La sonrisa etrusca (21 page)

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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

Para gozar del privilegio de esa carga, para respirar tan de cerca ese olor corderil, el viejo duerme cada noche en alerta. Aun a través de la cerrada puerta le despiertan los primeros crujidos de la cuna al rebullir el niño… ¡Rápido!, si se retrasa un instante Brunettino llegará hasta la barrera maldita y empezará a luchar solo de la única manera que sabe, llorando y aporreando la madera… El viejo acude veloz y abre a tiempo de detener el angelito blanco acercándose ya a la puerta desde la cuna.

«No sigas, compañerito; prohibido pasar. Cuando no se puede avanzar se fortifica uno. A eso vengo, a convertir tu cárcel en nuestra posición defensiva. Sí, estás cercado, pero yo me cuelo dentro, sé infiltrarme. ¡Lo conseguí tantas veces! Y ahora, calla: el enemigo tiene escuchas.»

Con el niño en brazos se acerca feliz a la ventana, como exhibiendo su triunfo a Milán entero, o presentando el niño a la nieve amiga. Luego le acuna hasta que le duerme; y le acuesta.

«¿Lo ves, Brunettino? Te lo prometí y estoy de centinela. Duerme, bendito mío; disfruta de tu paz. También los corderillos asustados se calman así, abrazándoles y hablándoles; y si tú…»

Una bisagra rechina, allá en el dormitorio. Súbito, el viejo se esconde bajo la mesa donde arreglan al niño, tapada con un delantero de tela. Se abre la puerta y alguien invade el territorio. Bajo la tela, el viejo identifica los desnudos pies de Andrea en sus chinelas. La mujer husmea inmóvil, como cierva intranquila. «Menos mal que ya no fumo… y que ésa no sabe oler.»

Andrea avanza hasta la cuna. Al ver sus talones el viejo se arriesga a mirar mejor. De espaldas, ella se inclina y arregla la ropa del niño con amorosos gestos, colocándole en una postura más cómoda. Sí, los gestos son maternales; el viejo se asombra al tener que reconocerlo: «¡Quién lo hubiera pensado!».

Tres seres silenciosos, en la luminiscencia irreal de la ciudad nevada. Al fin Andrea besa suavemente al niño y se marcha, cerrando la puerta. El viejo vuelve a oír la bisagra cómplice y sale de su escondite. «Menos mal que a ésa nunca se le ocurrirá visitarme en mi cuarto», piensa risueño.

Se acerca a la cuna y se sienta en el suelo. Su cara sobrepasa justo el borde de la camita: derrama así sus pensamientos sobre la frente del niño.

«Nunca más estarás solo, Brunettino mío; todas mis noches son tuyas. Tengo mucho que contarte, todo lo que te conviene saber; lo que yo tardé en aprender, pues tengo la cabeza dura, y hasta lo que no he sabido hasta ahora contigo. Tú me enseñas, que eres brujo, brujito por ser inocente, como el simple de Borbella: con sus cincuenta y cinco años sin haber tocado mujer, pero con aquellos ojos azules que te miraban y te adivinaban, te sacaban los pensamientos y los males como se saca la empolladura de las gallinas… Te dormirás con mi voz como junto a un arroyo a la sombra, no hay mejor dormir, y oye, ¿sabes que hablo muy joven? Casi como tu voz, si le hablaras a la pantalla y removieras todas aquellas culebras enloquecidas. ¡Ay, qué gusto me daría oírte! ¡Qué ganas tengo de que me hables! Seguro, tu voz es como la mía: voces compañeras, ¿verdad?… Por eso te digo cosas de hombre y no los cuentos que invento para esos profesores.

