La sonrisa etrusca (27 page)

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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

La visión de unas gafas negras sobre una calavera con el odioso diente de oro anima unos instantes la mente del viejo.

«Y tú mismo, niño mío, ¿es que peleas? Bueno, dices "¡no!" dándole un manotazo a la cucharada de potingue, y razón tienes, pero eso no es pelear. En cambio te dejas coger, te acomodas en los brazos y sales ganando, bandidote, que haces de mi lo que te da la gana. ¡Y qué hacer, sino quererte! ¡Te metes tan adentro!… Cuando estás en otros brazos y me tiendes las manitas para venirte conmigo, ¡qué decirte del nudo en mi garganta!»

La visión de ese gesto infantil suspende en breve éxtasis la cavilación.

«Por eso, ¡quiéreme! Tú aún no lo sabes, pero te queda poco tiempo de abuelo. Hasta la castañada todo lo más; ¡la
Rusca
me da unas dentelladas! Es otro "cortaombligos". Sí, yo ya lo sé, que me quieres, pues entonces, ¡dímelo! ¡Dímelo antes de que sea tarde! Me tiendes los bracitos, de acuerdo, pero hay que decirlo. Claro que a veces se dice y es mentira… Dunka me lo notaba y repetía: "no, tú no me quieres, te gusto nada más…, ¡y te gustan todas!". Yo le juraba que sí, porque jurar amor a una mujer no es faltar a la palabra, aunque sea mentira. Además, ¿cómo no quererla si estaba tan buena y era hembra de temple? Pero ella me miraba muy triste y se apagaban las chispitas verdes en sus ojos de miel como cuando en el lago Arvo una nube tapa el sol… ¡Pobre Dunka!, David loco por ella y ella viniéndose a mi cama, que él no la tuvo nunca… Pero ¿por qué la llamo pobre? Me quería a mí y me consiguió, ea. Aunque, ¿me tuvo de verdad? Ahora pienso que no le di bastante. Resulta que hay más; tiene razón Hortensia. Dunka lo notaba, se ponía muy triste. Al rato me estaba volviendo a mirar; ahora mismo veo aquellos ojos…

"Aunque me mientas, dime que me quieres." Yo se lo repetía, y muchas cosas dulces, ésas que les gustan. Ella sonreía, volvían a sus ojos aquellas chispitas, pasaba la nube…

Seguramente era feliz, sí, seguramente… Era bonito, ¿sabes?; hacer feliz es bonito…

Aprende también eso, empieza ya, dime pronto que me quieres. A ver cuándo me llamas nonno; es más fácil que papá y mamá… ¡Si ya medio lo dices!, repite tu "no" y ya está: "non-no"; "non-no"… ¡El día que te lo oiga me darás la vida!, ¿oyes? ¡Me darás la vida!»

El niño duerme ya un sueño tranquilo.

«Pues sí, aún tengo buena sanadura», celebra el viejo, retirando su mano del vientrecito.

En ese momento su instinto de partisano le hace notar una presencia. Se vuelve de golpe, felino en tensión. En la puerta abierta una silueta. Maldice sus cavilaciones: le ha sorprendido el tedesco.

Es Renato. Inmóviles, padre e hijo, se miran. El viejo avanza y, cara a cara, susurra:

—¿Qué pasa? ¿Hice ruido?

—Nada, padre. Creí que no estaba bien el niño, al verle a usted aquí.

—¿Es que me buscabas?

El hijo miente:

—Temí que le pasara a usted algo y como no le encontré en su cuarto…

Impulsivo, el padre abraza a su hijo y le derrama al oído:

—¡Ya sabía yo que tenías corazón!

El hijo no puede hablar. Y ahora miente el viejo:

—Pues ya ves, yo vine por si acaso el niño… ¡Se queda aquí tan solo todas las noches…!

El viejo tampoco puede hablar. Se recobra:

—Bueno, vámonos a dormir todos.

—Será lo mejor. Buenas noches, padre.

El viejo, camino de su cuarto, se interroga.

