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Authors: John Katzenbach

La sombra (34 page)

Desde el final del pasillo le llegó el llanto de una mujer joven. Agradeció la distracción. Era el sonido largo y regular de alguien que se sumía lentamente en el pesar, no con urgencia sino con desesperación. Conocía el caso: una mujer de veintiún años había dejado solos en casa a sus tres hijos pequeños, el mayor de cinco años, mientras iba a la tienda de la esquina a comprar pañales y provisiones. Era nicaragüense, y sólo llevaba unos meses en el país (es decir, el tiempo suficiente para que su marido se largara pero no lo bastante para encontrar amigas que pudieran ayudarla en el cuidado de sus hijos), y la ratonera en la que vivía era un sitio que no aparecería nunca en ninguna de las fotografías idílicas del Miami Beach paradisíaco, lleno de bikinis y bronceados, que mostraba la Cámara de Comercio. En el piso de la mujer, las ventanas no tenían mosquiteras y, como el aire acondicionado no funcionaba, estaban abiertas de par en par. Mientras estuvo fuera, la niña de tres años había salido de la cuna donde la había dejado y había logrado subirse al alféizar para captar un poco de aire fresco, o puede que sintiera curiosidad por el ruido de la calle, porque los niños son así. Una vez encaramada, había perdido el equilibrio y se había precipitado a la calle desde el tercer piso para aterrizar en la acera justo cuando su madre se acercaba al edificio, de modo que ésta había visto la imagen terrible de su hija cayendo en picado antes de estrellarse con un crujido tremendo casi a sus pies. Había gritado entonces, pero desde que había llegado al departamento de Homicidios había guardado un silencio que sólo interrumpía de vez en cuando con un «Santa María, madre de Dios» mientras sujetaba con fuerza las cuentas del rosario.

Walter Robinson soltó un lento y largo suspiro. Pensó que la mujer no lo entendía. Apenas entendía esta muerte, y tampoco entendía el país, y era probable que no entendiera gran cosa de nada porque era pobre e inculta y estaba sola, y seguro que no entendía por qué la policía se había llevado a sus otros dos hijos y se estaba preparando para acusarla de negligencia con resultado de muerte. Después de todo, había ido a la tienda a comprar leche para sus hijos con los pocos dólares que le quedaban porque los amaba.

Se separó de la pared y dejó que el llanto de la joven inmigrante pasara a formar parte del murmullo de fondo habitual en las comisarías, incluso en las modernas, con focos empotrados y suelo de moqueta. Era triste, pero la tristeza era la norma, y sabía que nadie que llevara uniforme o placa permitía jamás que estas tristezas se acumularan en su interior, aunque era probable que cada una de ellas dejara un arañazo en el alma. Empezó a recorrer el pasillo con brío y se apartó cuando se abrió la puerta de otra sala de interrogatorios y salieron dos inspectores forcejeando con un adolescente esposado.

—Venga, muchacho —dijo uno, pero el muchacho, con la cara cubierta de acné, largos rizos enmarañados y un tatuaje que ensalzaba las virtudes de un grupo de heavy metal en el brazo, en lugar de obedecer, chocó con él. Los tres hombres se enredaron de golpe, se tambalearon tras perder el equilibrio y cayeron al suelo.

Mientras Robinson se acercaba rápidamente hacia ellos, los tres forcejearon un instante. El adolescente agitaba las piernas en el aire en su intento de dar patadas a los policías. Éstos, a su vez, rodaron de modo experto por el suelo para situarse sobre el sospechoso, y lo dominaron inmediatamente. Robinson se detuvo a poca distancia de los hombres. De modo curioso, le recordó una pelea entre hermanos en la que los mayores se sentaban sobre el menor hasta que éste dejaba de patalear.

—¿Necesitáis ayuda? —preguntó casi con brusquedad.

—Oh, no, gracias, Walt —respondió uno de los inspectores mientras se agachaba con calma, sujetaba al adolescente por el pelo y le golpeaba la cara contra el suelo.

—¡Cabrón de mierda! —gritó el chico.

El policía lo golpeó otra vez.

—¡Hijoputa!

El segundo inspector los rodeó, apoyó una rodilla en la espalda del adolescente y le retorció los brazos con fuerza.

—Por lo menos, tengo este derecho —soltó entre dientes, más irritado que enojado.

—¿Seguro que no necesitáis ayuda? —preguntó otra vez Robinson.

—No con este gamberro de pacotilla.

—¡Vete a la mierda! —chilló el chico, pero sus ansias de seguir forcejeando iban disminuyendo rápidamente a medida que le golpeaban la cara contra el suelo—. ¡Idos a la mierda los dos! —logró soltar entre dos golpes.

—¿De qué va? —quiso saber Robinson.

—Lo timaron en una venta de droga. Cincuenta dólares de crack. Se fue a su casa y cogió la nueve milímetros de su padre y volvió a por el timador. Le disparó en medio de la calle, en la cabeza, delante del instituto de Miami Beach, justo a la hora de la salida. Una actividad extraescolar poco corriente, ¿eh? Fue todo un espectáculo. Una especie de Corrupción en Miami, pero sin las ropas llamativas, los peinados de moda ni los coches rápidos o las lanchas motoras. Pero con sangre de verdad por todas partes. ¡Por cincuenta dólares de mierda, pedazo de idiota! —El inspector golpeó la cabeza del chico al compás de la frase final, dejándose llevar por la rabia.

