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Authors: John Katzenbach

La sombra (26 page)

—¡Qué barbaridad! —exclamó la ayudante del fiscal entre risas.

—Ya sabe lo que se dice. Todo vale en el amor y en la guerra, y en este caso...

—¿Y ahora qué?

—Bueno, voy a llevar las huellas al laboratorio. Deberíamos poder situarlo en el piso de la anciana. Le tomé una fotografía y cuando la enseñé, junto con otras, a los conductores de autobús para que lo identificaran, situaron a Jefferson en el autobús adecuado a la hora adecuada. Mañana por la mañana enseñaré las fotografías al señor Kadosh para que lo identifique también. Como ese cabrón está en el hospital, queda descartado hacer una rueda de reconocimiento. Además, está el propietario de la casa de empeños, que declarará sobre los objetos robados. Presenté un montón de cargos contra el pobre Reginald, y también contra Yolanda. La mayoría de ellos era una chorrada, pero bastó para que los dos claudicaran. De todas formas, Lion-man hará el seguimiento para asegurarse. En el registro del domicilio de Jefferson no se encontró nada procedente de la casa de la víctima. Debió de haberse deshecho de todo en el Helping Hand. Pero, aun así, me parece bastante claro.

Espy Martínez asintió, pero su tono cambió.

—Alter me pareció muy seguro.

—A mí también.

—¿Por qué?

—No lo sé. No veo que tenga motivos para estarlo, salvo el hecho de que es un arrogante que siempre se muestra de lo más seguro hasta que se da cuenta de que no tiene defensa. Entonces corre a suplicar un trato. Eso será en un par de semanas. Déjelo que disfrute hasta entonces.

—No habrá trato. Son órdenes directas del jefe.

—Estupendo. Querrá uno, ¿sabe? Ésa será la estrategia de la defensa: encontrar algún punto débil que pueda explotar para preocuparnos de tal modo que, en lugar de arriesgarnos ante un jurado, lleguemos a un acuerdo por los veinticinco años de condena mínima.

—No creo que la fiscalía vaya a aceptar eso.

—Es lo que él intentará. Cualquier cosa que evite que Jefferson vaya al corredor de la muerte será una victoria para él.

—Ojalá hubiera confesado.

—Sí. Sería perfecto, ¿verdad? Y le habría arrancado una confesión al muy cabrón si no hubiera aparecido Alter.

—A los jurados les gusta tener una confesión en los casos de asesinato. Les da la certeza de que están haciendo lo correcto. Especialmente cuando tienen que votar por la pena de muerte.

—Ya lo sé. Pero tenemos casi todo lo demás.

—¿Podríamos repasarlo otra vez? Quizá podamos anticiparnos a cualquier problema si lo comentamos con calma. Preferiría estar preparada para cuando Alter ataque.

Robinson aprovechó la ocasión.

—¿Por qué no quedamos para cenar? Llevaré el expediente del caso y podemos comer algo mientras lo examinamos despacio...

Espy dudó y se ruborizó un poco.

—Walter, no sé si debemos mezclar el trabajo con...

No terminó, y Robinson se apresuró a hablar de nuevo.

—Oiga, no se preocupe por eso. Una cita de verdad sería ir al cine, al teatro, a un concierto, a un partido o a algo así. Ya me entiende, la iría a buscar a su casa con corbata, le llevaría flores y una caja de bombones, y le abriría la puerta del coche. En una cita de verdad te pones nervioso, charlas educadamente sobre temas intrascendentes y muestras buenos modales. Esto es otra cosa. Siento como si le debiera algo por lo de la otra noche. Verá, no se suponía que tuviera que terminar disparando a alguien. Me siento culpable por eso.

—No fue culpa suya —respondió ella con una sonrisa.

—Ya, pero lo cierto es que las cosas no salieron como había previsto.

—Oiga —bromeó—, ¿cree que me importa que de repente todo el mundo me considere peligrosa?

