Authors: John Katzenbach
«Dime algo, lo que sea», pidió en silencio. Pero el piso no le reveló nada. Un rayo crepuscular iluminaba una pared. Abrió la puerta de su casa y entró tras dejar que el aire fresco lo reconfortara como una buena idea. Se felicitó de haber dejado el aire acondicionado en marcha, y sólo se preocupó un momento por la factura de la electricidad, que reflejaría inevitablemente sus hábitos derrochadores. Cuando entró en el salón, vio que había un mensaje en el contestador automático. Sediento de repente, le apetecía beber algo. Le pareció recordar que tenía limonada en la nevera y dio un paso en esa dirección, pero se detuvo y se volvió hacia el aparato.
Pulsó la tecla de reproducción y, tras unos pitidos y unos ruidos electrónicos, oyó la voz del rabino. Sonaba distante, metálica, pero la ansiedad que contenía cada palabra resultaba evidente.
«¿Señor Winter? Llámeme en cuanto pueda, por favor...» Hubo un momento de duda antes de que el rabino añadiera: «Se trata de Irving Silver. Ha desaparecido.» Hubo otra pausa y, a continuación, de nuevo su voz: «Me equivoqué. ¡Oh, Dios mío! Deberíamos haberle dejado conseguir una pistola...» Ahí acababa el mensaje.
El hombre desaparecido
Podía ver en sus rostros cómo la rabia y el miedo se disputaban el control.
Simon Winter saludó a Frieda Kroner y al rabino Rubinstein con un pequeño gesto y se acercó rápidamente a ellos. Estaban en el largo porche del Columbus, un viejo hotel residencial situado a una manzana del mar. Sus paredes blancas parecían brillar contra la negrura reluciente de la noche, como los rescoldos grises de un fuego casi extinguido. Sabía que en pleno día, el porche habría estado ocupado por los residentes más ancianos tomando el sol, pero ahora estaba vacío, salvo por dos docenas de sillas plegables esparcidas y las dos personas que lo esperaban ansiosas.
El rabino se frotaba la frente, nervioso, como si intentara borrar algún pensamiento. Con la otra mano sujetaba contra el pecho un ejemplar del Antiguo Testamento encuadernado en negro. Vio que Winter se había fijado en eso y, sin más, comentó:
—En momentos como éste, la palabra de Dios reconforta, detective.
—¿Y qué dice?
—Que confiemos en Su sabiduría.
«Eso es lo que siempre dice», pensó Simon.
Frieda Kroner señaló la entrada del hotel.
—Irving debería estar ahí —dijo—. Se ha ido. —Dudó un instante y añadió—: La Sombra lo ha encontrado.
—¿Por qué está tan segura? —quiso saber Winter.
La mujer no le respondió, y tampoco el rabino. En lugar de eso, se volvió y se abalanzó escalones arriba, con tal ímpetu que pareció arrastrar a los demás tras ella. Winter se detuvo cuando los tres entraron en el vestíbulo. En una pared había un mural descolorido que mostraba a Colón llegando al Nuevo Mundo, retratado con el aspecto estilizado y ficticio de los años treinta: todos los gestos eran heroicos, todos los personajes, tanto nativos como españoles tenían un aire tranquilo y reverencial, como si supieran el momento histórico que estaban protagonizando. No había el menor indicio de lucha, de sangre, de miedo, ni de ninguna de las cosas que ocurrirían poco después. Delante del mural había un viejo sofá de piel negro. Sentado en su centro, un hombre delgado y canoso leía un periódico en yiddish. Alzó los ojos hacia ellos cuando entraron y después volvió a concentrarse en su lectura. Pero Simon Winter se fijó en que había dejado las gafas en el asiento, de modo que en realidad los estaba escuchando y observando. Pensó que a veces la curiosidad parece propia de los muy jóvenes o de los muy mayores.
