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Authors: John Katzenbach

La sombra (44 page)

Leroy oyó su propia respiración rasposa.

—Examine su situación durante un segundo... —siguió diciendo la voz. Parecía venir de todas partes a la vez, y Leroy se sintió tremendamente desorientado, a la deriva, como si no se encontrara en su propia casa, en la parte de la ciudad que reclamaba como suya, en la que se había hecho mayor y en la que había pasado casi todo el tiempo, y aquél fuera otro lugar, un lugar alejado de la orilla en el que se estaba ahogando—. Ya está lisiado, y ahora yo lo he desfigurado con cicatrices. ¿Qué le queda? —Le apretó el cuchillo contra los labios—. ¿O quizá preferiría quedarse ciego, señor Jefferson? Podría sacarle los ojos. Ya lo he hecho otras veces. ¿Está dispuesto a pasar el resto de su vida siendo un lisiado ciego y mudo? ¿Qué clase de vida sería ésa, señor Jefferson. Sobre todo para una persona de, digamos, su nivel económico y social? Puedo hacerle eso, se lo aseguro...

Leroy vio la hoja del cuchillo delante de su cara, reflejando la tenue luz que entraba en la habitación.

—O quizás otra cosa, algo importante...

De repente el hombre bajó el cuchillo y apretó con fuerza la hoja contra la entrepierna de Leroy.

—¿No es notable que haya tantas maneras distintas de causar dolor a un hombre? Físicamente. Mentalmente. Emocionalmente... —El cuchillo presionó más, y Leroy creyó que iba a vomitar—. Y hay heridas que provocan esos tres tipos de dolor. ¿No es así, señor Jefferson?

Leroy no se permitió contestar aquella pregunta. El miedo le nublaba el entendimiento. Se sentía atrapado en una red que amenazaba con asfixiarlo por mucho que él se retorciera o se debatiera. Intentó obligarse a pensar con claridad, pero le resultaba difícil con la voz serena y fría de aquel hombre resonando en sus oídos y el cuchillo bailando alrededor de su cuerpo. Leroy Jefferson se sintió atrapado en un torbellino de dolor y terror; sabía muy poco, excepto que si le decía la verdad a aquel hombre, si le decía que sí le había visto, y que le había visto matar a Sophie Millstein, y que les había contado esas cosas a Walter Robinson y a Espy Martínez, y que les había proporcionado un retrato suyo, y que había accedido a testificar contra él en un juicio, aquel hombre lo mataría sin ninguna duda. Y después, probablemente, mataría al detective y a la ayudante del fiscal y a todo el que le había amenazado. Eso lo sabía con una certeza que desafiaba todo el dolor que le recorría el cuerpo de arriba abajo, lo sabía porque reconocía que si fuera él quien intimidase a algún testigo similar con un cuchillo suyo, la rabia, el miedo y la amenaza de la detención lo obligarían a hacer lo mismo, y eso le proporcionaba una certeza que resultaba tan poco grata en aquella habitación pequeña y calurosa como aquel desconocido.

Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas que comenzaban a resbalar y mezclarse con la sangre de las mejillas.

—Y bien, señor Jefferson, ¿quién soy?

Aquella pregunta le resonó en el oído, urgente, aterradora. Aspiró una bocanada de aire entrecortada, procurando contenerse. En aquel segundo supo que nada que dijera iba a cambiar un ápice las cosas. Su visitante iba a matarlo. No había nada que él pudiera decir o hacer para salvar la vida. Lo único que podía conseguir, diciéndole a aquel hombre lo que quería saber, era prolongar su vida tal vez unos pocos minutos. Tal vez unos pocos segundos.

Aquella idea lo sumió en el pánico. Tironeó de la cinta aislante que le sujetaba las manos, pero no pudo romperla. En el silencio de la habitación, notó que el hombre maniobraba a su alrededor, igual que una ráfaga perdida de viento frío en un día caluroso. Tragó saliva. La sequedad que sentía en la boca era como si tuviera un carbón ardiendo en la lengua. Y en aquel segundo, de repente, de manera sorpresiva, una sensación completamente distinta le inundó el corazón.

Leroy sintió una súbita calma, absoluta, que se apoderaba de él.

Comprendió que no tenía escapatoria.

No podía luchar. Sabía que nadie iba a responder a su llamada de auxilio. Y sabía que ninguna mentira y ninguna verdad podrían salvarlo.

Se dijo que debería estar aterrado, pero en cambio se sintió lleno de un sentimiento de aceptación que rayaba en el desafío. En aquel instante comprendió que en su vida había hecho muy pocas cosas que pudieran considerarse buenas o valientes, o siquiera sinceras, y que, ahora que se enfrentaba a la muerte, le entristecía darse cuenta de que nadie iba a ver cómo superaba esas cosas. Le habría gustado que alguien como Walter Robinson o quizás Espy Martínez lo hubiera visto cambiar, en aquel momento, y que se dieran cuenta de que había luchado por protegerlos y hasta incluso les había salvado la vida. Entonces abrigó la esperanza de que cuando lo encontraran entendieran que había muerto siendo algo que no había sido nunca.

