En cambio allí las casas viven, niñito mío, en su madera y en su adobe; hasta en sus piedras, porque son de la misma montaña en que están. Y como están vivas, hablan, lo charlan todo; más aún de noche, como las viejas que no pueden dormir. «¿Te extraña? ¡Ya lo verás, niño mío! Yo de chiquillo no entendía su habla, ¡era tan distinta de los ruidos montunos, arriba con el ganado! Las casas tan huecas me asustaban y yo me pegaba al cuerpo de mi madre buscando amparo, pero al revolverme, cris-cris, la paja de maíz protestaba en el jergón. Me quedaba quieto y entonces todo eran chasquidos, tableteos, chirridos alrededor…, ¡qué sé yo! Como si la casa entera se meneara también sobre la tierra para acomodarse mejor y le sonaran las coyunturas; pero no era eso, lo acabé comprendiendo; era que ella contaba cosas, la muy parlera… Con el tiempo aprendí a escucharla, como tu aprenderás, angelote mío, porque voy a enseñarte todo lo que importa… Ya sé, ya sé, me queda poco tiempo, pero me basta: en la vida sólo importan unas pocas cosas. Eso sí, hay que saberlas muy bien sabidas para no fallar nunca. ¡Nunca!»
El viejo estira el cuello y mira dentro de la cuna. El niño se ha movido en su sueño.
«Me escuchas, claro… Bueno, pues yo aprendí el habla de la casa; miento, las hablas; pues cada parte tenía su lengua… Mira, de pronto sonaba la escalera, chas-chas, uno tras otro sus peldaños, el penúltimo flaqueaba, chillaba más… Así sabíamos que bajaba el señor Martino del piso alto, donde también dormían el ama y la hija. ¿Y a dónde iba el amo a esas horas?, dirás tú. Según. Si rompía a hablar el pasillo hacia la cocina, ta-ta, pisadas bien firmes, era que al amo le apetecía retozar con la Severina, la Agnese o la moza que por entonces le alegrara la pajarilla. Si al callar la escalera no se oía nada, entonces el amo pisaba la tierra del zaguán y la tierra no tiene voz, sólo habla tocándola y oliéndola. El amo iba camino de la cuadra, a echar el ojo a los animales, que le recibían con sus relinchos, mugidos y pateo de cascos, como ellos hacen… ¿Y sabes cuándo había que estar más al cuidado? Cuando, en callando la escalera, resonaban, ton-ton, los tablones del pasillo que daban a nuestra cámara de gañanes, donde dormíamos.»
El viejo ríe en silencio ante el súbito recuerdo:
«A veces entraba entonces por la ventana un mozo que había salido por ella a encontrar a su moza y también había oído a tiempo los tablones; ¡qué cabreo, dejar el regodeo a la mitad!… El amo, si se daba cuenta, decía desde nuestra puerta, con el farol en alto:
«Mañana hablaremos, Mutto —o Turiddu, o el que fuera—, que quien de noche se afana, de día se agalbana…". Ya te digo, una chismosa, la casa. ¡No disimulaba ni el tris-tris, tris-tris, aprisa, más aprisa, de la madera fina en la cama de los amos, arriba!… Todo lo parlaba: malas noches, regodeos, enfermos, partos… Y la muerte, no digamos; sólo que en los velatorios era al revés: ella callaba y todos cuchicheábamos como en un mal sueño, como hablándole a ella, a la abuela que sabe de la vida.»
La mente del viejo se queda en suspenso, cavilando: acaba de decir una verdad que nunca antes se le había ocurrido. Cuando sobrevenía una muerte la casa parecía decirles en su silencio: «No os apuréis, aquí quedo yo en pie, siempre, para que sigáis viviendo vosotros». Eso decía, sí, y además, además…
«¿Sabes, angelote mío? Ahora descubro que nuestras casas no chochean como yo te decía; es que nos hablan de los demás para que sepamos vivir juntos y hacernos todos compañeros, como partisanos en esta guerra que es la vida, porque un hombre solo no es nada… Eso nos enseñan ellas y por eso, en estas casas muertas de Milán, no se aprende a vivir juntos… ¡Esos rascacielos que le gustan a Andrea, llenos de gente sin conocerse, sin hablarse, como reñidos! Si hay un fuego, ¿qué?, pues ¡sálvese quien pueda!… ¡Así resultan todos: medio hombres, medio mujeres!»
