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Authors: John Katzenbach

La sombra (12 page)

El rabino se reclinó pesadamente.

—Es muy duro ser viejo y tener que recordar estas cosas —dijo—. Es como descubrir una nueva dolencia... Había olvidado lo que era sentirse cazado.

Los otros asintieron con pesadumbre.

Simon quiso tocar el brazo del rabino para confortarlo un poco, pero no lo hizo.

—Hay algo más que no comprendo —dijo entonces—. ¿Por qué ha venido aquí? En Miami Beach hay muchos supervivientes del horror nazi, es el lugar donde hay más probabilidades de que alguien lo reconozca. ¿Por qué no está en Argentina o en Rumania u otro lugar más seguro?

Irving Silver negó con la cabeza.

—Es aquí donde él se siente más seguro.

—¿Pero cómo?

—Usted no lo entiende —dijo Rubinstein, empezando lentamente pero acelerando sus palabras mientras hablaba—. ¡Der Schattenmann no era un nazi! ¡No era de la Gestapo ni de las SS! ¡Era un judío como nosotros! ¡No había ninguna organización Odessa ni ningún grupo Cruz de Hierro que le ayudase a llegar a un lugar seguro después de la guerra! ¡Sólo se tenía a sí mismo!

—Pero, ciertamente, hubo organizaciones. La Cruz Roja. Grupos que ayudaron a personas desplazadas...

—¡Por supuesto! ¡Así es como yo llegué aquí!

—Y yo —dijo Frieda.

—Yo no. Yo tenía parientes lejanos que me ayudaron —dijo Irving—. Pero ¿quién ayudó a Der Schattenmann? No fueron los rusos. Ellos le habrían fusilado sin juicio. Entonces ¿quién?

—Díganmelo ustedes —dijo Winter.

—Su propia gente. La misma gente a la que había traicionado —dijo Silver.

—Pero no si sabían quién era él, ¿verdad?

—Por supuesto. ¿Acaso los Kapos de los campos no fueron entregados a las autoridades? —replicó Silver.

Rubinstein asintió dándole la razón.

—Pero él habría sido consciente de aquel peligro —añadió.

—¿Entonces qué me están diciendo que hizo?

Los tres ancianos se removieron en sus asientos y se miraron entre sí. Por un momento Winter pudo escuchar sus respiraciones. Era como si estuviesen debatiendo y evaluando su pregunta, pero sin palabras ni gestos. Simplemente dejando que sus pensamientos se mezclaran y resultase una única conclusión.

El rabino se pasó una mano por el mentón.

—Se hizo pasar por uno de nosotros. Un superviviente.

Frieda Kroner asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Era su única escapatoria.

—¿Pero cómo podía fingir eso?

Irving Silver frunció el ceño.

—¡Él era Der Schattenmann! ¡Podía hacer lo que quisiera!

—Pero... —Winter dudó— seguro que había otros como él. ¿Les capturaron?

—¿Usted cree? No como él, desde luego.

—¿Pero por qué aquí?

—Porque nosotros somos su gente.

—Nadie nos conoce mejor que él. Por esa razón tuvo tanto éxito. ¿Por qué habría de temernos?

El rabino se levantó y cogió La destrucción de los judíos europeos de la mesa. La carta de Stein cayó al suelo, pero nadie se movió para recogerla. El pesado libro se balanceó en sus manos. No lo abrió, y Winter se dio cuenta de que el anciano rabino podía recordar de memoria todo lo que se contaba en aquel libro.

—Si recuerdas aquellos tiempos... —empezó— recuerdas confusión y depravación. El Holocausto, detective, era como una gran maquinaría dedicada al exterminio de judíos. Pero para que los nazis pudieran llevar a cabo esta tarea (seguían hablando en todos sus discursos, propaganda y escritos acerca de la tarea «monumental» que llevaban a cabo) necesitaban ayuda. Y recibieron todo tipo de ayuda, desde todos los ámbitos...

—Empezando por el Papa, que no les condenó... —dijo Irving Silver.

—Y siguiendo por los Aliados, que no bombardearon los campos ni las líneas ferroviarias de Dachau y Auschwitz... —añadió Frieda Kroner.

—Y también de la gente no judía, los polacos, checos y rumanos, italianos, franceses y alemanes que observaban todo aquello. Realmente, de todo el mundo, detective; de una forma u otra, todos ayudaron. Inclusive algunos del mismo pueblo que intentaban exterminar.

Simon Winter permaneció sentado en silencio, escuchando.

—Así que considere Auschwitz, detective. Después de que los nazis hacían la selección, alguien tenía que cerrar las puertas de las cámaras de gas, y después alguien tenía que sacar los cadáveres. Alguien tenía que alimentar los hornos y alguien tenía que dirigir el trabajo de toda esa gente para que funcionase. Y a menudo, algunos de ellos éramos nosotros mismos.

El rabino se sentó pesadamente, con el libro apoyado en el regazo.

