Authors: John Katzenbach
—Está loco.
—Puede ser, puede ser. Tenlo en cuenta, Leroy. Puede que esté un poco loco.
De repente Robinson dio un brusco volantazo hacia la derecha y se salió al tosco arcén que bordeaba la carretera levantando una rociada de tierra y polvo. Los cuatro pasajeros dieron un violento bote y gritaron al tiempo que el monovolumen derrapaba. El conductor aceleró pisando el arcén de grava y coral. La grava del firme hizo que el coche se bamboleara y cabeceara, lanzando pedruscos como balas. Martínez apretó los labios y se agarró con fuerza mientras Robinson zigzagueaba entre dos coches y regresaba a la carretera. A su espalda un conductor demostró su irritación y susto con la mano pegada al claxon.
—Venga, Walter, ¿qué intentas demostrar? —exigió Alter—. Limítate a conducir.
Robinson no contestó. Jefferson tenía algo que simplemente lo ponía furioso; quizá fuera la sensación de que aquel sospechoso se estaba burlando de todos, o quizá la manera satisfecha y frustrante en que Jefferson le sonreía. Robinson tuvo una idea grotesca: Jefferson estaba preparado para matar a Sophie Millstein. Había cometido muchos robos con allanamiento, pese a que no se podían probar. Estaba preparado para empezar una escalada de violencia, para dar el salto del robo al robo a mano armada, y de ahí al homicidio. A la anciana la habría matado, sin duda, pero no tuvo que hacerlo porque allí había otro que se le adelantó. Aquello parecía una especie de gran broma cósmica, lo más gracioso que había visto en su vida. Robinson exhaló el aire despacio, hizo rechinar los dientes y dirigió el coche hacia la rampa de salida haciendo rugir el motor para enfilar hacia la jefatura central.
Tomaron asiento en una de las ubicuas salas de interrogatorios y comenzaron despacio, deteniéndose en los detalles, demorándose en todos los elementos de la noche en que murió Sophie Millstein. El planteamiento de Robinson era simple: quería obligar a Jefferson a que hiciera memoria y, al mismo tiempo, quería relajarlo y agotarlo. Incluso con la presencia de Tommy Alter, el cual vigilaba sin mucha atención las respuestas de su cliente, Robinson pensaba que tal vez cometería un desliz en alguna pregunta, que tal vez lograra extraerle una respuesta que pudiera, de forma inadvertida, vincular a Jefferson con todos los allanamientos sin resolver que precedieron al asesinato de Sophie Millstein. O por lo menos algo que él pudiera desarrollar más tarde hasta convertirlo en una prueba para apoyar una acusación. Sería estupendo, pensó, presentarse una mañana en la casa de Jefferson con una orden de detención nuevecita por unos delitos que no formaban parte del acuerdo.
Por consiguiente, el inspector adoptó un estilo tedioso, meticuloso, pensado para aburrir a todos los presentes en la sala. Le preguntó por el tiempo, le preguntó por los autobuses. Le pidió que describiera la ropa que llevaba puesta y que recordara dónde había comprado las zapatillas deportivas y por qué había comprado aquella marca, y por qué lo apodaban Hightops, y cómo se había introducido en el negocio de la cocaína, y todas las preguntas que se le ocurrieron que sólo ocasionalmente guardaban alguna peregrina relación con el caso en cuestión.
Prolongó aquello durante horas, dejando que el dibujante de la policía permaneciera sentado en un rincón, esperando su turno. El dibujante era un veterano y sabía muy bien lo que estaba pasando, así que se lo tomó con calma. De vez en cuando Tommy Alter interrumpía, impacientado a medida que transcurrían las horas, marcadas por el reloj de pared que había en la sala de interrogatorios. Al final se levantó y dijo que iba por un café y un periódico, y preguntó si alguien necesitaba algo.
—Yo quiero comer algo —dijo Jefferson.