El viejo se asombra de su inesperado descubrimiento y se arrodilla junto a la cuna.
Entonces, en su impulso, sí que llega a mover los labios, susurrando audiblemente:
—¡Ahora lo veo claro, niño mío, a lo que vengo cada noche!, a hacer aquí una casa nuestra dentro de ésta, a vivir juntos tú y yo, compañeros de partida… Si esta gente no sabe vivir, tú sí lo sabrás, porque yo sé… Es a eso, pero nunca se me había ocurrido, sólo ahora, justo a tu lado… Es que a tu lado aprendo, compañero, ¡qué cosa!, yo también de ti. No sé cómo, pero me enseñas… ¡Ay, Brunettino mío, milagro mío!
Su sentido de alarma no le falla y el viejo abre los ojos. ¿Qué ha sido?
Un crujidito, un roce, pasos cortos… No pueden ser de… Inseguros… Pero ¡entonces…!
Se sienta de golpe en la cama: «¡Brunettino por el pasillo!».
Se calza las zapatillas como un rayo; ventaja sobre los calcetines. «¿A dónde vas, angelote mío?» Se echa su manta encima y se asoma al pasillo, al que llega una vaga claridad ciudadana por la abierta puerta de la alcobita.
El viejo vislumbra al fondo, como un duendecillo blanco, a Brunettino en su pelele, dirigiéndose bamboleante, pero resuelto, hacia el dormitorio de sus padres. En un instante desaparece: ha entrado.
«¿Y ahora? —piensa el viejo inquieto—. ¡Ay, niño mío, te has equivocado, te atreves demasiado…! ¡Esas botitas te enseñaron a andar de prisa y te confías!… Pero de noche no corretean los niños, no te van a dejar, quieren que duermas solo…»
Al mismo tiempo el niño le asombra y enorgullece con su argucia para bajarse de la cuna y caminar tan tranquilo por ese mundo oscuro. Sin un llanto, en busca de lo suyo, de su derecho: unos padres… «¡Bravo, Brunettino!»
Brotan ruidos y cuchicheos al otro extremo de la casa, crujido de cama, pisadas adultas… Aunque la manta parda le camufla en la oscuridad, el viejo se mete en su cuarto, junto a la puerta. Oye perfectamente a Andrea soltándole al chiquillo toda su palabrería profesoral; la oye entrar en la alcobita; oye el crujir de la cuna y los primeros gemiditos de protesta, y el retorno de Andrea hacia su dormitorio, y el nuevo llanto apremiante del niño: un lloro entre queja y exigencia, un llanto que crece, porque el niño sale otra vez al pasillo.
—¡Vuelve a la cuna, Brunetto!… No vengas, ¿me oyes?, ¡te he dicho que no vengas!
El grito de Andrea no parece detener al niño.
—¿Es que no has comprendido?… ¡Eres malo, muy malo! Has despertado a todos y es hora de dormir… ¡Mamá se va a enfadar!
El viejo la oye entrar de nuevo en la alcobita y acostar al niño. «En cuanto te deje solo me reuniré contigo, compañero», jura.
Pero Andrea permanece allí un rato. Al fin regresa a su dormitorio, pero el viejo no tiene tiempo de acudir, porque el niño llora de nuevo, más patéticamente.
—¡Este niño! —grita la mujer, colérica ya y desesperada—. ¿Por qué llora, qué quiere? ¡Si no le pasa nada! ¿Es que no comprende?
Habla Renato con su mujer en voz baja y al fin él acude a la alcobita, donde trata de acallar al niño.
Como no sale, el viejo vuelve a su cama, pero no se duerme. Está exasperado.
«No comprende, no comprende… ¡Vosotros sí que sois cerrados y no comprendéis! ¿Es que no habéis sido niños? ¿No tuvisteis miedo de noche? ¿Es que nunca os hizo falta un cuerpo pegado al vuestro?»
