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Authors: John Katzenbach

La sombra (56 page)

Frieda Kroner se sentó bruscamente en un sofá.

—Es una trampa, sí, pero nos la ha tendido la Sombra. —Se cruzó de brazos y repitió con voz temblorosa—: Viene a por nosotros.

El rabino se sentó a su lado.

—Frieda tiene razón —afirmó'—. Si salimos al pasillo moriremos.

—¡Y si nos quedamos aquí nos freiremos! —insistió el policía, mirando a la pareja de ancianos como si estuvieran chalados.

—Ni hablar —se obstinó la anciana—. Yo no me voy.

—Ni yo —dijo el rabino—. Así fue como acabó con muchos de nosotros. Esta vez no lo conseguirá.

—Están locos —dijo el policía—. Oigan, por favor, yo les acompañaré en todo momento. Aunque ese cabrón esté ahí fuera, no intentará nada estando yo con ustedes. ¡Venga vámonos!

—No y no —repitió Frieda.

El joven levantó los ojos implorando al cielo un poco de sensatez en aquellos dos viejos tercos.

—¡Vamos a morir! —gritó—. Señorita Martínez, ayúdeme.

Pero Espy tenía la mirada fija en los ancianos.

—De acuerdo —dijo el policía en tono inseguro, tras un breve silencio—. Escúchenme: saldré a echar un vistazo para asegurarme de que ese hombre no está aquí y luego volveré a por ustedes. Intentaré traer a un bombero. ¿Lo han entendido? Bien. Quédense aquí sentados, que yo regresaré con ayuda. Señorita Martínez, usted se viene conmigo, ¿de acuerdo? ¡Bien, vámonos!

Corrió hacia la puerta. Espy dio un paso detrás de él, pero se detuvo de pronto.

—No; vaya usted. Yo me quedo con ellos.

El policía se giró en redondo.

—No sea loca —le dijo.

—¡Váyase! —respondió ella—. Yo me quedo.

El joven titubeó unos segundos antes de abrir la puerta de un tirón y desaparecer por el pasillo, ahora desierto, en dirección a las escaleras.

Al principio los dos hombres guardaron silencio mientras el coche, con la luz de emergencia y la sirena destellando a todo trapo, atravesaba la somnolienta ciudad. Simon se aferró a la puerta hasta que se le pusieron los nudillos blancos debido a la tensión. La ciudad pasaba rauda por su lado, igual que una película a cámara rápida.

El inspector conducía sintiendo el aliento de la muerte en la nuca. Mientras el motor rugía y los neumáticos chirriaban, iba pensando que se enfrentaba a un problema de verdad. Todo lo que significaba algo para él de pronto parecía amenazado por la Sombra: la mujer que podría amar, su carrera, su futuro. Y comprender aquello le producía desesperación y furia. Aceleraba con más urgencia que nunca antes y jadeaba en busca del aire que la velocidad parecía robarle.

Cuando el coche perdió el rumbo brevemente y después se enderezó con un angustiante chirrido de neumáticos, Simon gruñó:

—¡Date prisa!

—¡Ya lo hago! —farfulló Robinson y apretó los dientes. Gritó un juramento cuando se les puso delante un deportivo rojo. Hubo un furioso intercambio de bocinas cuando lo adelantaron a toda velocidad.

—Sólo quedan dos manzanas —lo instó Winter.

Robinson distinguió el edificio allá delante. Vio el despliegue policial y las luces de los bomberos girando en la noche. Pisó el freno con los dos pies y el automóvil derrapó hasta el bordillo.

Se apearon a toda prisa y Robinson observó un momento la mezcolanza de gente en bata, pijama y albornoz que pululaba delante del bloque de apartamentos, y se apresuró a quitarse de en medio cuando los bomberos empezaron a extender las mangueras hacia una boca de riego mientras otros cogían botellas de oxígeno y hachas.

