«Cabeza de enanito», define el viejo al profesor Buoncontoni, ante su reluciente calva aureolada de blancas guedejas, sus redondas mejillas y gruesos labios. Resultaría cómico de no ser por los ojos, brillantes de inteligencia. A su lado la doctora Rossi, alta, sin pecho, pelo rubio muy corto y con flequillo. En los pupitres una docena de estudiantes y, por supuesto, Valerio ante el magnetofón.
El viejo no esperaba que el muchacho le llamara con tanto interés de parte del profesor. Su historia grabada, improvisada con retazos de otra, le había después avergonzado un poco, pero «¡caramba!, aquellas ruedas giraban y giraban, no era cosa de malgastar la cinta». No obstante, ellos desean continuar, incluso pagando treinta mil liras por sesión, y se disculpan de no dar más a causa de su reducido presupuesto. «¡Qué gente más rara! —pensó el viejo cuando le llamó Valerio—. ¡Parece mentira que se ganen la vida con esas fantasías, mientras otros se matan a trabajar!»
—Encantado —saluda el profesor—. Muy interesante aquella grabación. Desconocía yo esa versión del mito sumerio de Tammuz. Estoy seguro de que nos contará usted muchas cosas.
«No, no es un enanito —rectifica el viejo—. Es un niño. Son niños. Por eso les gustan los cuentos.»
—A eso he venido… ¿Les interesan de moros? Tenemos castillos y todo; dejaron memoria.
—Cierto, los moros —asiente el profesor—. Y los bizantinos.
—¿Los qué?… No, de ésos no hubo.
—Catanzaro fue una ciudad bizantina, amigo Roncone.
—Si usted lo dice… Pero allí nadie les mienta. No les haríamos tanta guerra como a los moros.
Ya funciona la máquina, ya giran las implacables ruedas.
—¿Guerras? ¿Por qué motivo?
—No hacía falta. En aquel tiempo ellos eran moros y nosotros cristianos, ¿le parece poco?
Advierte que su auditorio no comprende. Se explica:
—Siempre hay motivo cuando uno quiere pelea y teníamos que quererla… Por ejemplo, les robábamos mujeres o ellos a nosotros, así que ¡guerra!… ¡Je, todavía se roban hoy! —remata ufano.
—¿Todavía hoy? —pregunta la doctora, anotando en su cuaderno.
—¡A ver! Si los padres no quieren al novio, se la lleva uno y tienen que casarlos… En algunos pueblos basta con la scapigliata.
—¿Qué? —preguntan varios. El profesor sonríe; ya conoce esa costumbre.
—A la salida de misa el mozo va hasta la chica y le arranca su pañuelo de la cabeza, desnudándole el pelo. Claro, tienen que casarla con el mozo, porque ella ha quedado así deshonrada y nadie la querría… A no ser que la familia mate al mozo: entonces sí.
Matándole se arregla todo.
Se discute brevemente esa costumbre y la doctora comenta alguno de los mitos que relacionan el pelo o la barba con la honra. Concluye preguntando al viejo si el rapto de la moza no es visto por la gente como una fechoría.
El viejo se asombra cada vez más:
—¡Al contrario! El que no se la lleva no es hombre. Las mujeres están para eso: ya se sabe que las crían sus padres, pero para otro… ¿Es que no?
La doctora Rossi está a punto de argumentar, pero el profesor replantea el tema de la guerra, preguntando si había otros motivos.
—Muchos. Las tierras, el riego, los molinos… El ganado, por ejemplo, como el caso de Morrodentro.
—¿Qué?
—Un pastor que llevaba al mercado una cabra del moro y el animal se metió en un sembrado del cristiano, que la denunció al obispo.
—¿Y el moro obedecía al obispo?