Robinson se sacó la cartera y dijo:
—Tommy, ¿por qué no le traes a tu cliente un emparedado y un refresco de la cafetería que hay al otro lado de la calle? Mira, mejor trae un emparedado para cada uno. Señorita Martínez, a lo mejor le apetece acompañarle y echarle una mano.
Espy hizo ademán de protestar, pero comprendió que probablemente Robinson tenía un motivo para pedirle que acompañara a Alter, y que dicho motivo seguramente era retrasar su vuelta lo más posible, de modo que asintió.
—¿Vas a continuar con el mismo rollo? —preguntó Alter.
—Sí. Quiero repasarlo todo despacio.
—Bien. Volvemos dentro de unos minutos. Leroy, no contestes a ninguna pregunta con la que no te sientas cómodo.
—Vale.
Alter salió, seguido por Espy Martínez. Al cabo de unos segundos de silencio, Robinson empezó a formular preguntas más contundentes.
—Dime, Leroy, cuando cometías un allanamiento, ¿siempre te subías al autobús?
Jefferson se echó atrás en la silla, ligeramente distraído, jugueteando con un paquete de cigarrillos. Era obvio que se sentía bastante seguro y un tanto aburrido. Se encogió de hombros.
—No tenía coche.
—¿El mismo autobús todas las veces?
—Me llevaba adonde quería ir.
—¿No tenías miedo de que pudiera reconocerte el conductor?
—Qué va. Cambian mucho de conductores. Y yo lo cogía en noches distintas. Y siempre tenía mucho cuidado, ¿sabe?, de salir cuando conducía el del turno de noche y marcharme cuando llegaba el del turno siguiente.
—Eso es muy inteligente.
—No soy tan idiota como algunos drogatas.
—¿Por qué el mismo vecindario todas las veces?
—Porque allí viven viejos. Las casas son viejas. Las cerraduras son viejas. No había nadie que pudiera tener una pistola y darme un susto. Yo ni siquiera llevaba la mía.
Robinson asintió comprensivo.
—Claro. Tiene su lógica. Bien, cuéntame cómo es que escogiste la casa de Sophie Millstein.
—Ah, eso fue muy fácil. Me había fijado en ella en otro viaje. Bajé por el callejón que había detrás. No tenía mucha luz. Con esas puertas correderas, lo único que hay que hacer es sacarlas de las guías, y da igual la cerradura que tengan. Y entras.
—Bien, háblame de aquella noche.
—No era demasiado tarde, ¿sabe? Puede que las doce. Yo estaba justo en la parte de atrás, escondido al lado de los cubos de basura. Todo estaba tranquilo y en silencio. No había luces encendidas excepto en la planta de arriba, y estaban viendo la televisión con el volumen muy alto, lo cual iba a servirme para amortiguar cualquier ruido que hiciera.
—¿Sabías que ella estaba dentro?
Jefferson negó con la cabeza.
—No había luces, ni ruidos ni nada. Pensé que la casa estaba vacía.
Robinson asintió de nuevo. «Ya —se dijo—. Claro que pensaste que estaba vacía. ¡Y una mierda!» Pero se limitó a tomar nota mentalmente de aquella mentira y prosiguió.
—Así que estabas en la parte de atrás. ¿Cuánto tiempo te quedaste allí?
—Una media hora, quizás un poco más. Con esas cosas no me daba ninguna prisa. Hay muchos tíos, sabe, que se lanzan rompiéndolo todo y entran sin más. Yo era más cuidadoso, no quería que me pillaran.
—¿Y qué ocurrió?
—Tío, apareció un tipo que me dio un susto de muerte. Justo estaba empezando a prepararme, ya sabe, fisgando un poco, cuando capté un movimiento a un lado. Me quedé petrificado. No moví ni un pelo. Ya estaba agachado, ¿sabe?, teniendo cuidado. El tipo ese debía de estar observando, como a unos tres metros de mí. No sé cuánto tiempo llevaría allí, porque era tan silencioso que ni siquiera le oí respirar. Pensé que tenía que haberme visto, pero luego supuse que no porque estaba vigilando el apartamento y no esperaba que hubiera nadie más haciendo lo mismo. Donde estaba yo era como un agujero negro, sin ninguna luz, muy bien escondido.