—Y tú no te pareces a Don Johnson —comentó Robinson.

El inspector, un hombre joven, sonrió y se encogió de hombros.

—Bueno, hago lo que puedo.

El adolescente se quedó sin fuerzas. Los dos inspectores lo pusieron de pie.

—Vete a la mierda, poli —gruñó de nuevo. Inclinó la cabeza hacia atrás al notar que un reguero de sangre le bajaba por los labios y el mentón—. ¡Me habéis roto la nariz, joder! —gimió—. ¡Cabrones!

—No hemos sido nosotros —replicó el inspector más joven con calma—. Ha sido el suelo.

—¡A la mierda! —repitió el chico cuando el otro inspector se rio del ingenio de su compañero.

—¿No se te ocurre nada más original, imbécil? Caramba, ¿no sabes que hay tanta gente que nos manda a la mierda casi cada minuto, o por lo menos, cada hora, todas las horas de todos los días, que ya no significa nada para nosotros? Ya no nos afecta, como insulto, ¿entiendes, capullo? Así que, ¿por qué no dices algo más inteligente? Demuestra lo listo que eres. Sé original, coño. Di algo que realmente nos cabree. Danos esta satisfacción por lo menos.

—Idos a la mierda —contestó el sorprendido adolescente.

El inspector se volvió hacia Robinson.

—Da que pensar sobre los jóvenes de hoy en día, ¿verdad, Walt? —sonrió burlón—. Demasiada televisión cuece el cerebro. Demasiada música alta embota los sentidos. ¿Verdad, imbécil?

—Vete a la mierda —insistió el chico.

—¿Ves a lo que me refiero? —Tiró de los brazos del adolescente y se los retorció otra vez.

—¡Aaaay! —chilló el chico—. Idos a la mierda. De todos modos, soy menor, idiotas.

—¿Por homicidio en primer grado? Ni hablar, imbécil —replicó el inspector. Y lo empujó pasillo adelante, hacia el ascensor que los llevaría a los calabozos, donde dejarían al adolescente unas horas mientras se llevaba a cabo el inevitable papeleo.

El segundo inspector se detuvo junto a Robinson y se sacudió los restos de la refriega del traje.

—Es probable que tenga razón, joder. El muchacho al que disparó está en coma, pero es probable que se salve, aunque a partir de ahora su vida no será demasiado buena. Tendremos que reducir los cargos a intento de homicidio y agresión con arma mortal. Qué mundo, ¿eh, Walt? Disparas a alguien por unos miserables cincuenta dólares de crack y terminas ante un juez que te dice: «Qué travieso eres. No vuelvas a hacerlo, pillín.» En fin, lo intentaremos. Trataremos de convencerlos de que lo traten como a un adulto. Lo que pasa es que apenas tiene dieciséis años. Joder, si parece que tuviera veintiséis. —Y sin esperar respuesta se marchó tras su compañero y el chico.

Walter Robinson los observó desaparecer de su vista y pensó que entendía todo eso. En su mundo, un niño que se quedaba solo en casa y se caía de una ventana, o un adolescente que intentaba asesinar a alguien y esperaba quedar impune, eran hechos cotidianos. Estos delitos no tenían nada de espeluznante, exclusivo ni excepcional. Ocurrían y punto. Al día siguiente habría otros delitos similares. Fijó los ojos en la puerta de la sala de interrogatorios donde los dos viejos supervivientes y un ex policía esperaban a que volviera con unos cafés para seguir contándole una historia de tanto odio y maldad que le estaba costando asimilarla. Nada de lo que le habían dicho le resultaba familiar. Lo único que sabía era que se trataba de una manera de matar espeluznante, y se preguntó si no habría una Sombra al acecho en el pasado de cada persona.

«¿Cómo se encuentra a un criminal que no es como ningún otro criminal?», se preguntó de repente.

Y pensó que era una buena pregunta. Lo que no sabía era que Simon Winter se había hecho exactamente la misma pregunta unos días antes.

«¿Cómo encontrarás a este hombre? Encuentra su error; ha de haber cometido uno en algún momento. ¿Cómo encontrarás su error? Entiende a la Sombra, conócelo, y verás cuándo cometió un error. ¿Conocerlo? ¿Qué clase de hombre odia como él?»

Esta pregunta lo hizo resoplar con fuerza. No sabía la respuesta, pero sospechaba que aquellos ancianos que lo esperaban en la sala de interrogatorios podrían explicárselo.

Sacudió la cabeza y se dijo que estaba pensando demasiado. Procuró evitar que lo afectara. Se dirigió deprisa a su mesa. Había una llamada que ardía en deseos de hacer.

Espy Martínez descolgó antes de que terminara el primer timbre.

—¿Sí?

—Espy...

—Dios mío, Walter, te he llamado un montón de veces.

