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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (14 page)

Iolanthe descubrió la mirada de Raistlin y se avergonzó.

—Un truco de principiante, ya lo sé. Es un hechizo de los que se hacen en la escuela de magos. Pero las mentes menos espabiladas se quedan muy impresionadas ante una runa brillante. Y, confía en mí —añadió—, en Neraka nos enfrentamos a muchas mentes poco espabiladas.

Iolanthe tomó a Raistlin del brazo y le dijo que actuara como si fuera su escolta, le gustase o no.

—Últimamente las calles son muy peligrosas —explicó—. Es muy comprensible tener a alguien que te guarde las espaldas.

A Raistlin no le gustaba la idea, pero no podía rechazar a Iolanthe sin más. Ya le había dejado muy claro que podía ayudarle o perjudicarle, la decisión era suya. La escalera era estrecha, y la hechicera se apretó contra él, insistiendo en caminar pegada a su lado.

—¿Cuántos peldaños tiene? —le preguntó burlonamente.

—Treinta y uno hasta el rellano.

Iolanthe sacudió la cabeza y se rió de él.

Raistlin no entendía qué tenía de gracioso.

9

La posada de El Broquel Partido

La Torre de la Alta Hechicería

DÍA SEXTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Iolanthe decidió que primero presentaría a Raistlin a su vecino y casero, el dueño de la tienda de hechicería. Se trataba de un individuo entrado en años que respondía al extraño nombre de Snaggle. Era mestizo, pero estaba tan encorvado y arrugado que era imposible decir si era medio enano o medio goblin, o medio perro. Saludó a Raistlin con una sonrisa desdentada y le ofreció un descuento en su primera compra.

—Es muy importante conocer a Snaggle —explicó Iolanthe, mientras bajaban por la calle ancha y bien pavimentada que recorría la fachada del templo—. Jamás hace preguntas. Le da el valor justo al dinero. Y gracias a que disfruta del favor del emperador, que compra en su tienda con asiduidad, suele tener mercancía muy difícil de encontrar en otros sitios. No creas que esas cosas se las vende a cualquiera, pero ahora ya sabe que eres mi amigo, así que se mostrará complaciente contigo.

Raistlin no era su amigo, pero esta vez no lo dijo en voz alta. Nunca había tenido amigos. Tanis, Flint y los demás se llamaban a sí mismos sus amigos, pero él sabía que por detrás de sus sonrisas realmente no lo querían, no confiaban en él. Él no era como su hermano, el alegre Caramon de buen corazón, el compañero perfecto para todos.

Raistlin observaba las calles con la atención que siempre ponía, mientras proseguían su camino.

—¿Adónde estamos yendo? —preguntó.

—Al Barrio Blanco —contestó Iolanthe—. En cierto modo, la ciudad de Neraka es como la reina Takhisis: un dragón con un solo corazón y cinco cabezas. El corazón sería el templo, en el centro; las cabezas son los ejércitos que lo defienden. Como te materializaste en el interior del templo, supongo que no te hiciste una buena idea del exterior.

El templo estaba rodeado de altas murallas de piedra y era difícil verlo desde donde ellos estaban. Iolanthe condujo a Raistlin a la puerta principal, que estaba abierta de par en par, para que pudiera verlo mejor. El mago contempló el templo y pensó que nunca antes había visto algo tan estremecedor. Por lo visto Takhisis tenía cierto sentido del humor, aunque fuera algo retorcido. Mucho tiempo atrás, en la ciudad de Istar había habido un hermoso templo, deslumbrante y bendito, dedicado a Paladine, Dios de la Luz. El Templo de Takhisis era una réplica de aquel vetusto templo, que descansaba en las profundidades del Mar Sangriento, pero una réplica distorsionada y envilecida. El Templo de Takhisis era un edificio de la oscuridad y proyectaba sobre toda la ciudad una nube de sombras, como la penumbra artificial de un eclipse cuando la luna cubre el sol, con la diferencia de que los eclipses llegan a su fin. La oscuridad del templo era constante.

—Feo como el peor de los pecados, ¿verdad? —comentó Iolanthe, observando el templo con una mueca de desagrado—. La maldad debería ser hermosa. Así haría mucho más daño. ¿No crees? —Sus ojos de color violeta brillaron y le dedicó una sonrisa maliciosa.

Siguieron avanzando por la calle principal, que recorría el perímetro del templo, conocida como la Ronda de la Reina.

—Ahora estamos en lo que llaman la ciudad interior —explicó Iolanthe—. El templo está rodeado por una muralla y Neraka está rodeada por su propia muralla. En el exterior de esa muralla, los cinco ejércitos de los Dragones tienen sus campamentos. En el interior de la muralla, cada ejército de los Dragones cuenta con un barrio.

Raistlin ya sabía todo eso gracias a lo que había estudiado sobre Neraka en la Gran Biblioteca. Debido a la continua desconfianza, a las intrigas y a sus peleas por imponerse sobre los demás que regían las relaciones entre los cinco Señores de los Dragones —algo que el mismo Ariakas fomentaba—, cada uno de los barrios era autosuficiente. Cada uno de ellos contaba con sus herrerías, sus comercios, sus posadas, sus barracones y todo lo necesario. Ninguno de los Grandes Señores quería depender de los demás para nada. Evidentemente, también se alentaba la rivalidad entre los soldados.

