Authors: John Katzenbach
—El Departamento de Investigación Judío —respondió Espy.
Hubo un silencio. Cuando la joven contestó, lo hizo lentamente:
—Sí, conocemos esa sección. Los cazadores.
—En efecto.
—Una fiscal de Miami, Florida, nos llama, así... ¿cómo dicen ustedes? ¿De sopetón? Sí, de sopetón, interesada por los cazadores. Pues resulta sumamente intrigante, señorita Martínez. ¿Qué desea saber?
—Estoy buscando información acerca de alguien que llamaban la Sombra...
—Der Schattenmann está muerto, señorita Martínez.
De nuevo el silencio flotó en el aire frente a ella.
—¿Por qué dice eso?
—Porque cuando una mujer de apellido Kubler, conocida como el Fantasma Rubio y que hizo cosas similares a las hechas por Der Schattenmann, fue detenida y juzgada, se le preguntó por varios de los otros cazadores, y contestó que fueron enviados al Este en los últimos transportes. ¿Sabe lo que significa eso, señorita Martínez? Significa que uno estaba muerto.
—¿Pero usted sabe algo de esa sección?
—Sí. De las actas del juicio de Kubler salió mucha información a la que sólo hemos tenido acceso recientemente porque esa mujer fue juzgada y encarcelada en la Alemania del Este. Hay muchos nombres que no conocíamos y hay otros documentos que se nos entregan en privado. Pero los datos de la Gestapo son muy valiosos, señorita Martínez, aunque desgraciadamente incompletos. ¿Pero por qué le interesa un hombre que a todas luces ya está muerto? ¿Es usted historiadora o periodista?
—Porque no creo que esté muerto.
—¿Der Schattenmann vivo? ¿Tiene alguna prueba?
—Tengo muertes, señorita Wasserman. Personas que aseguraron haberlo visto aquí, y a continuación fueron asesinadas.
—¿Personas? ¿Quién podría reconocer a Der Schattenmann?
—Pues un puñado de supervivientes.
Espy Martínez oyó que la joven daba un respingo y a continuación aguardaba, hasta que respondió:
—Necesito saber más. La ayudaré en todo lo que me sea posible, pero hemos de saber más. Si ese hombre está vivo, debe ser encontrado y castigado. Esto es importante, señorita Martínez. Crucial.
—Necesito nombres. Si podemos averiguar quién era en aquella época, tal vez podamos averiguar quién es ahora.
—Por supuesto. Me pondré a ello inmediatamente. La llamaré en cuanto tenga algo.
Y colgó, dejando a Espy con la certeza de que estaba haciendo progresos. Pensó en llamar a Walter para ponerlo al corriente, pero decidió esperar a saber algo. De modo que se puso a pasear impaciente por su pequeño despacho y a entretenerse con otros casos pendientes que últimamente había desatendido. Pero eso sólo sirvió para ponerla más nerviosa, y no tardó mucho en dejar a un lado aquellos expedientes y quedarse sentada a su mesa con la vista fija en el teléfono. El tiempo parecía pasar con cuentagotas mientras esperaba la llamada de la mujer de Austria.
Ya era más de la una cuando por fin sonó el teléfono.
—¿Señorita Martínez?
—¿Señorita Wasserman?
—Tengo varios nombres, pero antes debe prometerme una cosa.
—¿De qué se trata?
—De que si logra encontrar vivo a la Sombra, nos informará de lo que descubra. No solamente quién es, sino cómo escapó a la muerte en 1944 y cómo llegó a Estados Unidos. Todos los detalles de su pasado, señorita Martínez. No hay nada que no nos interese. —Hizo una pausa y añadió—: Envió a mucha gente a la muerte, señorita Martínez. Y a algunos los mató él personalmente. Es un hombre al que muchos quisieran llevar ante la justicia.
—Eso es lo que estoy intentando precisamente, señorita Wasserman —repuso Espy Martínez.
—Quizá no estemos hablando de la misma justicia.
—Le proporcionaré toda la información que pueda, siempre que con ello no ponga mi caso en peligro. A usted le interesan unas muertes ocurridas hace cincuenta años, pero yo quiero procesarle por asesinatos actuales cometidos aquí.
—Entiendo. —La mujer volvió a titubear—. Señorita Martínez, uno experimenta una sensación especial cuando por fin consigue acercarse a uno de esos hombres. Habitualmente son SS, personal de los campos de concentración. Desprenden un frío especial. Quizá sea debido a que llevan tantos años viviendo con mentiras tan tremendas, que han llegado a convencerse de que no hicieron nada malo... —Hizo otra pausa y luego concluyó—: He sacado cinco nombres de nuestros archivos, es todo lo que he podido conseguir en tan poco tiempo. No obstante, seguiré trabajando en ello. Hay dos que tenían el rango equivalente a mayor, lo cual quiere decir que en 1943 tendrían de treinta a cuarenta años, de modo que yo no esperaría que aún vivan. Los otros tres eran un capitán y dos sargentos, más jóvenes pero también menos importantes. Buena suerte. Dudo que colaboren, pero nunca se sabe.
