La taberna (18 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

—¡Papá! ¡Papá! —gritaba con todas sus fuerzas—. ¡Papá, mírame!

El plomero quiso inclinarse. Entonces, bruscamente, torpemente, como un gato cuyas patas se enredan, rodó, descendió la pendiente ligera del tejado sin poder sujetarse.

—¡Santo Dios! —gritó con voz ahogada.

Cayó. Su cuerpo describió una ligera curva, dio dos vueltas sobre sí mismo, y fue a aplastarse en medio de la calle, produciendo un ruido sordo, semejante a un lío de ropa tirado desde lo alto.

Gervasia, estupefacta, desgarrándose la garganta con un gran grito, se quedó con los brazos en alto. Acudieron algunos transeúntes, y en un instante formaron corro. La señora Boche, trastornada, doblándosele las piernas, tomó a Nana entre sus brazos para ocultarle la cabeza e impedir que mirara. Enfrente, la viejecilla, como si ya estuviera satisfecha, cerró tranquilamente la ventana.

Cuatro hombres acabaron por llevarse a Coupeau a una farmacia, en la esquina de la calle de Poissonniers; allí permaneció cerca de una hora, en medio de la botica, echado sobre una manta, mientras que se iba a buscar una camilla al hospital Lariboisière. Respiraba todavía, pero el farmacéutico movía ligeramente la cabeza. En tanto, Gervasia, arrodillada, sollozaba sin cesar, inundada por las lágrimas, ciega, atontada; con un movimiento mecánico avanzaba las manos y tocaba los miembros de su marido dulcemente. En seguida las retiraba, mirando al farmacéutico que le había prohibido tocarle; y recomenzaba unos segundos más tarde, no pudiendo renunciar a asegurarse si estaba caliente aún, creyendo así hacerle un bien. Cuando por fin llegó la camilla y se habló de ir al hospital, ella se levantó, y dijo enérgicamente:

—¡No, no: de ninguna manera al hospital!… Vivimos en la calle nueva de la Goutte-d'Or.

En vano se le explicó que la enfermedad le costaría muy cara si se llevaba su marido a su casa. Ella repetía con terquedad:

—Calle nueva de la Goutte-d'Or. Yo indicaré la puerta… ¿Qué les importa a ustedes?… ¡Tengo dinero!… ¿Acaso no es mi marido? Es mío, lo quiero.

Y tuvieron que llevar a Coupeau a su casa. Cuando la camilla atravesó por entre la multitud que se amontonaba ante la farmacia, las mujeres del barrio hablaban de Gervasia con animación: cojeaba un poco la buena moza, pero no obstante tenía muchos atractivos; seguramente sacará adelante a su marido, mientras que en el hospital, los médicos, para no molestarse en curarlos, dejan morir a los enfermos demasiado estropeados. La señora Boche, luego de haber dejado a Nana en su casa, volvió, emocionada todavía, y contó el accidente con pelos y señales.

—Iba a comprar un trozo de carnero, estaba allí y le vi caer —repetía—. La culpa fue de la niña, la quiso mirar, y ¡cataplum! ¡Ah, Dios, Dios! No permitas que vuelva a caer otro… No obstante, tengo que ir por la carne.

Durante ocho días, Coupeau estuvo muy mal; la familia, los vecinos, todo el mundo temía verle cerrar los ojos de un momento a otro. El médico, un médico muy caro, que se hacía pagar cinco francos la visita, temía que hubiera lesiones internas, y esta palabra les ponía los pelos de punta: se decía en el barrio que el plomero se había desprendido el corazón por la sacudida. Únicamente Gervasia, pálida por las vigilias, seria, resuelta, se encogía de hombros. Su marido tenía la pierna derecha rota, esto todo el mundo lo sabía; se la compondrían, y allí estaba todo. Por lo demás, aquello del corazón desprendido no significaba nada. Ya se lo colocaría ella en su sitio. Ya sabía ella cómo se pegan los corazones, con cuidados, con limpieza, y con un gran cariño. Y mostraba una convicción firme y segura de curarle, solamente con permanecer a su lado y tocarle con sus manos en las horas de fiebre. Ella no lo puso en duda ni un minuto. Toda una semana se la vio en pie, hablando poco, abstraída en su empeño de salvarlo, olvidando los niños, la calle, la ciudad entera. El noveno día, la noche en que el médico respondió al fin del enfermo, se dejó caer sobre una silla, sin fuerzas en las piernas, con el cuerpo roto, los ojos arrasados en lágrimas. Aquella noche consintió en dormir dos horas, con la cabeza apoyada a los pies de la cama.

