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Authors: John Katzenbach

La sombra (39 page)

¿Qué haría entonces?

No quiso pensar en ello. Alargó despacio la mano hasta rozar la puerta corredera. Una pequeña parte de él seguía pensando que todo eso era una locura, que no había nadie. Pero la puerta se movió. Tiró de ella haciendo el menor ruido posible y se deslizó unos centímetros, justo para superar la cerradura, que traqueteó levemente mientras la puerta se desplazaba por su guía. En un segundo, se dio cuenta de que la cerradura estaba rota, y entonces se incorporó y descorrió la puerta de golpe. Acto seguido cruzó la cocina de un salto en dirección a la mesilla de noche y al arma que esperaba encontrar allí.

En el salón, una masa de oscuridad situada a su izquierda, se oyó una explosión de sonido, un fuerte ruido de alarma al que no prestó atención mientras se precipitaba hacia su arma. Alargó la mano hacia la mesilla de noche. Encontró el pomo, tiró para abrir el cajón y, al hacerlo, oyó cómo el revólver resonaba en su interior. Lo buscó a tientas, deprisa, y lo empuñó sin vacilar. Resbaló al girarse para enfrentarse con la noche que le había perseguido hasta la habitación, y se deslizó hasta quedar sentado en el suelo. Sujetó el arma con las dos manos, a la altura de los ojos en una postura de disparo mientras intentaba captar los sonidos apresurados de un ataque.

No oyó ninguno.

Su respiración llenó la habitación como una cacofonía de tensión.

En medio de su precipitación, había tirado la lámpara de la mesilla de noche al suelo, y la pantalla había rodado por el suelo. Encontró la lámpara con el pie, se agachó despacio hacia ella y la encendió.

El dormitorio se llenó de luz.

Como un marino que alza un farol de mano en medio de una tormenta, levantó la lámpara mientras se ponía lentamente de pie. Vio cómo su sombra se alargaba hacia el salón. Dejó de nuevo la lámpara en la mesilla de noche y avanzó con cautela, buscando los interruptores de la pared al hacerlo. Podía ver un fino rayo de luz procedente del salón. Siguió adelante, con la pared a su espalda y el arma en posición de disparo y amartillada. Rodeó la esquina despacio, con prudencia, preparado para gritar «¡Quieto!», «¡Alto!», lo que fuera, recuperando su entrenamiento después de tanto tiempo inactivo. Pero enseguida vio que no sería necesario gritar ninguna orden.

Espiró despacio con los ojos puestos en la franja de luz procedente del vestíbulo. La puerta de entrada estaba abierta unos quince centímetros.

Dio un paso adelante, dispuesto a perseguir al hombre en la oscuridad de la noche, pero se detuvo; seguramente ya se habría ido.

Dejó que el aire silbara entre sus dientes.

«Así que estabas esperando justo donde yo pensaba», se dijo. Sacudió la cabeza. «Pero no creía que fueras tan listo. Ni que pudieras moverte tan deprisa. Oíste ruido detrás de ti y, en lugar de dejar que la sorpresa te paralizara, actuaste al instante y te salvaste.»

Esto impresionó al viejo policía. No hay demasiada gente que pueda actuar con el instinto de conservación o la astucia de un animal, de modo que sepa huir al primer sonido inesperado. La gente suele ser más torpe e indecisa.

Pero no la Sombra.

Volvió a hablar mentalmente con su presa:

«Así que ya te has ido, has escapado. Seguro que estás preocupado porque ahora sabes que no soy como Sophie o los demás, sino que me parezco más a ti. Y es probable que esta idea no te deje dormir esta noche, pero también hará que tengas más cuidado la próxima vez. Y que decidas que tal vez la próxima víctima debería ser alguien más fácil, ¿verdad? Pero estarás preocupado, ¿quizá por primera vez en cuántos años? Preocupado de verdad, porque sabrás que sé algo sobre ti, y esto es lo que más te asusta, ¿no es así? Pero te tranquilizarás pensando que sigues oculto, que no sé tu nombre ni tu cara. Tu anonimato está intacto, y esto te permitirá finalmente conciliar el sueño sabiendo que tu seguridad no está amenazada. Lo que no sabes es que pronto voy a quitarte también eso.»