—Por aquí —indicó Frieda. Lo cogió por el codo y lo llevó hacia el rincón del vestíbulo, donde había un hombre sentado ante un pequeño mostrador adornado con una anticuada centralita telefónica de clavijas. Era más joven que ellos, e hispano. Cuando se acercaron, se encogió de hombros.
—Señora Kroner —dijo en un inglés con marcado acento—. ¿Qué puedo decir? No sé nada del señor Silver. Nada en absoluto.
—¿Habló con usted la policía?
—Sí. Sí, claro. Justo después de que usted los llama. Me preguntan si es normal que el señor Silver no está aquí y yo digo sí, y me preguntan si noto algo anormal o extraño, pero no noto nada, y me dan un número y tengo que llamar si sé algo, pero ya está.
—Ridículo —masculló la mujer—. Der Schattenmann nos está matando y la policía quiere saber si notamos algo anormal. ¡Por Dios! —Sacudió la cabeza—. Quiero que nos deje entrar al piso del señor Silver.
—Señora Kroner, yo...
—Inmediatamente.
—Pero esto es...
—José —dijo muy erguida, con una expresión de exigencia inapelable—, ahora mismo. —Señaló con la mano al rabino—. Este hombre es rabino. No puede hacerle esperar.
Habló con tanta autoridad que el recepcionista se levantó y saludó con la cabeza al rabino Rubinstein.
—Pero sólo un minuto, señora Kroner, por favor.
El reducido piso de Irving Silver estaba inmaculado. Unos cuantos libros ordenados por altura en un estante, revistas dispuestas con cuidado en una mesita de centro, como en una exposición, de modo que pudieran leerse los títulos con facilidad. Sobre una cómoda había las habituales fotografías de familiares lejanos. Simon Winter pasó una mano por la superficie. Tras él, el rabino y la señora Kroner lo observaban expectantes, como si esperaran algún veredicto. Recorrió deprisa el reducido espacio; era un piso de un solo dormitorio, más pequeño aún que el de Sophie Millstein o el suyo. La cama estaba meticulosamente hecha. Se detuvo junto a una barata mesa de cocina que estaba puesta para dos. Silver había estado esperando compañía. No había ningún indicio de lucha, ni de que hubieran forzado la entrada ni de que se hubieran llevado a Silver por la fuerza. En resumen, lo que Winter vio era el piso de un hombre que podría haber salido a comprar algo a la tienda de la esquina y que podría regresar en cualquier momento.
Se volvió hacia los demás.
—¿Lo ve? —comentó Frieda a la vez que señalaba los cubiertos para dos. Acto seguido, el dedo empezó a oscilarle en el aire y Simon vio cómo empezaba a temblarle la mandíbula al pronunciar las siguientes palabras—: Irving está muerto.
El rabino se giró y rodeó los hombros de la anciana con un brazo mientras ésta sollozaba de nuevo. Pero dirigió los ojos hacia Winter y asintió.
En el pasillo, José, el recepcionista, se movía de un lado para otro, impaciente.
—Por favor, señora Kroner, no es necesariamente posible cierto —dijo—. Tengo que cerrar la llave, por favor.
De vuelta en el vestíbulo, Winter vio que el hombre que leía delante del mural había desaparecido. Frieda Kroner seguía llorando mientras el rabino la llevaba hacia la salida. Pero cuando llegaron a la acera, se enderezó de repente y se soltó del brazo de Rubinstein. Miró con los ojos desorbitados a los dos hombres, se hizo a un lado, se volvió hacia la calle vacía y con voz fuerte, furiosa, gritó en su alemán nativo:
—¡Esta vez no te saldrás con la tuya! —Las palabras resonaron huecas calle abajo.
Winter trató de consolarla.
—Señora Kroner, no veo nada que sugiera que...
Ella se giró hacia él hecha un basilisco.
—¿Era detective y no puede verlo? —le reprochó.
El rabino dio una palmada de frustración.
—Así era entonces. ¡Así sigue siendo ahora!
