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Authors: John Katzenbach

La sombra (31 page)

—Conocía al señor Stein.

—Y puede que a otro. Irving Silver.

Negó con la cabeza.

—No. Irving Silver estuvo aquí hace dos semanas. Hablando para la cámara, grabando sus recuerdos. —Esther Weiss alargó la mano hacia el teléfono, como si quisiera tenerla ocupada en algo.

—Pues ha desaparecido.

—¿Ha hablado con la policía?

—Yo no. Otros, sí.

—¿Y qué han dicho?

Se encogió de hombros al responder:

—Si no hay indicios de ningún crimen...

—Pero ¿la Sombra? ¿Aquí? Alguien debería...

—¿Qué, señorita Weiss? ¿Alguien debería investigar? Por supuesto. ¿La policía? ¿El Departamento de Justicia? ¿El maldito Tribunal Supremo?

—Sí, sí. El Departamento de Justicia lleva a cabo investigaciones especiales. Han encontrado nazis...

—¿Es este hombre un criminal de guerra, señorita Weiss? Sí lo fuera, sería más fácil.

—Claro que lo es —confirmó sin vacilar.

—¿Está segura?

—Colaboró y ayudó. Sin él... —Miró con dureza a Simon Winter—. Seguro que eso constituye un crimen de guerra.

—Tengo mis dudas.

Ella espiró despacio.

—Creo que entiendo lo que quiere decir. ¿Y dónde estarían esos indicios? ¿Las pruebas?

—Sospecho que las pruebas están, en su mayoría, muertas.

—Ya veo —asintió. Se reclinó en la silla y se frotó la frente con la mano. Se volvió un momento hacia la ventana y luego giró la silla de nuevo para mirarlo de frente.

—¿Qué está pasando, señor Winter? Por favor, dígame qué está pasando.

Pero ésa era una pregunta que todavía no estaba dispuesto a responder.

Simon Winter salió del Centro del Holocausto con la promesa de que lo ayudarían y con los nombres de unos veinte expertos en el estudio de los supervivientes. Casi todos eran académicos y sociólogos, pertenecientes a universidades. Algunos estaban vinculados a organizaciones judías legítimas y conocidas. Unos cuantos eran autores que trabajaban en diversos libros sobre el Holocausto. El problema era, como pensó Simon al repasar la lista en su casa con una mano sobre el teléfono, que podrían contarle muchas cosas sobre el pasado, mientras que él procuraba investigar el presente y anticipar el futuro. Miró su lista y comprobó los tres que vivían en el sur de Florida.

Una secretaria del departamento de Estudios Europeos de la Universidad de Miami apuntó su nombre y su número, pero parecía dudar que un catedrático devolviera la llamada de un inspector de policía retirado especialmente ambiguo sobre la naturaleza de su investigación. El segundo hombre era escritor, vivía en Plantation y estaba trabajando en un libro sobre la colaboración del gobierno de Vichy en el envío de millares de judíos franceses a la muerte en Alemania.

—Puedo hablarle sobre el sur de Francia —indicó el hombre con pesar—, pero no de Berlín. —Dudó un instante, y añadió—: Bueno, como todo el mundo que estudia el Holocausto, puedo hablarle sobre la muerte, claro. Murieron centenares de miles de personas. El asesinato era tan corriente como la salida del sol por la mañana y su puesta por la tarde. El asesinato era rutinario, regular, como el horario de un tren. ¿Es esto lo que le interesa, señor Winter?

Simon colgó. Necesitaba otra cosa, algo único: una observación o una conexión, algo que lo sacara de la oscuridad de los recuerdos y le proporcionara los detalles para encontrar a la Sombra. Tenía que haber alguna relación que pudiera detectar entre el pasado y el presente. Algo físico, palpable.

No veía ninguna. Golpeó la mesa con el puño.

La impaciencia lo dominaba.

