Authors: John Katzenbach
Hizo una mueca. El reportaje no se extendía mucho, pero era más que suficiente para llamar la atención sobre un asunto que ella deseaba llevar con discreción.
—Maldita sea —dijo otra vez—. Malditos sean tus ojos, Tommy Alter. No has podido quedarte con la boca cerrada. —Miró a los tres ancianos—. ¿Han visto al reportero del Herald? ¿O a alguien de la televisión...?
Los tres asintieron.
—Ya está dentro —informó la mujer.
—Vamos. —El anciano le tiró de la manga—. O nos quedaremos sin asientos. La sala se está llenando y quiero sentarme.
El trío de buitres cruzó el pasillo a toda prisa y la dejó a ella apretando el periódico en las manos. Lo estrujó con fuerza, con la esperanza de expulsar por los dedos una parte de la furia que la invadía y recuperar la compostura. A continuación, se giró bruscamente y entró en la sala detrás de los ancianos.
Había una sola cámara de televisión, acechante en un rincón. El técnico se giró en redondo y la enfocó de lleno como un francotirador mientras ella avanzaba por el pasillo central. La sala era oscura, una especie de híbrido entre el estilo de iglesia antigua que tenían algunos tribunales, con bancos de madera y pasamanos de roble marrón, y una iluminación indirecta y ultramoderna, tipo teatro, que cada vez iba volviéndose más ubicua. El efecto era el de un recinto de techo alto con una luz límpida y mate, ni un auditorio ni un salón. Era como si aquella sala se hubiera diseñado para que todos los que se sentaban en ella se sintieran incómodos, obligados a hacer un esfuerzo para ver bien bajo aquella tenue luz y a inclinarse hacia delante para captar lo que se decía en medio de la mala acústica. Comprendió que en Florida aquello pretendía demostrar que en cualquier obra pública resulta más lógico entregar el inevitable soborno a constructores competentes de verdad y no malgastarlo en pagar al vasto número de contratistas ineptos, con independencia de con cuántos concejales estén conchabados.
Vio a Tommy Alter sentado detrás de la mesa de la defensa junto con otros dos abogados de oficio. Se situó a su espalda.
—Eres un bastardo —le dijo—. Se suponía que esto no iba a ser un maldito circo.
Él se giró para mirarla.
—Vaya, yo también te deseo buenos días, Espy.
—Me lo prometiste —le espetó ella con resentimiento—. No se iba a desvelar nada de esto hasta que hubiéramos terminado con Jefferson. Estoy medio decidida a abandonar el acuerdo completo. Vuelve a presentar los cargos, cabrón. Deja que tu preciado cliente pase un poco más de tiempo esperando en el calabozo. ¿Qué te parece? Podrías dejarlo encerrado unos seis meses mientras yo voy por ahí dando palos de ciego con este caso. ¿Le gustaría eso a él?
Alter la miró con los ojos entornados.
—Como siempre, sacas conclusiones precipitadas, y no es cierto.
—¿Qué no es cierto?
—Yo no llamé al jodido Herald, Espy. Y cuando me llamaron ellos, no quise hablar.
—Entonces ¿quién habló? ¿Quién estaba enterado?
Tommy Alter sonrió lentamente.
—Bueno, tengo una sospecha. Es tu hombre, Espy.
—¿Walter? No digas tonterías, él jamás...
—No, no me refiero a Walter Robinson, sino a nuestro mutuo amigo el Leñador. El periódico lo cita a él diciendo que no está nada contento con todo esto. ¿Crees que quizás hizo él la llamada? ¿Crees que quizá no le importa si jode algo o no, mientras consiga dar su opinión a conocer?
Ella se detuvo, todavía estrujando el periódico en la mano.
La sonrisa de Alter se ensanchó.
—Está bien pensado, ¿a que sí?