Al cabo Renato vuelve a su cama y hay un rato de sosiego, pero al niño ya se le ha cortado el sueño y vuelve a despertarse en llanto. El viejo no aguanta y acude a consolarle, coincidiendo en la alcobita con Renato.
—Vete a acostar.
—No, padre. Duerma usted, por favor.
El niño tiende los bracitos al viejo, su esperanza, ensanchándole así el corazón.
—¿Lo ves? —triunfa su voz—. ¿Lo ves?
—No, padre; esto es cosa nuestra. De Andrea y mía.
El viejo porfía, pero percibe que su hijo no cederá y se repliega. Dará la batalla de otro modo. Comprende que su hijo obedece a Andrea. Y el niño así también sometido a Andrea. ¡Incluso él, Bruno, está acatándola! ¡Maldito médico y maldito libro! ¡Si no fuera porque…!
Frenético de indignación reprimida, se sienta en su cama sin acostarse, porque le saltaría el cuerpo como sobre una parrilla al fuego. Apoyados los codos en las rodillas, curvada la espalda, cavila:
«¡Qué barbaridad! El mundo al revés, tener que salvar a un niño de sus padres… ¡Ni los salvajes!… Y eso que ellos le quieren, digo yo… ¿Están locos?… Pero no es Andrea el verdugo; ella también obedece. El verdugo es el canalla con anillo y bigotito, el hijoputa del
dottore
o como le llamen aquí: ¡Ése, ése es el que manda, con su libro de abocado en la mano, esa ley que abandona a los niños por las noches! ¡Ese, el del pañuelo de maricón asomando por el bolsillo de la chaqueta!… Habría que matarle, sí…»
Por un momento, acaricia la idea; luego desiste:
«Sería inútil, vendría otro igual…»
El viejo acaba acostándose, pero se remueve en la cama, atento a los sucesos, dispuesto a intervenir si se agrava la situación… Sólo le contiene el saber que él está presente para hacer frente al del pañuelo, al libro y al mundo entero; incluso a ese Renato —¡parece mentira que sea su hijo!— tratando de dormir al niño en la soledad en que le dejan… Al mismo tiempo, su corazón se arrebata admirando el coraje del niño:
«¡Tan pequeñito y ya tan decidido! Así te quiero, rebelde, exigiendo lo tuyo… No, las botitas no han sido tu desgracia enseñándote a andar, sino tu arma para pelear mejor…
Si necesitas otras las tendrás, niño mío; yo te las daré porque eres como yo, también de la resistencia… Valeroso en la noche, saliendo a pelear… ¡Oh Brunettino mío, compañero: tú vencerás! ¡Como vencimos nosotros entonces, sí, vencerás!»
Al filo del alba Brunettino cayó en el profundo sueño de la fatiga. Ahora los preparativos del matrimonio para irse a su trabajo parecen normales, pero las palabras brotan forzadas, las miradas se esquivan y el matrimonio cuchichea aparte.
«En cuanto llegue Anunziata me echo a la calle. He de contárselo a Hortensia —decide el viejo—. Se va a cabrear más que yo; para eso es madre.»
Además, no quiere percibir una muda acusación en la primera mirada que le dirija el niño. Sería injusto, porque él no le ha abandonado. La idea de abandono le recuerda un olvidado sermón que hubo de escuchar durante la guerra, cuando se ocultaba en la cúpula de una iglesia y todo su mundo era el templo, allá abajo, visto por un tragaluz.
Predicaba en Semana Santa un curita que se emocionó al comentar las palabras de Cristo en la cruz:
«¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»
Pero Dios no había abandonado a su hijo, explicó el cura, ni tampoco a la Italia ocupada, aunque la estuvieran crucificando los alemanes. Así el viejo se justificaba también:
«No, tesoro, no te he abandonado, aunque lo parezca. Soy tu san Cristóbal y antes me hundiría contigo. Estoy a tu lado y ¡venceremos!».
