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Authors: John Katzenbach

La sombra (9 page)

—Sólo un segundo —pidió Espy Martínez.

Se acercó al cadáver y miró a Sophie Millstein a los ojos. «Qué forma tan extraña de conocer a alguien —pensó—. ¿Quién eras?» Continuó mirándola y reconoció el mismo miedo que había percibido Simon Winter, y eso la enfureció. «Cobarde —le espetó mentalmente al asesino—. Miserable rata cobarde. Robarle la vida a una anciana como si fuese un simple bolso que se arranca del hombro... Te veré en el infierno.» Mantuvo la vista fija un instante más y luego asintió.

Los dos hombres se miraron. Lo que para Espy era tan especial, para ellos era el monótono trabajo de cada día. Aun así alzaron a Sophie Millstein lenta y cuidadosamente.

—¡Coño! —exclamó uno de los hombres y casi dejó caer el cuerpo de nuevo en la cama.

—¡Joder! —soltó su compañero.

Espy Martínez tuvo la presencia de ánimo de cubrirse bruscamente la boca para que no se le escapase un grito.

—¡Maldita sea! ¡Mira eso! —el otro hombre murmuró.

—¡Eh, detective! ¡Tal vez quiera ver esto!

Robinson se acercó presuroso y vio lo que había quedado al descubierto. Lo observó un momento y luego hizo un gesto al fotógrafo, que ya se estaba preparando para otra serie de instantáneas. Luego se dirigió a Espy Martínez, que había retrocedido un paso pero se mantenía firme.

Sus ojos se encontraron y Robinson se encogió de hombros.

—Lo siento. No lo sabía.

Ella asintió con la cabeza, insegura de que le saliese la voz en ese momento.

El detective bajó la vista a la cama otra vez y miró los pequeños colmillos blancos que el terror había dejado a la vista.

—Nunca había visto un gato estrangulado —comentó en voz baja.

—Ni yo —dijo Espy Martínez gravemente.

Simon Winter estaba fuera, junto al joven agente, pero alcanzó a distinguir las miradas del detective Robinson y de aquella mujer, con las cabezas juntas hablando en la salita de Sophie Millstein.

—¿Quién es? —preguntó.

—La ayudante del fiscal del condado. Martínez, me parece.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Son las normas, ya sabe. Hay un ayudante del fiscal asignado a cada escenario del crimen, pero sólo los llaman un diez por ciento de las veces o en casos en que los detectives creen que van a salir en las noticias vespertinas o en la primera página del Herald.

—¿Este crimen tendrá notoriedad?

—Sí, es más que probable. Será noticia un par de días, al menos hasta que suceda algo más.

—Ya.

—Vamos a ver —dijo el policía—. Seguramente usted querrá ir a su casa y dormir algo, ¿no es así, veterano? A mí aún me quedan unas cuatro horas de servicio. Cuénteme su historia.

—¿A qué se refiere?

—Usted vio a la víctima esta noche, ¿verdad?

—¿Quiere mi declaración ahora?

El policía sostenía un pequeño bloc y un lápiz. Parecía impaciente.

—De eso se trata.

Winter pensó un momento y luego habló con rapidez.

—A última hora de la tarde, tal vez las siete, la señora Millstein llamó a la puerta de mi apartamento. El 103, justo ahí. Después de hacer algunas compras, se había asustado y quería que la acompañase a su casa para asegurarse de que no corría peligro.

—¿Y lo hizo?

—Así es. El apartamento estaba vacío, y comprobé que las puertas y las ventanas estuviesen cerradas. Pero lo que le asustó...

—¿No vio a nadie merodeando por los alrededores, especialmente a nadie que encaje con la descripción del sospechoso?

—No.

—Cuando fue a la parte de atrás, a comprobar la puerta del patio, ¿había alguien por allí?

—Acabo de decirle que no. No vi a nadie. No había nadie allí cuando estuve en el apartamento de la señora. Pero ella me describió al hombre que la había asustado.

—Siga.

—Dijo que era alguien que conocía de la guerra...

—¿Qué guerra?

—La mundial. En Berlín, 1943.

—¿Berlín?

—Alemania.

—Oh. Bien. Así que este alguien no era un joven negro, ¿correcto?

Simon se quedó mirándolo como si acabase de oír la pregunta más estúpida del mundo, lo que sin duda así era.

—No —confirmó—. No era un joven de color. Era un hombre mayor, pero ella lo describió como particularmente cruel y despiadado. Le llamó Der Schattenmann.

—¿Shotaman, qué clase de nombre es ése, o se refería en inglés a que habían disparado a alguien? —preguntó el policía confundiendo las palabras.

—No, no es inglés, lo dijo en alemán. Der Schattenmann. Es un tratamiento, no un nombre.

—¿Un título? ¿Como qué? ¿Alcalde? ¿Comisionado del condado?

—No estoy seguro. —Vio que el lápiz del agente se detenía sobre la libreta y luego escribía algo rápidamente.

—¿Sabe si ella conocía el nombre del tipo?