Espy se irguió y asintió con la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Vamos a por ello. Pero no quiero comentarios a la prensa después. ¿Lo has entendido, Tommy? Hasta ahora lo has hecho muy bien evitando irte de la lengua de forma descontrolada, así que intentemos seguir así, ¿vale?
Alter perdió la sonrisa y se sonrojó. Fue a contestar enfadado, pero se contuvo.
—Dejemos simplemente que se sepa —dijo al cabo de un instante.
A su espalda el alguacil estaba entonando el «Todos en pie», y sin responder, Espy se dirigió a la mesa de la acusación. Observó cómo el juez, un hombre menudo y fibroso dotado de una calva estilo monje y de un labio superior que parecía fijado quirúrgicamente en una sonrisa torcida, irrumpió en la sala como un emperador con prisas. Tras tomar asiento, lanzó una mirada al cámara alzando una ceja y seguidamente recorrió la abarrotada sala con la vista. La ceja levantada demudó en un ceño de irritación. Hizo una seña al alguacil, le susurró algo y acto seguido indicó con la mano a Alter y Martínez que se acercasen, con el mismo gesto que uno emplearía para un cachorro mal adiestrado que acabara de causar un estropicio sobre una alfombra oriental.
Ellos se aproximaron solícitos al estrado.
—Bien —dijo el juez—, hoy tengo una agenda muy apretada y quiero terminarla deprisa porque después de comer tengo un juicio importante. Ustedes dos son la atracción principal. Vamos a empezar con el señor Jefferson. Si no he entendido mal, existe un acuerdo.
Martínez asintió.
—Sí, señoría. Un acuerdo que dependerá de que coopere con los investigadores. Se suponía que iba a mantenerse en secreto.
—Entiendo, señorita Martínez. Usted preferiría no desvelar demasiados detalles de su investigación para que no queden registrados en las ávidas libretas de nuestros defensores locales de la Primera Enmienda. ¿Correcto?
—Correcto.
—Muy bien. Entonces, si le parece bien, señor Alter, limitaremos el coloquio sobre el acuerdo a lo que necesite hacerse público. Yo pronunciaré mi frase habitual de «Si no coopera, lo enviaré a Raiford o al infierno», y después continuaré con mis asuntos y ustedes podrán llevarse el circo al pasillo para darse el gusto de mentir, engañar o llevar a error a la prensa sin que yo esté presente.
—Conforme, señoría —dijo Alter.
—Aplazaré toda sentencia sobre el acuerdo hasta que reciba informes de ustedes que detallen el grado de colaboración del señor Jefferson. Ésa es la espada que usted le pondrá en el cuello, señorita Martínez. Pero, asimismo, entiendo que a cambio de dicha colaboración el señor Jefferson podrá beneficiarse de una irrisoria fianza en efectivo y después de una de esas preciosas tarjetas que lo sacan a uno del calabozo, ¿no es así, señor Alter?
—Ése es el arreglo.
El juez soltó un resoplido.
—Espero que lo merezca, señorita Martínez.
El magistrado se reclinó en su sillón de cuero mientras el alguacil entonaba:
—El Estado contra Leroy Jefferson.
Espy se volvió para regresar a la mesa de la acusación y vio que un funcionario de prisiones entraba a Jefferson en una silla de ruedas por una puerta lateral. Jefferson la miró ceñudo, pero a Tommy Alter lo saludó con un apretón de manos.
—¿Tenemos acuerdo? —preguntó el juez.
—Así es, señoría —respondió Espy Martínez—. Debido a que el señor Jefferson ha aceptado prestar una cooperación sustancial en varios casos no relacionados con éste, y debido a que la acusación ha reunido información que indica que él no fue el responsable del homicidio del que se le acusó inicialmente, se ha elaborado un acuerdo.
—¿Así lo entiende usted, señor Alter?
—Sí, señoría.
—Muy bien, señorita Martínez. Haga el favor de leer los cargos.