«En otros tiempos me hubiese peleado con mi hijo… ¡Ay, el peleador siempre está solo! ¡Asusta y todos se apartan!… ¡Hasta con ellas, pasado el goce, me quedaba solo!… Hay algo más, Hortensia, para no estar solo; hay algo más…»

El viejo aguarda un poco y luego retrocede por el pasillo sin advertir que el hijo, desde su puerta, le ve regresar a la alcobita. Sólo entonces, sonriendo compasivo, se mete Renato despacio en su cama para no despertara Andrea ni contagiarle así su tristeza.

Junto al niño susurra el viejo:

«Ahora es cuando no estoy solo, con tus manitas en mi cuello y tú bien dentro de mí. Nada de pelear. Mis brazos para acunarte metiéndote en mi pecho, haciéndote feliz, lo sé. Tú te entregas a mí, niño mío, angelote, te rindes sin condiciones. Y así me doy yo a ti, como me has enseñado; así no estoy solo…»

48

—Le llaman, señor Roncone.

Renato se vuelve hacia esa laboranta.

—¿Quién es, Giovanna?

Algo de su padre. Urgente.

Renato acude al teléfono esperando lo peor.

—Soy Roncone, dígame.

Una voz agradable.

—Su padre ha sufrido un mareo. Sólo es eso, no se alarme; pero debería usted venir.

—Ahora mismo. ¿En qué hospital, hermana?

—Está en mi casa. Soy una amiga de su padre. Melli, Hortensia, en via Borgospesso, 51, ático izquierda.

Renato, desconcertado, expresa su gratitud y cuelga. Se disculpa con su jefe, baja al garaje y se lanza a la calle, tratando de ganar minutos en ese tráfico tan atascado como siempre. El trayecto se le hace interminable.

Se abre la puerta de ese piso en una casa desconocida —curiosamente en su mismo barrio —en cuanto sale del ascensor. Una mujer, cuyos rasgos no distingue bien a contraluz, le hace pasar hasta una alcoba modesta, pero agradable. En la gran cama yace su padre, vestido al parecer y tapado hasta el pecho con una manta. La palidez hace más oscuro el sombreado de la barba. Ojos cerrados y hundidos; por los labios entreabiertos se escapa un leve jadeo. A Renato se le encoge el corazón.

—¿Cuándo fue?

—Hace una hora —responde la mujer, indicándole una silla junto a la cama y sentándose ella enfrente—. Le llamé a usted en seguida… Él había venido a verme y estábamos charlando cuando, de pronto, necesitó ir al retrete. Al rato, oí su caída. Por suerte, le dio tiempo a descorrer el pestillo. Entré y le acosté en mi cama.

—Necesita un médico. ¿Me permite usar su teléfono?

—Ya le ha visto uno que vive aquí cerca. Su padre ha sufrido una hemorragia y está débil. El doctor le ha puesto una inyección y confía en que pronto recobrará el conocimiento. Entonces podrá usted llevárselo a su casa. Esperemos, ¿no le parece?

Renato está de acuerdo. Da las gracias de nuevo a esa señora, tratando de contener su curiosidad ante el rostro apacible, los negros cabellos limpiamente recogidos y la luz de los ojos claros, también angustiados. ¡Quisiera formular tantas preguntas! Sin esperarlas, ella le ofrece explicaciones sosegadamente: el primer encuentro en el parque, la amistad desde entonces, la simpatía entre dos meridionales, las visitas del hombre hasta la de hoy…

—También comía a veces con usted, ¿verdad? —le tranquiliza poder aclararlo al fin.

—Sí. Le encanta preparar platos de los nuestros.

Habla como si no pasara nada, como si el hombre durmiera tranquilamente.

—Mi padre tiene un cáncer. Muy avanzado.

—Ya lo sé.

«¿Qué son ella y mi padre?», piensa Renato. Y pregunta.

—¿Cómo logró encontrarme?

—Él me habla tanto de ustedes… Precisamente antes de desmayarse me enseñaba una carta de Nueva York, de su hermano.

—¡Ah, sí!, la carta reexpedida por Rosetta desde el pueblo.