—No. Era alguien relacionado con su arresto y posterior deportación. A Auschwitz. Él era un...

—Ya, a un montón de esos viejos que hay por aquí en la Beach les trincaron entonces y cumplieron condena.

—En Auschwitz no se cumplía condena. No era una prisión sino un campo de exterminio.

—Vale, vale. Ya lo sé. Así que el tipo ese que reconoció...

—No estaba segura.

—¿No estaba segura de haberle reconocido?

—Han pasado cincuenta años.

—Bien, así que ella tenía miedo de ese tipo, el tal Shotinmin. Si es que era el mismo, al fin y al cabo. Usted no está seguro y ella tampoco lo estaba. Bien. ¿Cree que él tiene algo que ver con el crimen?

—No lo sé. Es todo muy extraño. Tal vez sea coincidencia.

—¿La señora siempre estaba asustada? Me refiero a que si era normal en ella.

—Claro. Era anciana y estaba sola. Estaba nerviosa con frecuencia. Cambió su rutina para no tener que salir por la noche.

—Bien. Pero usted no ha visto nada extraño o diferente esta noche. Y su comportamiento no era tan diferente, ¿correcto?

Winter fulminó al joven con la mirada.

—Sí. Correcto.

El joven cerró su libreta de golpe.

—Bien. Creo que eso es todo. Si recuerda algo más, llame al detective Robinson, ¿de acuerdo?

Winter se tragó una réplica airada y asintió con la cabeza. El agente sonrió.

—Bien, ya puede irse a su casa, señor Winter. Esa pandilla de reporteros pronto empezará a incordiar. Tal vez el asunto atraiga la atención por aquí un par de días. Los de la prensa puede que le fastidien, pero mándelos al infierno si le apetece. Normalmente funciona. Me aseguraré de que el detective reciba un informe de su declaración.

El policía regresó a la calle, dejando a Simon Winter solo, con el rostro surcado por los destellos de las luces estroboscópicas.

En la cocina, Espy Martínez observó cómo Robinson alzaba el auricular y comprobaba dos veces cada dígito antes de marcarlo. Luego tapó el auricular con la palma de la mano y susurró:

—En mitad de la noche suena el teléfono. Tu madre ha sido asesinada. ¡Menuda pesadilla! —Y se encogió de hombros como para distanciarse de la tragedia que estaba a punto de comunicar.

La joven fiscal le observó, ligeramente incómoda con su propia fascinación, la clase de culpabilidad que uno siente cuando contempla embobado el accidente que ha dejado la autopista tachonada de cristales rotos y manchas de sangre.

Robinson articuló la palabra «llamando» y se enderezó ligeramente cuando oyó que al otro lado descolgaban el auricular.

—¿Sí?

—Murray Millstein, por favor.

—Soy yo. Qué...

—Señor Millstein, le habla el detective Walter Robinson de la policía de Miami Beach, Florida. Lo siento pero tengo malas noticias.

—¿Qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Su madre, la señora Sophie Millstein, ha muerto esta noche. Ha sido víctima de un atracador que entró en su apartamento poco antes de la medianoche.

—¡Oh, Dios mío! ¿Que mi madre...? Pero...

—Lo siento, señor Millstein.

—¿Pero qué está diciendo? ¿Que mi madre... qué? No...

—Lo siento, señor Millstein. Su madre ha muerto esta noche.

Robinson dudó mientras Millstein parecía intentar articular alguna palabra. Oyó otra voz de fondo, preguntas frenéticas, súbito pánico. «La esposa del letrado —pensó Robinson—. Está sentada en la cama y ha encendido la lámpara de la mesilla donde tiene el despertador y una fotografía de sus hijos, y ahora ha extendido la mano para sujetar el brazo de su marido, apretando fuertemente, y le está preguntando por qué ha sacado los pies de la cama y se ha quedado como petrificado, pálido y aterrado.»

—Detective...

—Robinson. ¿Tiene papel y lápiz, señor Millstein? Le daré un número de teléfono.

—Sí, sí, pero...

—Es el número de mi despacho en la comisaría central.

—¿Pero qué ha pasado? Mi madre...

—Aún no hemos detenido a ningún sospechoso, señor Millstein. Pero tenemos una descripción y varias pruebas recogidas en el apartamento de su madre. Estamos iniciando la investigación y contamos con la total cooperación de la fiscalía y otros cuerpos de segundad del condado de Dade. Tengo esperanzas de que pronto procederemos a un arresto.

—Pero mi madre, cómo... ella siempre cerraba...

—El autor del crimen ha forzado la puerta trasera.

—Pero entonces, no comprendo...

—La investigación preliminar sugiere que fue estrangulada. Pero todo eso lo confirmará el forense.

—Ella va a...

—Sí. Sus restos serán transportados al depósito de cadáveres. Después de que le hayan practicado la autopsia, usted deberá contactar con una funeraria local. Si llama a la morgue por la tarde, un funcionario le proporcionará información.

—¡Oh, Dios mío!