—Lo sé. Perdona. Estaba en una escena del crimen, y ahora estoy con unas personas en una sala de interrogatorios.

Se detuvo, y ambos estuvieron callados un momento.

—Quería hablar contigo —dijo Robinson—. Sólo hablar.

—Eso estaría bien —sonrió Martínez, aliviada—. Hablar sólo de ti y de mí. De nosotros. O tal vez del tiempo...

—Hace mucho calor...

—¿Qué tal de deportes? ¿Ganarán los Dolphins el campeonato?

—Buena idea, pero deporte equivocado —respondió Robinson con una sonrisa de oreja a oreja.

—De acuerdo, ¿qué tal del futuro?

—¿Del nuestro? ¿O del de Leroy Jefferson?

—Buena pregunta. El maldito Leroy Jefferson.

—Empiezas a hablar como un policía —sonrió Robinson—. Quizá deberíamos llamarlo J. Leroy Jefferson. O J. L. Jefferson, para que suene más auténtico.

—Supongo que es inevitable —dijo Espy a la vez que sacudía la cabeza—. El trabajo es lo primero. Fui a ver a Alter y su encantador cliente. Qué hombre tan agradable el señor Jefferson. Extrovertido y simpático. Hace que veas con optimismo el mundo en que vivimos.

—¿Tan mal te fue?

—¿Sabes qué es Leroy Jefferson? Un testigo.

—¿Vio el asesinato? ¿Estaba allí?

—Sí. Y como el buen ciudadano que aspira a ser, acto seguido robó a la pobre Sophie Millstein. Su cadáver ni siquiera se había enfriado aún.

—Dios mío, qué...

—El problema es que el asesino era...

—Un hombre blanco de cierta edad —soltó Robinson.

—¿Cómo has...?

—Creo que será mejor que vengas y oigas a las personas que tengo en una sala de interrogatorios —dijo Robinson despacio.

—¿Pero cómo has...? No estoy segura de entenderlo, pero voy para ahí.

—Había un viejo en el apartamento la noche del crimen, el vecino de Sophie Millstein, un ex policía. Me dijo que estaba asustada, que tenía miedo de alguien a quien había conocido cincuenta años atrás. Cincuenta años y en otro mundo. Y yo, en lugar de prestarle atención, no le hice ni puñetero caso. Así que cuando recibimos la prueba del polígrafo, y volví aquí y repasé las notas y vi su nombre... Bueno, es una posibilidad muy remota, pero a lo mejor tenía motivos para estar asustada. ¡Maldita sea!

—¿Qué?

—No es la primera regla de un inspector de Homicidios, pero debería serlo, joder.

—¿A qué te refieres?

—A escuchar a todo el mundo, y no descartar nada sólo porque no parece encajar de entrada, porque puede que luego lo haga.

—¿Crees que será una buena pista? ¿Algo bueno? Me encantaría mandar a freír espárragos a Alter y su cliente.

—No te hagas ilusiones, Espy. Tenemos a unos ancianos asustados y quizás a un asesino como no he visto nunca. Como nadie ha visto nunca. —Se detuvo, vacilante, mientras le daba vueltas a la idea—. Pero si el jodido Leroy Jefferson lo vio —añadió—, entonces tenemos algo que podemos usar.

Espy Martínez se levantó con rapidez.

—Muy bien —dijo—. Salgo para ahí.

—Estupendo. Date prisa. Los abuelos podrían empezar a estar agotados.

—Y después...

Robinson sonrió y su voz se animó un poco.

—Bueno, después podemos ir a comentar el caso, o lo que quieras. Me parece recordar que la última vez que comentamos el caso, la cosa fue, bueno, muy agradable. Pero si quieres hablar del tiempo, qué diablos, veremos adónde nos lleva eso.

Ella se sonrojó y sonrió de oreja a oreja. Colgó, metió unos documentos en el maletín y salió a toda prisa de su oficina. Era tarde y sólo quedaban unos cuantos fiscales y algunas secretarias. Bajó deprisa las escaleras mecánicas paradas del Palacio de Justicia, pasó por delante de salas vacías y oscuras, y saludó al guardia de la puerta principal, que apenas alzó la vista de su ejemplar de Penthouse, tan concentrado en los pechos y los genitales expuestos en las páginas satinadas de la revista como un estudiante empollando para un examen. Fuera, la noche era calurosa y las luces de la ciudad brillaban.

Su entusiasmo pudo más que su miedo habitual; corrió hacia su coche con la sensación de que avanzaba, si no hacia alguna solución, por lo menos hacia el origen de algunas respuestas a muchas preguntas.

Simon Winter observó en silencio cómo el rabino y Frieda Kroner repetían pacientemente su historia a la joven de la fiscalía. Captó una o dos miradas entre Espy Martínez y Walter Robinson, y sospechó que había algo más que una amistad profesional entre ambos, pero no le preocupó, sólo tomó nota mental de que Espy Martínez parecía tan bonita como la hija de su casero, y esto le dio algo de envidia. En cuanto a él, intervino lo menos posible.

Cuando salió a colación la muerte de Herman Stein, los dos supervivientes se giraron hacia él, esperando que dijera algo, así que lo hizo:

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