Ellos la guardan en sus máquinas; en cambio tú me oyes como las ardillas desde una rama, con sus ojos como tus botoncitos, sin saber entendernos. Pero tú sí, mis palabras hacen nido en tu pechito. Algún día las recordarás de pronto; no sabrás de dónde vienen y seré yo, como tú ahora sacas de mis adentros tantos olvidos. Me traes a David, a Dunka y a los viejos pastores; de David y de Dunka te hablaré más, ¡me dieron tanta vida!, y yo sin entenderlo, sin saber ser ardilla. Ahora la rumio como mis ovejas, aquella vida; me empujas tú, removiendo mi corazón, y también que los afros me aflojan las correas. Se desparrama uno como gavilla desatada en la era. Ni que me fuesen a trillar y aventar, para sacarme el grano; como si me pisaran en un lagar para dar yo mi vino: ésa es mi vendimia, tú ya me entiendes… Voy a decirte mucho, que sepas de tu abuelo, que te lo lleves a donde yo no llegaré. Quiero ser todo lo que te falta; tu padre y hasta tu madre cada noche. Sí, hasta tu madre, ¡ya ves!, ¡cuándo hubiera pensado yo tal cosa!… No dormirás solo; yo nunca dormí solo, tuve esa suerte. Ahora sí, claro, pero a los viejos nos acompaña nuestra historia… Sí, tuve suerte. De zagal en invierno con mi madre, en verano en la montaña con Lambrino, el pobrecillo, luego en el corro de los pastores, o con los mozos, o con las vacas que acompañan tan calentito. Después, con los partisanos…

Y mujeres, ¡claro! ¡Ah, las mujeres, niño mío!, tienes una al lado y aunque estés dormido la sientes ahí, con su calor, y su pelo y su piel. ¡Qué cosa es la mujer!, aunque luego te engañe o te harte, tenerla a mano es lo más grande… Mi suerte la tendrás tú, te la dejaré con esta bolsita en su tiempo. Tú ahora me la revives, se me anima contigo el corazón, resucitan los recuerdos, me arden las ansias y las ganas… Es el cariño, niño mío; que no hay palabras, no, no hay palabras…»

37

«¿Qué le ocurrirá?… No puede estar enfadada por la discusión del otro día —piensa el viejo mientras camina hacia la via Borgospesso—. No le dije nada molesto, pero las mujeres tienen a veces revueltas que no se le ocurren a uno…»

No duda de Hortensia, mujer de ley aunque tenga fantasías femeninas, pero no ha vuelto a encontrársela y necesita contarle su éxito, el de su táctica para salvar al niño.

Aunque sigan encerrándole, la tortura ha terminado; el calabozo ha vuelto a ser alcobita. El viejo ha derrotado a la soledad; su presencia anula el destierro. Y cuando por la mañana el niño ríe y Anunziata le llama «hermoso», el viejo piensa: «Gracias a mí…».

«Hasta el mejor humor de Andrea es mío, porqué ella presume de que el niño al fin se acostumbra a dormir solo, pero soy yo… ¡Lo que me cabrea es que así quede bien el maldito dottore!»

La táctica ya está en marcha; el niño ha aprendido la maniobra. El viejo se la explicó bien clarita teniéndole en brazos, que es como los niños comprenden mejor: «Si viene tu madre estando tú despierto y yo me escondo bajo la mesa, ¡no me señales con el dedito!… Serías muy capaz, para reírte, pero ¡no hagas esa pillería; no estamos jugando! Estamos en guerra y yo estoy camuflado, ¿comprendes? Engañando al enemigo. Nunca se delata al compañero partisano…».

El niño es listísimo, sabe seguir el juego y Hortensia se alegrará: ella es la fuerza de reserva, la segunda línea. La señora Maddalena también ayuda, pero ésa no es más que la intendencia y además, bastante tiene con su propia guerra. Hortensia es el refugio, es…, ¡eso, la montaña! Por eso el viejo ahora se dirige a su casa y llama desde la calle. No hay respuesta, aunque suena la llamada… «¿Se habrá ido de Milán por algo urgente? ¡Nunca sale antes de esta hora!»

Se abre el portal y aparece una señora que mira con recelo a ese campesino del Sur.

—¿A quién busca usted?

—A la señora Hortensia. En el ático izquierda.

La mujer le toma por un pariente napolitano y se humaniza:

—¡Ay, pobrecilla! ¡Lleva unos días enferma!, ¿no lo sabe?… Le han prohibido levantarse, creo… Pero no ponga esa cara, hombre. Si fuera grave se la hubieran llevado al hospital…

—Entre y suba. ¡Qué despacio marcha el condenado ascensor!… ¡Por fin!