—Bueno, entonces daban miedo los obispos, porque podían condenar; no es como ahora, que ni caso… El moro negaba, el cristiano afirmaba y el obispo preguntó al pastor si la cabra entró en el sembrado o no. El hombre respondió: «Tenía el morro dentro, pero las patas fuera». Por eso empezaron a llamarle Morrodentro y el mote pasó a los hijos y hasta hoy, que todavía vive en Roccasera. El obispo sentenció dar la cabra al cristiano, porque la cabeza estaba dentro y el ganado se cuenta por cabezas. Ahora, le cobró al cristiano el bautizo de la cabra, pues no podía tenerla en su casa sin ser antes bien cristianada… ¡Cosas de los curas, siempre sacando dinero!
Se inicia la discusión académica sobre semejante juicio salomónico y alguien evoca los fabliaux medievales y el Panchatantra, pero el viejo interrumpe:
—Un momento, que no acabó ahí la cosa. El moro juró venganza y desde entonces el moro y el cristiano estuvieron en guerra ofendiéndose… El moro le mató al cristiano su mejor hurón, una hembra muy conejera; pero el cristiano deshonró a una sobrina del moro y también le cortó el rabo al mejor podenco, que no volvió a correr bien.
—¿Cómo? —pregunta alguien—. ¿Sólo por faltarle el rabo?
—¡Sólo por eso! —afirma tajante el viejo, desdeñoso ante la ignorancia de esos sabios—. El podenco es animal muy noble y sin el rabo se siente como medio capado y se acojona…Como un gallo sin cresta, ¿comprende?
Nadie se atreve a discutirlo. Alguien pregunta cómo acabó aquella guerra.
—Como todas: con la muerte. Al cristiano, ya de viejo, le dio un mal y el moro se puso contentísimo. Todo el día en lo alto de su torre con su gente para ver al cristiano ir al médico a curarse… ¡Ah, pero al final el cristiano se salvó!
—¿Cómo?
—Empezó a aparecérsele un ángel todas las noches… Ése es el fallo de los moros, que no tienen ángeles… El del cristiano, con esas visitas, le devolvía la fuerza. Era un ángel pequeñito, pero sólo con olerle y tocarle sanaba cualquiera… Al moro, cuando vio mejor al cristiano, le dio una rabia que pegó el reventón y estiró la pata… El cristiano acabó muriendo también, claro, pero antes fue muy, muy feliz. ¡A ver, sin moro y con el ángel, en la gloria!
Se empieza a tratar de angelología islámica y cristiana, y el profesor formula una pregunta:
—¿Tocar el ángel, dice usted? ¿Es que los ángeles son de carne?
El viejo contempla indulgente al enanito:
—¡Pues claro! Si no fueran de carne serían de mentira, unos fantasmas de ésos. ¿Es que no? Tienen carne y cuerpo como usted y como yo… Bueno, será otra carne, pero la tienen. Y por eso algunos son hembras —añade el viejo, recordando de pronto el cuerpo de Dunka.
—Perdone, señor Roncone —interviene un alumno aventajado, salido del Seminario Conciliar—. Los ángeles no tienen sexo.
El asombro del viejo se acrecienta:
—¡Tonterías! ¿Quién lo ha dicho?
—Las Escrituras. El Papa.
El viejo suelta la risa.
—¿Y qué sabe el Papa de sexo? Además, ¿cómo se puede estar vivo sin sexo? Si los hombres lo tenemos, ¿cómo no lo van a tener los ángeles, que son más? ¿Iba Dios a crearlos castigándoles sin ángeles hembras?… ¡Qué ocurrencias tiene el Papa! ¡Así le va!
Al viejo le complace mucho ver una sonrisa de adhesión en la doctora Rossi y oír al profesor recordarte al ex seminarista que no están en clase de Teología, sino recogiendo creencias populares, sobre las cuales el señor Roncone es autoridad testimonial.
De modo que el viejo regrésa a su casa tan satisfecho, en el coche de Valerio, aunque pensando lo mismo que al empezar la sesión:
«Son como niños pero, vaya, viven bien del cuento.»
Y acaricia tres billetes nuevecitos en su bolsillo. Nunca vienen mal.
—¡Pasa, pasa; ya no te esperaba! —invita Hortensia desde la cama, al oír entrar al hombre—. ¿Y eso? —añade, refiriéndose al ramo que él deposita sobre la cómoda—. ¿Ya has vuelto a hacer tonterías?