Espy leyó deprisa, pasando apresuradamente por la agresión, el robo, resistencia a la autoridad con violencia y varias acusaciones más, cargos secundarios preparados para meter paja en el alegato pero que no iban a cambiar la verdadera índole del acuerdo. La idea era que él se declarase culpable repetidas veces hasta que el significado auténtico del arreglo quedara confuso. Observó cómo volaban los dedos de la estenógrafa del tribunal. Cuando terminó, el juez hizo un gesto a Leroy Jefferson. Alter maniobró con la silla de ruedas para situarla en el centro de la sala.
—Muy bien, señor Jefferson. Para que conste, haga el favor de decir su nombre y su dirección.
—Leroy Jefferson. Apartamentos King. Número trece.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo ahí?
—Un par de años.
—Señor Jefferson, ¿está tomando actualmente alguna sustancia narcótica?
—Sólo la que me dan para el dolor de la pierna.
—¿Qué estudios tiene?
—Fui al instituto.
—¿Hasta qué curso?
—Obtuve el diploma.
—No me diga. ¿Sufre alguna discapacidad o atrofia mental que le impida comprender el arreglo que ha firmado su abogado con el Estado?
—¿A qué se refiere?
—Que si está usted enfermo, señor Jefferson. ¿Tiene alguna tara en la cabeza? ¿Entiende el acuerdo?
—Ya he hecho otros acuerdos, señoría. Sé lo que son.
—Bien. ¿Entiende que si no cumple su parte del trato puedo rescindir ese acuerdo y condenarlo a pasar más de cien años en prisión? Quiero que no le quede ninguna duda de que eso es lo que pienso hacer.
—Voy a ayudarles lo mejor que pueda.
—Bien. Pero entenderá que para obtener beneficio de ese acuerdo, la fiscalía debe quedar satisfecha de su colaboración.
—Quedará satisfecha, lo prometo.
—Bien. Se declara culpable porque es culpable, ¿correcto, señor Jefferson?
—Sí. Pero yo no hice lo que ellos dijeron que había hecho cuando me detuvieron. No tuve nada que ver con ese asesinato...
—Entiendo.
—Debería demandarlos por haberme disparado.
—Hable con su abogado, señor Jefferson. Pero, personalmente, soy de la opinión de que tiene usted suerte de estar de pie hoy aquí.
—No estoy de pie, señoría.
El juez sonrió, pillado en la paradoja.
—Muy cierto. De acuerdo, señor Jefferson. Cuando la oficial lea los cargos, usted debe decir la palabra «culpable». Señorita Martínez, imagino que tendrá planes para el señor Jefferson.
—Sí, señoría.
—Bien, puede sacarlo del calabozo cuando crea conveniente. Funcionaria, comience a leer. Y usted, señor Jefferson, una cosa...
—¿Sí, señoría?
—No quiero volver a verlo. No la cague. Ahora tiene una oportunidad, no la desaproveche. Porque la alternativa es pasar un período muy largo en un lugar muy desagradable, y pienso enviarlo a él sin vacilar. ¿Entiende eso, señor Jefferson?
El otro afirmó con la cabeza.
—Bien, oigamos cómo se declara culpable.
La funcionaria empezó a leer, y Leroy empezó a contestar. Espy lanzó una breve mirada a su espalda, hacia la sala atestada de gente. Sus ojos se posaron en el trío de ancianos y vio que estaban rodeados por una docena de jubilados más, todos con la vista clavada en ella o en Leroy Jefferson, pendientes de todo lo que se decía. Recorrió la sala con la mirada y se detuvo en otros acusados, testigos, policías y abogados, sentados o apoyados contra la pared, todos aguardando a que ella terminara con su caso para poder empezar ellos con los suyos. Espy pensó que el sistema judicial era como el mar: su pequeña ola había crecido y había roto contra la playa, y ahora comenzaba a disolverse y regresar rápidamente hacia el océano mientras otra olita iba tomando forma para atacar la costa a su vez. Oyó el último «culpable», se volvió y vio que procedían a llevarse a Jefferson de la sala. Recogió los papeles y los metió en su maletín, consciente de que la cámara había vuelto a enfocarla y experimentando una sensación extraña, como si no fueran aquéllos los únicos ojos que la seguían. Pero no hizo caso de dicha sensación.