—¡Espy! —gritó—. ¡Espy! —Se volvió hacia Winter—. No la veo por aquí —chilló—. Voy a subir.

—¡Ve! —contestó Winter, instándolo con un gesto de la mano.

Pero en aquel preciso instante, mientras Robinson se daba la vuelta, Winter tuvo otra idea, un pensamiento frío e implacable como el acero. No fue detrás de Robinson cuando éste, frenético, cruzó disparado la calzada y, haciendo caso omiso de los gritos de protesta y avisos de peligro que le gritaban los bomberos, entró en el edificio. En vez de eso, Winter se dirigió hacia un lado de la calle y se ocultó en un espacio en sombras, al abrigo de un edificio, a escasos metros del sitio en que poco antes había estado la Sombra, aunque él no lo sabía. Buscaba un punto adecuado para poder verlo casi todo. Ante sí se extendía el panorama de bomberos y vehículos, policías y socorristas. Pero mantuvo la vista clavada en el grupo de personas que habían escapado del edificio y se movían asustadas y nerviosas, empujadas por el miedo y por los policías hacia un lado del edificio, en bata y con cara de angustia.

En los pasillos continuaba oyéndose la alarma. Espy se volvió hacia los ancianos cuando Frieda se levantaba del sofá.

—Hemos de prepararnos —dijo.

Pero antes de que pudiera moverse, de pronto el apartamento quedó sumido en la oscuridad.

Espy lanzó una exclamación ahogada.

—¡Conserven la calma! —exclamó el rabino—. ¿Dónde estás, Frieda?

—Estoy aquí. Aquí, rabino, a tu lado.

—¿Señorita Martínez?

—Estoy aquí. ¡Oh, Dios mío, cómo odio esto! ¿Dónde están las luces?

—Muy bien —dijo el anciano en tono calmo—. Esto es muy propio de él. Es hombre de oscuridad, lo sabemos. Se presentará aquí en cualquier momento. ¿Frieda?

—Estoy preparada, rabino.

Los tres permanecieron en el centro de la sala, atentos a cualquier sonido que no fuera la alarma de incendios. Al cabo de unos instantes, por detrás de dicho sonido, percibieron el aullido distante de sirenas que se acercaban. Y a continuación percibieron un olor penetrante y terrorífico que empezó a extenderse alrededor de ellos.

—¡Humo! —exclamó Espy con voz ahogada.

—¡Conservad la calma! —insistió el rabino.

—Yo estoy calmada —dijo Frieda—. Pero tenemos que prepararnos.

Su voz dio la impresión de desplazarse por la habitación, y Espy la oyó perderse en la cocina. Se oyó ruido de cajones que se abrían y cerraban, y después unos pasos que volvían. Casi al mismo tiempo, el rabino pareció moverse y Espy oyó un cajón que se abría y luego se cerraba de golpe.

—Muy bien —dijo Rubinstein—. Ahora vamos a esperar el regreso del policía.

El olor a humo, no fuerte pero sí insistente, formaba volutas a su alrededor.

—Paciencia —dijo el rabino.

—Coraje —añadió Frieda.

La joven fiscal sentía que la oscuridad la ahogaba, envolviéndola como la niebla de un cementerio. Se esforzaba por conservar la calma, pero poco a poco notaba en las entrañas la mordedura del pánico. Oyó su propia respiración, entrecortada y jadeante, como si cada inspiración no lograra llenarle los pulmones, y, al igual que una persona que se ahoga, sintió el impulso de forcejear para ascender a la superficie. Ya no sabía qué era lo que temía más: la noche, el incendio o aquel asesino que los ancianos tanto temían. Todas aquellas cosas se mezclaron en su imaginación junto con antiguos miedos sin resolver, y se quedó rígida como una estatua en la sala a oscuras, con la sensación de estar metida en una terrible centrifugadora.

Tosió y se ahogó.

Entonces oyó un sonido, amortiguado y cercano, un golpeteo urgente.

—¿Qué es eso? —susurró con voz ronca.

