La taberna (36 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

—¡Muy bien! —exclamó Boche, cuyos instintos solapadamente voluptuosos se veían halagados—. Siempre sucede lo mismo.

Poisson se quedó consternado, no encontrando ni una palabra para defender al emperador. Estaba en un libro y él no podía decir que no. Entonces, como Lantier continuase metiéndole el grabado por las narices, con ademán chocarrero, dejó escapar esta exclamación, extendiendo los brazos:

—Y después de todo, ¿qué? ¿Acaso no está en la naturaleza?

Lantier se quedó estupefacto con aquella salida. Colocó sus libros y sus periódicos sobre un estante del armario y como se mostrase desolado por no tener una estantería colocada en la pared, Gervasia prometió procurársela. Poseía
La historia de diez años
, de Luis Blanc, menos el primer volumen, que en verdad nunca había tenido;
Los Girondinos
, de Lamartine, por entregas de a diez céntimos;
Los misterios de París
y el
Judío errante
, de Eugenio Sue, sin contar un montón de folletos filosóficos y humanitarios, recogidos en las librerías de compra y venta. Lo que sobre todo miraba con respetuoso cariño eran sus periódicos. Una colección formada por él desde hacía años. Cada vez que en el café se leía en un periódico un artículo que había obtenido éxito, con arreglo a sus ideas, compraba el periódico y lo guardaba en voluminosos fajos, de todas fechas y de todos títulos, apilados sin orden ni concierto. Cuando sacó este atado del fondo del baúl le dio unos golpecitos cariñosos, al mismo tiempo que se dirigía a los otros dos:

—¿Veis esto? Es algo único; nadie puede presumir de tener una cosa tan estupenda… Lo que hay dentro no podéis ni imaginároslo. Si se aplicara la mitad de lo que allí había escrito, se limpiaría de un golpe la sociedad. Sí, tanto vuestro emperador como todos sus rocines se quedarían a caldo…

Fue interrumpido por el guardia municipal, cuya perilla y bigote rojos se alborotaban en su descompuesto semblante.

—Y el ejército —dijo— ¿qué haría usted con él?

Lantier se encolerizó, gritó dando puñetazos en los periódicos:

—Quiero la supresión del militarismo, la fraternidad de los pueblos… Quiero la abolición de los privilegios, de los títulos, de los monopolios… Quiero la igualdad de los salarios, el reparto de los beneficios, la glorificación del proletariado… Todas las libertades, ¿entiende usted? ¡Todas! ¡Y el divorcio!

—Sí, sí, el divorcio por la moral —apoyó Boche.

Poisson tomó aspecto majestuoso y respondió:

—Sin embargo, yo que no quiero vuestras libertades, me considero completamente libre.

—Si usted no las quiere, si usted no las quiere… —balbuceó Lantier, a quien la pasión ahogaba—. ¡No, usted no es libre!… Si no las quiere usted yo le enviaré a Cayena. ¡Yo! Sí, a Cayena, con el emperador y todos los marranos de su laya.

Esas agarradas las tenían cada vez que se encontraban. Gervasia, a quien no gustaban las discusiones, intervenía de ordinario. En esta oportunidad salió del sopor en que la sumía la vista del baúl, oliendo a perfume barato de su antiguo amor, y mostró los vasos a los tres hombres.

—Es verdad —dijo Lantier súbitamente calmado, cogiendo su vaso—. A su salud.

—A la de usted —respondieron Boche y Poisson, bebiendo con él.

Boche se bamboleaba, atormentado por una idea, sin dejar de mirar al guardia con el rabillo del ojo.

—Todo esto se quedará entre nosotros, ¿no es cierto, señor Poisson? —dijo por fin—. Le enseñan y le dicen a usted unas cosas…

Pero Poisson no le dejó acabar. Se apoyó la mano sobre el corazón, para explicar que todo quedaba allí. Él no era espía de sus amigos, podían estar seguros. Con la llegada de Coupeau se bebieron otra botella de vino, el guardia se largó en seguida por el patio, y reanudó por la acera su marcha, rígido y severo, contando sus pasos.

