permaneció callado un instante, hasta que la joven revolvió unos documentos en la mesa.

—La otra vez que vine... —empezó a explicar despacio.

—Después de la muerte de Sophie Millstein —precisó la joven, y él asintió.

—...Recordará que estaba interesado por un hombre que Sophie conocía sólo como Der Scbattenmann.

—Por supuesto. El delator. Estaba hablando de eso con los demás berlineses. Lo recuerdo.

—Me temo que este hombre, la Sombra, vive aquí, en Miami Beach.

La mujer abrió la boca como para decir algo, pero se detuvo. Inspiró hondo antes de preguntar:

—¿Aquí? —La pregunta pareció tan lánguida como su aspecto.

—Eso creo.

—Pero eso sería... —vaciló y, tras sacudir la cabeza, terminó la frase—: increíble. Horrible. Me parece imposible que...

—Creo que ha asesinado, señorita Weiss. Creo que acecha a supervivientes. Creo que acechó a Sophie. Y a otro hombre, un tal Herman Stein...

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