La puerta del ático, entornada; ¿qué hacer? Golpea suavemente sin obtener respuesta… ¿Estará sola? ¿Y si le ha dado algo de repente? Se decide y avanza por el pasillo. Le detiene un alarmado «¿Quién es?» y contesta dando su nombre. La alarmase hace grito y cuando él se asoma a la alcoba aún se agita sobre la cama un cobertor revuelto del que emerge sólo la cara de Hortensia, tapada hasta el cuello:

—No entres, no entres, hombre de Dios.

El viejo se detiene, cohibido.

—Dispensa, la puerta estaba abierta y…

—¡Pero sal, déjame!

El viejo da un paso atrás y pregunta asombrado desde el pasillo:

—¿Quieres que me vaya?

La respuesta se precipita:

—¡Cómo voy a querer que te vayas, tonto, más que tonto! —los sollozos cortan la palabra.

El desconcierto del viejo es total. ¡Qué situación! ¿Entra? ¿Espera en el comedor? ¿Por qué llora?… ¡Condenadas mujeres!

Todavía hipando, ella consigue hablar:

—Pasa, pasa… ¡No te quedes ahí! —el viejo asoma y ella continúa—: Perdona, estoy débil…

—Además, ¡qué tontos sois los hombres! ¿No ves que estoy muy fea? ¡Qué pelos debo tener!… —sonríe, insinuante—. Pero tú no te asustas de mí, ¿verdad?

Ese femenino final reinstala al hombre en terreno firme. Conmovido, se acerca a la cama y la mira. Ella se enjuga sus lágrimas con el borde de la sábana, sin sacar la mano.

Él ve un pañuelo limpio sobre la mesita y lo apresa en su zarpa, acercándolo al rostro enmarcado por los negros cabellos esparcidos. Esa zarpa, adiestrada ya en la delicadeza por los botoncitos de Brunettino, enjuga las lágrimas restantes. La indecible sonrisa femenina atrae irresistiblemente al viejo.

—Bruno, Bruno, puede ser contagioso —murmura ella sin mucha convicción, admirando esos dientes lobunos entre los labios ya modelados para la caricia. Al oír la amenaza, los labios viriles que iban camino de la frente se desvían hacia la boca y se posan un breve instante. Luego el viejo se hiergue:

—Por si lo es, Hortensia.

Se miran serenamente. Se explican, ya sentado el viejo junto a la cabecera. Ella enfermó al día siguiente de verse en el café y no pudo ni llamar. ¿Cómo va lo del niño?… ¡Espléndido, qué alegría!… El hígado; están comprobando si es hepatitis y, mientras tanto, reposo absoluto… Pero no le duele nada y se arregla bien. La hija le trae la comida de régimen, un aburrimiento; también se da una vuelta de vez en cuando la vecina de enfrente, doña Camila, muy buena señora, aunque el hijo le ha salido un sinvergüenza, se droga y todo… El desayuno lo prepara también su hija, pero hoy se ha retrasado…

—¡Si son ya las diez, Hortensia! ¡Qué abandono!

—Pobrecilla mía, demasiado hace, con todo lo que tiene.

El viejo se acalora, pensando que todos los hijos son iguales. Pregunta qué suele tomar ella y, tras de oírlo, se dirige a la puerta.

—¡Espera, hombre! ¡Lo primero es lo primero!… Mira, alcánzame eso. Ahí, sobre la silla.

«Eso» es algo malva de punto con unas cintas. Lo deja sobre el embozo sin que ella saque las manos para cogerlo.

—Ahora tráeme del baño el cepillo con los peines y un espejito que hay al lado.

El viejo retorna y lo deja todo en la mesilla, junto a las medicinas y un frasquito de colonia. La sonrisa ahora divertida de la mujer convierte todos los gestos en juego de niños.

—Ahora ya puedes irte a la cocina y arreglártelas como sea…, si es que sabes.

—Un pastor se las arregla siempre.