Robinson y Espy iban sentados en el asiento delantero del monovolumen sin distintivos, mientras que Jefferson y Alter ocupaban el trasero. El sol de mediodía llenaba el habitáculo, rebotado en el blanco capó. El aire acondicionado se esforzaba por superar el calor. La bahía se extendía a uno y otro lado reflejando el sol. Robinson miró un momento por el retrovisor y vio que Jefferson se revolvía incómodo en el asiento. Disponía de poco espacio para estirar la pierna, que aún llevaba envuelta en gruesos vendajes; la silla de ruedas viajaba en el maletero.
Robinson sabía que en el carril derecho de la calle Julia Tuttle había un socavón enorme, de modo que lo enfiló directamente. Los gastados amortiguadores sufrieron un golpetazo cuando el neumático derecho se hundió en el agujero. Leroy Jefferson hizo una mueca de dolor.
—Eh, Leroy —dijo Robinson en tono jovial—. ¿Qué número de autobús pasa por la calle que lleva a Liberty City?
—El G-75.
—Exacto. Ése es el que tomaste aquella noche, ¿verdad? Después de ver cómo mataban a Sophie Millstein, ¿eh, Leroy? Lo tomaste para volver a Liberty City. Con todo lo robado en las manos. ¿En qué ibas pensando, Leroy? ¿Qué pensaste de lo que viste?
—No contestes a eso —se apresuró a decir Tommy Alter.
—Va a tener que contestar. Ése es el trato.
Alter titubeó.
—Está bien —resopló—. Adelante.
—No pensé nada —repuso Jefferson.
—No es suficiente, abogado. Me parece que vas a tener que informar a tu cliente de que tiene que ser comunicativo. Expansivo. Descriptivo. Un verdadero poeta, un artesano de la palabra en lo que respecta al asesinato de Sophie Millstein y todo lo que vio aquella noche. Díselo, Tommy. No quiero tener que regresar a la sala del juez.
—Te dirá lo que quieras saber. Cuando lleguemos.
Espy Martínez no dijo nada, pero observó el semblante de Robinson. El inspector afirmó con la cabeza.
—Vale. Puedo esperar unos minutos. Bueno, ¿y qué se siente al ser libre, Leroy? ¿Tienes planes para esta noche? ¿Una pequeña celebración, quizá? ¿Tus amigos vendrán a verte para montar una fiestecita?
—No tengo amigos ni monto fiestas.
—Eh, venga, Leroy. No hay mucha gente lo bastante hábil para salir bien librado después de haberle disparado a un policía. Vas a ser un tío importante en tu barrio. Seguro que serás la admiración de todos. Estoy seguro de que habrá algún tipo de celebración.
El cinismo de Robinson se esparció por el interior del coche. Jefferson se limitó a encogerse de hombros.
—Venga, Leroy. ¿Ni siquiera una fiestecita pequeña? Podrás invitar a tus amigos de la beneficencia.
—Ya se lo he dicho, no son amigos míos.
—Bueno, ¿y qué me dices de una fiesta para uno?
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que sé que tienes un pequeño alijo tan bien escondido que no logramos encontrarlo cuando estuvimos registrando tu apartamento. Debajo de una tabla suelta o detrás de un ladrillo flojo. Está en ese apartamento, ¿verdad, Leroy? Está allí quietecito, esperando pacientemente, como un amigo de confianza, ¿eh? Quiero decir, ¿para qué necesita uno amigos teniendo ese alijo? Por eso estabas tan ansioso de salir, ¿eh? Vas a colocarte otra vez. Eso te quitará el dolor, seguro.