Espy anotó los nombres y se los quedó mirando, mientras bebía café despacio, esperando a que amaneciera en Berlín. Cuando fueron las ocho de la mañana al otro lado del Atlántico, marcó el número del enlace policial de Bonn. Para su sorpresa, estaba sentado a su mesa.
—¿Algún resultado, señorita Martínez?
—Quizá. Tenía usted razón: se han mostrado deseosos de ayudar...
—Estaba seguro.
—Tengo varios nombres. ¿Podría pasarlos por algún banco de datos, listas de contribuyentes, permisos de conducir...? Todos serán ya ancianos...
—A ver qué puedo hacer. No se vaya muy lejos del teléfono. Voy a decir a la policía que han aparecido estos nombres en la investigación de un asesinato en Estados Unidos. Les diré que estamos buscando algún pariente cercano, o algo. La policía se mostrará recelosa, pero ya veremos.
Colgó y se reclinó en su sillón y observó cómo avanzaba la manilla del segundero del reloj de pared. El agotamiento empezó a embotarla y se pasó una mano por la cara. Apoyó la cabeza en la mesa.
La despertó el teléfono. Sobresaltada, casi perdió el equilibrio cuando alargó el brazo para coger el auricular. Lanzó una mirada al reloj y vio que eran casi las cinco de la mañana, y experimentó un momentáneo mareo al contestar. Era el enlace policial en Bonn.
—¿Señorita Martínez?
—Sí.
—Veo que está quemándose las pestañas. Debe de tenerle muchas ganas a ese individuo. ¿Qué tiempo hace en casa?
Ella se sacudió la somnolencia lo más rápidamente posible.
—Pues, que yo pueda decirle, dentro del Palacio de Justicia tenemos una temperatura constante de veinte grados. Llevo horas sin salir a la calle.
—Cómo lo echo de menos. Aquí no hay palmeras, ni tampoco hace ese maravilloso calor pegajoso de Florida. Uno no sabe lo que tiene hasta que se va a vivir a un lugar frío como Alemania.
—Supongo.
—En fin, le diré lo que le he conseguido. De esos cinco nombres, sólo dos han dado algún resultado introduciendo el factor de la edad y la ubicación. Son los hombres que usted calcula que tenían el rango de sargento. El apellido de uno de ellos, Friedman, es como Smith en Nueva York: hay cientos de ellos. El otro, el tal Wilmschmidt, es menos común. Aun así, he encontrado dos docenas de coincidencias repartidas por todo el país. Si quiere, puedo enviarle la lista entera por fax.
—De acuerdo —respondió ella en tono cansado—. Sería estupendo. Puedo empezar...
—Bien, se la enviaré, pero hay un apellido que me ha llamado la atención especialmente.
Espy se irguió.
—Le escucho.
—Bueno, la edad es la adecuada y todavía vive a las afueras de Berlín, pero lo importante es que según los archivos es un policía jubilado. Estuvo en activo en los años cuarenta. ¿Se acuerda de que le dije que muchos fueron asimilados durante la Ocupación?
—Claro.
—Bueno, pues recuerde cómo estaba este país en 1945. No había más que muerte y escombros. Así era. ¿Recuerda la historia? ¿El puente aéreo de Berlín? Fuera como fuese, alguien tenía que imponer el orden, así que los Aliados escogían a personas que tuvieran experiencia. De modo que si uno había pertenecido a la Gestapo, no le resultaba difícil dar el salto a la policía. No es más que una suposición, pero yo empezaría a buscar por ahí a mi hombre misterioso. Hasta ahora ha tenido suerte, ¿por qué no prueba con él?
Espy anotó el número y le dio el número de fax de la fiscalía de Dade. Se quedó contemplando el número, intentando ordenar los pensamientos y sacudirse el agotamiento.
¿Por qué no?, se dijo. Merecía la pena intentarlo.
Marcó el número, no muy segura de lo que iba a decir.
Hubo media docena de tonos antes de que contestaran.
—Hallo?
—Quisiera hablar con el señor Klaus Wilmschmidt. ¿Es usted?
—Was ist das? Ich spreche kein Englisch. Eine Minute...
El teléfono enmudeció, y poco después habló una voz titubeante, más joven:
—¿Diga? ¿Quién llama, por favor?
—¿Habla usted inglés?
—Sí. ¿Quién es, por favor?
—Me llamo Martínez. Soy fiscal del condado de Dade en Miami, Florida. Tengo entendido que el señor Klaus Wilmschmidt puede facilitarnos cierta información respecto a una investigación de asesinato. Quiero hablar con él.
—Sí, ésta es su casa. Yo soy su hija. Pero... ¿un asesinato? No entiendo. Mi padre nunca ha estado en Estados Unidos.
Espy oyó al fondo a alguien que preguntaba algo en alemán, pero la mujer lo mandó callar.
—La información que estamos buscando data de hace cincuenta años —añadió Espy—. De la sección 101 de la Gestapo en Berlín, durante la guerra. ¿Era ahí donde trabajaba su padre?
No hubo respuesta.