—No lo sé —respondió el rabino—. ¡Escuche!

El golpeteo parecía reverberar en la habitación y oyeron una voz fuerte y apremiante:

—¡Bomberos de Miami Beach! ¿Hay alguien ahí?

El golpeteo prosiguió, y la voz y el sonido se oyeron más cerca. Seguramente se trataba de un bombero que pasaba por los pasillos llamando a todas las puertas, en busca de posibles rezagados.

—Es un bombero —dijo—. ¡Nos sacará de aquí! ¡Vamos!

Y antes de que los ancianos pudieran reaccionar, cruzó la sala a trompicones y abrió la puerta de un tirón. El rabino y Frieda Kroner gritaban detrás de ella:

—¡No! ¡Espere! ¡No abra!

Espy se asomó al pasillo y chilló:

—¡Aquí! ¡Estamos aquí! ¡Necesitamos ayuda!

Le contestó un hombre desde algún sitio cercano de la oscuridad y logró distinguir una silueta que se aproximaba a ella.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó la voz.

—Sí, soy la ayudante del fiscal —respondió ella—, y también está el rabino y...

El golpe la alcanzó en el hombro y le sacudió la barbilla, la hizo girar y casi perder el conocimiento. Cayó de espaldas en el interior del apartamento dejando escapar una especie de gemido. No se desmayó, aunque todo le daba vueltas. De pronto se dio cuenta de que estaba en el suelo y de que había una silueta erguida sobre ella. Un haz de luz surcó la estancia, y en su estupor vio que el rabino tenía una linterna en la mano. También vio que la figura que se erguía sobre ella empuñaba un cuchillo con el que se disponía a atacarla, justo en el momento en que Rubinstein le iluminó la cara con el haz de luz. El intenso brillo pareció alterar la trayectoria del cuchillo, y Espy sintió que la hoja cortaba el aire justo por encima de ella.

La Sombra se incorporó alzando un brazo para bloquear la luz de la linterna, y no vio a Frieda Kroner, que había saltado junto a Espy blandiendo una extraña forma negra que descargó contra el hombre acompañada de un sonoro gruñido a causa del esfuerzo. Aquello se le clavó violentamente en el brazo produciendo un ruido sordo, metálico, y la Sombra aulló de dolor.

Desquiciada, la anciana chillaba en su lengua materna:

—Nein! Nein! Nicht dieses Mal! [¡No, no, esta vez no!] —Y descargaba el objeto una y otra vez.

El haz de luz se agitó y bailó por la sala cuando el rabino también se abalanzó contra la Sombra desde el lado contrario, de modo que éste, a horcajadas sobre la mujer tumbada en el suelo, se vio acorralado por ambos lados.

El rabino sostenía en su mano libre una enorme menorah de bronce que silbó al cortar el aire. Su primer golpe, acompañado de un fiero grito de batalla, le destrozó el hombro. La linterna se le cayó al suelo, y por un breve instante Espy vio al rabino adoptando la postura de un bateador de béisbol, preparado para un segundo golpe. Mareada, intentó levantarse, pero de nuevo se vio empujada contra el suelo por una pierna de la Sombra: el pie le golpeó el pecho, y por un momento creyó que la había apuñalado.

En aquel instante se preguntó si estaría muerta. Volvió a intentar levantarse y se esforzó por oír algo más aparte de los gritos guturales que profería Frieda Kroner, hasta que oyó jadear al rabino, sin aliento, igual que el que acaba de ganar una dura carrera:

—¡Se ha ido!

Y comprendió que aquello era verdad.

Tuvo la sensación de que el mundo enmudecía de repente, aunque en realidad en la sala resonaban todavía las sirenas y las alarmas.

Se giró a oscuras hacia Frieda Kroner, que le estaba hablando en alemán.

—Hören sie mich? Sind sie verletzt? Haben sie Schmerzen? [¿Se encuentra bien? ¿Está herida? ¿Le duele algo?]

