Authors: John Katzenbach
De modo que los cuatro, intentando darse prisa, Espy abrazada a Walter, y el rabino y la señora Kroner caminando con la lentitud de los años pero con la urgencia de la necesidad, comenzaron a bajar por la escalera. Robinson, linterna en mano, encabezó la marcha, y sólo se detuvo en el tercer piso para examinar brevemente el cadáver del joven policía. La anciana soltó una exclamación ahogada cuando el haz iluminó la roja mancha de sangre que empapaba el cuello del cadáver. Pero lo que dijo fue:
—¡Deprisa, deprisa, hay que impedir que se escape!
Simon Winter permaneció inmóvil en su espacio oscuro, observando la escena que se desarrollaba frente al edificio incendiado. Cuando uno está pescando en aguas poco profundas, llega un momento en que uno capta hasta la menor perturbación en la superficie, un movimiento producido por una forma invisible que empuja el agua en una dirección distinta del viento o las corrientes, y entonces descubre la proximidad de su presa. Era ese sutil cambio en los movimientos que tenía lugar delante del edificio lo que estaba buscando Winter. Se dijo: «Aquí hay un hombre cuya presencia no tiene nada que ver con el incendio, ni con la alarma, ni con haberse visto obligado a abandonar su cama en plena madrugada, sino con un asesinato.»
De modo que dejó que sus ojos escrutaran la escena en busca de aquel leve movimiento contracorriente. Cuando de pronto lo vio, se irguió y una perversa emoción le recorrió de arriba abajo.
Vio un hombre corpulento y ligeramente encorvado, vestido con ropa oscura y sencilla. Salió del edificio y permitió que un bombero le diera instrucciones y lo mandara hacia el grupo de personas que habían sido apartadas hacia un lado de la calle.
Winter dio unos pasos sin perderlo de vista.
Lo vio desaparecer entre la multitud, pasar de la primera fila al fondo del grupo. Los demás estaban todos mirando al frente, a sus hogares, intentando distinguir humo y llamas pero sin alcanzar a ver nada, esperando con ansiedad alguna información por parte de los bomberos y socorristas que entraban y salían del edificio sin pausa.
Pero aquel individuo no parecía tener aquellas preocupaciones. En cambio, se abrió paso entre la masa de gente angustiada, cabizbajo y ocultando el rostro, en dirección a la parte de atrás, hacia la oscuridad de la calle.
Simon aceleró el paso.
No alcanzaba a verle la cara, pero no le hacía falta. Por un instante se giró intentando localizar a Robinson u otro policía que pudiera ayudarlo, pero no vio a ninguno. Cayó en la cuenta de que él mismo había salido de las sombras a la acera, y de que su figura estaba iluminada de lleno por el brillante letrero de una tienda. Winter avanzó hacia el centro de la calle en el preciso instante en que el hombre levantó brevemente la vista y lo vio, allí de pie mirándolo fijamente.
Los dos hombres se quedaron paralizados al reconocerse.
Entonces, a su espalda, con una potencia que se sobrepuso a sirenas, alarmas y el ruido de los camiones de bomberos, Simon oyó una voz. Era una voz aguda pero no un chillido, sino más bien el grito de alarma de un centinela.
La voz habló en alemán y rasgó la noche:
—Der Schattenmann! Der Schattenmann! Er ist hier! Er ist hier!
La mañana
Simon Winter corrió con una velocidad impensable para su edad.
A su alrededor, la calle se asemejaba a una maraña de coches aparcados, setos y arbustos, cubos de basura y escombros. Avanzaba con la energía de un hombre mucho más joven, con un ritmo constante, rápido, diciéndose que aquello no era un sprint sino una maratón. A duras penas lograba distinguir la figura opaca de la Sombra, el cual saltaba de las tinieblas a la penumbra borrosa, esquivando los círculos de luz que arrojaban las farolas y los letreros luminosos de los comercios.
Al inicio de la carrera la Sombra le llevaba casi una manzana de ventaja, pero cuando salió de la bocacalle que daba a Ocean Drive, el viejo policía había acortado un tercio de la misma. Oía el sonido de sus zapatillas de baloncesto contra el ladrillo rojo de la acera, y alargó un poco más la zancada para que sus largas piernas fueran acortando la distancia con voracidad.
En la oscuridad que precede al amanecer, las calles se encontraban desiertas.
La gente joven que tanto abundaba por todas partes en Miami Beach había desaparecido debido a sus compromisos o su frustración, dejando los locales nocturnos en silencio y con las luces atenuadas. El habitual retumbar de música estridente se había evaporado. No había coches rápidos que hicieran chirriar los neumáticos con el típico fanfarroneo juvenil. No se oían risas ni voces enturbiadas por el alcohol. No había grupos de gente atestando las aceras y los pasajes en busca de ligue. Era esa hora muerta de la madrugada en que el cansancio afecta incluso a los jóvenes, poco antes de que la noche se retire y el alba empiece a surgir despacio por el horizonte en busca del nuevo día.