Simon Winter asintió, casi como si se felicitara.

«Estoy empezando a conocerte», pensó.

Pero su satisfacción fue efímera, porque se dio cuenta de que la Sombra también sabía ahora otro tanto sobre él.

Walter Robinson tenía varios mensajes esperándolo cuando volvió a su mesa en el departamento de Homicidios. Les echó un vistazo rápido. Unos cuantos tenían que ver con otros casos pendientes en los que trabajaba. Había uno de Mark Galin, del Miami Herald, pero no conocía al periodista, aunque recordaba vagamente haber leído su firma. Pero era tarde, y sabía que el único mensaje que contestaría sería de Espy.

La fiscal sonaba grogui cuando contestó el teléfono.

—¿Espy? Soy Walter. ¿Estabas dormida?

—No —mintió la joven—. Bueno, puede que un poco. ¿Dónde estás?

—En mi mesa. Perdona. No debería haberte despertado.

—No pasa nada. —Se estaba desperezando, tendida en la cama, como un gato que despertara en un estante bañado por el sol—. Intenté hablar contigo antes. ¿Dónde estabas?

—Fui a conocer mejor al señor Winter. Es un hombre interesante.

—¿Es perspicaz?

—No podría serlo más. Deberías ver su hoja de servicios. Todo son distinciones y condecoraciones. Creo que hemos logrado elaborar un plan. ¿Y a ti, cómo te ha ido?

—Jefferson tendrá su trato mañana por la mañana. Lo más rápido y sencillo que pueda. Plis, plas y a la calle, para no tener que estarme demasiado rato viendo cómo Tommy Alter se da palmaditas en la espalda por haber podido representar por fin a alguien que es más importante vivo que consumiéndose en el corredor de la muerte. Entonces, en cuanto termine la vista, será todo tuyo. ¿Te reunirás allí conmigo?

—Oh, sí —vaciló Robinson—. Claro.

—¿Qué sucede? —preguntó la joven, incorporada en la cama.

—Supongo que me está bajando la adrenalina —sonrió él—. ¿Sabes qué? Estoy tan acostumbrado a trabajar hasta altas horas de la madrugada que se me olvida que los demás no están tan activos a media noche. Quizás en mi próxima vida debería reencarnarme en un vampiro o en un hombre lobo, y aullar a la luna. Algo que merodee por ahí después del anochecer. Bueno, olvídalo. Nos veremos allí por la mañana.

—¿No había una película de terror sobre...?

—Sí. Se titulaba Drácula negro. Hizo retroceder las relaciones raciales puede que cien años. No es lo mejor que ha hecho Hollywood. La vi cuando era niño. Todos los chicos de mi barrio la encontraron muy divertida. Bueno, en fin, duérmete. Te veré mañana en la vista.

—No —dijo Espy en voz baja—. Ibas a decir algo. ¿Qué era?

Robinson vaciló otra vez y se encogió de hombros. Se dijo que caerse desde lo alto de un acantilado era más fácil si saltabas.

—Bueno —respondió despacio—. Ya sé que es tarde, pero se me había ocurrido que tal vez podría llevarte en coche. Por la mañana, me refiero. —Se detuvo con cierto embarazo, y añadió—: Oh, mira, olvídalo. Ya nos veremos mañana o el fin de semana. Podré mantener la libido a raya hasta entonces. Es tarde. Vuelve a dormirte.

Espy se había sentado en la cama y buscaba un cepillo con una mano mientras sujetaba el teléfono con la otra.

—No puedes venir aquí —soltó. Se imaginó a sus padres dormidos o, aún más probable, intentando escuchar a través de las finas paredes que separaban los dos dúplex—. No me preguntes por qué, porque es complicado y tiene que ver no con quién somos, sino con quién podríamos parecer ser.

—Me he perdido.

—Vale. Iré a tu casa.

