La taberna (17 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Por espacio de tres años, la existencia de las dos familias transcurrió a los dos lados del rellano, sin el menor acontecimiento. Gervasia había criado a la pequeña, encontrando el medio de no perder más que dos días de trabajo por semana. Habíase convertido en una excelente obrera de trabajos finos, y ganaba hasta tres francos. Se había decidido a poner a Esteban, que iba para los ocho años, en una modesta pensión de la calle de Chartres, donde pagaba cinco francos. El matrimonio, a pesar de la carga de los dos niños, llevaba sus veinte y sus treinta francos cada mes a la Caja de Ahorros. Cuando sus economías alcanzaron la suma de seiscientos francos, la joven ya no dormía, obsesionada por un sueño ambicioso; quería establecerse, alquilar una tiendecita, y tomar a su vez obreras. Todo lo tenía calculado. Al cabo de veinte años, si el trabajo iba adelante, podrían tener una renta que se irían a comer a cualquier parte, al campo. Sin embargo no se atrevía a arriesgarse: hablaba de buscar una tienda, para dar tiempo a la reflexión. El dinero estaba seguro en la Caja de Ahorros e iba aumentando con el interés. En tres años había satisfecho uno solo de sus deseos, se había comprado un reloj de mesa; y aun aquel reloj, de palisandro, de columnas salomónicas, de péndulo de cobre dorado, tenía que pagarlo a plazos de un franco semanal durante un año. Se enfadaba cuando Coupeau hablaba de darle cuerda; ella sola quitaba el globo, limpiaba religiosamente las columnas, como si el mármol de su cómoda se hubiera transformado en capilla. Debajo del globo, detrás del reloj, guardaba la libreta de la Caja de Ahorros. A menudo, cuando soñaba con su tienda, se pasaba el tiempo ante la esfera mirando fijamente el girar de las manecillas, como queriendo esperar algún minuto especial y solemne para decidirse.

Los Coupeau salían casi todos los domingos con los Goujet. Eran excursiones alegres, un frito en Saint-Ouen o un conejo en Vincennes, comidos sin etiqueta bajo el emparrado de la fonda. Los hombres bebían sin excederse y regresaban completamente serenos, dando el brazo a las señoras. Por la noche, antes de acostarse, ambas familias hacían cuentas partiendo el gasto por la mitad; y no hubo jamás discusión por céntimo de más o de menos. Los Lorilleux estaban celosos de los Goujet. Les parecía raro ver a Cadet-Cassis y a la Banban ir sin cesar con extraños cuando tenían familia. ¡Bastante se les importaba a ellos su familia! Desde que habían ahorrado cuatro céntimos, parecía que se les habían subido a la cabeza. La señora Lorilleux, muy molesta de ver que su hermano no la hacía caso, volvía a vomitar injurias contra Gervasia. La señora Lerat, por lo contrario, sacaba la cara por la joven y la defendía, contando de ella cosas extraordinarias, tentativas de seducción por la noche en el bulevar en las que se mostraba como una heroína de drama, largando un par de bofetadas a sus agresores. En cuanto a mamá Coupeau trataba de contentar a todos y tener buena acogida entre sus hijos; su vista se debilitaba cada día más, y se daría por satisfecha con encontrar en casa de unos y de otros cinco francos.

El mismo día en que Nana cumplía los tres años, Coupeau, al volver por la noche, encontró a Gervasia trastornada. No quería hablar, decir que nada le sucedía; pero como pusiera la mesa automáticamente, deteniéndose con los platos en la mano, para hundirse en profundas reflexiones, su marido se empeñó en averiguar qué le pasaba.

—Pues bien, he aquí lo que pasa —terminó por confesar—: la tiendecita del mercero de la calle de la Goutte-d'Or está por alquilar… La he visto hace una hora al ir a comprar hilo. Me dio un vuelco el corazón.