En los primeros tiempos todo estuvo revuelto en casa de la planchadora. Lantier tenía su cuarto separado, su puerta y su llave; pero como en el último momento decidieron no condenar la puerta de comunicación, sucedía muy a menudo que pasaba por la tienda. La ropa sucia estorbaba mucho a Gervasia, ya que su marido no se ocupaba de la gran caja de la que le había hablado; y se veía obligada a tirar la ropa por cualquier sitio, principalmente debajo de la cama, lo que no daba muy buen olor durante las noches de verano. También le enojaba mucho tener que hacer cada noche la cama para Esteban en medio de la tienda; cuando las obreras velaban, el niño dormía en una silla hasta que se iban. Por lo mismo, habiéndole hablado Goujet de mandar a Esteban a Lille, donde su antiguo patrón, un mecánico, pedía aprendices, quedó encantada por este proyecto, sobre todo al ver que el pequeño, poco feliz en la casa, deseoso de campar por sus respetos, le suplicaba que consintiera. Únicamente temía una negativa por parte de Lantier. Había venido a habitar a su casa solamente por aproximarse a él; no iba a querer perderle quince días después de su instalación. Pero cuando ella le habló, temblando, aprobó muy contento la idea, diciendo que los obreros jóvenes tienen necesidad de correr tierras. La mañana en que Esteban partió, le hizo un discurso sobre sus derechos, después le abrazó y declamó:

—Acuérdate de que el productor no es un esclavo, pero también ten presente que el que no es productor es como el zángano de una colmena.

El ajetreo de la casa cesó, todo se calmó y se hundió en la costumbre.

Gervasia se había acostumbrado al desorden de la ropa sucia y a las idas y venidas de Lantier. Este hablaba constantemente de grandes negocios; salía algunas veces bien peinado, con ropa limpia y no venía a dormir a casa, apareciendo al día siguiente, afectando estar deshecho, tener la cabeza como un tambor como si hubiera estado discutiendo durante veinticuatro horas los más graves asuntos. La verdad era que se daba la gran vida. ¡No había miedo de que se le hiciesen callos en las manos! Se levantaba de ordinario hacia las diez; si el calor del sol le agradaba daba un paseíto por la tarde, y los días de lluvia permanecía en la tienda y leía el periódico. Estaba en su ambiente, gozaba lo indecible entre las faldas, a las que se acercaba cuanto podía, y le encantaba oírlas de frases de tono subido, incitando a decirlas, y esmerándose él por su parte, en emplear un lenguaje correcto; y esto explicaba, por qué gustaba tanto arrimarse a las planchadoras, nada remilgonas, por cierto. Cuando Clemencia soltaba de las de su cosecha, la escuchaba tierno y sonriente, atusándose su escaso bigote. El olor del taller, aquellas obreras sudorosas que golpeaban con las planchas, con los brazos al aire, el rincón aquel, semejante a una alcoba donde se arrastraban por el suelo las ropas interiores de las mujeres del barrio, era para él el paraíso soñado, un refugio apetecido por largo tiempo de pereza y de goces.