—¿Peligrosa y decidida?

—Exacto. Resuelta a todo. Una mujer de armas tomar.

Ambos rieron.

—Muy bien —dijo—. Mañana por la noche.

—¿Paso a recogerla por su oficina?

—No, por mi casa. ¿Recuerda cómo llegar?

Él lo recordaba.

Naturalmente, sólo hablaron del caso de forma superficial al principio de la velada, casi como si fuera un estorbo necesario. La llevó a un restaurante al aire libre que daba a la bahía de Vizcaíno, la clase de sitio en que el camarero se mueve dándose aires y sirve una comida mediocre disimulada con salsas fuertes y una vista espectacular. Mientras estaban ahí sentados, Robinson veía cómo las tonalidades azules del agua se iban oscureciendo desde alta mar hasta la costa; pasaban de un azul cielo a uno más oscuro y, finalmente, a un azul marino intenso que casi no se distinguía del negro y que anunciaba la noche veraniega. Las luces de la ciudad parpadeaban y parecían salpicar la superficie del agua como si un artista impresionista las hubiera pintado en las ondulantes olas.

Ella estaba sentada delante de él, y sabía que la situación contenía el proverbial romanticismo de los trópicos. Notaba una ligera brisa que le atravesaba los pliegues del vestido holgado que llevaba y le acariciaba lugares ocultos con la familiaridad de un viejo amante. Echó la cabeza atrás y se pasó la mano por el pelo. Miró a Robinson, pensó que era guapísimo, y pensó también que si sus padres la vieran sentada con un negro, no le hablarían en días, a no ser que se tratara exclusivamente de una reunión de trabajo. Así que, en deferencia a esta imagen y para dar por lo menos la impresión de trabajar, preguntó:

—¿Hablamos un poco de Jefferson?

—Claro —sonrió Robinson—. Una cena de trabajo. Diría que el futuro de Leroy Jefferson se ve negro, lo que podría ser un juego de palabras, pero no mezclaremos la raza en esto.

—¿Y qué tenemos?

—Bueno, esta tarde, antes de irme del trabajo, recibí una llamada de Harry Harrison (¿cómo es posible que alguien se llame así?), de Huellas Dactilares. ¿Adivina de quién aparecieron huellas en un cajón de la cómoda de Sophie Millstein?

—¿De nuestro hombre?

—Exacto.

—Bueno, pues ya está, ¿no?

—Sí. Podría decirse que sí. Harry dijo que todavía tiene que comprobar las huellas del joyero y de la puerta corredera de cristal, y también la que obtuvieron del cuello de la víctima, pero pensaba que nos gustaría saber los resultados obtenidos hasta ahora.

—Jefferson está acabado.

—Y Kadosh hizo una identificación bastante buena a partir de las fotografías.

—¿Qué quiere decir «bastante buena»?

—Eligió la fotografía de Jefferson y dijo que no podía estar completamente seguro sin ver al hombre en persona, pero que estaba bastante seguro de que era él. La clave es mantenerlo separado de su mujer. Es la clase de hombre acostumbrado a que ella le diga qué debe pensar, y tiene una opinión sobre todo.

—¿Todo?

—Todo. Te lo aseguro.

—¿Y?

—Y no veo el problema. Si es que lo hay.

—¿Adónde nos lleva eso?

—Pues aquí —sonrió Robinson—. ¿Una copa de vino?

Espy asintió. Observó cómo le llenaba la copa y después bebió despacio, saboreando su aroma fresco y afrutado. Dirigió los ojos hacia la bahía y se le ocurrió que lo que estaba pensando era cómo sumergirse en las olas al anochecer.

—Dígame, Walter, ¿quién es usted?

—¿Quién soy? —sonrió—. Soy un inspector de policía que casi se licenció en Derecho y...

—No. —Levantó una mano—. No qué es. Quién es.