Bajando la escalera recuerda la cara adolescente del curita. Parecía mentira que fuese de la Resistencia, pero salvó a muchos como el viejo, con riesgo de su vida, y poco después le descubrió la Gestapo y le fusilaron. «¿Cómo se llamaba?… Pierdo memoria; ya no recuerdo ni lo de aquellos tiempos… Y el cabrón sin acabar de reventar, disfrutando allá del buen sol, mientras nosotros aquí…»
Pues el cielo no puede estar más gris y el viento glacial le obliga a sujetarse el sombrero mientras camina. Al pasar por la plaza Moscova, ante la fuente de San Francisco, recuerda la noche de San Silvestre con Hortensia. El santo tiene cara de buen hombre, pero…
«En vez de mirar por los pajarillos, que se me comen las ciruelas —se encara el viejo con el bronce—, ya podías ocuparte algo más de los niños… Después de todo, eres amigo de Hortensia.»
Le llaman a su espalda y se vuelve sorprendido. Al ver a Valerio recuerda que quedaron en verse después de Reyes. El muchacho lo confirma:
—Precisamente iba a telefonearle. Grabamos pasado mañana —percibe la extrañeza del viejo y ríe—. ¿Lo había olvidado? ¡Le regalaremos una agenda de la Universidad!
—¿Una agenda de esas que mandan a los milaneses lo que han de hacer y donde apuntan las cosas para el mes siguiente? ¡Nunca, muchacho! ¡No digas tonterías!
—Si prefiere otro día, cambio la fecha con el laboratorio.
—Roncone sólo tiene una palabra. Pasado mañana, donde quieras.
—Iré a buscarle a su casa.
Se despiden. «Valerio me ha traído buena suerte», piensa el viejo cuando, poco después, se encuentra a Hortensia saliendo del supermercado. Ella se alegra al verle:
—¡Y llevas mi bufanda!
—¡Tu caricia en el cuello!
La mujer sonríe. Él no se atreve a añadir que huele a ella y en el acto se reprocha haberlo callado. ¿Qué le pasa? ¡Ni que fuera otro! La invita a café y una vez sentados desahoga su indignación contra esos padres:
—… pero todo es inútil. Son más tercos que un morueco y les han metido la idea en la cabeza. Esta mañana la oí decir: «Acabará acostumbrándose, Renato; lo dice el dottore.No debemos dejar al niño que nos tiranice…». ¿Te das cuenta, Hortensia? ¡Tirano, ese angelote! ¿Y lo que hacen con él no es tiranizar? ¡Qué salvajes!
—No exageres, Bruno. Tampoco es bueno consentirles todo a los niños. Hay que educarles.
El viejo la mira, incrédulo. «¿Cómo puede hablar así? ¿Se habrá contagiado de tanto vivir en Milán?» Contesta dolorido:
—¿Tú me dices eso?… ¿Consentir qué? ¿Que tenga padres de noche ya que no los tiene de día? ¿Que se vea junto a ellos si tiene miedo de madrugada?… ¿Abandonabas a tu hija, Hortensia? ¡No te creo!
La mujer sonríe, aquietadora; su mano se posa en la del hombre.
—Abandonar… —murmura Hortensia—. Eso no es abandono.
«¡Qué buena es! —reconoce el viejo mientras la escucha—. Piensa como yo, pero no quiere echar leña al fuego… ¡Ni falta hace, ya arde bastante!»
—Lo que sea, ¿lo hiciste con tu hija? ¡Respóndeme!… ¡Luego se quejarán de que los hijos se vayan de casa en cuanto puedan!
La mujer contesta lentamente:
—¡Ay, Bruno! Los hijos acaban dejándote, hagas por ellos lo que hagas. Al final, una se queda sola.
Hay tanta melancolía en esa voz que el hombre olvida su ira. Recuerda además su propia situación y responde con ternura:
—El caso es que tú no lo hiciste.
—No, no lo hice. Pero mi hija sí, y mi nieta ya duerme solita… Estas madres de hoy piensan así; creen que es mejor.
—¿Mejor que sentir el cariño?… Lo dirá el maldito médico, el culpable de todo… ¿Qué son los niños para él? Si enferman muchos, tanto mejor. ¿Es que no?