—Deberíamos haberlo sabido —comentó la anciana con amargura—. Nosotros más que nadie. Si esperas, si no haces nada, si te quedas de brazos cruzados, vendrán a por ti... —Vaciló y sacudió la cabeza—. No. No vendrán; vendrá. Él vendrá a por ti. Esta vez sólo es él. Pero es lo mismo, detective. Si uno no hace nada...
—Morirá —sentenció con frialdad el rabino—. Nada ha cambiado. Nos encontrará, y moriremos.
—Como hizo con la pobre Sophie y al señor Stein, y ahora Irving. —Estaba situada bajo la luz tenue de la entrada del hotel, observando las franjas de oscuridad que se fusionaban con el paisaje urbano—. Irving se ha ido —dijo—. La Sombra lo encontró.
—Se lo dije —añadió en voz baja el rabino Rubinstein—. Se lo dije. Tiene la intención de matarnos a todos.
Frieda Kroner suspiró hondo y asintió con la cabeza. Contuvo medio grito ahogado, medio sollozo, y Simon Winter vio que tenía los ojos enrojecidos.
—Debe de pensar que Irving no es un hombre demasiado agradable, señor Winter —comentó—, pero se equivoca. Es muy amable, y una buena compañía, especialmente para una vieja viuda solitaria como yo. Y ahora ya no está. No creí que ocurriría. —Por un instante pareció tambalearse al borde del dolor, y luego emitió un gruñido furioso, gutural, como de animal herido—. Pero siempre fue así —añadió con voz áspera—. Los tenías ahí, a tu lado, y de repente, sin que te dieras cuenta, ya no estaban. Habían desaparecido. Se habían desvanecido como si se los hubiera tragado la tierra.
—Es verdad, detective —corroboró el rabino—. Pronto no quedará ninguno de nosotros y nadie recordará a la Sombra.
—Retrocedamos —pidió Simon—. Empecemos por el principio. ¿Por qué están tan seguros de que el señor Silver ha desaparecido? ¿A qué se refieren cuando dicen que se ha ido?
—Que se ha ido significa que está muerto —contestó Frieda Kroner con brusquedad—. Siempre fue así.
—¿Cómo?
El rabino levantó la mano con gesto conciliador.
—Cuéntale al señor Winter para que lo entienda, Frieda.
La mujer observó un instante al rabino antes de hablar:
—Irving era un hombre de costumbres fijas. Los lunes iba a la pescadería, a la frutería y, por último, al supermercado. Después llevaba las compras a casa y las guardaba. A continuación, iba a la biblioteca a leer los periódicos y, acto seguido, daba un paseo corto por el paseo entarimado hasta que, finalmente, regresaba a casa y me telefoneaba, y a lo mejor íbamos al cine porque los lunes no hay tanta gente como los fines de semana. Los miércoles Irving asistía al club de bridge por la tarde, después de venir a mi casa a recogerme, y a veces se quedaba ahí hasta tarde. Los jueves tenía una tertulia en la biblioteca. Los viernes hay servicio religioso por la tarde. Éstas son las cosas que constituían la vida actual de Irving, lo mismo que la mía, y la del rabino también. No es distinta de la de muchos supervivientes, señor Winter. Vivimos con orden y disciplina. Es como si, de algún modo, los nazis nos hubieran instalado un reloj. Así, si llego a casa de Irving y no está ahí para asistir al bingo del centro cívico, como todos los martes, sé que está en un apuro. Y sólo hay tres clases de apuros para la gente como nosotros, señor Winter.
—¿Cuáles, señora Kroner?
—Uno es la enfermedad. La enfermedad y la edad, señor Winter. A veces parecen lo mismo. A lo mejor Irving tuvo un ataque o un accidente...
—Pero llamamos a los hospitales, y no tienen constancia de él —terció el rabino.
—Y otro, la violencia. A lo mejor alguno de estos jóvenes que se están apoderando de South Beach con su bullicio y sus coches rápidos lo asaltó en algún callejón...