—¿Quién soy, señor Jefferson?

Por fin supo cuál era la respuesta a aquella pregunta: la muerte.

Pero decidió que no iba a dar a aquel hombre y su cuchillo la satisfacción de responder. En vez de eso, Leroy Jefferson habló con una voz firme que traspasó la barrera del miedo:

—Amigo, no conozco a toda esa gente. Puede que le dijeran lo que usted quería saber. Puede que no. Eso era asunto de ellos. Pero sí sé una cosa: que yo no voy a decirle una mierda.

Y a continuación, en silencio, se rindió al implacable dolor que acabaría con su vida.

21

Odio

Simon Winter se dijo: «Podría haberle cazado.» Pero al segundo siguiente pensó: «Y él podría haberme cazado a mí.»

—Partida en tablas —susurró en voz alta.

El viejo policía se hundió en un sillón, pensativo, en medio de las filas de libros y revistas de la Biblioteca de Miami Beach. Las luces fluorescentes y el zumbido del aire acondicionado proporcionaban a la sala cierta independencia del achicharrante calor del día. Para ser una biblioteca, había menos respeto por el silencio de lo que cabía esperar. Se oían unos zapatos fuertes taconear contra el suelo de linóleo; un anciano roncaba con un periódico abierto descuidadamente sobre las rodillas; de vez en cuando se oían voces que rasgaban la quietud del aire cuando una anciana intentaba explicar algo a otra, desafiando la mermada capacidad auditiva que afligía a las dos. La sala tenía un ajetreo que habría irritado a cualquier erudito serio, pero dicho ajetreo tenía una finalidad diferente, pues la biblioteca era tanto un lugar donde se almacenaba información como un mundo fresco y bien iluminado en el que algunos de los ancianos que vivían en la playa podían reunirse y pasar unas horas despreocupados, rodeados por seguridad.

Y aquélla, así lo reconoció, era más o menos la misma razón por la que él se encontraba allí. En las veinticuatro horas transcurridas desde que la Sombra huyera de su apartamento, Winter había decidido varias cosas. En primer lugar, por el momento iba a guardar silencio sobre aquella nueva amenaza que pesaba sobre él. En segundo lugar, sabía que iba a tener que trabajar más intensamente y más deprisa.

Se había rodeado de textos sobre el Holocausto, de los cuales comprensiblemente, había muchos reunidos en la Biblioteca de Miami Beach. Estaba invadido por la frustración. Era incapaz de sacudirse la convicción de que en algún punto del pasado existía una información que abriría la puerta que conducía al presente. Simplemente, no tenía idea de cómo dar con aquella pieza de la historia. Todos los libros que tenía amontonados junto a él, esparcidos sobre una mesita y apilados a sus pies, le decían muchísimo acerca de los nazis. Le decían lo que habían hecho los nazis y cómo lo habían hecho, y por qué y a quién. Le parecía extraño crear, como lo habían hecho ellos, un mundo dedicado de manera tan total al terror que éste se convirtió en una cosa común y corriente, y se preguntó si aquél no sería uno de sus grandes males. Pero dicha observación no lo ayudó en nada en su búsqueda de la Sombra; no le decía nada acerca de lo que él creía necesitar: un poco de luz que penetrara en la psicología de aquel hombre. Ninguno de aquellos libros lo ayudó en dicha búsqueda. Algunos, es verdad, pretendían examinar la personalidad que había debajo de aquellos hombres de uniforme negro. Había explicaciones políticas que describían cómo habían terminado por sumarse al partido nazi, cómo decidieron participar en las acciones de las SS, cómo llegaron a justificar el asesinato y el genocidio. Dichas explicaciones políticas se enlazaban con perfiles psicológicos, pero ninguno de ellos tocaba ni de lejos el alma de la Sombra, porque, tal como habían señalado Frieda Kroner y el rabino Rubinstein, él nunca había sido un nazi, se suponía que había sido una de sus presas. Y sin embargo se las arregló para de alguna manera dar la vuelta a aquella ecuación y emerger de acontecimientos que habían dejado huella en todo el que había tenido relación con ellos. Él era algo enteramente distinto, un jugador singular del juego del mal.

Simon cerró otro grueso libro de historia con un golpe que reverberó por toda la sala.

«Si no logro entender a este hombre, aunque sólo sea un poco, volverá a escapárseme —se dijo—. No es un tipo que en su vida haya cometido dos veces el mismo error.»

Se hundió un poco más en su sillón y apoyó la cabeza entre las manos. De pronto se imaginó a sí mismo de pie frente a su apartamento, junto al querubín de la trompeta, la noche anterior, y se preguntó qué le había hecho pensar que pasaba algo raro.

¿La suerte? ¿El instinto? ¿El sexto sentido de un detective entrado en años?

Winter exhaló el aire despacio.

No había habido ningún ruido. Ninguna pisada. Ninguna respiración atormentada.

No había una sola luz encendida que hubiera debido estar apagada. Ni ninguna ventana abierta que hubiera debido estar cerrada. Había encontrado la puerta de atrás desencajada sólo después de haberse convencido de que la Sombra se hallaba dentro.