—Vamos a salir de la muralla. ¡Maldita sea! —Iolanthe se detuvo. Parecía enfadada—. Lo había olvidado. No tienes un salvoconducto negro.

—¿Un salvoconducto negro? ¿Qué es eso? —preguntó Raistlin.

Iolanthe metió la mano en una de las bolsitas de seda que llevaba en el cinturón y sacó un trozo de papel. La tinta se había borrado un poco, pero todavía podía leerse. En la parte inferior se veía el sello de la Iglesia: un dragón de cinco cabezas en cera negra.

—Se llama «salvoconducto negro» por el sello negro. Todos los ciudadanos necesitamos esta cédula de la Iglesia para vivir y trabajar en la ciudad. Cuando sales de la muralla, no puedes volver a entrar si no la tienes. Y después de lo ocurrido anoche, dudo mucho que el Señor de la Noche te conceda una.

Iolanthe dio vueltas al problema un momento, con el entrecejo fruncido y dando golpecitos con el pie. De pronto, el ceño desapareció de su frente.

—Aja, ya tengo la respuesta. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Ven conmigo.

Volvió a agarrarse de su brazo y tiró de él, encaminándose hacia la muralla y la puerta que daba paso al otro lado.

—¿Tienes fiebre? —le preguntó Iolanthe repentinamente, alzando la mano hacia su frente.

—La temperatura de mi cuerpo es anormalmente alta —repuso Raistlin, esquivando su mano.

Por la reacción de Iolanthe, parecía que le había hecho gracia su gesto. Raistlin se preguntó, molesto, si se divertía haciendo que se sintiera incómodo.

—¿Energía nerviosa? —sugirió.

Una vez más, Raistlin tuvo que cambiar de tema para no hablar de sí mismo.

—Mencionaste que el emperador Ariakas frecuenta la tienda de tu amigo. Había oído que el emperador es un hechicero, algo que me cuesta creer porque también he oído que es un guerrero que viste armadura y blande una espada. Otros dicen que es un clérigo, devoto de Takhisis. ¿Cuál es la verdad?

—Las dos cosas, en cierta manera —contestó Iolanthe con expresión repentinamente sombría—. El emperador va a la batalla cubierto de pies a cabeza por una armadura y lleva una pesada espada que hay que blandir con las dos manos. No es de los que se quedan dirigiéndolo todo desde la retaguardia. No es ningún cobarde. No hay nada que le guste más que el fragor de la batalla. Y mientras corta cabezas con una mano, con la otra lanza mortíferos rayos mágicos.

—Eso es imposible —declaró Raistlin sin más.

Como siempre tenía que estar recordándole a Caramon, que le insistía en que aprendiera a manejar la espada, el arte de la magia exigía un estudio constante y diario. Aquellos que se dedicaban a la magia no tenían tiempo para otros intereses, lo que incluía las habilidades marciales. Además, la armadura no permitía que un mago realizara los complejos movimientos de las manos que tan a menudo eran necesarios en los hechizos. A eso se sumaba que muchos magos, como el mismo Raistlin, creían que la magia era una arma mucho más poderosa que la espada.

—Lord Ariakas es una especie de clérigo —estaba diciendo Iolanthe—. Su magia proviene directamente de la reina Takhisis.

Pasaron por la Puerta Blanca, bajo el control del ejército del Dragón Verde, liderado por el Señor de los Dragones Salah-Kahn. El Ejército Blanco de los Dragones, que comandaba el Señor de los Dragones Feal-Thas antes de morir, había quedado muy mermado tras la desaparición de su líder y la mayoría de sus tropas habían sido reasignadas. Los soldados del Ejército Verde de los Dragones eran originarios de Khur, la tierra de Iolanthe. La hechicera era muy conocida entre ellos y todos la apreciaban, pues ella se tomaba la molestia de cuidar su estima.

Con la capucha bien echada sobre el rostro, para que no se la viera, Raistlin observaba en silencio mientras Iolanthe coqueteaba, reía y cruzaba la puerta entre bromas. Nadie le pidió al desconocido que enseñara su salvoconducto.

—Pero lo querrán ver a la vuelta —dijo Iolanthe—. No te preocupes. Todo va a salir bien.

Al salir de la ciudad interior, uno se sentía como si abandonara la oscuridad y quietud de la noche para adentrarse en la claridad y el alboroto del día. El sol brillaba con fuerza, como si se alegrara de haber escapado de la sombra de la Reina Oscura. En las sucias calles se agolpaban carros, carretas y el gentío más variopinto que pueda imaginarse, pero todos tenían en común que gritaban tan alto como les permitían sus pulmones.