Inspiró hondo y marcó el tercer número. Iba a colgar cuando una voz mecánica de un operador automático le informó de que el número había cambiado. Anotó el nuevo y llamó. Casi colgó al quinto tono sin contestar, pero en el séptimo oyó un «Diga» ronco.

—¿El señor Rosen? ¿L. Rosen?

Hubo un momento de duda y a continuación dijo:

—Louis Rosen. ¿Con quién hablo? Si vende suscripciones o seguros, o pide donaciones, olvídelo.

—No —lo tranquilizó Winter, que se presentó rápidamente y le explicó—: Me dieron su número en el Centro del Holocausto.

—Se supone que esos números son confidenciales —comentó el hombre tras otra pequeña pausa.

—Creo que lo son, pero se trata de circunstancias excepcionales.

—¿Excepcionales? ¿Qué podría ser tan excepcional como para incumplir un deber de confidencialidad? —La voz no se suavizó, pero adquirió una nota de curiosidad.

—Tengo razones para creer que un hombre que ejercía de delator en Berlín vive ahora en el sur de Florida.

Rosen vaciló y hubo un silencio antes de que contestara en un tono monocorde y frío:

—Muy interesante. ¿Un delator? Sólo sobrevivieron unos cuantos. Como los kapos de los campos. Si encontrara a ese hombre, sería realmente interesante. Hay muchas preguntas por contestar.

—¿Qué clase de preguntas?

—Todas las que empiezan por «por qué», señor Winter.

—¿Cuál supone que podría ser la respuesta, señor Rosen?

—Estaría especulando. Mi especialidad es Polonia, el gueto de Varsovia.

—¿Tenía familia allí?

—Por supuesto. Y yo también estuve.

—Comprendo.

—Pero eso es otra historia, ¿no cree, señor Winter?

—Sí. Pero ¿podría hacer conjeturas sobre qué clase de personalidad estoy buscando?

Rosen pareció reflexionar antes de hablar.

—Es una pregunta interesante. ¿Qué clase de personalidad? ¿De veras quiere abrir esa puerta concreta, señor Winter?

—Necesito saberlo. Necesito algo a lo que agarrarme.

—Se trata, por supuesto, del gran «cómo» subyacente en todas las preguntas sobre el Holocausto —dijo Rosen, bajando un poco de tono—. Está sólo un paso más cerca de la superficie que el gran «por qué».

—Sólo estoy empezando a comprenderlo —dijo Winter.

—Nadie llega a comprenderlo nunca de verdad —aseguró Rosen con frialdad—. Y menos si no estuvo allí. Las cifras eran enormes. La crueldad, habitual. La maldad, absoluta.

Simon guardó silencio. Notó que el hombre al otro lado de la línea pensaba.

—¿Y usted quiere saber algo sobre un delator? No sobre un fanático ni sobre un nazi, sino sobre alguien similar a lo que los periódicos suelen llamar criminal psicópata. Despiadado. Implacable. ¿No le parece que su primer pretexto sería argumentar que hicieron lo que hicieron para salvar sus vidas y las de sus familias?

—Sería razonable.

—Pero, naturalmente, es falso. La mayoría no salvó a nadie, ni siquiera a sí mismos. Supongo que sólo se salvaron los realmente inteligentes. Y es muy probable que fueran de una raza especial. Para sobrevivir, me refiero.

—Ya.

—Así que, de entrada, ha de saber que se está enfrentando con un montón de mentiras sistematizadas, señor Winter. Con una persona inmune al autoengaño, porque sólo alguien que viera con claridad lo que estaba pasando podría haber tomado las medidas necesarias para seguir con vida. Pero es alguien que se siente cómodo con las tergiversaciones, alguien que adopta el engaño. Aunque eso no sería todo.

—Le escucho.