—Ayudamos, ya ve. Sólo para sobrevivir, haciendo lo que fuese para conservar la vida, y así ayudábamos perversamente a que aquel infierno funcionara... —Miró a la señora Kroner y al señor Silver—. ¿Habría sido más correcto, más ético, simplemente morir frente a tanta maldad, detective? Éstas son preguntas que aún quitan el sueño a los filósofos, y yo soy sencillamente un viejo rabino.

Calló y movió apesadumbrado la cabeza, respirando trabajosamente antes de proseguir.

—Todo es una locura, todo, detective. Mire el mundo en que vivimos. Algunos días piensas que todo aquello está tan lejano y tan atrás que puede que en realidad nunca haya sucedido, pero otros días, bueno, entonces sabes que todo está aquí mismo, aún vivo, igual de malvado y terrible, y esperando alzarse de nuevo... Der Schattenmann era el peor de todos nosotros —prosiguió el rabino—. Era peor que los nazis. Peor incluso que esas extrañas cosas malignas que a Stephen King le gusta pergeñar en su fantasía.

—Y ahora está aquí, entre nosotros. Como una infección —dijo Silver.

—¿Acaso no ha habido siempre alguien como Der Schattenmann entre nosotros? —preguntó en voz baja el rabino. Nadie respondió.

—¿Podrá encontrarle, detective? —suplicó Frieda Kroner suavemente.

—No lo sé.

—¿Lo intentará?

—Si él está aquí. Si lo que ustedes sugieren es cierto...

—¿Le buscará, señor Winter?

Simon sintió un vasto eco de tristeza en su interior. Y la respuesta pareció brotar a través de aquella oscuridad personal.

—Sí. Lo intentaré.

—Bien. Entonces le ayudaré, señor Winter —dijo Frieda.

—Yo también —dijo Irving.

—Y por supuesto yo también —dijo el rabino—. Haremos lo que podamos.

Frieda Kroner asintió, se inclinó hacia delante y se sirvió otra taza de café. Simon la observó beber un largo sorbo de la oscura infusión. Ella sonrió, aunque fríamente.

—Muy bien. Y cuando le encuentre, detective, con nuestra ayuda, entonces le matará.

—¡Frieda! —exclamó Rubinstein—. ¡Piensa en lo que dices! ¡Nuestra religión habla de perdón y comprensión! ¡Ésta ha sido siempre nuestra forma de ser!

—Tal vez sea así, rabino. Pero mi corazón habla por todos los que él traicionó y murieron por su culpa. Piense primero en ellos, y luego hábleme de perdón. —Se dirigió a Simon—. Preferiría hablar de justicia. Encuéntrele y mátelo —pidió.

Irving se inclinó hacia delante.

—Yo le ayudaré y haré lo que sea. Todos lo haremos. Pero Frieda tiene razón. Encuéntrele y mátelo, señor Winter. —Inspiró hondo y añadió—: Por mi querido hermano Martin y mis padres y todos mis primos...

Frieda Kroner añadió su propia enumeración:

—Y mi hermana, su marido, mis dos sobrinas y los abuelos y mi madre, que intentó con todas sus fuerzas salvarme a mí y a los demás...

Simon no respondió. Miró al rabino, que estaba observando a los otros dos, y vio que su mano parecía temblar mientras sujetaba el libro en su regazo.

Irving Silver habló sin rodeos:

—Mátelo, detective. Y entonces habrá una pesadilla menos en el mundo. Mátelo.

Y el rabino asintió con la cabeza.

6

Oraciones para los muertos

Simon Winter se removió incómodo en la silla plegable metálica mientras un joven rabino hablaba en el cementerio. Aunque los asistentes estaban protegidos bajo un dosel verde oscuro proporcionado por la funeraria, el persistente calor del mediodía se abría paso inoportunamente entre los asistentes al funeral. En su mayoría eran ancianos y los oscuros y gruesos trajes que vestían parecían desprender vapor al sol de mediodía. Simon sintió un apremiante impulso de aflojarse la corbata, ceñida bajo el blanco cuello almidonado de la camisa, la única de vestir que le quedaba. Al mirar alrededor pensó: «Parece que todos estemos a punto de reunirnos con Sophie Millstein en su ataúd.» Le asombró ligeramente la irreverencia de su ocurrencia, pero se perdonó con la irónica constatación de que no pasaría mucho tiempo antes de que él mismo estuviese vestido de aquella manera en una caja o reducido en alguna urna, con alguna otra persona que no conociese y que no le importaría que reposase sobre su cabeza.

El rabino, un hombre bajo y rechoncho que bregaba duramente contra el sudor que se acumulaba en su apretado cuello, alzó la voz:

—Esta hermana, Sophie Millstein fue empujada al infierno sólo para resurgir de nuevo a través de la divinidad y la devoción, como un fénix; fue la amada esposa de Leo y la adorada madre de un hijo brillante, Murray...

La voz del joven religioso era afilada como una aguja. Las palabras parecían clavarse en el aire inmóvil. Los ojos de Winter recorrieron la extensión de cielo azul apagado, buscando en el horizonte algún cúmulo de nubes que pudiesen traer la promesa de una tormenta vespertina y el alivio de una lluvia persistente. Pero no vio nada e inhaló profundamente, respirando un aire tan caliente y pesado como el humo.