Era una tienda muy limpia, precisamente en la casa grande donde ellos soñaban habitar en otro tiempo. Estaba compuesta de la tienda, y una trastienda con dos habitaciones a derecha e izquierda; contenía todo lo que les hacía falta: las piezas eran algo pequeñas, pero bien distribuidas. Únicamente ella la encontraba un poco cara: el propietario hablaba de 500 francos.

—¿Entonces, además de verla, has preguntado el precio? —inquirió Coupeau.

—¡Oh! Por simple curiosidad —respondió, afectando un aire de indiferencia—. Se busca, se habla con los encargados, y esto no compromete a nada… Pero de todas maneras es demasiado cara, y quién sabe si será un disparate establecerse.

Sin embargo, después de la comida, volvió a hablar de la tienda del mercero. Dibujó el plano en el margen de un periódico. Y poco a poco, mientras hablaba, medía los rincones, disponía las habitaciones, como si la tuviera ya alquilada. Entonces Coupeau, viendo su gran deseo, la animó a hacerlo; seguramente no encontraba nada decente por menos de quinientos francos; además se podría obtener quizá una rebaja. Lo único fastidioso era tener que ir a habitar a la casa de los Lorilleux, a quienes no podía sufrir. Gervasia se enfadó, ella no odiaba a nadie; en el calor de su deseo, incluso defendió a los Lorilleux; no eran malos en el fondo, podrían llegar a entenderse; y una vez acostados, mientras Coupeau dormía, ella continuaba disponiendo interiormente la casa, sin haberse, no obstante, decidido de una manera clara a tomarla en alquiler.

Al día siguiente, habiéndose quedado sola, no pudo resistir a la tentación de levantar el globo del reloj y mirar la libreta de la Caja de Ahorros. ¡Pensar que su tienda estaba allí dentro, en estas hojitas llenas de garabatos! Antes de ir al trabajo consultó a la señora Goujet, quien aprobó su proyecto de establecerse; con un marido como el suyo, buen hombre, que no bebía, podía tener la seguridad de llevar a cabo su negocio, en lugar de ser explotada. A la hora del almuerzo subió a casa de los Lorilleux para saber su opinión; ella deseaba obrar sin ocultarse de la familia. La señora Lorilleux se quedó estupefacta. ¡Cómo!, la Banban iba a tener una tienda, y en aquellos tiempos. Y con el corazón a punto de reventar, se vio obligada a mostrarse muy contenta; sin duda, la tienda era conveniente, Gervasia hacía bien en tomarla. Sin embargo, cuando se hubo serenado un poco, ella y su marido hablaron de la humedad del patio y de la triste obscuridad de las piezas bajas. Era un buen sitio para el reumatismo. Pero, en fin, si estaba resuelta a alquilar la tienda, sus observaciones de nada le habían de servir.

Por la noche, Gervasia confesaba, riendo francamente, que hubiera caído enferma de encontrar dificultades para quedarse con la tienda. De todos modos, antes de decir «está hecho», quería llevar a Coupeau a ver el local y tratar de obtener una disminución en el alquiler.

—Entonces mañana, si te parece —dijo su marido—. Irás a buscarme a eso de las seis a la casa donde trabajo, calle de la Nación, y al venir pasaremos por la calle de la Goutte-d'Or.

Coupeau estaba terminando la techumbre de una casa nueva de tres pisos. Precisamente ese día tenía que colocar las últimas planchas de cinc. Como quiera que el techo era casi plano, había instalado allí su banco de trabajo, una ancha tabla sobre dos caballetes. Un espléndido sol de mayo se ponía dorando las chimeneas. En lo alto, en el cielo claro, el obrero cortaba tranquilamente su cinc con las tijeras, inclinado sobre el banco, semejante a un sastre que en su taller cortara un par de pantalones. Junto a la pared de la casa vecina, su ayudante, un pilluelo de 17 años, delgado y rubio, mantenía el fuego del hornillo, maniobrando con un enorme fuelle, y a cada golpe de éste, saltaba un montón de chispas.

—¡Eh, Zidoro, pon los hierros! —le dijo Coupeau.