Robinson, que dudaba entre su sentido práctico y su deseo, vaciló:

—Quizá no deberías. Tienes que estar fresca por la mañana, para poder sacar el látigo.

—No sabía que te iban estas cosas. —Rió.

Él sonrió.

—Walter —añadió ella despacio, mientras empezaba a cepillarse el pelo—. Quiero decirte algo.

—Adelante.

—Acatamos muchas reglas y normas. En eso consiste nuestro trabajo: hacer cumplir las normas. Policía y fiscal. Y en mi familia siempre hubo expectativas, que son exactamente lo mismo que las normas. La hija cumplidora que ocupa el lugar del hijo asesinado... —Inspiró hondo y prosiguió—: Así que puede que, en cierto sentido, tú, quien eres, y yo, siendo yo, bueno, nos salimos un poco de la norma razonable. Y si quiero ir a tu casa y estar contigo, creo que está bien, aunque no es correcto y razonable. Lo que es razonable es gozar de una buena noche de descanso. Bueno, a lo mejor no quiero lo razonable todo el tiempo. A lo mejor lo que quiero es algo muy diferente. —Se detuvo—. Dios mío —silbó despacio—. Menudo discurso. Debería reservar todo eso para el juez. ¿Tenía algo de sentido lo que he dicho?

Robinson quería decir: «Más de lo que podría haber esperado jamás.» Pero en cambio contestó:

—Te estaré esperando. Date prisa, por favor.

Así que Espy se dio prisa.

20

El hombre liberado

Espy dejó a Walter dormido en su cama. Este había pasado toda la noche dando vueltas, y en una ocasión había pronunciado en voz alta un nombre que ella no reconoció, antes de volver a sumirse en un sueño profundo. Se apartó de su lado sin hacer ruido, se vistió en silencio a la tenue luz matinal y acto seguido salió con los zapatos en la mano al pasillo del edificio. El hecho de abandonarlo así, como si fuera una ladrona halconera que le había robado una noche de pasión, le produjo la sensación de haber conseguido un logro, se sintió impredecible y tal vez un poquito misteriosa, y eso le gustó.

Pero para cuando llegó al Palacio de Justicia, situado en el centro de la ciudad, ya había abandonado aquellas sensaciones en favor de la actitud de dureza que iba a necesitar para la audiencia de aquella mañana. Aparcó el coche y cruzó el estacionamiento presurosa, los tacones resonando con determinación en el asfalto, con pasos decididos y orientados, lo cual le daba el aire de quien no sólo sabe adónde va, sino que además no piensa tolerar ninguna desviación de su ruta. Saludó con la cabeza a otros abogados y personal del juzgado y se dirigió al interior del edificio; si no estaba exactamente deseosa de enfrentarse a la tarea que la aguardaba, por lo menos sí estaba preparada para aceptarla y seguir adelante.

La escalera mecánica la dejó en el centro de la cuarta planta, en medio de una multitud que esperaba frente a las puertas de entrada de las ocho salas de tribunal. De vez en cuando asomaba por una de ellas un alguacil para llamar a alguien con voz exasperada. Había diversos letrados rodeados por corros de personas; acusados acompañados de sus familiares que lucían expresiones de ansiedad o preocupación; policías uniformados y policías de paisano bebiendo café en vasos de plástico, aguardando su turno. El pasillo era un mar de gente que había acudido a diferentes casos, individuos llenos de miedo, dudas, asco, rabia, una cacofonía de emociones. Oyó risas y sollozos, a menudo provenientes de grupos opuestos. Los abogados de su bufete comparaban esas llamadas a la sala con los rodeos de ganado, sin faltar los típicos mugidos en tono ronco. Captó por lo menos media docena de idiomas: español, francés haitiano, patois jamaicano, alemán de turistas y diversas variantes del inglés, desde el acento cansino del Sur profundo hasta el de Nueva York. Se abrió paso entre la multitud hasta la sala que le correspondía, y luego dudó unos instantes antes de pasar al interior. Durante esa pausa oyó una voz que decía:

—¡Ahí está, ahí está! Ya te lo dije, te lo dije. Venga, veamos si conseguimos asiento.

