La taberna (16 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

—¡Aquí te traigo a toda la gente! —gritó Coupeau—. Han querido verte… Tú no abras el pico, que te lo han prohibido. Permanecerán aquí mirándote tranquilamente con formalidad, ¿no es cierto?… Y, entretanto, yo voy a hacerles café.

Desapareció en la cocina. Mamá Coupeau, después de haber besado a Gervasia, se maravillaba de la hermosura de la nena. Las otras dos mujeres aplicaron igualmente sonoros besos en las mejillas de la enferma. Y los tres, de pie delante de la cama, comentaban, haciendo mil exclamaciones, contando detalles de partos raros; apenas era nada aquello, como sacarse una muela, y pare usted de contar. La señora Lerat examinaba minuciosamente a la pequeña, declaraba que estaba perfectamente formada e incluso añadía, con intención, que sería una guapa moza, y como le encontrase la cabeza muy puntiaguda la presionaba ligeramente con el fin de redondeársela, a pesar de los gritos de la nena.

La señora Lorilleux le quitó la criatura, incomodándose: aquello bastaba para transmitir todos los vicios a una criatura, sobándola de tal manera cuando aun tenía el cráneo tan tierno. En seguida se puso a buscar el parecido. Poco faltó para que se pelearan. Lorilleux, que estiraba el cuello por detrás de las mujeres, repetía que la recién nacida no tenía nada de Coupeau; quizá la nariz un poco, y ni aun eso; se parecía en todo a su madre, menos en los ojos; con seguridad, esos ojos no venían de la familia.

Entretanto, Coupeau no aparecía. Se le oía en la cocina pelear con el hornillo y la cafetera. Gervasia se quemaba la sangre; no era ocupación de un hombre hacer café y le gritaba lo que tenía que hacer, sin hacer caso de los siseos enérgicos de la comadrona.

—¡Aparten ustedes a la pequeña! —dijo Coupeau entrando con la cafetera en la mano—. ¡Buena está la bulla que le hemos metido!… Necesitará reposar un poco… Tendremos que beber en vaso, porque las tazas se han quedado en la tienda.

Sentáronse alrededor de la mesa, y el plomero se empeñó en servir el café por su propia mano. Olía agradablemente, no era cosa de broma. Cuando la comadrona hubo paladeado su vaso se marchó: todo iba como una seda, ya no hacía falta ninguno allí; si la parturienta no pasaba bien la noche podían mandar a buscarla al día siguiente. No había terminado de bajar la escalera, cuando la señora Lorilleux se puso a tratarla de bebedora y de inútil para todo. Echaba cuatro terrones de azúcar en su café y cobraba quince francos por dejar parir sola a una mujer.

Pero Coupeau salió en su defensa; con el mayor gusto daría los quince francos; después de todo, estas mujeres se pasan su juventud estudiando, y tienen razón en cobrar tan caro. En seguida, Lorilleux se puso a disputar con la señora Lerat; él afirmaba que para tener un varón era preciso colocar la cabecera de la cama orientada hacia el norte; mientras que ella alzaba los hombros, tratando aquello de niñería y daba otra receta, que consistía en esconder bajo el colchón, sin que se enterase la interesada, un puñado de ortigas frescas, cogidas al sol. Colocaron la mesa junto a la cama. Hasta las diez Gervasia, acometida poco a poco de una gran fatiga, permaneció sonriente y como atontada, con la cabeza vuelta sobre la almohada; veía, oía, pero no tenía fuerzas para hacer un solo gesto ni pronunciar una palabra; tenía la sensación de estar muerta, con una muerte muy dulce, desde el fondo de la cual contemplaba feliz la vida de los demás. De vez en cuando se oía un vagido de la niña, en medio de las fuertes voces y las reflexiones interminables sobre un asesinato cometido el día anterior en la vieja calle de Bon-Puits, al final de la Chapelle.