En los primeros tiempos Lantier comía en casa de Francisco, en la esquina de la calle Poissonniers; pero de cada siete días transcurridos comía tres o cuatro con los Coupeau, terminando por pedirles pensión completa en su casa; les daría quince francos por semana… Desde entonces no abandonó ya la casa. Se le veía allí desde la mañana hasta la noche ir de la tienda al cuarto del fondo, en mangas de camisa, levantando la voz en tono de mando; hasta atendía incluso a las clientas y dirigía la tienda. Como dejara de gustarle el vino de Francisco, persuadió a Gervasia para que lo comprara en casa de Vigouroux, el carbonero de al lado, a cuya mujer pellizcaba en compañía de Boche cuando iba a hacer los pedidos. A continuación fue el pan de Coudeloup lo que le desagradó, y envió a Agustina a buscarlo a la panadería vienesa del arrabal Poissonniers, en casa de Meyer. Dejó también a Lehongre, el tendero, y se quedó tan sólo con el carnicero de la calle Polonceau, el gordo Carlos, por sus opiniones políticas. Al cabo de un mes quiso que todo se guisara con aceite, a lo que le decía Clemencia, embromándole, que la mancha de aceite tenía que aparecerle a este terrible provenzal. Hacía él mismo las tortillas, que freía por los dos lados, más tostadas que el café, y tan duras como galleta. Estaba siempre tras de mamá Coupeau, exigiéndole los
biftecks
muy fritos, como suelas de zapato, con mucho ajo por encima; enfadándose si mezclaban hortalizas en la ensalada, hierbas nocivas, según él decía, entre las cuales las hay venenosas. Pero su plato favorito era una sopa de fideos cocidos con agua, muy espesos, donde volcaba la mitad de una botella de aceite. Eso sólo lo tomaba él y Gervasia, porque los otros, los parisienses, se arriesgaron un día a probarlo y por poco echan las tripas.

Poco a poco Lantier se metía hasta en los asuntos de la familia. Como los Lorilleux refunfuñaban siempre al sacar del bolsillo los cinco francos de mamá Coupeau, les dijo que podía armarles un «pleito». ¿Creían que se podían burlar de la gente? Diez francos era lo que debían dar al mes. Y subía él mismo a buscar los diez francos con un aspecto tan decidido y tan afable al propio tiempo, que el cadenista no se atrevía a negárselos. La señora Lerat también daba ahora dos piezas de cinco francos. Mamá Coupeau hubiera besado las manos de Lantier, quien, además, era el gran árbitro en las querellas entre la anciana y Gervasia. Cuando la planchadora estaba de mal humor y trataba ásperamente a su suegra, ésta se iba a llorar sobre su cama, pero entonces allí estaba Lantier que las empujaba la una hacia la otra, diciéndoles que se besaran y preguntándoles si se proponían regocijar a la gente con sus agrios caracteres. Lo mismo pasaba con Nana; la educaban muy mal, a su parecer. En esto tenía razón, pues cuando el padre la pegaba, la madre consolaba a la pequeña, y cuando la madre, a su vez, le daba algún pescozón, el padre hacía una escena. Nana, divertida viendo a sus padres reñir, sintiéndose disculpada de antemano, seguía cometiendo travesuras. Ahora el juego favorito consistía en irse a jugar a la herrería de enfrente; se columpiaba durante horas en las varas de los carros; se escondía con una bandada de pilluelos en el fondo del obscuro patio, aclarado únicamente por el fuego de la fragua, y reaparecía bruscamente gritando, corriendo, despeinada y sucia, como si un gran martillo acabase de poner en fuga a aquella porquería de chiquillos. Únicamente Lantier podía regañarla, y aun así, ya sabía ella cómo le podía desarmar. Aquella puerquezuela de diez años se ponía a andar delante de él como una señora, contoneándose y mirándole de reojo, con los ojos ya rebosantes de vicio. Acabó por encargarse de su educación; la enseñaba a bailar y a hablar
patuá
.