—Pero la policía no tiene constancia de ello —intervino de nuevo el rabino.
—Y después, claro, está Der Schattenmann.
—¿Han hablado con la policía?
—Sí, por supuesto. De inmediato —respondió Rubinstein—. Nos dijeron que no puedes denunciar la desaparición de una persona hasta pasadas veinticuatro horas, pero tuvieron la amabilidad de comprobar los accidentes y delitos para informarnos. Y nos comentaron que, de todos modos, no pueden hacer gran cosa.
—No hasta que no encuentren un cadáver. O indicios de que se haya cometido un crimen —añadió Frieda con amargura—. Una persona mayor de Miami Beach que no está en casa a las horas habituales no les parece el crimen del siglo, detective. No lo tratan como el secuestro del hijo de Lindbergh. Son educados pero nada más. Sólo educados. —A continuación, siseó para sí misma—: ¡La Sombra vive entre nosotros, y ellos son educados!
Simon Winter asintió. Conocía la situación. A falta de una nota de secuestro, una escena del crimen con manchas de sangre u otro indicio manifiesto e inconfundible, la policía se limitaría a enviar un teletipo a las demás fuerzas del orden locales y a informar a los agentes para que estuvieran atentos, tal vez con la distribución de una fotografía al pasar lista.
—Díganme, ¿podría tener alguna otra explicación su desaparición?
—¿Como cuál?
—El miedo. A lo mejor fue a visitar a algún familiar...
—¿Sin decírnoslo?
Parecía poco probable.
—¿Ha tenido despistes? ¿Alguna pérdida temporal de memoria?
El rabino sacudió la cabeza, enfadado.
—¡No chocheamos! ¡Ninguno de nosotros sufre demencia senil, gracias a Dios! ¡Si Irving ha desaparecido sólo puede haber una explicación!
Simon Winter reflexionó. Todos los ancianos de South Beach eran animales de costumbres, algunos en extremo, como Irving Silver, Sophie Millstein y Herman Stein. Todos ellos habían construido sus vidas alrededor de momentos de certeza, como si la exigencia inflexible de una cita, de un horario, de un encuentro, de una comida o una medicación impidiera que la espontaneidad de la muerte accediera a sus vidas.
«¿Y quién puede ser más vulnerable que alguien de costumbres fijas?», pensó.
—Bueno, aunque estuviera aquí la Sombra —comentó tras sacudir la cabeza—, a Sophie la atacaron en su casa, Herman Stein murió en su casa. La pauta parece clara...
Esta vez fue el rabino quien interrumpió negando, exasperado, con la cabeza.
—¡Todavía no lo entiende, señor Winter! ¿Tiene forma una sombra? ¿Tiene sustancia? ¿No es algo que se mueve y cambia con cada movimiento del Sol, la Luna o la Tierra? Por eso era tan aterrador, señor Winter. En aquel entonces, en Berlín... Si hubiéramos sabido que le gustaba ir en tranvía, bueno, los habríamos evitado. Si hubiéramos sabido qué calles transitaba, o qué metro frecuentaba... Si hubiéramos sabido en qué parque tomaba el fresco... Pero todas estas cosas se desconocían. Cada día era distinto. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? Si ha matado a Sophie y al pobre señor Stein en su casa, la Sombra cambiará entonces de apariencia y encontrará otro sitio, y allí es donde está Irving ahora. ¡Lo sé!
Estas últimas palabras restallaron en el aire húmedo y enrarecido de la calle. El viejo rabino estuvo callado un instante y después añadió ferozmente:
—Irving habría luchado. Y lo habría hecho con todas sus fuerzas y durante un buen rato. Habría mordido y arañado, y usado todo lo que tuviera a mano. Irving era fuerte, era un hombre duro. Daba paseos a diario. Levantaba pesas y nadaba en el mar los días calurosos. Todavía tenía musculatura, y desde luego habría luchado con todas sus fuerzas, como un tigre, porque Irving amaba la vida.