—¿Señorita Wilmschmidt?
La línea permaneció muda.
—¿Señorita Wilmschmidt?
Al otro lado se oyó un torrente de palabras en alemán, un diálogo breve y tenso, y después la hija contestó:
—Eso pertenece al pasado. Mi padre no puede ayudarla. Yo no lo permitiré. —Le temblaba la voz.
Espy habló deprisa.
—Intento averiguar algo acerca de un hombre que trabajó en esa sección. Alguien que quizás haya cometido asesinatos actualmente. Es importante. A lo mejor su padre posee alguna información...
—No quiere hablar de esa época. Pertenece al pasado, señorita... no recuerdo su nombre...
—Martínez.
—Señorita Martínez, mi padre ya es mayor, y esa época ha quedado muy atrás en nuestra historia. Él ha llevado una vida decente, señorita Martínez. Fue policía y un buen hombre. No pienso hacerle recordar esos tiempos. Ahora es mayor y no se encuentra bien, y se merece terminar su vida en paz. Así que no voy a ayudarla, no.
—Señorita Wilmschmidt, por favor, sólo una pregunta. Pregúntele si conoció a un hombre llamado Der Schattenmann. Si dice que no, entonces...
—Lo siento. Mi padre no se encuentra bien. Se merece un poco de paz.
—Señorita Wilmschmidt...
Antes de que pudiera terminar la súplica, volvió a oír al fondo la voz áspera que exigía algo en alemán, seguida de una serie de toses. La mujer le respondió enfadada, y hubo un airado intercambio de frases antes de que la hija volviera al teléfono.
—¿Qué nombre ha dicho, señorita Martínez?
—Der Schattenmann.
Espy oyó que la joven se apartaba del auricular y pronunciaba el nombre en cuestión. Hubo un silencio. Tras una pausa considerable, oyó más palabras en alemán. Luego la mujer regresó al auricular, con cierta vacilación en la voz, como si de pronto se hubiera asustado.
—¿Señorita Martínez?
—¿Sí? —Percibió que la hija del policía luchaba por reprimir un sollozo.
—Mi padre dice que está dispuesto a hablar con usted si viene aquí personalmente.
—¿Sabe algo?
—Estoy sorprendida. Nunca ha hablado de aquellos tiempos, por lo menos con... —Tomó aire y continuó—. ¿Vendrá? Él no puede viajar, está demasiado enfermo. Pero está dispuesto a hablar con usted.
Al fondo se oyó hablar en alemán otra vez.
—No entiendo nada —dijo la mujer.
—¿Qué pasa? —quiso saber Espy.
—Ha dicho que ha esperado esta llamada suya todos los días durante cincuenta años.
El hombre que una vez enseñó a matar
Walter Robinson se encontraba a pocos metros de los cuerpos de dos ancianos, hombre y mujer. Estaban el uno al lado del otro, tendidos en la cama conyugal, en un apartamento caro y bien cuidado que daba al mar. El hombre tenía puesto un esmoquin, la mujer, un vestido de noche pasado de moda, largo y de satén blanco hueso. Daban la impresión de una pareja recién llegada de un cotillón de Nochevieja. La mujer estaba cuidadosamente maquillada y llevaba unos pendientes de diamantes que relucían cada vez que el fotógrafo de la policía disparaba. El hombre parecía haberse recortado el bigote, poblado y canoso, y haberse peinado con laca. En el bolsillo de la chaqueta llevaba un pañuelo doblado de seda roja que aportaba una nota de color al traje negro, un detalle que le prestaba un toque de dandi desenfadado incluso después de muerto.
Sobre una mesilla de noche había un tubo de somníferos vacío, junto a dos copas de champán medio llenas. Una botella de Perrier Jouet, con las flores estampadas sobre el vidrio verde, se erguía en solitario en un cubo de plata para hielo.
Ojalá hubieran dejado una nota de suicidio. Sin embargo, la pareja se había preocupado de dejar todo el papeleo importante, pólizas de seguros, copias de sus testamentos, la hipoteca, las cuentas del banco, en un ordenado montoncito sobre la mesa del comedor. En el balcón había una mesa con varias plantas en macetas, y salió a tocar la tierra de cada una de ellas para ver si estaba mojada. Inspiró una profunda bocanada del aire húmedo que precedía al amanecer. Volvió la vista hacia el mar mientras la oscuridad nocturna iba disipándose a medida que transcurrían los minutos para dar paso al amanecer.
Volvió a entrar en la casa. En el dormitorio, el detective jefe estaba tomando notas sobre el doble suicidio, y Robinson se aproximó a él.
—También regaron las plantas —informó.
—Imagino que se ocuparon de todo —dijo el otro policía—. Hasta dejaron un paquete de sobres dirigidos a los familiares y una lista de instrucciones para la funeraria.
—¿Alguna idea de por qué?
El otro asintió con la cabeza.
—Observa el primero.
Entregó a Robinson un sobre de papel manila y éste extrajo los papeles que contenía. Eran informes y una carta de la consulta de un médico, grapados a un folleto titulado «Entender la enfermedad de Alzheimer».