—Hoy es regalo de la Universidad, departamento de fantasías —contesta el viejo, esforzándose para hablar, porque ha caminado apresuradamente.
La encuentra mejor, pero no es aún su rozagante Hortensia. A su vez, ella le nota fatigado, algo temblonas las manos.
—¿Qué cuento les has inventado esta vez? —ríe la mujer, mientras piensa si él se fijará en que su hija le ha arreglado el pelo.
—¡Estás muy guapa hoy, Hortensia!, y eso no es cuento… Lo de la Universidad sí; pero me han pagado, ¡no te lo vas a creer!, treinta mil liras.
—¿Qué has hecho para eso?
—Nada: son tontos… Les cuento lo que se me ocurre y lo graban sin perderse nada, como si fuera el catecismo… ¡Si les vieras discutir luego muy serios, en ese italiano de la radio! ¡Ni que yo hablara así, qué barbaridad!… Ya te digo, tontos… Cualquiera de mi pueblo les engaña.
—¡Es que tú tienes mucha labia, trapacero! —ríe ella, sentándose en la cama y dejándose colocar sobre los hombros una mañanita de punto.
El viejo ríe, envanecido, mientras pasa a la cocina y vuelve trayendo un jarro con agua.
Desata el ramo e intenta colocar las flores, pero mueve la cabeza descontento de su obra.
—Trae, hombre, trae… Aunque no te das mala maña, para como sois los hombres.
—He aprendido mucho cuidando a Brunettino… ¡Gasta unos botoncitos! Me gusta cuidarle; ahora veo cómo disfrutáis con eso las mujeres… ¡Si hasta hago cosas que antes me hubieran dado vergüenza!
Ella le mira de soslayo, mientras sigue colocando las flores en el jarro sujetado por él.
—Vergüenza porque eran cosas de mujeres, ¿verdad?… Pensabas que hacerlas te rebajaba.
—Vivimos muy aparte de vosotras, ¿sabes? Anda el hombre muy separado de la mujer, aunque duerman en la misma cama.
—¡Mira qué bonitas quedan!… Pon el jarro ahí encima, así. El ramo más hermoso que me has traído… Claro que se vive aparte; ¡como que nos tenéis arrinconadas!
El hombre titubea.
—Tanto como arrinconadas… Pero verdad es que sabemos poco del vivir de las mujeres… ¡Con las que uno ha conocido! —sonríe jactancioso.
—Es porque no las conociste, tonto. Las gozaste, nada más. Por encima.
—¡Y tan por encima! —suelta la carcajada—. ¿Por dónde mejor?
—¡Sinvergonzón!… Pero había mucho más que disfrutar, y tú sin sospecharlo siquiera. Como todos. Aprende esto: las mujeres os gustan, pero no os interesan. Así sois.
El hombre reflexiona, escarbando en sus recuerdos:
—Tampoco ellas hacían por ser más que eso, digo yo… Sólo a una le hubiera gustado que yo… Sí, una…
—Ya —se endurece el tono—. La dichosa partisanita.
—Dunka, sí. Ella quería cambiarme, hacerme a su manera… Y, mira, quizás por eso la dejé… Bueno, de todos modos la guerra era un vendaval. Se nos llevaba a todos, cada uno por nuestro lado… Pero Dunka quería…
—Acercarte a ella, claro.
El hombre calla, muy atento a las palabras de Hortensia.
—Y tú diste la espantada… Pobre Bruno; te perdiste lo mejor, lo más hermoso.
—¡Qué va! ¡Lo más hermoso lo gocé siempre que quise!
Pero la risotada casi grosera le resulta forzada a él mismo. Mero recurso defensivo.
—Sí, te lo perdiste… ¡Y ahora te enteras!… Bueno, más vale tarde que nunca.
El viejo la mira y aflora en su mente un descubrimiento. Ahora se entera, sí, pero ¿de qué? Le ronda, le ronda, pero no lo atrapa.
—¿En qué estás pensando? —le acosa ella.
El hombre suspira.
—Si yo te hubiera conocido antes…
La mujer ríe, para no delatar la oleada de calor que le recorre.