—¿Así que no lo viste llegar?
—No, tío. Aquel tipo se movía como una aparición. Igual que un jodido fantasma, del poco ruido que hacía. No sé cuánto tiempo llevaba allí. Pudo ser un par de minutos o una hora. Por lo menos tanto como yo.
—Cuéntame qué viste.
—El tipo cruzó el patio y fue directo a la casa de la vieja. Era un tío de lo más hábil, se lo juro. No hizo nada de ruido. No era como esos que van a trompicones y manotazos, ya sabe. Aquel tipo no era la primera vez que hacía aquello, estoy seguro. Joder, abrió la puerta corredera tan deprisa que parecía que no estaba cerrada con llave. Sólo hizo un ruidito cuando rompió la cerradura, y luego entró.
—¿Qué hiciste tú?
—Bueno, lo primero que pensé fue largarme de allí, ¿sabe? Buscar otro sitio, porque imaginé que aquel tipo iba a dejar limpio el apartamento. Era un profesional, se le notaba, y no iba a dejarme nada a mí. Pero sentí curiosidad, ¿sabe? Me apetecía ver qué pasaba.
—Claro. Es lógico.
—Quiero decir que casi me dio por pensar que a lo mejor aprendía algo. —Jefferson rio brevemente—. Tío, vaya si aprendí.
—¿Y qué hiciste?
—Atravesé el jardín y fui hasta la puerta. No vi una mierda, así que entré sin hacer ruido. Era la cocina.
—¿Porque querías aprender?
—Eso es.
Robinson pensó para sí: «No porque pensaras que a lo mejor podías cargarte a ese tipo después de que él te hiciera el trabajo. Ibas a liquidarlo, allí mismo. Menos mal que no lo intentaste, porque la Sombra te habría matado tan rápido que ni siquiera te habrías dado cuenta.» Pero dijo:
—Continúa. ¿Qué sucedió después?
—Que los oí. El ruido venía del dormitorio. No era mucho, pero, tío, entendí lo que estaba pasando. Aquel tipo estaba matando a la vieja. No parecía que hubiera pelea, ni siquiera un poco de resistencia. Fue todo muy rápido, como si el tipo supiera lo que estaba haciendo. Oí que la vieja soltaba como un gritito, pero no chillaba de verdad, y se acabó. Y también oí un gato, ya sabe, el típico maullido. Eso también lo oí. Me escondí en un rincón procurando permanecer oculto, ya sabe. Y pensé: «Mierda, está matando a alguien, hay que largarse de aquí.» Pero antes de que pudiera echar a correr, el tipo estaba sólo a un metro de mí, tío, y se movía muy rápido, pero tan silencioso como antes. Salió por la puerta y se fue.
—¿Qué hiciste tú?
—Pues asomé rápidamente la cabeza y vi a la vieja entre las sábanas revueltas. No había mucha luz, sólo la de las farolas de la calle, ya sabe, que entraba por la ventana, pero suficiente para ver un joyero, así que cogí unas cuantas cosas.
—¿Tenías prisa?
—Claro. Tío, lo único que quería era salir de allí. Pero aquel tipo me lo había puesto fácil, y al fin y al cabo para aquello había ido yo a aquella casa, así que, qué diablos, quise aprovechar la oportunidad. Pero debí de hacer mucho ruido con los cajones y demás, porque se abrió una puerta en el piso de arriba y luego unos pasos, y alguien llamó a la puerta de la casa. Así que cogí todo lo que pude, ya sabe, todo lo que cupiera en una funda de almohada, y salí de allí. No debería haber sido tan avaricioso, ¿sabe? Si me hubiera largado enseguida, cuando oí llamar a la puerta, no me habría visto nadie. Pero tío, cuando uno anda buscando dinero, a veces no piensa bien las cosas.
