Authors: John Katzenbach
Uno de los inspectores también lo vio.
—¿Qué le resulta tan interesante, Doc? —exclamó.
El forense era un hombre menudo y con aspecto de ratón de biblioteca, de facciones delicadas y con una calva que relucía de sudor. A veces se ponía a silbar mientras trabajaba en un cadáver, un detalle que hacía sonreír a los inspectores de Homicidios.
—Esta cinta que tiene en la boca —contestó—. Es muy extraña.
—¿Qué tiene de extraño? —preguntó el inspector. Los otros dejaron lo que estaban haciendo y se giraron hacia él.
—Por un lado, no entiendo por qué hay tanta sangre seca aquí y allá. Si el asesino le puso la cinta en la boca para hacerle callar y después le cortó la garganta para que se ahogase, en fin, toda la sangre estaría donde está la mayor parte. En la boca no habría nada. Por la gravedad, ya saben. Los líquidos corren hacia abajo.
—O sea, ¿qué quiere decir?
—Pues que esta sangre la ha causado otra cosa.
—A lo mejor le dio un puñetazo en la boca antes de ponerle la cinta.
—Puede ser. Pero no hay signos externos de golpes. Tan sólo del cuchillo. —El forense silbó un momento una melodía reconocible de un musical de Broadway. A continuación cogió el borde de la cinta—. No soporto esperar —dijo como para sí—. Nunca lo he soportado, ni siquiera de pequeño. Cumpleaños, navidades, siempre quería ver lo que contenían aquellos paquetes. —Y despegó la cinta de los labios del muerto. El plástico hizo un ruido de succión.
Todos se acercaron. Por un momento el campo visual de Robinson quedó obstaculizado por el forense.
—¡Vaya! —Éste dio un paso atrás—. En fin, supongo que al asesino no le agradaba nada la conversación de la víctima.
El médico se giró hacia Robinson, el cual vio que sostenía en la mano la lengua de Leroy Jefferson. Se la habían cortado de raíz.
Una vez instalada a bordo del vuelo de Londres a Berlín, Espy Martínez sintió la inevitable tensión de sensaciones contrarias: agotamiento por lo errático de sus horas de sueño y el viaje en avión, y energía por la idea de que estaba haciendo algo que podía ser importante. Su imaginación estaba repleta de éxitos: titulares de prensa y palmadas de felicitación por parte de sus compañeros. Se vio a sí misma y a Walter Robinson unidos por la buena suerte y el éxito profesional, y pensó que aquel sonoro triunfo le permitiría presentárselo a sus anticuados padres, cuyos prejuicios raciales tendrían que doblegarse ante un triunfador aunque fuese negro.
Para ella, la Sombra también representaba un instrumento para su prosperidad personal. Sus deseos de prosperar en el amor y en su profesión eran lo único en que podía concentrarse mientras oía el zumbido de los motores del reactor a través del oscuro cielo de Europa. El hecho de encontrarse a miles de kilómetros de su hogar y del epicentro del caso le resultaba totalmente indiferente. No veía nada singular en haber cruzado medio mundo, tan sólo que había alguien a quien debía entrevistar y que tal vez le facilitara un nombre, y que aquello podía ser lo único que necesitaban ella y Walter Robinson.
A medida que el jet lag empezaba a hacer mella, preparó la lista de preguntas que iba a formular al anciano alemán. No entendía que de alguna manera estaba adentrándose en la historia de las mayores pesadillas vividas por la humanidad. Simon Winter sí lo habría entendido, al igual que el rabino y Frieda Kroner. Walter se había hecho una idea aproximada, pero cuando el avión inició la aproximación al aeropuerto de Berlín él se encontraba en una sala de autopsias de la Oficina del Forense del condado de Dade, observando cómo el médico documentaba cada uno de los numerosos cortes que presentaba el cadáver de Leroy Jefferson, pensando que ya no podía subestimar lo más mínimo al hombre que perseguía.
Cambió un poco de dinero en la terminal y tomó un taxi hasta el hotel Hilton. Pidió al recepcionista que la despertaran a las ocho de la mañana, una hora antes de la cita que había concertado con el enlace policial en Bonn.
Por un momento, antes de meterse en la cama, se asomó a la ventana de la habitación y vio una ciudad moderna extendida bajo un cielo nocturno. Y no se sintió tan lejos de casa.
Timothy Schultz, el enlace policial, la estaba aguardando en el vestíbulo del hotel. Era un hombre corpulento, de cincuenta y tantos, con el pelo cortado al estilo militar y un agradable acento sureño. Nada más verla salir del ascensor, se levantó de un abultado sillón y fue hacia ella con la mano tendida.
—Vaya, señorita Martínez —le dijo—, no sabe qué gusto da conocer a alguien del gran estado de Florida, aunque sea de la peor zona del mismo.
—Me alegro de conocerlo, señor Schultz. Quiero agradecerle otra vez toda su ayuda.