Por último, cuando la concurrencia pensaba en marcharse, se habló del bautizo. Los Lorilleux aceptaron ser los padrinos, en su interior lo hacían a regañadientes; no obstante, si el matrimonio no se hubiera dirigido a ellos, habrían hecho un papel ridículo. Coupeau no sentía gran necesidad de bautizar a la pequeña; pues tenía por seguro que esto no le proporcionaría diez mil libras de renta, sino por el contrario, se corría peligro de que la chiquilla se resfriara. Cuanto menos tuviera que ver con los curas era mucho mejor, pero mamá Coupeau lo trató de ateo. Los Lorilleux, sin comerse a los santos, se preciaban de ser religiosos.

—Lo podemos dejar para el domingo, si les parece —dijo el cadenista.

Gervasia consintió con un signo de cabeza; todo el mundo la besó, recomendándole que se cuidase. Se despidieron también de la recién nacida. Uno a uno se fueron inclinando sobre este cuerpecito que tiritaba con risitas y palabras de ternura, como si hubiera podido comprenderles. Y la llamaban Nana, designación cariñosa del nombre de Ana que llevaba su madrina.

—Buenas noches, Nana… Vamos, Nana, a ser buena niña…

Cuando por fin se fueron, Coupeau puso su silla al lado de la cama y terminó su pipa, con la mano de Gervasia entre las suyas. Fumaba lentamente, lanzando, muy conmovido, frases entre bocanada y bocanada.

—¿Te han mareado mucho, viejita mía? Como puedes comprender, no he podido evitar que viniesen. Aparte de todo, así prueban su amistad… Pero, ¿no te parece que se está mejor solos? Por mi parte, yo tenía necesidad de encontrarme solo contigo, como estoy ahora. ¡La reunión me ha parecido tan larga!… ¡y esta pobre pollita!… ¡También ha tenido que soportar esta noche!… Cuando estos renacuajos vienen al mundo, no se dan cuenta del mal que hacen. Debe de ser una cosa así como sí nos abrieran los riñones… ¿Dónde está la pupita, para que yo la bese?

Delicadamente le había deslizado bajo la espalda una de sus gruesas manos, y la atraía y besábale el vientre por encima de la sábana, dominado por una ternura de hombre rudo ante aquella fecundidad dolorida aún. Preguntaba si le hacía daño. Habría querido curarla con su aliento. Gervasia se sentía muy feliz, jurándole que no sufría en absoluto. Únicamente pensaba en levantarse lo más pronto posible, porque en lo sucesivo no había que estarse mano sobre mano. Pero él la tranquilizaba. ¿Es que no se iba a encargar él de ganar lo suficiente para la niña? Sería un ruin si alguna vez llegara él a echarle esta carga encima… En realidad, hacer un niño no era una cosa difícil; el verdadero mérito estaba en alimentarlo.

Aquella noche, Coupeau apenas durmió. Había cubierto el fuego de la estufa. Tuvo que levantarse cada hora para dar al bebé cucharaditas de agua tibia con azúcar. Esto no le impidió que, llegada la mañana, marchase al trabajo como de costumbre: y hasta aprovechó la hora del desayuno para ir a la alcaldía a hacer su declaración. Mientras tanto, prevenida la señora Boche, fue a pasar el día al lado de Gervasia; pero ésta, después de diez horas de profundo sueño, se lamentaba, diciendo que estaba dolorida de hallarse en la cama. Caería enferma si no la dejaban levantarse. Por la noche, cuando Coupeau volvió, le contó sus tormentos: desde luego que tenía confianza en la señora Boche, pero la ponía fuera de sí ver a una extraña instalarse en su cuarto, abrir los cajones y tocar sus cosas. Al día siguiente, la portera, al volver de hacer un recado, la encontró ya en pie, vestida, barriendo y ocupándose de la comida de su marido; y ya no quiso volver a acostarse. Quizá se burlarían de ella. Es bueno para las señoras estar descansando; pero cuando no se es rico no se tiene tiempo para esas cosas. Tres días después de haber dado a luz, planchaba enaguas en casa de la señora Fauconnier, removiendo sus planchas y empapada en sudor por el enorme calor del hornillo.