Se dio la vuelta y vio a una anciana entre dos hombres de pelo blanco. Éstos iban vestidos con el atuendo básico de los jubilados radicados en Miami: bermudas, camisa a cuadros y sombrero de copa achatada. La mujer llevaba un vestido floreado y un jersey a rayas. Uno de los hombres empuñaba un bastón.

«Buitres», pensó, y les sonrió. Todos los tribunales atraen un buen número de personas mayores, las cuales se aposentan en la sala y siguen los diversos casos con el mismo empeño que los adictos a los culebrones. Llegan a conocer al personal del calabozo y el juzgado, expresan opiniones sobre los casos, observan la actuación de los fiscales y los abogados defensores, critican las decisiones del jurado y lanzan vítores cuando los malos acaban siendo condenados. En su mayor parte resultan inofensivos, elementos fijos que de vez en cuando hacen alguna que otra observación sagaz. No era infrecuente que se quedaran dormidos durante las vistas largas, y en ocasiones había que interrumpir sus ronquidos mediante una rápida sacudida en el hombro por parte de un alguacil. Algunos llevaban años paseándose por el Palacio de Justicia, lo bastante para ver a algunos acusados más de una vez. Tal como indicaba su cruel apodo, llegaban temprano, se acomodaban en las filas y desaparecían por la noche. Espy siempre había intentado mostrarse amable con ellos y los llamaba por su nombre de pila cuando lo sabía, lo cual la volvió popular entre un grupo que no parecía interesado en los torpes alegatos que hacían muchos abogados jóvenes, menos experimentados.

—Hola, Espy —dijo la mujer—. Todo este barullo es por usted, querida.

—¿Qué? —repuso ella.

—Su caso ha salido esta mañana en el periódico —continuó la anciana—. Justo en la primera página de la sección local. Eso es lo que ha atraído a toda esta gente.

—Aquí lo tengo —dijo el del bastón, y empezó a pasar las hojas de un manoseado periódico—. ¿Lo ve?

Le acercó el diario a la cara, y ella centró la mirada en el titular que aparecía en mitad de la página: ACUSADO ABSUELTO EN UN HOMICIDIO: SE SOSPECHA UN ACUERDO EN EL CASO DEL TIROTEO DE UN POLICÍA.

—¡Joder! —La exclamación le salió espontáneamente.

—¿Algún problema, querida? —preguntó la anciana.

Ella negó con la cabeza, pero mentía.

—¿Puedo quedármelo? —pidió.

El anciano asintió con un gesto, tocándose el ala del sombrero con el dedo índice.

—Tenemos que entrar —dijo el otro anciano—. De lo contrario, todos los asientos estarán ocupados.

—¿Es cierto, querida? —inquirió la anciana—. El periódico dice que ese hombre va a ayudarla en otro caso, que por eso va a conseguir un acuerdo. ¿Es verdad? No me agrada que esos individuos tan horrendos obtengan acuerdos. Ojalá usted los hubiera metido en la cárcel, Espy, querida. Aunque él vaya a ayudarla, aun así preferiría que lo mandara a prisión, porque no me parece que sea un hombre muy bueno, ¿no? Ése precisamente, no. Es un hombre malo. ¿Está segura de tener que hacer esto?

Espy no contestó y se centró en leer el artículo. Había pocos detalles, aparte del esencial de que Leroy Jefferson había sido absuelto del asesinato de Sophie Millstein y se esperaba que asistiera a juicio aquella mañana. El reportero no relacionaba directamente su cooperación con la investigación de la muerte, pero era algo que se infería de manera obvia. Había una afirmación ya previsible por parte de Abe Lasser acerca de que prefería que los testigos fueran hombres santos pero que a veces tenía que valerse de lo que había disponible. Reconoció en aquel comentario lo que Lasser denominaba «citas de medianoche», que eran perogrulladas bellamente expresadas que saciaban a cierto reportero del Herald que llamaba a altas horas de la noche, mucho después del horario de oficina.

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