—No ha sido nada. De todas formas, paso la mayor parte del tiempo atendiendo consultas del FBI sobre terroristas, ladrones internacionales de joyas y toda clase de escoria. La consulta que me ha hecho usted ha sido mucho más interesante que lo que suele llegar a través del télex. No me la habría perdido por nada del mundo.
—La hija me dijo que ella iba a hacer de intérprete...
—Bueno, en ese caso me limitaré a ayudarla.
Espy Martínez asintió y fue a decir algo, pero el hombre se le adelantó.
—Ya. Sé lo que está pensando. Piensa que cómo habrá hecho este agradable muchacho de Pensacola para acabar aterrizando aquí, cuando, por la impresión que da, lo más probable es que no sepa ni una palabra de alemán, ¿no es así, señorita Martínez?
—Bueno, yo...
—No es demasiado complicado. Mis abuelos eran inmigrantes alemanes y yo me crié con ellos porque mi padre nos abandonó cuando yo todavía era pequeño. Conservaron el idioma, así que lo aprendí muy temprano. Ahí tiene la explicación.
Empezaron a cruzar el vestíbulo.
—¿Desea que le haga una visita turística, señorita Martínez? ¿O tiene prisa por hablar con ese anciano antes de que su hija le haga cambiar de idea?
—Señor Schultz, no he venido aquí para hacer turismo.
Él asintió y se encogió de hombros.
—Entiendo —dijo.
Atravesaron la ciudad en coche, y a pesar de los discretos intentos de Espy por concentrarse en la entrevista que la aguardaba, Schultz le fue haciendo de guía todo el camino, señalando los puntos de interés de la ciudad. Pasaron por el lugar donde había estado ubicado el Muro, parques, edificios y un río. Luego pasaron por la Iranische Strasse, donde estaba la sede del Departamento de Investigación Judío, pero dicho edificio había sido sustituido por un moderno complejo de oficinas. Schultz le explicó que Berlín, como muchas ciudades europeas, tenía más vidas que un gato; siglos de construcción la habían vuelto vieja y venerable, hasta que la guerra y las bombas la convirtieron en un montón de escombros. Los cincuenta años transcurridos desde la guerra habían sido de reconstrucción, pero con el obstáculo que supuso el tiempo en que la ciudad estuvo dividida entre el Este y el Oeste. El resultado era una extraña mezcolanza de arquitecturas y diferencias de edad. Rió y le sugirió que se imaginara Miami dentro de cincuenta años.
El antiguo nazi vivía en una zona de viviendas adosadas lejos del centro de la ciudad. Tenía un claro estilo de urbanización de las afueras, ligeramente extranjero, como si fuera una mala copia del concepto norteamericano. Había una insistente uniformidad en las casas: estuco blanco, tejados de pizarra oscura, jardines y setos cuidados, calles limpias. Todo transmitía un orden que la hizo sentirse incómoda.
Schultz se dio cuenta de ello y comentó:
—Debe recordar, señorita Martínez, que a los alemanes les gustan las cosas alineadas y en posición de firmes. Todo está donde debe estar. —Detuvo el coche frente a una de las casas—. Vamos allá —dijo—. Esto va a ser muy interesante.
Estaban a escasos metros de la puerta cuando ésta se abrió unos centímetros, y Espy vio asomarse a una mujer guapísima con actitud titubeante.
—¿Señorita Wilmschmidt?
La mujer asintió con la cabeza. Hubo un momento de embarazo porque ella no abrió la puerta, como si todavía dudara de lo que estaba permitiendo que sucediera, pero a continuación la abrió del todo y les indicó que entraran.
Era alta, de unos cuarenta años, pero de talle fino, como una modelo, con una melena ondulada y pelirroja ligeramente salpicada de vetas grises que le aportaban más elegancia aún. Usaba unas gafas que colgaban de un cordón sobre una cara blusa de seda blanca. Llevaba falda marrón oscuro con medias oscuras y chaqueta negra. Tenía el aire de una bibliotecaria solterona, una actitud fría, seca y adusta. Cuando Espy y Schultz pasaron al interior de la pequeña casa, dijo:
—Ojalá no estuviera usted aquí, señorita Martínez. Ojalá no estuviera ocurriendo esto.
—Siento molestar, y agradezco de veras cualquier ayuda que su padre...
—Mi padre está enfermo. No sé cómo se dice en inglés. No puede respirar por culpa del tabaco. No sé cómo lo llaman ustedes.
—¿Enfisema?
—Es posible. No debe alterarse. Espero que lo comprenda.
—Por supuesto. Procuraremos ser breves.
—Muy bien. Tengo que volver a mi trabajo, al banco, después de comer.
—Intentaré no extenderme mucho.
La hija asintió, aunque estaba claro que no se lo creía. En aquel instante se oyó un torrente de palabras en alemán proveniente de la parte de atrás de la casa:
—Maria! Bring sie Herein!
La mujer dudó.
—Ya está alterado —dijo.
—Bring sie Herein!
Maria Wilmschmidt agitó la mano con desgana en dirección a la voz. Espy oyó un violento acceso de tos mientras recorrían el estrecho pasillo de aquella pequeña vivienda de dos dormitorios.