El accidente de Coupeau había puesto a toda la familia en movimiento. Mamá Coupeau pasaba las noches con Gervasia, pero llegando las nueve, se dormía invariablemente sobre una silla. Todas las tardes, a la vuelta de su trabajo, la señora Lerat daba un gran rodeo para saber noticias. Los Lorilleux fueron en un principio dos o tres veces cada día, ofreciéndose a velar, llevando incluso un sillón para Gervasia. No tardaron en promoverse querellas sobre la manera de cuidar a los enfermos. La señora Lorilleux pretendía haber salvado muchas personas en su vida, para saber muy bien cómo había de componérselas. Acusaba también a la joven de empujarla y apartarla del lecho de su hermano. Era natural que la Banban quisiera curar a Coupeau, pues al fin y al cabo, si ella no hubiera ido a molestarle a la calle de la Nación, no se hubiera caído. Únicamente que, con la manera que tenía de cuidarle, iba a terminar con él.

Cuando vio a Coupeau fuera de peligro, Gervasia dejó de estar al lado de su cama con tan celosa aspereza; entonces ya no se lo podían matar, y dejaba aproximarse a las gentes, sin desconfianza. La familia se instaló en la alcoba. La convalecencia resultaría muy larga; el médico había hablado nada menos que de cuatro meses. Durante los prolongados sueños del plomero, los Lorilleux trataron a Gervasia de estúpida. Bastante provecho tenía con tener a su marido en casa; en el hospital se habría curado en la mitad del tiempo… Lorilleux hubiera querido estar enfermo, atrapar una enfermedad cualquiera para demostrarle que no titubearía un segundo en entrar en el Lariboisière. La señora Lorilleux conocía una dama que acababa de salir de allí; pues bien, había comido pollo por la mañana y por la noche. Y ambos, por vigésima vez, hacían cálculos sobre lo que le costarían al matrimonio los cuatro meses de convalecencia: en primer lugar, los días de trabajo perdidos; luego, el médico, las medicinas; y después el buen vino y las carnes suculentas. Si los Coupeau no gastaban más de sus cuatro cuartos de economías, se darían por muy satisfechos. Pero, con seguridad se llenarían de deudas; allá ellos, eso sí, que no contasen con la familia, que no era lo suficientemente rica para sostener un enfermo en su casa. Tanto peor para la Banban, que bien podía obrar como los demás, dejando llevar a su marido al hospital. Eso la retrataba: era una orgullosa.

Una tarde, la señora Lorilleux tuvo la maldad de preguntarle bruscamente:

—Y la tienda, ¿cuándo la alquiláis?

—Sí —dijo burlonamente Lorilleux—, el portero os espera todavía.

Gervasia se quedó azorada. Había olvidado por completo la tienda. Pero se daba cuenta de la mala intención de estas gentes al pensar que lo de la tienda había que darlo de lado. Desde ese día acecharon todas las ocasiones para mortificarla por su ilusión deshecha. Cuando se hablaba de una esperanza irrealizable, aplazaban el asunto para el día en que ella fuera dueña de un buen establecimiento con vistas a la calle. Y detrás de ella sus burlas eran más sangrientas. Gervasia no quería hacer tan viles suposiciones; pero, a decir verdad, los Lorilleux daban la sensación de estar muy satisfechos por el accidente ocurrido a Coupeau, el cual impedía a la joven establecerse de planchadora en la calle de la Goutte-d'Or.