El ayudante puso los hierros de soldar en medio de la brasa, de un rosa pálido en la luz del día. En seguida comenzó a soplar. Coupeau tenía en la mano la última hoja de cinc que había de poner al borde del tejado, cerca del canalón; en aquel punto hacía una brusca pendiente, y el final de ella aparecía abierto sobre la calle. El plomero, que se encontraba como en su casa, en zapatillas de orillo, avanzó arrastrando los pies, silbando la cancioncilla ¡
Oh, les petits agneaux
! Una vez llegado al hueco, se deslizó, sosteniéndose con una rodilla contra la mampostería de una chimenea, quedando con la mitad del cuerpo asomando a la calle. Una de sus piernas colgaba. Cuando se volvió para llamar a aquella víbora de Zidoro se apretó a un rincón de la mampostería, por miedo a caer sobre la acera que veía allá abajo.

—¡Anda, pelma!… ¡Dame los soldadores! ¡Cuándo dejarás de mirar el aire, pícaro! ¡Te creerás que el maná va a venirte del cielo!

Pero Zidoro no se daba ninguna prisa. Le interesaba mirar por encima de los tejados vecinos una gran humareda que subía en el fondo de París, del lado de Grenelle; muy bien podía ser un incendio. No obstante púsose boca abajo sobre el abismo y pasó los hierros a Coupeau. Entonces éste comenzó a soldar la hoja. Se encogía, se alargaba, sentado a medias, sujeto con la punta de un pie, sostenido por un dedo. Tenía una serenidad maravillosa, un atrevimiento exagerado, familiar, desafiando al peligro. El oficio le conocía; era la calle quien tenía miedo de él. Como no soltaba su pipa, se volvía de vez en cuando y escupía tranquilamente a la calle.

—¡Anda! ¡La señora Boche! —y gritó sin más ni más—. ¡Eh! ¡Señora Boche!

Acababa de ver a la portera, que atravesaba el arroyo. Esta levantó la cabeza y le reconoció. Se entabló una conversación desde el tejado a la calle. La portera tenía sus manos bajo el delantal. Él, de pie, pasando su brazo alrededor de un tubo, se inclinaba.

—¿Ha visto usted a mi mujer? —preguntó.

—No, ciertamente —respondió la portera—, ¿es que está por aquí?

—Tiene que venir a buscarme…; y en su casa, ¿están todos bien?

—Sí, sí; muchas gracias. Soy yo la que anda peor. Voy a la calle Clignancourt a buscar una pata de carnero. El carnicero, cerca del Moulin-Rouge, no la vende en menos de ochenta céntimos.

Levantaba la voz, porque pasaba un coche por la calle de la Nación, larga y desierta; sus palabras, lanzadas enérgicamente, habían hecho asomar a la ventana a una viejecita que se quedó allí acodada, distrayéndose con la emoción de mirar a este hombre sobre el tejado de enfrente, como si esperase verlo caer de un momento a otro.

—No le distraigo más, buenas tardes —gritó la señora Boche.

Coupeau se volvió, tomó un hierro que Zidoro le alargaba, pero en el momento en que la portera se alejaba, advirtió ésta, sobre la otra acera, a Gervasia, que llevaba a Nana de la mano. Levantaba ya la cabeza para prevenir al plomero cuando la joven le cerró la boca con un gesto enérgico. Y a media voz, a fin de no ser oída desde arriba, le dio a entender su temor de que si se mostraba de repente, la sorpresa hiciera caer a su marido. En los cuatro años que llevaban de casados no había ido más que una sola vez a buscarle al trabajo; ésta era la segunda. Ella no podía ver esto. La sangre se le paralizaba cuando veía a su hombre entre cielo y tierra, en sitios en que ni los monos se arriesgarían a subir.

—Sin duda no es muy agradable —murmuró la señora Boche—. Como mi marido es sastre no tengo sobresaltos.

—Si usted supiese, en los primeros tiempos —dijo Gervasia— vivía en un susto continuo de la mañana a la noche. Veíale siempre con la cabeza rota, sobre unas parihuelas… Ahora ya no me preocupo tanto. A todo se acostumbra una. Hay que ganar el pan… Es un pan bastante caro, pues se arriesgan los huesos más de lo que uno quisiera.