De esta manera transcurrió un año. Todo el barrio creía que Lantier tenía rentas, pues era la única manera de explicarse el gran tren de los Coupeau. No había que dudar que Gervasia ganaba dinero, pero ahora que tenía que mantener a dos hombres que no hacían absolutamente nada, parecía extraño que la tienda diera de sí; con mayor motivo ya que habiendo decaído el crédito de la casa, las parroquianas se le marchaban y las obreras ganduleaban desde la mañana a la noche. La verdad era que Lantier no pagaba nada, ni alquiler ni alimentación. Los primeros meses dio algunos adelantos, pero después se contentó con hablar de una gruesa suma que debía cobrar, y gracias a la cual se pondría al día de un solo golpe. Gervasia no se atrevía a pedirle ni un céntimo. Llevaba el pan, la carne y el vino al fiado. Las cuentas aumentaban constantemente, tres y cuatro francos al día. No había dado un céntimo ni al mueblista ni a los tres compañeros de su marido, el carpintero, el albañil y el pintor. Todos ellos comenzaban a gruñir; eran menos atentos con ella en las tiendas; mas Gervasia se sentía como embriagada por la deuda, se aturdía, compraba las cosas más caras y se abandonaba a su glotonería desde que no pagaba; en el fondo continuaba siendo honrada, soñando ganar de la mañana a la noche centenares de francos, no sabía cómo, para distribuirlos entre sus proveedores. Se hundía, y a medida que iba descendiendo, hablaba de ampliar sus negocios. Hacia mediados de verano Clemencia se marchó porque no había bastante trabajo para dos personas, y además porque no le pagaban su salario desde hacía varias semanas. En medio de aquel desquiciamiento, Coupeau y Lantier reventaban de orondos. Los muy desahogados, acodados en la mesa constantemente, engordaban con la ruina del establecimiento; y se excitaban el uno al otro a ponerse ración doble, y se golpeaban el vientre al llegar a los postres, según decían riendo, para digerir mejor.

El motivo de conversación del barrio entero era saber si realmente Lantier se había acomodado nuevamente con Gervasia. En esto las opiniones se dividían. Si se escuchaba a los Lorilleux, la Banban hacía lo imposible por atrapar al sombrerero, pero éste no quería saber nada, la encontraba muy estropeada y tenía en la calle muchachas muy bonitas. Según los Boche, la planchadora, por el contrario, había ido en busca de su antiguo marido mientras el Juan Lanas de Coupeau roncaba. Lo mismo de una manera que de otra, aquello no resultaba muy limpio; pero ocurren tantas cosas sucias en la vida, y aun más graves que ésta, que la gente terminó por encontrar natural aquel
ménage à trois
, e incluso gracioso, ya que nunca se pegaban y guardaban las apariencias. Seguramente de haber metido las narices en otras viviendas del barrio hubiera salido uno mucho más sucio. Por lo menos, en casa de los Coupeau todo olía a gente llana. Los tres se entregaban a sus comilonas, se quitaban y ponían los calzones y hacían cama redonda sin quitar el sueño a los vecinos. Además, el barrio entero estaba encantado con los buenos modales de Lantier. Aquel marrullero cerraba el pico a todas las charlatanas. Incluso cuando surgía la duda de sus relaciones con Gervasia, que la frutera negaba delante de la tripicallera, ésta decía que en verdad era una lástima, porque hacía menos interesante a los Coupeau.

Entretanto, Gervasia vivía tranquila por este lado, sin pensar en esas porquerías. Las cosas llegaron a tal punto, que se la acusó de falta de corazón. En la familia no se comprendía su rencor contra el sombrerero. La señora Lerat, a quien encantaba meterse entre los enamorados, venía todas las noches y trataba a Lantier de hombre irresistible, en cuyos brazos debían caer las damas más encopetadas. La señora Boche no habría respondido de su virtud si hubiera tenido diez años menos. Una conspiración sorda, continua, se extendía empujando lentamente a Gervasia; como si todas las mujeres que la rodeaban hubieran encontrado especial placer dándole un amante. Pero Gervasia se asombraba, no descubría en Lantier esas seducciones. Tal vez habría cambiado con ventaja: llevaba un abrigo, y había aprendido educación en los cafés y en las reuniones políticas. Pero ella le conocía bien, le veía hasta el alma por los dos agujeros de los ojos, y encontraba en ellos un montón de cosas que la hacían estremecer. Pero si le gustaba tanto a las demás, ¿por qué no se arriesgaban ellas a probar al caballero? Esto fue lo que dijo un día a Virginia, que se mostraba la más enardecida. Entonces la señora Lerat y Virginia, para calentarle la cabeza, le contaron los amores de Lantier con Clemencia. Sí, ella no se había apercibido de nada, pero en cuanto salía a algún encargo, el sombrerero metía a la obrera en su cuarto. Ahora se les encontraba juntos, y él la iba a ver a su casa.

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