Hasta los coches de policía y camiones de bomberos que colapsaban la calle del rabino de pronto no eran más que algo lejano para Simon Winter. Si había sirenas, las oía distantes, como recuerdos de la infancia.
Corría a solas, salvo por el fantasma que corría delante de él. Iba zigzagueando por Ocean Drive, dejando atrás las débiles luces de los restaurantes y bares que poco antes se encontraban abarrotados de gente.
Winter respiraba hondo y oía el mar.
Estaba a su izquierda, discurriendo paralelo a la trayectoria que seguía él en pos de la Sombra. Oyó las olas imponiendo su eterno tatuaje a la costa.
Pasó raudo junto al último local nocturno y se internó entre enormes rascacielos, bloques monumentales que impedían ver la playa y el mar. Comenzó a sentir un flato en un costado, pero hizo caso omiso y siguió corriendo, centrado en el constante golpeteo de sus pisadas, con los ojos fijos en el hombre que corría allá delante y que ahora había adoptado también un ritmo regular.
«Lo voy a machacar a fuerza de hacerlo correr —pensó Winter—. Voy a perseguirlo hasta que caiga de rodillas agotado y sin resuello. Y entonces será mío, porque soy más fuerte que él.»
Se mordió el labio y dejó escapar el aire de los pulmones con un fuerte jadeo.
Había otros dolores menores que pugnaban por abrirse paso —una ampolla que le había salido en el pie, un dolor sordo en la pierna—, pero no les hizo caso e intentó negociar: «Si no me causas un calambre, músculo de la pantorrilla, te sumergiré en agua tibia durante largo rato, lo cual te gustará mucho y te restablecerá. Así que te prometo una cosa: concédeme esta carrera y te recompensaré con creces, pero no me causes un calambre ahora.» Y mientras se lo decía, el dolor pareció ceder y recuperó ligeramente el ritmo, deseoso de derrotar a la figura que corría por delante de él.
La Sombra ya no zigzagueaba de una sombra a otra sino que ahora avanzaba en línea recta, agitando los brazos, como empeñado sólo en poner mayor distancia entre él y su perseguidor.
Aquello infundió nuevos ánimos a Winter y un poco más de brío. Pensó: «Quizás ahora, por fin, después de tantos años, tú también llegues a saber el miedo que se siente cuando alguien te pisa los talones de forma implacable. Quizás ahora sepas lo que sintieron tantas personas. ¿Es duro, a que sí, querer esconderse pero no tener tiempo, y que el hombre que te persigue se te vaya acercando metro a metro...? Ahora estás sintiendo pánico por primera vez. Pues espero que te duela.»
Continuó corriendo, dejando que todo fuera quedando atrás hasta no ver otra cosa que la espalda de la Sombra, que huía manzana tras manzana, en línea recta, isla abajo, en dirección a la punta más meridional de Miami Beach.
Simon vio que la Sombra lanzaba una mirada hacia atrás y acto seguido aumentaba la velocidad, y comprendió lo que significaba aquello: el anuncio de una intentona de evasión. Así que, cuando el perseguido cambió de dirección de repente, como un futbolista en el campo de juego, para colarse por un pasaje que discurría por el lateral de un edificio de apartamentos, Winter estaba ya preparado, espantando al máximo, para que aquello no proporcionara a su presa ni un momento para ocultarse en algún rincón oscuro. La Sombra debió de notar que disminuía la distancia entre ambos, porque no titubeó. Se lanzó por el pasaje, salvó una valla con cierto apuro y enfiló hacia el ancho tramo de playa y el mar. Winter estaba preparado. La valla era de malla metálica, de unos dos metros de alto, puesta allí para impedir que la gente que caminaba por la arena entrase en aquella propiedad privada. Intentó valerse de la inercia de su carrera y, aferrándose a los eslabones metálicos, empezó a trepar hacia lo alto. Pasó una pierna por encima, pero se le trabó el pantalón en el borde y se precipitó hacia delante perdiendo momentáneamente el equilibrio.
Por un instante se sintió suspendido en el aire. Entonces se soltó y cayó pesadamente sobre la arena compacta.
Un intenso dolor le sacudió todo el cuerpo.
Una niebla roja le cubrió los ojos, y se sintió igual que un boxeador que ha recibido un puñetazo en el mentón y no está seguro de poder levantarse de la lona.
Se quedó sin respiración y un agudo vértigo lo desorientó momentáneamente. Tenía arena en la boca y se obligó a alzarse sobre una rodilla y sacudir la cabeza para aclararse la mente.
Observó la playa ceñudo. Bajo el tenue resplandor procedente del edificio de apartamentos, logró distinguir con dificultad la forma de la Sombra corriendo por la dura arena salpicada de piedras y corales, a doce metros de la orilla del mar rizado de blanco. La caída le había hecho perder la ventaja, de modo que se esforzó por incorporarse, hizo un rápido inventario de su cuerpo en busca de huesos rotos y no halló ninguno. Conmocionado, echó a andar con paso inseguro.