Aquella noche había sido como cualquier otra. La oscuridad abrazaba el calor. La ciudad continuaba vibrando igual que todas las noches.

Lo único que estaba fuera de lugar era que un hombre con un cuchillo le estaba esperando, y que si no se hubiera visto súbitamente invadido por una antigua sensación de peligro y miedo, ya no estaría buscando a la Sombra. Se preguntó de dónde le habría venido dicha sensación, y no lo supo, pero sí supo que sería necio pensar que iba a volver a tener la suerte de que acudiera a su rescate como había hecho la noche anterior.

«Deberías estar muerto, Simon Winter», se dijo.

De pronto levantó la vista y escudriñó la sala repleta de ancianos que leían libros, revistas, periódicos. Algunos simplemente estaban sentados, perdidos en ensoñaciones de tiempos lejanos. Sus ojos se agrandaron y experimentó una súbita punzada de miedo.

«¿Estás aquí? ¿Estoy persiguiéndote yo, o me persigues tú a mí?»

Luchó contra el impulso de levantarse y echar a correr, cobró ánimo para sus adentros y se obligó a examinar a todas las personas que tenía al alcance de la vista. El hombre del sombrero que leía atentamente el Herald. El viejo marchito que parecía estudiar el techo. Otro hombre, de calcetines bancos y mocasines negros y pantalón corto, que pasó caminando despacio por su lado llevando un par de novelas de detectives, una en cada mano.

Winter se levantó a medias y miró a su espalda, a la gente que había en otros asientos, en otras mesas, parcialmente oculta por las pilas de libros y los cubículos de lectura. Luego volvió a acomodarse en su sillón y se tomó unos instantes para recobrar el dominio de sí mismo.

Sonrió.

«¿Cómo has dado conmigo?»

Conocía la respuesta: a través de Irving Silver.

«Pero ¿qué te ha dicho? Lo suficiente para que hayas decidido matarme.»

«Pero ¿qué es lo que sabes sobre mí en realidad? No estuviste suficiente tiempo dentro del apartamento, ¿verdad? No había señales de que hubieras podido descubrir quién soy en realidad. Los cajones no estaban saqueados. La ropa estaba sin tocar. No encontraste el arma, y sigues sin saber que la tengo y que pienso utilizarla, y que en otro tiempo, hace mucho, era un experto con ella, y que dudo que me fallara si tuviera que recurrir a la antigua camaradería que había entre ambos. No, ibas a matarme meramente porque pensabas que yo representaba una amenaza, y te resultaba más fácil hacer eso que otra cosa.»

Simon Winter afirmó con la cabeza. Cabrón engreído.

«Pero no te resultó tan fácil como creías, y ahora seguramente andas un poco preocupado, y eso es algo que me va a venir muy bien a mí. Y probablemente querrás saber más cosas de mí, ¿no es cierto? Bueno, pues puede que te resulte más difícil de lo que crees. Así que, al menos de momento, estás a oscuras. Quizá no tanto como yo, pero de todas maneras estás tanteando en la oscuridad, y eso puede que te fuerce a asumir ciertos riesgos que normalmente no asumirías.»

Winter sintió que lo inundaba un sentimiento de dureza.

«Ellos siempre eran fáciles, ¿verdad? Unas veces eran jóvenes asustados y otras viejos atemorizados, pero siempre se sentían desesperados y perdidos, y tú nunca fuiste así, ¿verdad? No, tú siempre conservabas el control. Pero cometiste un error cuando mataste a Sophie Millstein, porque ni te imaginaste que su vecino fuera a levantarse contra ti. En ningún momento imaginaste que en este ancho mundo pudiera haber alguien que considerara que dar contigo fuera un reto tan inmenso como tú consideras que lo es permanecer oculto. Y jamás se te ocurrió que ese hombre que ha decidido darte caza proviniera de un mundo que no conoces. Y yo también sé mucho sobre la muerte, tal vez tanto como tú, porque yo también soy viejo y no me queda tanto tiempo que me importe, lo cual me hace imprevisible y también me convierte en un hombre peligroso, y tú nunca te has enfrentado a un hombre peligroso, ¿verdad?»

Winter alargó la mano, cogió un bolígrafo y un cuaderno de páginas amarillas y empezó a escribir unas notas para sí mismo.

«¿Qué es lo que sé? —se preguntó. Y se respondió—: Más de lo que creo.

»Sé que eres viejo pero que quizás aparentas ser más joven. Sé que eres fuerte, porque los años te han tratado bien.

»¿Por qué matas? Para permanecer oculto.»

Winter hizo una pausa. «Eso no es suficiente, ¿no? Ahí hay mucho más que la simple intención de mantenerte seguro, ¿a que sí?»

Sonrió. «Disfrutas con ello, ¿verdad? ¿Te gusta la idea de que alguien pueda reconocerte? Cuando Sophie Millstein te descubrió frente a la heladería en el centro comercial Lincoln Road, no te produjo ningún escalofrío de miedo, ¿verdad que no? No, el escalofrío que sentiste fue de placer, porque estabas de caza una vez más y eso es lo que te gusta, ¿verdad?»

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