Entonces ella también quiso reír y demostrarles con cuánto placer sacrificaba el dinero para la curación de su marido. Cada vez que tomaba en su presencia la libreta de la Caja de Ahorros de debajo del globo del reloj, decía alegremente:

—Salgo ahora mismo a alquilar mi tienda.

—No había querido retirar el dinero de una sola vez. Lo sacaba de cien en cien francos, para no tener en casa un gran montón de monedas; además, esperaba vagamente algún milagro, un restablecimiento repentino que les permitiera no echar mano de la suma entera. Cuando volvía de cada viaje a la Caja de Ahorros, apuntaba en un papel el dinero que todavía le quedaba. Era por buena administración. A pesar de que cada vez el pellizco era mayor, ella, con su tranquila sonrisa, no dejaba de hacer las cuentas de este desmoronamiento de sus economías. ¿No era un buen consuelo emplear tan bien el dinero y haberlo tenido en la mano en el momento de la desgracia? Y sin la menor pena, con mano cuidadosa, volvía a colocar la libreta detrás del reloj, bajo el globo.

Los Goujet se mostraron muy amables con Gervasia durante la enfermedad de Coupeau. La señora Goujet estaba completamente a su disposición; no bajaba una sola vez sin preguntarle si necesitaba azúcar, manteca, sal… Le ofrecía siempre el primer caldo; por las noches le ponía un puchero; incluso si la veía muy ocupada, cuidaba de su cocina, y la ayudaba a limpiar la vajilla. Goujet, cada mañana, tomaba los cubos de la joven e iba a llenarlos a la fuente de la calle Poissonniers; esto constituía una economía de diez céntimos. Después de la comida, cuando la familia no invadía la alcoba, los Goujet venían a hacer compañía a los Coupeau. Durante dos horas, hasta las diez, el herrero fumaba su pipa, mirando a Gervasia dar vueltas alrededor del enfermo. No decía ni diez palabras durante la velada. Con su ancha cara rubia, hundida entre sus hombros de coloso, se enternecía al verla verter tisana en una taza, y remover el azúcar con la cuchara, sin hacer ruido. Cuando se acercaba a la cama para dar ánimos a Coupeau, con voz dulce, el herrero se sentía conmovido. Nunca había visto una mujer semejante. Ni siquiera la afeaba el cojear; al contrario, le daba mayor mérito el que se contonease todo el día cerca de su marido… No se sentaba ni un cuarto de hora, casi ni el tiempo de comer. Corría sin cesar a la farmacia, metía la nariz en cosas no muy limpias y se daba un mal rato para poner en orden aquel cuarto donde se hacía de todo. Y a pesar de ello ni una queja, siempre amable, hasta en las noches en que se dormía de pie, con los ojos abiertos, tanto era su cansancio. El herrero, en aquel ambiente de devoción, en medio de las drogas, que se veían hasta sobre los muebles, iba tomando un gran afecto a Gervasia, al verla amar y cuidar a Coupeau con todo su corazón.

—¡Vaya, mi viejo, ya estás recompuesto! —dijo un día al convaleciente—. La verdad, ya me lo esperaba: tu mujer es un Dios de bondad.

El herrero debía casarse; por lo menos su madre había encontrado una joven muy conveniente, encajera como ella, con quien tenía gran empeño en casarle. Por no disgustarla, él decía que sí, y la boda se fijó para los primeros días de septiembre. El dinero para establecerse dormía desde hacía mucho tiempo en la Caja de Ahorros; pero él bajaba la cabeza cuando Gervasia le hablaba de este matrimonio, y murmuraba con voz lenta:

—Todas las mujeres no son como usted, señora Coupeau. Si todas las mujeres fuesen así, habría quien se casara con diez.