Raistlin estaba intentando cruzar la calle sin que lo atropellarla una carreta y tropezó con un soldado, que lo insultó con rabia mientras sacaba su daga. Iolanthe levantó una mano y unas llamas inquietantes nacieron de sus dedos. El soldado los miró con aversión y siguió su camino. La hechicera arrastró a Raistlin y los dos caminaron con cuidado para no tropezar con las profundas rodadas surcos que dejaban los carros.

Las calles estaban atestadas de soldados de todas las razas: humanos, ogros, goblins, minotauros y draconianos. Estos últimos eran disciplinados y ordenados, sus armas brillaban y sus armaduras relucían. Todo lo contrario podía decirse de los humanos: desaliñados, escandalosos, hoscos y maleducados. Los ogros se mantenían apartados, con expresión concentrada y recelosa. Pasaron dos minotauros con andares orgullosos, las cabezas astadas bien altas, mirando a todos aquellos enclenques con un manifiesto desdén. Los goblins y los hobgoblins, despreciados por todas las razas por igual, se arrastraban por el barro, hundiendo sus peludas cabezas entre los hombros para evitar los golpes.

No era raro que estallaran rencillas entre las tropas, que se traducían en acalorados insultos y espadas desenvainadas. En cuanto se oían los primeros gritos, aparecían de la nada los draconianos que formaban la guardia de élite del templo. Los implicados los miraban de arriba abajo, gruñían y se retiraban, como perros que hubieran visto el látigo del amo.

El ruido y el caos provocados por carros y carretas que saltaban de bache en bache, los hombres que maldecían, los perros que ladraban y las rameras que chillaban no tardaron en provocarle a Raistlin un terrible dolor de cabeza. El ambiente estaba cargado por culpa del humo que se alzaba de las herrerías y de las hogueras de los diferentes campamentos, cuyas tiendas se veían a lo lejos. De una curtiduría cercana salía un hedor a duras penas soportable, para mezclarse con el olor del ganado encerrado en un corral y la peste a sangre del patio del carnicero.

Iolanthe se tapó la boca con un pañuelo perfumado.

—Menos mal que ya casi hemos llegado —dijo la hechicera, señalando una serie de edificios achaparrados al otro lado de la calle—. La posada de El Broquel Partido... Deberías buscar alojamiento allí.

Raistlin negó con la cabeza.

—He leído sobre ella. No me lo puedo permitir.

—Claro que puedes —le contradijo Iolanthe y le guiñó un ojo—. Tengo una idea.

Miró a ambos lados y después se lanzó a la calle. Raistlin la siguió. Los dos corrían y tropezaban con las rodadas, los caballos y los soldados.

Raistlin había leído una descripción de la posada cuando había estado en Neraka. Un Esteta que respondía al curioso nombre de Cameroon Bunks había puesto su vida en peligro aventurándose en la ciudad de la reina Oscura, con el fin de explorarla y regresar para informar de lo que había visto.

Había escrito:

[[

«La posada de El Broquel Partido abrió sus puertas cuando su propietario, Talent Orren, un antiguo mercenario de Lemish, invirtió sus ganancias del juego en la compra de un pequeño local en el Barrio Blanco de Neraka. Según se cuenta, Orren no tenía ni una pieza de acero para el cartel, así que clavó su propio broquel roto sobre la puerta y bautizó al local como "El Broquel Partido". Orren servía comidas sencillas, pero sabrosas. No aguaba la cerveza ni engañaba a sus clientes. Con la afluencia de soldados y peregrinos oscuros a Neraka, no tardó en tener más trabajo del que podía hacerse cargo. Con el tiempo, Orren añadió un espacio al local y lo llamó "La Taberna del Broquel Partido". Pasó más tiempo y añadió varios bloques de habitaciones, con lo que la taberna adquirió la categoría de posada.»

]]

Se veían tantos edificios, todos ellos con varias entradas, que Raistlin no tenía la menor idea de cuál era la puerta principal. Iolanthe eligió una entrada al azar, al menos así le pareció a Raistlin, hasta que levantó la vista y vio un broquel —partido por la mitad— que colgaba sobre la puerta.

Clavado sobre la puerta también había un letrero, maltratado por las inclemencias del tiempo, donde se leía garabateado en común: «¡Sólo humanos!» Los ogros, los goblins, los draconianos y los minotauros podían ir a beber a Pelo de Trol, popularmente conocido como El Trol Peludo.

Iolanthe se disponía a empujar las hojas dobles para entrar, cuando de repente se abrieron solas. Apareció un hombre con una camisa blanca y pantalones de piel que llevaba a una kender agarrada por el pescuezo y la culera del pantalón. El hombre la balanceó y la lanzó en medio de la calle, donde aterrizó de morros en el barro.

—¡Y no vuelvas! —gritó el hombre, sacudiendo el puño.

—¡Vas a echarme de menos, Talent! —contestó la kender, levantándose alegremente. Bajó por la calle dando traspiés, limpiándose el barro de los ojos y escurriendo más barro de sus trenzas despeinadas.

—¡Chusma! —murmuró el hombre, mientras se daba media vuelta para sonreír a Iolanthe. Le dedicó una graciosa reverencia—. Bienvenida, señora Iolanthe. Es un placer verte, como siempre. ¿Quién es tu amigo?

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