—Tendría que haber algo más que una simple conveniencia. También una ferocidad, una voluntad férrea de vivir. El delator sería alguien que jamás consideraría que la vida de nadie es, ni siquiera remotamente, tan importante como la suya. Así que quizás esté buscando también a un hombre con cierto ego, que cree que ha hecho cosas importantes. No será un hombre tonto. No como el guardia corpulento y lerdo de un campo. Ni siquiera tendrá la mentalidad de contable de algún burócrata de las SS que se aseguraba de que los trenes circularan según el horario previsto. Para sobrevivir, un delator necesitaba ser un auténtico genio. Tener creatividad. ¿Entiende?

—Sí. Pero ¿cómo podría encontrarlo? ¿Aquí, entre los supervivientes?

Rosen hizo otra pausa y, después, soltó una carcajada.

—Oh, le sería imposible, señor Winter. Como una aguja en un pajar. Entre millares, habría uno que no sería exactamente quien dice ser, pero sería un experto. Sabría todo lo que saben los supervivientes. Tendría memorizados todos sus horrores, porque participó en ellos. Tendría acceso a las mismas pesadillas, sólo que no se despertaría en mitad de la noche gritando el nombre de un familiar muerto hace mucho en una cámara de gas. Estaría intacto, sería completamente auténtico, pero intrínsecamente erróneo. Y en algún lugar de su interior habría un odio tan violento... Sería fascinante. Fascinante.

—Tengo que encontrarlo.

—¿Es un hombre? Hubo mujeres delatoras. ¿Tiene un nombre?

—Sólo un nombre de guerra. Der Schattenmann.

El nombre no pareció decirle nada.

—¿Y cree que está aquí?

—Sí.

—Y quiere encontrarlo con todas sus fuerzas. —La voz de Rosen se mantuvo inalterable al hablar—. ¿Por qué?

—Creo que ha asesinado.

—Ah, qué interesante. ¿A quién ha asesinado?

—A alguien que podría haberlo reconocido.

—Tiene mucho sentido. ¿Y por qué está usted implicado?

—La víctima era vecina mía.

—Ah, también tiene sentido. ¿Quiere vengarse?

—Quiero detenerlo.

Rosen volvió a quedarse callado al otro lado del teléfono, y Winter creyó por un segundo o dos que debería decir algo, pero no lo hizo, hasta que finalmente el otro hombre dijo en voz baja y pausada:

—No creo que pueda.

—¿Porqué?

—Porque sin duda es un experto en muertes. En toda clase de muertes.

—Yo también lo soy.

—Y también lo es el Tiempo, señor Winter. Y el Tiempo tiene más probabilidades que usted.

Simon se levantó de la mesa y se acercó a la ventana. El sol de última hora de la tarde llenaba el jardín de The Sunshine Arms. El querubín de la trompeta parecía muy contento, sumergido en el calor del final del día, antes de que la sofocante humedad nocturna se apoderara de la ciudad. Por primera vez desde que Sophie Millstein había llamado a su puerta, Simon tuvo una sensación de derrota. Lo único que le había dicho todo el mundo era: muerte e imposibilidad. Se frotó la frente con fuerza, hasta que le quedó colorada de frustración.

«Esto me va a matar —pensó—. Moriré de inutilidad e impotencia.»

Esto le hizo sonreír con tristeza al percatarse de que cuando Sophie Millstein había llamado a su puerta, se estaba preparando precisamente para eso.

Decidió dar un paseo para ver si el movimiento lograba estimularle alguna idea sobre una línea de investigación productiva, así que cogió su desgastada gorra de los Dolphins y, cuando tenía la mano en el pomo, sonó el teléfono. Se detuvo, pensando si debería dejar que saltara el contestador automático. Decidió que no, y cruzó rápidamente la habitación, con lo que consiguió descolgar justo cuando la máquina empezaba a reproducir su mensaje grabado.

—No; estoy aquí, espere —dijo sobre su propia voz metálica en la cinta.

—¿Señor Winter? —Era Frieda Kroner.