A Robinson le pareció captar ansiedad en su voz, y de repente se dio cuenta de que le preguntaba más de lo que se había imaginado. Sintió una reticencia momentánea, pero empezó a hablar despacio, en voz baja, casi como si estuviera conspirando algo.

—Nado —explicó a la vez que señalaba la bahía con una mano—. Nado solo, cuando nadie me ve, lejos de la costa. En aguas profundas. A kilómetro y medio como mínimo. A veces, incluso a tres.

Se detuvo. No describió lo que le gustaba hacer, que era conducir hasta la punta del cayo Vizcaíno, donde estaba el parque nacional, en cabo Florida, a última hora de la tarde, cuando todos los turistas colorados como gambas y los adolescentes borrachos de cerveza ya habían recogido las cosas y trataban de llegar a casa antes del anochecer. Entonces se metía en el agua y, dando potentes brazadas, nadaba contra las olas hasta pasar las boyas rojas y blancas, más allá del límite, donde notaba cómo las corrientes de marea tiraban de sus brazos y sus piernas en distintas direcciones. Luego se volvía para mirar hacia el cayo y sus hileras de bloques de pisos, o hacia más allá del antiguo faro de ladrillo abandonado, donde el océano se une a la bahía. Dejaba que las aguas lo mecieran, como si quisieran convencerlo de que eran seguras, cuando sabía que no lo eran. Pasados unos instantes, inspiraba hondo y reanudaba la lucha contra los flujos y las corrientes, esquivando alguna que otra carabela portuguesa con su picadura mortal, evitando pensar en los tiburones, tentando al agotamiento y la muerte que éste conllevaba de modo inevitable, hasta que tocaba la arena con los pies y llegaba a la playa, de nuevo a salvo, respirando con dificultad.

—¿Por qué nada? —preguntó ella en voz baja.

—Porque cuando era pequeño, en Coconut Grove, ningún niño negro aprendía a nadar. No había piscinas y la playa estaba a tres transbordos de autobús. Vivíamos en el condado con más agua de todo el país (¿sabía eso?), pero nunca aprendíamos a nadar. Recuerdo que, más o menos cada año, en el periódico salía la historia de algún niño negro que se había ahogado en un canal, donde estaba pescando o capturando ranas, o simplemente jugando. Había resbalado y se había caído en metro y medio de agua. Presa de pánico, había forcejeado y gritado, pero no había nadie y se había ahogado. Los niños blancos no se ahogaban nunca. Tenían piscinas en los patios de sus casas y les enseñaban a nadar, ¿sabes? Braza crol, espalda y mariposa. Ellos sólo se habrían mojado, y quizás habrían tenido que oír una reprimenda por llegar a casa empapados. —Dejó la copa de vino en la mesa—. Sueno enfadado, y no quiero sonar enfadado.

Ella sacudió la cabeza. Se dio cuenta de que él le había contado algo importante, casi como una pista escondida en una página de una novela de misterio y que más adelante comprendería su importancia.

—No —dijo—. Me lo hace más fácil.

—¿Qué le hace más fácil?

Ella no contestó. Intentaba comprender lo que estaba pasando.

—Bueno, Espy, ahora quiero hacerle yo una pregunta —indicó Robinson tras un silencio.

—Dispare. —Rió un poco—. Puede que no sea una buena elección de palabras para mí.

—Dígame por qué está sola.

—¿A qué se refiere?

Robinson hizo un pequeño gesto con la mano, como para decir: eres joven, bonita, culta e inteligente, y deberías estar rodeada de pretendientes. Lo que ella se tomó como un cumplido.

—Porque no he encontrado a nadie que...

Se detuvo, sin saber muy bien cómo seguir. Por un instante, esperó que Robinson rompiera el silencio con otra pregunta, pero comprendió que no lo haría, de modo que prosiguió con una ligera vacilación en la voz.