El antiguo nazi estaba tumbado, en bata oscura y pijama, sobre una cama individual de bastidor de madera, situada en un cuarto nada espacioso. Una única ventana, enmarcada por gruesas cortinas blancas, permitía que entrara la grisácea luz del día. En las paredes no había cuadros y los únicos muebles eran la cama, un gastado escritorio marrón y una mesilla de noche llena de medicamentos y una jarra de agua. Junto a la cama había una alta botella de oxígeno con una mascarilla verde claro. En un rincón había un televisor encendido pero sin volumen. El anciano estaba viendo reposiciones de programas norteamericanos. En otro rincón, como si alguien los hubiera dejado tirados allí, había un montón de libros y revistas.
—Señor Wilmschmidt, soy Espy Martínez...
Reparó en el tinte azulado de la nariz del anciano y en el enrojecimiento de sus mejillas, debido a unos vasos sanguíneos privados de aire. Él emitió un áspero jadeo al indicarle con la mano que se adelantara. Martínez vio que tenía manos grandes y dedos largos y aristocráticos, aunque con manchas de nicotina en las uñas. En otro tiempo aquel hombre había sido grande y corpulento, pero la enfermedad que le había robado el aire se había cebado también con su cuerpo, a tal punto que la piel le colgaba flácida, lo cual a ella le dio la impresión de que estaba siendo devorado desde dentro por su propia dolencia.
—Maria, bring Stühle für die Gaste! [¡Trae sillas para los invitados!] —Tosió.
Mientras la hija lo hacía, Espy pensó que aquel hombre era de los que nunca pedían: sólo ordenaba. En un momento la hija volvió con tres sillas plegables que dispuso alrededor de la cama.
Martínez tomó asiento y, tras hacer un gesto con la cabeza a la hija para que tradujera, empezó:
—Señor Wilmschmidt, estoy investigando varios asesinatos cometidos por un hombre conocido antiguamente en Berlín como la Sombra. No conocemos su identidad actual, así que estamos buscando a alguien que pueda haberlo conocido y decirnos algo de él.
La hija tradujo solícita.
El anciano asintió con la cabeza.
—De modo que aún sigue matando —repuso.
—Sí —dijo la fiscal tras oír la traducción.
—No me sorprende. Er hat sein Handwerk gut gelernt [Había aprendido bien su oficio].
—¿Quién lo entrenó?
El anciano vaciló un instante y luego sonrió.
—Yo.
Se produjo una pausa de sorpresa, tras la cual la hija dio un respingo y habló rápidamente en alemán con su padre:
—¡No deberías hablar de esto! ¡No va a traer nada bueno! ¡Tú te limitabas a cumplir órdenes! ¡Hiciste lo mismo que hacían los demás, no eras distinto! ¿Por qué quieres ayudar a esta gente? ¡No va a traer nada bueno!
Espy dirigió una mirada a Schultz, pero éste estaba escuchando atentamente la respuesta del anciano.
—Sólo porque cumpliera órdenes, ¿crees que no significa nada?
La hija sacudió la cabeza con desesperación.
El viejo se volvió hacia Espy:
—Mi hija se avergüenza del pasado y eso la convierte en una persona atemorizada. La preocupa lo que puedan pensar los vecinos, sus compañeros del banco y el resto del mundo. Pero yo no tengo tanto tiempo y no me preocupo en absoluto. ¡Hicimos lo que hicimos! ¡El mundo tembló y se alzó contra nosotros! De modo que fuimos derrotados, pero las ideas no han muerto. Con independencia de que fueran acertadas o no, siguen aún vivas. Ustedes los americanos deberían entenderlo mejor que nadie. ¿Usted lo entiende, señorita Martínez?
—Naturalmente —replicó ella tras oír la traducción.
—¡Usted no entiende nada! —El anciano lanzó un bufido, el cual se transformó en un prolongado acceso de tos—. No puede entenderlo —añadió con un leve gruñido y una sonrisa torcida—. ¡Yo era policía! Yo no hacía las leyes, sólo las hacía cumplir. Cuando las leyes cambiaban, yo hacía cumplir las leyes nuevas. Si las leyes cambiaban al día siguiente, yo también cambiaba al día siguiente.
Espy no respondió, aparte de pensar que el viejo ya se había contradicho a sí mismo.
El anciano volvió a toser y buscó la mascarilla de oxígeno. Se oyó un siseo cuando abrió la botella y aspiró varias bocanadas largas.
Observó a Espy por encima de la mascarilla.
—Así que la Sombra está vivo y continúa trayendo la muerte. Ya lo sabía. Lo sabía sin que usted me lo dijera. Llevo años sabiéndolo. Yo fui el último del grupo que lo vio, pero en aquel momento supe que no iba a morir. ¿Será usted quien lo mate, señorita Martínez?
—No. Yo sólo quiero detenerlo y llevarlo ante un tribunal...
El viejo negó violentamente con la cabeza.
—Para la Sombra no hay leyes, señorita Martínez. Para usted y para mí, sí. Pero para él, no. Contésteme otra vez, señorita Martínez: ¿será usted quien lo mate?