Se calló, ocultando a Nana en su falda, por miedo de que gritase. A su pesar, muy pálida, no quitaba la vista de su marido. Precisamente Coupeau soldaba el borde extremo de la hoja, junto al canalón; se estiraba todo lo que podía, sin lograr alcanzar su objeto. Entonces se arriesgó con uno de esos movimientos de los obreros, llenos de desembarazo y de seguridad. Por un momento se mantuvo suspendido sobre la calle, sin sujetarse ya, tranquilo, atento a su trabajo, y desde abajo, con el hierro paseado por una mano experta, se veía la llama que salía de él. Gervasia, muda, con la garganta seca de angustia, había juntado las manos elevándolas al cielo maquinalmente, con ademán de súplica, respiró ruidosamente. Coupeau acababa de subir suavemente al tejado, sin apresurarse, tomándose el tiempo necesario para escupir por última vez a la calle.

—¿Se me espiaba, eh? —gritó alegremente al verla—. Que tonta has sido, ¿no es cierto, señora Boche? No ha querido llamarme… Espérame, tengo aún para diez minutos.

Le quedaba por colocar un capitel de chimenea, una bicoca, nada en suma. La planchadora y la portera se quedaron en la acera, charlando del barrio y vigilando a Nana para impedirla chapotear en el arroyo donde quería buscar pececitos; y las dos mujeres volvieron a mirar al tejado, sonriéndose, con movimientos de cabeza como para indicarle que no se impacientara. Enfrente, la vieja no había abandonado su ventana, mirando al hombre y esperando.

—¿Qué es lo que tiene que atisbar esa cabra? —dijo la señora Boche—. ¡Vaya un espantajo!

Y allá arriba se oía la voz potente del plomero cantando: «¡Ah, qué bueno es recoger fresas!». Entretanto, inclinado sobre su banco, cortaba el cinc como un verdadero artista. Con una vuelta de compás había trazado una línea, y, con la ayuda de unas tijeras curvas, obtuvo un trozo en forma de abanico; luego, delicadamente, con ayuda del martillo, plegó aquel abanico en forma de hongo puntiagudo. Zidoro se puso a soplar nuevamente la brasa del hornillo. El sol se ponía detrás de la calle, en medio de un gran resplandor rosado, que palidecía lentamente, hasta llegar al tono lila claro En pleno cielo, en aquella hora de recogimiento, las siluetas de los dos obreros, agrandadas desmesuradamente, se recortaban sobre el límpido fondo de la atmósfera, con la obscura sombra del banco y el extraño perfil del fuelle.

Cuando el capitel quedó cortado. Coupeau volvió a llamar:

—¡Zidoro, los hierros!

Pero Zidoro acababa de desaparecer. El plomero, renegando, lo buscó con la vista y lo llamó por el tragaluz de la buhardilla, que había quedado abierto. Por fin lo descubrió sobre un tejado vecino, dos casas más allá. El galopín se paseaba explorando los alrededores, con sus escasos cabellos al aire y guiñando los ojos ante la inmensidad de París.

—¡Oye, gandul!, ¿te has creído que estás en el campo? —gritó Coupeau furioso—. Te pareces al señor Béranger… Quizá llegarás a componer versos… ¿Querrás darme los hierros? ¿Habráse visto?, ¡paseándose por los tejados! Trae en seguida a tu novia, para cantarle tiernos amores… ¡Querrás darme los soldadores, pedazo de atún!

Terminó y gritó a Gervasia:

—Ya he terminado… Bajo en seguida.

El tubo, al que tenía que adaptar el capitel, se encontraba en medio del tejado. Gervasia; más tranquila, continuaba sonriendo, siguiendo sus movimientos. Nana, muy alegre al ver de repente a su padre, aplaudía con sus manecitas. Se había sentado en el borde de la acera para mejor mirar hacia arriba.

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