El sábado por la noche, la señora Lorilleux trajo sus regalos de madrina; un gorro, de un franco sesenta y cinco, y un faldón de acristianar, plisado y guarnecido con un pequeño encaje que había obtenido por seis francos, por hallarse deslucido. Al día siguiente, Lorilleux, como padrino, dio a la recién parida seis libras de azúcar. Hacían las cosas con rumbo. Ni aun por la noche, con motivo de la cena que tuvo lugar en casa de los Coupeau, se presentaron con las manos vacías. El marido llegó con un litro de vino debajo de cada brazo, mientras que la señora se presentó con un gran flan comprado en una pastelería muy nombrada, de la calzada de Clignancourt. Lo único malo fue que los Lorilleux contaron sus larguezas a todo el barrio; habían gastado cerca de veinte francos.

Enterada Gervasia de sus comadrees, se abochornó y no les agradeció, por ello, nada de lo que habían hecho.

Durante la comida del bautizo, los Coupeau acabaron de trabar estrecha amistad con los vecinos del rellano. El otro departamento estaba ocupado por dos personas, madre e hijo, los Goujet, como se les llamaba. Hasta ese momento se habían limitado a saludarse en la escalera y en la calle, nada más; los vecinos parecían un poco retraídos; pero como la madre le había subido un cubo de agua, al día siguiente de su alumbramiento, Gervasia juzgó oportuno invitarlos a la comida, tanto más cuanto que le parecían personas decentes. Y de esta manera trabaron relaciones.

Los Goujet eran oriundos del norte. La madre se dedicaba a arreglar encajes; el hijo, herrero de oficio, trabajaba en una fábrica de pasadores. Ocupaban el cuarto desde hacía cinco años. Tras de la paz muda de su existencia se ocultaba toda una antigua amargura: el viejo Goujet, en un día de embriaguez furiosa, en Lille, mató a un compañero a fuerza de golpes con una barra de hierro, y luego se estranguló en la prisión con el pañuelo. La viuda y el niño, llegados a París después de su desgracia, sentían constantemente este drama sobre sus cabezas, y lo recataban con una honradez absoluta, dulzura y valor inalterables. Hasta se mezclaba un poco de orgullo en su situación, pues llegaban a sentirse mejores que los demás. La señora Goujet, siempre vestida de negro, con la frente ceñida por una cofia monacal, tenía una faz blanca y reposada de matrona, como si la blancura de los encajes, el trabajo minucioso de sus dedos, le hubiesen comunicado un destello de serenidad. Goujet era un coloso de 32 años, robusto, con el semblante rosado, los ojos azules, de una fuerza hercúlea; en el taller, los camaradas le llamaban Gueule-d'Or, a causa de su bella barba rubia.

Gervasia se sintió atraída inmediatamente por estas gentes. Cuando entró por primera vez en su casa, se quedó maravillada de la limpieza que allí reinaba. No había nada que decir, se podía soplar en cualquier sitio, y ni un ápice de polvo se levantaría; el suelo brillaba como un espejo. La señora Goujet la hizo entrar en la alcoba de su hijo, para que la viera; era linda y blanca como el cuarto de una muchacha; una camita de hierro con cortinas de muselina, una mesa, un lavabo, y una reducida biblioteca adosada a la pared; por todas partes se veían grabados en colores, fijados con cuatro clavos, retratos de toda clase de personajes recortados de los periódicos ilustrados. La señora Goujet solía decir, sonriendo, que su hijo era un niño grande; por la noche, cuando la lectura le cansaba, se entretenía mirando sus grabados. Gervasia, una hora después de entrar en la casa, se había olvidado de la vecina, que estaba sentada ante la ventana con el bastidor. Se entretenía viendo los centenares de alfileres que sujetaban el encaje, feliz de estar allí, respirando el olor de limpieza de la habitación a la que esta delicada tarea comunicaba un recogido encanto.