—Señor Millstein, siento ser portador de tan malas noticias. Pero es mi deber. Le proporcionaré todos los detalles que necesite, pero ahora mismo aún tengo mucho trabajo por delante. Por favor, telefonéeme cuando quiera al número que le he dado. Estaré allí hacia las ocho de la mañana.

El abogado contestó con una mezcla de sollozo y resoplido, y Robinson colgó.

Espy Martínez le observaba. En parte, se sentía como una voyeur, fascinada y asqueada, todo sucediendo delante de ella como en una extraña cámara lenta. Por un segundo vio desánimo e impotencia en los ojos del detective, sólo lo justo para que le pulsase una fibra íntima. De repente pensó: «Los dos somos muy jóvenes.» En cambio, musitó:

—Debe de ser muy duro tener que hacer eso.

Robinson se encogió de hombros con impostada indiferencia y movió la cabeza.

—Bueno, en realidad te acostumbras —intentó hacerse el duro, y ella lo supo.

Ambos salieron al exterior. Espy Martínez pensó que la oscuridad estaba diluyéndose. Echó un vistazo a su reloj de pulsera: el amanecer se aproximaba rápidamente. Distinguió a un puñado de ancianos en una esquina del pequeño patio, pero antes de que preguntara, Robinson respondió con detalle:

—Son vecinos. El anciano que vio al tipo escapando callejón abajo se llama Kadosh. Su mujer llamó al 911. El tipo alto es Simon Winter. Acompañó a la señora Millstein a su casa a primera hora de la noche, y comprobó dos veces que los cerrojos estuviesen echados. El propietario del apartamento es un tal González, pero aún no ha llegado. Está de camino. ¿Quiere saber una condenada cosa? Uno de los vecinos me ha contado que ya había instalado nuevas cerraduras en la mitad de los apartamentos y tenía previsto volver este fin de semana a cambiar los de la señora Millstein. Tal vez no habría servido de mucho, pero nunca se sabe. Eso es lo que se leerá en todos los periódicos mañana.

Robinson hizo un rápido gesto con la mano hacia los periodistas y cámaras para indicarles que ya iba. Luego bajó la voz y dijo a la fiscal:

—Muy bien, nos abstendremos de mencionar lo de la cadena de oro con su inicial y la huella que el técnico ha recogido del cuello, al menos hasta que podamos cotejarla con la de alguien.

Robinson vio a un par de detectives y varios agentes que regresaban por la esquina de The Sunshine Arms desde la parte trasera.

Uno de los detectives se acercó a la pareja.

—¡Eh, Walter, hemos dado con la cajita! —dijo.

Robinson se lo presentó a Espy Martínez y luego dijo:

—¿En el fondo del callejón?

—Eso es. En un cubo de la basura. Hemos tomado fotos y el tipo del laboratorio lo ha metido en una bolsa. Me parece que tendremos suerte, creo haber visto un poco de sangre en una esquina.

—¿De qué se trata? —preguntó Espy Martínez.

—Un joyero de latón. Tampoco lo mencionaremos a la prensa, ¿de acuerdo? —dijo Robinson.

—Bien. De todos modos preferiría que hablase usted con ellos.

Robinson afirmó con la cabeza.

—Está bien —sonrió de nuevo e hizo una broma—: Eh, no es peor que ir al dentista.

El detective le dio un ligero toque en el codo y luego los dos se adentraron en el repentino resplandor de los focos de las cámaras.

5

Cazadores y cazados

Simon Winter estaba sentado junto al teléfono, marcando con un dedo los dígitos de aquella difícil llamada. Aunque la luz del sol de mediodía era espléndida, tenía la sensación de estar a punto de entrar en una habitación a oscuras sin saber dónde está el interruptor. No había dormido mucho, sólo un par de horas con intermitencias y pesadillas. El cansancio se mofaba de él, entorpeciendo sus movimientos. Miró otra vez por la ventana, a través del patio, donde una ligera brisa hacía vibrar la cinta amarilla de policía. Aquella tira de plástico, junto con un letrero rojo («Escena de un crimen - No pasar») pegado a la puerta de Sophie Millstein, eran la única indicación externa de lo que había ocurrido la pasada noche.

No sabía si estaba iniciando o finalizando algo, pero se consideraba obligado a hacer aquella llamada. Se sentía aturdido, casi mareado, pero intentó concentrarse cuando oyó la señal en el otro extremo.

Le respondió un distante «¿Sí?»

—¿Es usted el rabino Chaim Rubinstein? —preguntó Winter.

—El mismo. Fui rabino pero ahora estoy retirado. ¿Y usted es...?

—Me llamo Simon Winter. Soy... —intentó pensar exactamente quién era— soy un amigo de Sophie Millstein.

—Siento informarle que Sophie ha muerto. —La voz del rabino sonó singularmente fría—. Fue asesinada anoche por un atracador. Un hombre que entró en su casa en busca de dinero para drogas. Eso es lo que pone el periódico.

—Lo sé. Soy su vecino.

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