La de la fotografía: Francesco y su familia vestidos de un modo que provocó el desdén del viejo. «Parecen de circo —exclamó—, ¡Payasos!» Pero —piensa Renato— seguro que la mujer oyó el mismo comentario.

Ella, mientras se siente contemplada, evoca lo que en realidad le estaba diciendo el viejo antes de salir corriendo hacia el cuarto de baño. Hablaba del Cantanotte, obsesionado desde hacía un par de días por cierta idea que rechazaba.

—Rumio tanto mis adentros por las noches —decía el hombre en aquel momento— que se me ocurren hasta flojeras… ¡Mira que sentir pena de los Cantanotte! Como ahora, con sus peleas, se va a venir abajo esa casa que fue mucho en Roccasera… ¡Anda y que se hundan!

—Claro; esas cosas dan pena.

—¡No digas eso, Hortensia! Ellos se lo buscaron por codiciosos, robando lo que pudieron… ¡Compadecerles! ¡Ni que yo fuese otro!

—¿Y si lo fueras? ¿No has cambiado un poco?

—Yo soy yo. El Bruno —reaccionó el viejo.

—Claro. Pero este Bruno de ahora puede ver las cosas de distinta manera.

El hombre calló, pensativo.

—¿Y sabes quién te abre los ojos? —insistió ella.

—Tú, seguro. Siempre las mujeres volviéndonos del revés a los hombres.

—¡Ojalá! —respondió ella—. Me gustaría…, pero te cambia más Brunettino. ¡Como te enterneces tanto con él!… Desde luego, yo te he dicho cosas, pero me crees gracias a tu angelote. ¡Si hasta por él me conociste!

Su sonrisa extasiada confirmó a Hortensia que así lo admitía el hombre. «El niño es su verdad», pensó Hortensia. Y remachó:

—Brunettino empezó. A mí ya me llegaste maduro, tierno.

—¿Tierno yo? —bufó indignado el hombre.

No pudo continuar. Se llevó la mano al vientre, se disculpó y salió apresurado.

Después, la realidad que ella ha suavizado para el hijo: el viejo llamándola desde el baño, ella acudiendo a tiempo de verle doblarse sin sentido desde el retrete al suelo, el agua de la taza enrojecida, las fláccidas carnes al aire, ella con angustia en el alma y doméstica serenidad en las manos piadosas, lavándole, volviendo a cubrirle y alzando el flaco cuerpo para llevarle a la cama.

Entró en la alcoba y la luna del armario le presentó su propia imagen: en sus brazos el viejo, el hombre, el niño; la cabeza exangüe sobre el hombro femenino, la mano colgante, el cuerpo como derramándosele entre sus brazos… Al verle, al verse así, su carga empezó a pesarle tantísimo que temió derrumbarse allí mismo… Sintió lágrimas en sus mejillas mientras le depositaba en la cama y le cubría. Necesitó reponerse de la puñalada antes de poder telefonear… ¡Qué traspasante vivencia!

Y ahora ese hijo suyo, ese Renato, contemplándola en silencio, desconcertado, con una pregunta en sus ojos ¡tan visible! Pues bien, ambigüedades, no. Le habla muy de frente:

—Viene como amigo, charlamos, comemos juntos, hemos ido al teatro… Yo vivo muy sola desde que murió mi marido, ¡y él es tan entero, tan de allá!, ¿comprende?… —añade, muy bajito—. Pero él no se imagina cuantísimo le quiero… —mira de frente a ese hijo—. Ya lo sabe usted.

Las palabras han sonado llanamente, sin efectismo, pero en la mirada de esos ojos leales percibe Renato la hondura tranquila de un manantial muy transparente.

Conmovido, él se entrega a su vez:

—Tampoco sabe cómo le quiero yo, señora.

—Hortensia —corrige ella sonriendo.

—Gracias, Hortensia.

Las dos miradas se abrazan, cómplices, en el aire. Ella suspira y sonríe:

—¿Cómo no quererle? ¡Qué hombre!… —se acentúa su sonrisa y habla para sí misma—. Mi niño; mi Brunettino.