Los Goujet se hacían más simpáticos al ser tratados. Ganaban buen dinero y colocaban más de la cuarta parte de sus quincenas en la caja de ahorros. En el barrio se les saludaba, y se hablaba de sus economías. A Goujet no se le veía nunca roto; salía siempre con sus blusas muy blancas, sin una mancha. Era muy cortés, y hasta un tanto tímido, a pesar de sus anchas espaldas. Las lavanderas del extremo de la calle se divertían viéndole bajar la cabeza cuando pasaba. No le gustaban las palabrotas, encontraba desagradable que las mujeres tuviesen continuamente suciedades en la boca. Sin embargo, un día vino un poco bebido. Entonces, la señora Goujet, por todo reproche, le enseñó un retrato de su padre, detestable pintura guardada piadosamente en el fondo de la cómoda. Después de esta lección, Goujet no volvió a beber más que lo corriente, sin que por ello llegase a odiar el vino, pues éste constituye una necesidad para el obrero. Los domingos salía con su madre, a la que daba el brazo; casi siempre la conducía hacia Vincennes, otras veces la llevaba al teatro. Su madre era su única pasión, le hablaba como si todavía fuese un niño. Testarudo, con las carnes pesadas por el rudo trabajo del martillo; tenía algo de irracional; aunque de escasa inteligencia, era una buena persona.

Los primeros días, Gervasia le molestó mucho. Pasadas algunas semanas se habituó a ella. La acechaba para subirle los paquetes, la trataba como a una hermana, con brusca familiaridad, y recortaba figuras para complacerla. Una mañana, habiendo entrado sin llamar, la sorprendió media desnuda, lavándose el cuello; durante ocho días no se atrevió a mirarla a la cara, de tal manera que acabó por turbarla a ella misma.

Cadet-Cassis decía en su argot parisién que Gueule-d'Or era un animal. Bien estaba que no bebiera más de la cuenta, que no piropease a las muchachas en la calle, pero era preciso, sin embargo, que un hombre fuera un hombre; de no ser así, era preferible que continuara llevando enaguas. Le gastaba bromas delante de Gervasia, acusándole de mirar a todas las mujeres del barrio, y Goujet se defendía violentamente. Esto no impedía que los dos obreros fueran buenos camaradas. Se llamaban por la mañana y marchaban juntos, bebiendo algunas veces un vaso de cerveza antes de volver. A partir de la comida del bautizo, se tuteaban, porque decir siempre usted, alarga las frases. Su amistad no pasaba de aquí, hasta que Gueule-d'Or prestó a Cadet-Cassis un buen servicio, de esos señalados servicios de los que se guarda memoria toda la vida. Era el 2 de diciembre. El plomero, por divertirse, tuvo la buena idea de bajar a ver la revuelta; lo mismo se burlaba de la República, que de Bonaparte, o que de un temblor de tierra; pero adoraba la pólvora, y los tiros le parecían divertidos. Hubiera sido tumbado tras de una barricada si el herrero no se hubiera encontrado allí en el preciso momento para protegerle con su cuerpo de gigante y facilitarle la huida. Goujet, al subir por la calle del arrabal Poissonnière, marchaba de prisa, con el semblante grave. Él se ocupaba de política, era republicano moderadamente, en nombre de la justicia y por el bien de todos. No obstante, él no había disparado un solo tiro. Daba sus razones: el pueblo se cansaba de pagar a los burgueses las castañas que les sacaba de las cenizas, quemándose las manos. Febrero y junio eran famosas elecciones; por tanto, los arrabales dejarían a la capital que se las arreglara como pudiera. Al llegar a la altura de la calle de Poissonnière había vuelto la cabeza, mirando hacia París; allí se continuaba luchando; quizá llegaría un día en que el pueblo se tendría que arrepentir de haberse cruzado de brazos. Pero Coupeau bromeaba e insultaba a los asnos que arriesgaban su piel con el sólo fin de que conservaran sus veinticinco francos los despreocupados de la Cámara. Por la noche, los Coupeau invitaron a los Goujet a comer, y al llegar a los postres, Cadet-Cassis y Gueule-d'Or se dieron mutuamente dos hermosos besos en las mejillas. Afirmaban su amistad a vida o muerte.

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