Puesto que estaba sentado solo, cerca de la última fila de los congregados, se reprochó el hecho de permitir que el calor le distrajese.

«Él podría estar aquí —se dijo—. Por ahí, justo fuera del alcance de tu vista, oculto en la sombra de aquellos árboles. O sentado cabizbajo en una fila lateral, actuando como un doliente profesional. Si él está cazando, éste sería el primer lugar que inspeccionaría, entre los viejos amigos de Sophie. Pero lo que no sabe es que alguien le está buscando.»

Interrumpió sus elucubraciones y dejó que cierta duda penetrara en sus pensamientos: «Si es que en realidad existe.»

Junto a él, el señor Finkel y los Kadosh prestaban una arrobada atención a las palabras del rabino. La señora Kadosh estrujaba un pañuelo blanco de lino en la mano, que alternativamente utilizaba para secarse los ojos y el sudor de la frente. Su marido sostenía un programa impreso, enroscándolo fuertemente y luego extendiéndolo, alisando sus páginas. Ocasionalmente lo movía ante él para darse aire en un vano intento por mitigar el bochorno.

Los otros residentes de los apartamentos The Sunshine Arms estaban también presentes. Winter vio que el señor González, el casero, mantenía la cabeza inclinada durante la eulogia del rabino. Su hija le había acompañado al servicio religioso; tan alta como su padre, vestía un fino vestido negro que, pensó Simon, habría servido tanto para asistir al estreno de una ópera como a un funeral.

Suspiró. Durante seis meses, la hija de González había ocupado el apartamento vacío junto al de Sophie Millstein. Había entretenido con entrega y entusiasmo a un buen número de novios en aquel lugar, por lo general olvidando cerrar las cortinas del salón, lo cual permitía que él la observase. Pensaba que ella sabía que él la veía, y que dejaba las cortinas abiertas adrede. Sacudió la cabeza para alejar aquellos pensamientos. Cuando ella se mudó a un sitio más elegante en Brickell Avenue, se había llevado consigo gran parte de la energía de The Sunshine Arms.

Antes de sentarse junto a su padre, había mirado por encima del hombro y sus ojos se habían encontrado por un instante, lo suficiente para dirigirle una leve y triste sonrisa con un ligero movimiento de la cabeza, como dándole a entender que ella bien sabía que él echaba en falta aquellos numeritos; y a pesar de la solemnidad de la ocasión y sus atormentados pensamientos acerca de su vecina asesinada, consiguió hacerle sonreír para sus adentros, alegrándolo por un momento.

—Y por ello todos sentimos hoy la pérdida de esta hermana... —El sermón del rabino proseguía predeciblemente.

Apartó con esfuerzo la mirada de la hija del señor González y, una vez más, escudriñó a los dolientes sentados. «Si él se encuentra aquí, sin duda estará observándolos detalladamente, buscando rostros para hacerlos coincidir con los de su memoria», pensó Winter.

Se centró en un hombre, un poco apartado, sentado a su derecha. El hombre miraba intensamente al rabino. El viejo detective sintió una súbita sospecha. «¿Por qué muestras tanto interés?», se preguntó.

Pero entonces, con igual rapidez, vio que el hombre se inclinaba y susurraba algo a la anciana que tenía a su lado. La mujer le tocó el brazo.

«Falsa alarma. Si te encuentras aquí, estás solo. ¿Acaso no estás siempre solo? Si es que existes», pensó Winter.

Inclinó la cabeza ligeramente, apoyando la barbilla contra el pecho para pensar. Les había aconsejado a Irving Silver, Frieda Kroner y al rabino Rubinstein que no asistieran al funeral. No quería darle al hombre que tanto temían la ventaja de verles antes de que ellos estuviesen preparados. Ellos habían puesto objeciones, pero él había insistido.

Observó a la multitud otra vez, buscando rostros desconocidos, pero había demasiados. Sophie Millstein había pertenecido a muchísimas asociaciones de mujeres, clubes de bridge, asambleas de la sinagoga. Había casi un centenar de ancianos cociéndose en las sillas de metal.

Las palabras del rabino parecían reverberar en el calor.

—Pasar por tantas cosas, para acabar de esta manera casi al final de sus días, es un sinsentido demasiado doloroso, muy difícil de aceptar, pero aun así...

Winter echó un vistazo alrededor, buscando al detective Robinson o a aquella joven fiscal, pero no les vio. Suponía que habría alguien de la policía de Miami Beach mezclado entre los dolientes; era el procedimiento habitual en cualquier homicidio, incluso cuando el sospechoso principal era de diferente edad y raza. No se podía predecir quién podría aparecer, movido por la curiosidad. Pensó que Robinson habría enviado a un subordinado, ya que su color de piel le impedía disfrutar del anonimato necesario para observar a la gente reunida bajo el dosel.

Por supuesto, quienquiera que fuese la persona que el detective había enviado, lo más probable es que estuviese buscando a la persona equivocada.

Simon Winter exhaló el aire lentamente y estrujó en su mano el programa impreso. Sentía una furia difícil de controlar, una frustración martilleándole las entrañas.

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