—Sí, señora Kroner, ¿qué sucede?

—Irving —contestó con crudeza—. En la caseta de socorrismo de South Point. La última antes del embarcadero. Nos reuniremos allí con usted.

Vio tres coches patrulla estacionados en una franja arenosa junto a la entrada de acceso a la playa. A un lado había un pequeño parque con una pista deportiva que lo recorrería serpenteante; disponía de media docena de áreas de picnic, y de una zona de columpios y balancines; era un lugar concurrido los fines de semana, ya que muchas de las familias inmigrantes que ocupaban pisos pequeños en el extremo de South Beach lo usaban como lugar de recreo. También era uno de los parques favoritos de los indigentes, porque no estaba bien vigilado de noche, y también de los paparazzi, ya que daba al Government Cut, el ancho canal que utilizaban los cruceros para salir a mar abierto. Algunas veces, contaba con momentos teatrales, cuando algún hombre, cuyas esperanzas y cuyas ropas estaban igualmente hechas trizas, observaba hambriento cómo se asaban pollos y plátanos, y cómo los niños jugaban a pocos metros de donde una modelo que lucía un traje de noche y unas joyas que costaban miles de dólares se contoneaba y pavoneaba ante una cámara.

Desde el largo embarcadero, uno podía ver kilómetros de mar, o volverse para admirar el claro perfil de rascacielos de la ciudad. Al otro lado del Government Cut estaba Fisher Island, un complejo urbanístico que disponía de su propio servicio de ferry y en el que vivía la gente rica, la muy rica y la escandalosamente rica. El embarcadero era también muy frecuentado por los pescadores, aunque la playa recibía menos atención que los demás puntos de South Point. Debido a que estaba en el extremo de Miami Beach, tenía el agua más embravecida y las corrientes de retorno más peligrosas. A algunos surfistas les gustaba. Solía advertirse a los turistas que iban a la playa que se situaran a un kilómetro y medio de allí más o menos. Había un paseo marítimo entarimado que conducía al embarcadero. Una vez que estuvo en él, vio enseguida la solitaria caseta de socorrismo al final de la playa.

Observó que había media docena de agentes de policía arremolinados cerca de la caseta de madera verde descolorido. Al mismo tiempo, divisó a Frieda Kroner y al rabino Rubinstein a unos cinco metros de distancia, contemplando a los policías, que no parecían saber muy bien qué hacer. Un único técnico de la policía científica, de chaqueta y corbata a pesar del calor, estaba agachado en la arena, pero no podía ver qué estaba examinando. Había otro hombre trajeado, inclinado, pero estaba de espaldas a Winter, que no pudo descifrar qué estaba buscando.

Avanzó deprisa, y sus zapatillas deportivas resonaban en la tarima de madera como si fuera un caballo trotando en el pavimento.

El rabino se giró cuando se acercó, pero Frieda Kroner siguió observando a los policías.

—Señor Winter —dijo el hombre—, gracias por venir.

—¿Qué pasa?

—Nos han llamado. A Frieda, para ser exactos.

—¿Han encontrado al señor Silver?

—No —respondió Frieda Kroner sin apartar los ojos de los policías—. Han encontrado su ropa.

—¿Cómo?

—El policía la llamó —explicó el rabino tras sacudir la cabeza—. Al parecer, un chico, un adolescente, intentó pagar en un centro comercial con una tarjeta de crédito, y la dependienta que vendía los videojuegos no creyó que el muchacho, cuyo nombre era Ramón o José o Eduardo, tuviera demasiado aspecto de Irving, así que llamó a la policía. Y el adolescente dijo esto y aquello, y mintió en esto y en aquello, pero cuando se pusieron un poco duros con él, dijo la verdad enseguida, y explicó que había encontrado una cartera con la tarjeta de crédito. No le creyeron, pero él insistió, y la policía lo trajo hasta aquí y él se lo enseñó.

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