Entretanto Coupeau, al cabo de dos meses, pudo comenzar a levantarse. No andaba mucho, del lecho a la ventana, y aun esto sostenido por Gervasia. Sentábase allí en el sillón de los Lorilleux, con la pierna derecha extendida sobre un taburete. Este bromista, a quien en otro tiempo le hacía gracia oír que se perniquebraban los transeúntes en días de escarcha, estaba muy molesto con su accidente. Le faltaba filosofía; había pasado estos dos meses en la cama, jurando como un carretero y haciendo rabiar a todo bicho viviente. Eso no era vivir; estarse siempre boca arriba con una «quilla» rota, atada y envuelta como un salchichón… ¡Ah, no se le olvidaba nunca el techo de la alcoba! Había una hendidura, en un rincón de ella, que hubiera podido dibujarla con los ojos cerrados… y después, cuando se instaló en el sillón, fue otra historia. ¿Es que iba a estar mucho tiempo clavado allí, como una momia? La calle no era tan divertida, no pasaba nadie, apestaba a porquería durante todo el día. Se sentía envejecer, habría dado diez años de su vida por saber siquiera cómo andaban las fortificaciones, y a cada momento volvía a sus violentas acusaciones contra la suerte. Su accidente no había sido justo; no debía haberle sucedido a él, a un buen obrero, ni holgazán ni borracho. Otros, quizás, lo habrían merecido.

—Papá Coupeau —decía—, se rompió la cabeza un día que estaba «amonado». No puedo decir que aquello fuera su merecido, pero, en fin, la cosa tenía explicación… Mientras que yo estaba en ayunas, tranquilo como Bautista, sin una gota de líquido en el cuerpo, y he aquí que doy la voltereta al querer volverme para dirigir una sonrisa a Nana… ¿No os parece que esto pasa de la raya? Si es que hay un buen Dios, arregla muy mal las cosas. Y no me sacarán de esto.

Y cuando recobró por completo las piernas concibió un sordo rencor contra el trabajo. Sí que era un oficio desgraciado pasarse los días como los gatos andando por los tejados. ¡No son tontos los burgueses, no! Ellos nos envían a la muerte, ya que son demasiado cobardes para arriesgarse a subir por una escalera; y mientras, se instalan sólidamente ante el hogar, hablando mal de la gente pobre. Y hasta llegaba a decir que cada hijo de vecino pusiera el cinc en su casa. ¡Caramba! En buena justicia, debían de llegar a eso; si no quieres mojarte, tápate. Después lamentaba no haber aprendido otro oficio más bonito y menos peligroso: el de ebanista, por ejemplo. También esto era culpa del viejo Coupeau; los padres, tenían esta mala costumbre de enseñar a los hijos su mismo oficio.

Durante otros dos meses, Coupeau anduvo con muletas. Había empezado bajando a la calle para fumarse una pipa en la puerta; poco después había llegado hasta el bulevar exterior arrastrándose al sol, y pasando las horas muertas sentado en un banco. La alegría renacía en él, su locuacidad se agudizaba con sus largas correrías. Con la alegría de vivir hallaba satisfacción en no hacer nada, con los miembros abandonados, los músculos deslizándose en un dulce sueño; aquello era como una lenta conquista de la pereza que aprovechaba su convalecencia para entrar en su piel y aturdirle con dulce cosquilleo. Volvía a casa muy contento, bromeando, encontrando hermosa la vida, sin pensar que aquel estado de cosas no duraría siempre. En cuanto pudo desembarazarse de las muletas, alargó sus paseos, fue a los talleres a ver a sus camaradas. Se quedaba con los brazos cruzados delante de las casas en construcción; con risas maliciosas, con movimientos de cabeza, se burlaba de los obreros que se afanaban, y alargaba sus piernas, para mostrarles adonde llevaba el esforzarse en el trabajo. Esta contemplación de la tarea de los otros satisfacía su rencor hacia el trabajo. Indudablemente, él tendría que volver; pero sería lo más tarde posible. ¡Oh, bien había pagado su entusiasmo! Además, ¡le parecía tan agradable descansar un poco!

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