—Ni me hubieras hecho caso, bobón. Yo nunca llamaba mucho la atención… No hagas gestos; es la verdad… A veces lloraba por eso —su voz se hace más íntima—. En fin, me callo, no vayas a darme la espantada como a la Dunka aquella.
—¿Espantada yo? ¡Si tengo lo que ya no me esperaba tener más!
Sus dedos forman una cruz sobre sus labios. Su voz ha vibrado tan hondo que el silencio se impone a los dos.
El hombre se asoma a mirar por la ventana. Luego se sienta en la silla próxima a la cama.
—Estás cansado… Como no duermes, por el niño…
—Nunca he dormido mucho; no me hace falta.
—Echa una cabezadita; anda… Como el primer día.
—Pues mira, si no te importa…
—¡Pero no sentado ahí, tonto!… Aquí, es muy ancha.
La mano femenina se posa en la parte vacía de la gran cama de matrimonio. Luego sube hasta el embozo y empieza a bajarlo.
El hombre se envara:
—¿En tu cama? ¿Tan viejo me piensas?
Ella ríe gozosamente ante su encrespamiento.
—Vamos, hombre, enferma como estoy. Anda, acuéstate, aunque sea vestido. Si te durmieras encima te quedarías frío.
El hombre sigue vacilando: ¡No le cuadra eso de meterse en la cama con una hembra así para nada! Es como tirar de navaja y no clavarla… Pero ella encuentra el argumento que le decidirá:
—No tengas reparo, ya te dije que los análisis eran buenos. Lo mío no es contagioso.
—¡Aun cuando lo fuera, ya lo sabes! —responde tajante al reto y se sienta para descalzarse—. Además a los bichos, si los tuvieras, los envenenaba yo.
Se pone en pie y empieza a quitarse de espaldas los pantalones. Añade, risueño:
—Pero te aviso: ya soy carne de viejo, Hortensia. Correosa.
—Me gusta la cecina —ríe ella—. Y termina ya, que no voy a ver nada nuevo.
Deja los pantalones y sale hacia el baño. Sus calcetines son de lana hechos en el pueblo y lleva calzoncillos como los de Tomasso; no esos slips de su yerno, esas braguitas. Las flacas rodillas, con sus huesos prominentes y gruesas venas, inspiran ternura.
—Por lo menos —explica al volver— no meterme ahí con el polvo de la calle en los pies.
La mujer lo agradece. Otros como él no hubieran pensado en eso.
Al fin el hombre yace a su lado, los crespos cabellos grises sobre su almohada. Al subirle ella el embozo hasta el mentón sus dedos sienten la aspereza de la barba y retroceden.
Él lo nota.
—Desde que no uso navaja me queda peor. Pero me cortaba; el pulso, ya…
«También Tomasso, al final, se cortaba (pero él ya estaba alcohólico) y también se entristecía. ¡Los hombres, queriendo ser siempre gallos!… —piensa ella—. Pero ¡qué bienestar nos da un hombre, qué seguridad sentir su olor al lado!»
Hortensia se incorpora a medias y ladea el cuerpo apoyándose en el codo: necesita verle tendido; mirarle desde arriba.
Un recuerdo estalla en el viejo:
—¡Así, como los etruscos! Ella estaba igual que tú… ¡Y sonreía como tú ahora!
—¿Los etruscos?
—Unos italianos de antes, que de muertos parecían vivos… ¡Cómo estarían de vivos antes de morirse!
Una punta de envidia asoma en las últimas palabras, pero se le pasa al contemplar a Hortensia: su brazo desnudo, su pecho junto a él…
«¡Qué hermosa vida!», goza el hombre, sintiéndose acariciado por esos ojos… Su mano se mueve hacia ella bajo las sábanas, pero se inmoviliza antes de tocarla, en cuanto percibe una tibieza en el lienzo. Allí se detiene como un peregrino ante el santuario final, mientras se deja mecer en las ondas tranquilas del aroma femenino. Sus párpados, al cerrarse poco a poco, van adoptando una expresión final de beatitud.