—Supongo que es por mi hermano. —Inspiró hondo—. Mi pobre hermano muerto. El tonto de mi pobre hermano muerto.

—No lo sabía, lo siento.

—No. No pasa nada. De eso hace casi doce años. El fin de semana del día del Trabajo. La semana siguiente iba a empezar el nuevo curso en la facultad de Derecho.

—¿Un accidente de coche?

—No, nada tan inocente. Regresaba de un viaje para hacer snorkel en los cayos con un par de amigos de la universidad. Se estaba haciendo tarde, y se pararon en una tienda para comprar algo de comida. Ya sabe, chorradas: patatas fritas, cervezas, tentempiés y todas esas cosas que los varones de veintidós años consumen con tanto entusiasmo. El caso es que ahí estaban, en una tienda que era medio bodega, medio supermercado, a la salida de la carretera South Dixie, mucho más abajo de Kendall, cargados con todas esas chucherías. Mi hermano estaba bromeando con la señora cubana que llevaba la tienda. Le preguntaba si tenía una hija y, de no ser así, si estaba soltera. Ya sabes, todo muy amistoso. Y los dos reían y hablaban en español, y él tomaba el pelo a sus amigos porque eran anglosajones y no entendían lo que se decían la mujer y él. Entonces entró un hombre con una media en la cabeza, armado con un Magnum del cuarenta y cuatro. Gritó que todo el mundo se echara al suelo y que le dieran el dinero que había en la caja. Y todos se quedaron petrificados e hicieron lo que les ordenaba, pero el tipo estaba nervioso, ¿sabe? Supongo que porque iría colocado, o puede que tuviera malas entrañas, o que no le gustaran los latinos, no lo sé, pero cuando la mujer dudó, le golpeó la cara con el revólver. Hacía un momento que estaba bromeando y coqueteando con mi hermano, con el tonto de mi pobre hermano, y antes de darse cuenta estaba sangrando con la nariz reventada y la mandíbula rota. Y mi hermano se incorporó hasta quedarse de rodillas, nada más, y le gritó al hombre que parara, que la dejara en paz, y el hombre lo miró un segundo, soltó una carcajada como si no supiera quién estaba más loco, si mi hermano o él, y le disparó en pleno pecho. Una vez. ¡Pum! La mujer gritó y empezó a rezar, y los amigos de mi hermano se quedaron pegados al suelo imaginando que ellos irían después. Y tenían razón, porque el hombre se volvió hacia ellos, los apuntó con el Magnum y apretó el gatillo. Una vez. Dos veces. Luego se giró y apuntó a la mujer, y apretó el gatillo una tercera vez. Y tampoco nada. Clic, clic, clic. Estaban demasiado impresionados y asustados para darse cuenta de que aquel cabrón sólo tenía una bala. El hombre soltó una carcajada y se marchó de la tienda con el dinero de la caja y una bolsa de Doritos... —Volvió a inspirar hondo—. Una bala y una bolsa de Doritos.

—Lo siento... —empezó él, pero la joven levantó la mano.

—El tonto de mi pobre hermano, que debería haberse quedado callado, aunque él no era así; ni siquiera llegó con vida al hospital de South Miami.

—Está bien, si no quiere... —dijo Robinson, sin saber si quería o no que ella continuara.

—No —replicó Martínez en voz baja—. Debo sacar todo esto fuera. Tenía quince años y estaba en la cama, durmiendo. Oí que mis padres lloraban y después se fueron al hospital. Me dejaron sola en casa. Pasé la noche sentada en la oscuridad esperando su regreso. No volví a ver a mi hermano, excepto en el funeral, y entonces no parecía él, ¿sabe? Quiero decir que no sonreía ni me chinchaba como hacía siempre. Fue tres días antes de que celebrara mi decimoquinto cumpleaños. ¿Sabe qué es eso?

—Bueno, más o menos. Es una fiesta que las chicas latinas celebran cuando cumplen esa edad.

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