—¿El collar?
—Sí. Lo vi cuando ya me marchaba. Vi aquellos diamantes. Tío, incluso a oscuras relucían. Pensé que algo me darían por ellos, así que le arranqué el collar del cuello a la vieja.
Robinson pensó: «Así se explica el arañazo post mórtem.»
—¿Y qué pasó después?
—Que un jodido viejo me vio huir, me vio de lleno. Y llamó a la policía. Eso es todo, lo demás ya lo sabe.
—Regresemos al hombre al que viste cometer el crimen...
—Era un tipo frío. Me dio escalofríos. No quiero volver a verlo. Entra en aquella casa y estrangula a una vieja sin razón, a mi modo de ver. Ni siquiera se lleva nada. Era un tipo frío.
Robinson hizo una pausa. Jefferson había cambiado de postura en la silla, se había erguido y había apoyado los brazos en la mesa, y en su voz se percibía una nerviosa tensión al describir el asesinato. Su actitud relajada y segura había cambiado, y notó una cierta expresión de miedo en su rostro.
—Cuando pensaba en ello, más tarde, ya sabe, después de recibir el dinero de Reggie, cuando me colocaba un poco, me entraba miedo, tío. Aquel tipo era un asesino.
Robinson se dio cuenta de que en el mundo grotesco en que vivía Leroy Jefferson, un asesinato que no llevara aparejado un beneficio obvio resultaba inquietante. Probablemente había decenas de homicidios en los que Leroy no habría vuelto a pensar nunca. Pero aquél lo ponía nervioso.
—No quisiera tropezarme con ese tipo en una noche oscura. —bromeó Jefferson, reclinándose en su silla—. Y a usted más le vale pensar lo mismo, inspector. Ese tipo era un asesino frío como el hielo.
—¿En algún momento le oíste decir algo?
—No. Era silencioso. Se movía con habilidad.
—De acuerdo, pero ¿lo reconocerías si volvieras a verlo?
—Claro. Lo vi con toda claridad. Joder, mejor de lo que el viejo me vio a mí cuando huía. Ese tipo no se movía a toda leche, ¿comprende? Actuaba con parsimonia, sin prisas, para hacerlo todo bien. Así que lo vi con total claridad. Primero fuera, y luego cuando pasó por mi lado para entrar en el apartamento. Menos mal que él no me vio a mí. Supongo que no esperaba tener a un negro pisándole los talones.
Robinson asintió otra vez. «Todavía tiene a un negro pisándole los talones, y no lo sabe.» Hizo una seña al dibujante, el cual se estiró igual que un perro que acaba de despertarse cerca de la chimenea y se acercó con su maleta.
—Es todo suyo —dijo Robinson.
—Muy bien, señor Jefferson —dijo el hombre—. Vamos a proceder muy despacio. Hágase una imagen mental del hombre que vio. Yo voy a mostrarle una serie de formas de cara distintas, y muy pronto tendremos un retrato de ese individuo.
Jefferson hizo un pequeño gesto con la mano.
—Por mí, vale.
El dibujante sacó una serie de transparencias sobre unas hojas de plástico translúcidas.
—Empezaremos con la barbilla. Voy a enseñarle varias formas, y usted ha de concentrarse en lo que recuerda. Mándeme parar cuando dé con la forma buena.
—Oiga, detective —dijo Jefferson—. Si detiene a ese tipo, ¿pedirá la pena de muerte, igual que ha hecho conmigo?
—Desde luego.
Leroy asintió con la cabeza y arrugó la frente en un gesto de concentración. Volvió la vista a las láminas de plástico.
—Jamás hubiera imaginado que iba a ayudar a la poli a freír a alguien —comentó—. Pero ese tipo era un asesino. —Señaló una de las formas esparcidas en la mesa frente a él—. Vamos a empezar con ésa —dijo.