Apenas se lo oye decir a sí misma se queda sorprendida, pues nunca había pensado tal cosa. Descubre, además, que esa verdad la adquirió —hace un rato, en otro tiempo —ante la luna del armario, cuando el hombre pesaba en sus brazos. Y repite con firmeza:

—Sí. Mi Brunettino.

El hijo expresa su comprensión en un silencio. En ese instante el hombre esboza un movimiento. Hortensia vuelve al presente.

—¡Cuidado! No le gustará que usted le haya visto desmayado. Salga al pasillo y haga como si llegara más tarde. Espere ahí fuera.

El hijo asiente y se retira al vestíbulo.

A poco el hombre abre los ojos, centra la mirada y sonríe a Hortensia.

—¿Hace mucho? —pregunta una voz débil.

—Un ratito… Llamé a tu hijo. No tardará.

El hombre tuerce el gesto; resignado. Va recordando.

—¿Quién me sacó del retrete?

—Yo.

—¿Tú sola?

—Nadie más… Te traje en brazos —añade, a la vez orgullosa y humilde, señora y sierva.

El viejo asoma su mano sarmentosa, busca la de la mujer, que acude al encuentro, y se la lleva a los labios. Mientras la besa, tributándole dos lágrimas, el viejo se imagina en esos brazos y surge en su mente el roto cuerpo de David sostenido por Torlonio, en aquella noche de la montaña. En su desconcierto se superponen imágenes: de David, de él mismo, de Dunka; se confunden a la vez Dunka y Hortensia, se unifican las gloriosas luminarias del tren ardiendo en la hondura del valle con la noche absoluta del Cristo en brazos de la Madre.

Se hacen una sola verdad Victoria y Muerte.

49

—No comprendo cómo resiste tanto —comenta Renato.

Andrea ha llevado al viejo a la consulta de Dallanotte y ahora relata a su marido el resultado, mientras acaricia en gesto de consuelo la apenada cabeza refugiada en su axila.

—También se extraña Dallanotte, aunque conoce casos parecidos. Otro cualquiera se hubiera quedado allí, en el baño de…, bueno, esa señora.

—Hortensia. Estuvo admirable, ya te dije —precisa Renato, que previamente ha referido con todo detalle lo sucedido en aquella casa, hasta que se trajo al viejo—. Es que padre…

Con los ojos del recuerdo revive a un Renato niño alzando la mirada hacia el titán que bajaba de la montaña y se apeaba en el patio de la casa para levantarle a él en brazos hasta alturas de vértigo, mientras reía como un torrente despeñándose. El recuerdo es desgarrador: no sirve de consuelo saber desde hace tiempo que ese torrente se acaba.

—¿Indicó algún tratamiento?… ¡Al menos, que no sufra!

—Lo mismo; continuar con las hormonas. Me recetó, por si acaso, un analgésico mejor.

—Tendremos que dárselo metido en el otro frasco porque ya sabes cómo se pone con eso de que aguanta el dolor como ningún milanés… Me dijo también Dallanotte que la operación ya no es viable, aunque a tu padre le habló de ella, supongo que para animarle. Pero ¡Dios mío!, tu padre es un erizo, y eso que el profesor no pudo estar más amable.

—¿Qué ocurrió?

—Dallanotte trata a tu padre con más consideraciones que a nadie y resulta… Pero ¡claro!, si no te lo he contado. ¡Algo importantísimo!

En su excitación, Andrea medio se incorpora.

—¿Sabes a quién conoce tu padre, y hasta le salvó la vida en la guerra?… ¡No te lo imaginas! ¡A Pietro Zambrini!

—¿Quién es ése?

—¡Por favor, Renato! ¡Sacándote de tu química no te interesa nada!… Zambrini es el senador comunista, presidente de la Comisión Nacional de Bellas Artes, donde es tan estricto que todo el mundo le teme. Si llego a conocer esa amistad a tiempo no me hubieran robado en Villa Giulia la plaza que me correspondía… Cuando vuelva por Roma, ¡y ha de ser pronto!, iré a visitarle, a exponerle mis derechos… Tu padre querrá presentarme, ¿verdad?; no voy a pedir más que lo legal.

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