Simon inspiró una profunda bocanada de aire, apretó los dientes y empezó a correr de nuevo. Primero una zancada titubeante, después otra, ganando velocidad a pesar del dolor, recuperando el ritmo con la esperanza de no perder a su presa. Notó un hilo de sangre en la comisura del labio y una contusión que empezaba a inflamarse en la frente, y pensó que se habría hecho algún corte al caer al suelo. Pero a continuación colocó aquel dolor junto con las demás rigideces e incomodidades que de repente se habían puesto a protestar y siguió corriendo sin hacer caso de ninguna.
Las olas rompían contra la playa cada vez con más fuerza. Winter continuó la marcha, acompasando su cadencia con el ritmo del mar.
A su alrededor parecía ir disipándose la noche. De pronto tuvo conciencia de dónde se encontraba: atravesando a la carrera el punto situado en la punta misma de Miami Beach, donde habían encontrado la ropa del pobre Irving Silver, más allá del pequeño y vacío parque que había frente a Government Cut, con sus enormes bancos de tarpones, dirigiéndose a la alargada escollera de rocas que se internaba en el mar.
Mientras corría, iba pensando: «La Sombra ya ha estado aquí antes y se siente cómodo en esta oscuridad. Cree que le pertenece, pero no sabe que yo también he estado en estos lugares, de manera que son tan míos como suyos.»
Subió a las rocas y después a la pasarela de madera que utilizaban los pescadores. «Estás aquí —pensó—; ahí delante, en algún sitio.»
El ex policía escudriñó la noche desdibujada. Sus ojos recorrieron las formas negras y jorobadas de las rocas oscuras y voluminosas que formaban la escollera. Y pensó: «Una de esas figuras respira y espera.»
Desde donde terminaba la pasarela de los pescadores, la escollera se prolongaba todavía más de cuatrocientos metros adentrándose en el mar. Winter hizo un alto e introdujo una mano por debajo de su cazadora para sacar su viejo revólver reglamentario.
Acto seguido, avanzó hasta el final de la pasarela sin dejar de mirar atentamente el irregular conjunto de rocas, cuyas formas, negras y lisas, eran rociadas por la espuma blanca.
«¿Sabías que corrías en dirección al fin de la tierra?»
Asintió para sí mismo y echó a correr hacia la oscuridad, hacia donde sabía que no iba a encontrar luz.
Simon apoyó la mano en una barrera de madera construida en el límite de la plataforma. «Yo he pescado aquí —recordó—. Ha llegado la hora de pescar de nuevo.»
Sabía que un hombre cauteloso se limitaría a esperar allí hasta que comenzara a clarear el horizonte. Levantó la vista hacia el este y le pareció distinguir un tenue tono grisáceo al borde del mundo. Comprendió que si aguardaba muy pronto llegaría un coche de policía y el amanecer empezaría a moldear formas en la negrura de la noche. Pero aun pensando en ser paciente y esperar, y aun sabiendo que había perseguido a la Sombra hasta tenerlo acorralado, salvó la barrera de madera y saltó a las rocas húmedas y relucientes de la escollera. Continuó buscando al hombre que se escondía en la oscuridad que quedaba, allí delante. Y se dijo: «No le des tiempo para pensar ni para recuperar el aliento. No le concedas el tiempo que necesita para recobrarse y esperarte preparado. Saca partido del miedo de la persecución. Nadie le ha pisado los talones como lo has hecho tú esta noche. Atrápalo ahora, cuando se siente carcomido por la incertidumbre.» Parecía temer que si esperaba a que la media luz del alba asomara por el horizonte su presa fuera a evaporarse y desaparecer en la luminosidad del día.
«Esta es mi oportunidad —se dijo—. Ahora.»
Moviéndose despacio, procurando no resbalar en las rocas mojadas, fue avanzando lentamente hacia el final de la escollera. Iba alerta, en tensión, luchando por mantenerse firme y sabiendo que en alguna parte, dentro de aquella negrura, la Sombra estaba agazapado, esperándolo.
Murmuró una breve plegaria para que una ráfaga de luz proveniente de la urbanización para ricos de Fisher's Island tocara un momento la escollera, justo lo suficiente para permitirle ver a la Sombra en la grieta en que estuviera escondido. Sin embargo, su plegaria no obtuvo respuesta. Musitando una obscenidad, continuó avanzando con cautela, procurando asegurarse de cada paso que daba. Las zapatillas de baloncesto que le habían prestado tan buen servicio en la carrera por la calle ahora amenazaban con traicionarlo, porque le ofrecían escaso agarre sobre la satinada superficie de las rocas.
De repente perdió pie y tropezó, pero logró frenar antes de precipitarse al agua. Se arañó la rodilla con la arista de una roca, lo cual le produjo una punzada en toda la pierna. Maldijo en voz baja, para sus adentros, y volvió a ponerse en pie, ligeramente inestable. Aguardó unos momentos para escrutar el terreno entornando los ojos y observando atentamente las formas de las piedras.