Y, curiosamente, le pareció entenderlo todo.

—No se preocupe —respondió—. Estoy bien, señora Kroner. Estoy bien. ¿Con qué le ha golpeado?

De pronto la mujer soltó una carcajada.

—Con la tetera de hierro del rabino.

Rubinstein recogió su linterna y les apuntó a la cara. Espy pensó que todos debían de estar muy pálidos, como si la proximidad de la muerte les hubiera dejado un poquito de su color; pero Frieda lucía en los ojos una salvaje expresión de triunfo, como una valkiria.

—¡Ha salido huyendo! ¡El muy cobarde! —De pronto se interrumpió y dijo en un tono más sereno—: Supongo que hasta hoy nadie le había hecho frente...

—¡Tenemos que atraparlo! —ordenó el rabino—. ¡Ahora! ¡Es nuestra oportunidad!

Espy se recobró y asintió con la cabeza. Alargó la mano para coger la linterna del rabino.

—En efecto. Síganme.

Y los sacó al pasillo igual que un piloto huyendo a través de una densa niebla, atravesando la oscuridad en dirección a las escaleras.

Walter Robinson, luchando contra un pánico impropio de él, sin ver nada, intentaba avanzar a tientas en la oscuridad y correr al mismo tiempo. Subió a toda prisa por la escalera de emergencia, sus pisadas resonando en los peldaños de hormigón. Oía su propia respiración, áspera y trabajosa, puntuada a lo lejos por las sirenas y allí por la alarma.

No vio el cuerpo hasta que tropezó con él.

Igual que un bloqueo de un jugador de fútbol americano, lo lanzó hacia delante, y fue a dar con las manos contra la escalera en el momento de caer. Dejó escapar un grito de sorpresa y luchó por rehacerse.

Se recuperó y bajó una mano, casi temiendo tropezar con la piel marchita del rabino o de Frieda Kroner, o peor, con el suave cutis de Espy Martínez. Cuando palpó el bulto, al principio experimentó confusión. Después, tanteando en la oscuridad, tocó la placa del policía. Bruscamente retiró la mano y se dio cuenta de que la tenía cubierta de sangre.

Entonces gritó con todas sus fuerzas:

—¡Espy! ¡Ya voy!

Cualquier cosa, esperaba, que pudiera distraer al hombre que sin duda alguna se hallaba frente a él. Cualquier cosa que pudiera hacerlo titubear en su misión letal.

Seguía sin ver nada, y cualquier cosa que pudiera haber visto quedaría empañada por la cacofonía interior del miedo que sentía. Aferró la barandilla de la escalera y se lanzó hacia arriba, otra vez en dirección a la sexta planta.

Volvió a gritar:

—¡Espy!

En ese momento brilló en medio de la oscuridad un haz de luz y alguien contestó:

—¡Walter!

Gritó por tercera vez:

—¡Espy!

Entonces los vio a los tres, que apuntaban con una linterna en su dirección.

—¿Estás bien? —preguntó ansioso.

—Sí, sí —exclamó ella—. ¡Pero está aquí!

Robinson alargó una mano y agarró a Espy, la cual se abrazó a él con fuerza y le susurró:

—¡Dios mío, Walter, ha estado aquí! Y ha intentado matarme. El rabino y la señora Kroner me han salvado, y él ha huido. La señora lo golpeó con una tetera de hierro. Pero sigue estando por aquí, en alguna parte.

Robinson la apartó un paso y miró a la pareja de ancianos.

—¿Se encuentran bien? —les preguntó.

—Hemos de encontrarle —repuso el rabino.

El inspector empuñó el arma.

—Está aquí, en alguna parte de esta oscuridad —dijo el rabino—. En alguna parte del edificio.

Pero Frieda Kroner negó con la cabeza.

—No; ha huido. Puede que haya bajado por la otra escalera, la del otro extremo del edificio. ¡Deprisa, tenemos que ir detrás de él!

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