—¡Ah, el buen pastor!… Pero no me rompas nada… ¡Y, sobre todo —grita cuando ya él ha salido—, no entres aquí mientras yo no te llame!

Pero le llama casi en seguida. La encuentra con el rostro contraído, esforzándose por sentarse en la cama.

—Ayúdame, por favor… ¡Estoy tan floja!

Su voz implorante conmueve. Y no se tapa ni piensa en componerse. Entrega sin reservas su flaqueza a esas recias manos que la levantan reverentes, descubre la abertura del camisón a los ojos viriles, regala un suspiro de alivio y bienestar a las orejas ávidas. El hombre palpa a través del tejido una carne frutalmente madura y febril pero, para asombro suyo, eso no despierta excitación sexual, sino hondísima ternura. ¿Qué le ocurre? No es el que llegó a Milán; cada día lo comprueba… ¿Acaso envejece o será la bicha? Sus manos sosteniendo a la mujer le hacen recordar a los guerreros del museo y eso aumenta su confusión: les llaman Pietà y él entonces es la madonna… ¿O hay Pietà entre hombres?… Se pierde

—¿Estás bien así?

¿Cómo le salen esas palabras tranquilas mientras por la cabeza le pasan tantas rarezas? El Bruno de antes no cavilaba tanto.

—Muy bien, Bruno; gracias.

Ella toma una zarpa entre sus manos y la oprime de un modo que acaba de desconcertar al hombre. Su salida es marcharse a la cocina y preparar el desayuno.

Cuando llega la hija les encuentra charlando. Mira con curiosidad al viejo y riñe a la madre por haberse incorporado en la cama, pero al poco rato se la nota contentísima de no perder el tiempo y se marcha tras de anotar algún encargo.

Se quedan solos y el hombre vive una mañana mágica, saboreando las tareas ejecutadas para ella y hasta obedeciendo instrucciones que considera maniáticas, como quitar el polvo a un mueble tan limpísimo como toda la casa. Es como cuidar a su nieto, porque también la mujer se encuentra ahora indefensa y entregada a sus manos. Incluso la lleva hasta el baño cuando ella lo necesita y entra luego a buscarla para devolverla al lecho que, mientras tanto, él ha puesto en orden. A la vista de esa cama bien hecha exclama ella:

—Hasta eso, Bruno… ¡Qué hombre eres!

«¿Cómo? ¿Eso es ser hombre? —se dice el viejo, ya camino de su casa tras haber rechazado ella la oferta de quedarse acompañándola—. Pero ¡qué grande es esto de cuidar a alguien así! Las mujeres tienen suerte…, bueno, en eso. ¡Ahora comprendo a Dunka, curándome mi herida y atendiéndome mientras no pude caminar!… Dunka, ¡tan diferente y tan como ésta!… ¿Por qué no lo habré hecho más, esto de cuidar así?… Y ¿cómo iba a saberlo yo, si nadie me enseñó, si me crie a puñetazos contra todo?… Nunca es tarde, ¿verdad,
Rusca
?… Ya empecé con Brunettino, que además me ha traído a Hortensia…
Rusca
, por favor, piensa en el niño, todavía me necesita. No tengas demasiada prisa, ¿me oyes?… No asustes al médico mañana.»

38

—El señor Roncone, por favor.

La misma enfermerita. La consulta empieza como la otra vez. Por la mañana ha sido también preciso tragarse la papilla, ante los ojos atónitos de Brunettino y sus chillidos reclamando otra taza para él. El viejo va armado de paciencia para someterse a la misma ronda de exploraciones, pero se equivoca: la semejanza con la primera consulta termina en cuanto traspone la puerta de la salita. Al otro lado le aguarda el profesor Dallanotte en persona, tendiéndole la mano.

—¿Qué tal, amigo Roncone? ¿Cómo se encuentra?

El sorprendido viejo apenas acierta a devolver las cortesías.

—Pase por aquí… Esta vez le molestaremos menos. Se trata sólo de saber cómo marcha su problema —el profesor le sonríe—. La bicha, me decía usted, ¿verdad? ¿Cómo la llamaba?

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