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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (18 page)

—Déjalos entrar —dijo Barrigón.

—No, no —se negó el tercero, al que Raistlin había apodado Flaco.

Raistlin se abrió camino entre los montones de legajos hasta la puerta, que estaba abierta de par en par. Lenta y sigilosamente, casi cerró la puerta, dejando una rendija por la que poder espiar.

Los golpes y los gritos no habían cesado, mientras discutían los Túnicas Negras. Al final, Nariz Torcida decidió que debían abrir. Su razonamiento consistía en que si no lo hacían, los guardias tirarían abajo la puerta y los Túnicas Negras tendrían que pagar los desperfectos al casero.

Raistlin seguía observando por la rendija de la puerta. Entró un destacamento de draconianos. Sus garras dejaban surcos en la madera de los escalones.

—Soy el comandante Slith —ladró uno de ellos—. Tengo órdenes de registrar este establecimiento.

—¿Registrar? ¿Para qué? Esto es un escándalo —protestó Nariz Torcida con voz temblorosa.

—Ha llegado al conocimiento de la reina Takhisis que un objeto mágico muy poderoso y potencialmente peligroso ha entrado en Neraka —anunció con voz retumbante el comandante Slith—. Como ya sabéis, la ley obliga a que todos los objetos mágicos sean llevados al templo para su evaluación y registro. Aquellos objetos que se consideren una amenaza para las gentes de bien de Neraka serán confiscados en nombre de la seguridad pública.

Raistlin pensó inmediatamente en el Bastón de Mago y se alegró de que estuviera bien escondido en su habitación de El Broquel Partido, metido debajo del colchón. Parecía que el concepto de seguridad era un poco laxo por la zona de El Broquel Partido, y le preocupaban los ladrones. Sin embargo, estaba sorprendido. El Bastón de Mago tenía gran poder y podía ser peligroso, pero Raistlin no creía que lo fuera tanto como para llamar la atención de la Reina Oscura.

—Conocemos la ley —estaba diciendo Nariz Torcida en ese momento, enfadado—. Y siempre la hemos respetado. Aquí no tenemos ninguno de esos objetos.

—¿Habéis ido a ver la señora Iolanthe? —se apresuró a sugerir Barrigón—. Ella tiene objetos peligrosos. Pero nunca los guarda aquí.

—Debería ser a ella a quien registrarais —soltó Flaco.

—Hemos hablado con la señora Iolanthe —repuso el comandante Slith—. Nos reunimos con ella en los aposentos privados del emperador Ariakas. La señora Iolanthe asegura que ella no tiene constancia de ningún objeto de esa índole. Nos dio permiso para que registrásemos su apartamento. No encontramos nada.

—¿Por qué pensáis que íbamos a tenerlo nosotros? —quiso saber Nariz Torcida.

—Creemos que alguno de vosotros pertenece a La Luz Oculta —dijo el comandante sin disimulos.

Raistlin vio que el sivak guiñaba el ojo a los demás soldados.

—¡La Luz Oculta! ¡No, no, no! —A Nariz Torcida el terror le hacía tartamudear—. Todos nosotros somos leales vasallos de nuestra gloriosa reina, ¡os lo prometo!

—Perfecto. Entonces no os importará que registremos el edificio —respondió el comandante con frialdad.

—Por favor, adelante. No tenemos nada que esconder. ¿De qué tipo de objeto se trata? —preguntó Nariz Torcida con un servilismo repugnante—. Estaremos encantados de entregároslo si lo encontramos.

—Un Orbe de los Dragones —dijo el comandante Slith y ordenó a sus soldados que se separasen. Envió a algunos al primer piso, a otros al segundo y a los demás a la planta principal.

—¿Un Orbe de los Dragones? —Nariz Torcida miró a sus colegas.

—La primera vez que oigo ese nombre —contestó Barrigón, mientras Flaco negaba con la cabeza.

El comandante Slith recitó de memoria la descripción.

—Una bola de cristal del tamaño de la cabeza de un humano. Puede tener una apariencia anodina o ser de un color cambiante. —Se dirigió a sus hombres a gritos:— Si encontráis algo que encaje con la descripción, no lo toquéis. Llamadme al momento.

Raistlin se alejó de la puerta y, tropezando con los libros, volvió a su taburete. Apenas veía lo que tenía delante. Se bajó la capucha, cogió un fajo de pergaminos y fingió que los estudiaba con sumo interés. Las palabras bailaban ante sus ojos. Su mano se deslizó hasta la bolsita de piel que llevaba prendida del cinturón, la bolsa llena de canicas. Ninguna era del tamaño de la cabeza de un humano, pero en una de ellas se arremolinaban los colores.

Raistlin oyó el característico ruido de la madera al astillarse, los draconianos de la planta baja estaban dando patadas a las puertas. Su primer impulso, aterrorizado, fue esconder la bolsa debajo de un montón de libros o meterla detrás de un estante. Pero pronto recuperó el dominio y se paró a reflexionar más tranquilamente sobre la situación. Esconder la bolsa era lo peor que podía hacer. Si los draconianos la descubrían, adivinarían al instante que contenía algo valioso. No tardarían en deducir que un globo mágico de cristal con propiedades mágicas podía reducir su tamaño.

Sería mucho mejor conservar la bolsa consigo, escondida a plena vista. Oía a los draconianos conjurar hechizos. No entendía las palabras, pero tenía muy claro el tipo de hechizo que él recitaría si estuviera buscando un objeto mágico escondido. Utilizaría un hechizo que detectara la magia con el que el artefacto se descubriría a sí mismo, quizá iluminándose o emitiendo un zumbido.

Raistlin metió la mano en la bolsa. Sus finos dedos podían distinguir el Orbe de los Dragones por el tacto. Las canicas estaban frías. El orbe desprendía calor y su superficie era mucho más suave, su redondez más perfecta.

Otro grupo de draconianos estaba registrando la cocina. Tiraban las ollas y las sartenes al suelo, sacaban de sus goznes la puerta de la despensa y rompían la vajilla. A continuación llegarían a la biblioteca.

Raistlin cogió el orbe y lo apretó en su mano, encerrándolo en el puño. ¿Y si el orbe se descubría a sí mismo? ¿Y si el orbe quería que la reina Takhisis lo encontrara? ¿Y si el orbe le había dicho a Takhisis dónde encontrarlo?

El orbe subió de temperatura. La voz de Viper le habló en un susurro: «
Takhisis teme los orbes. Quiere destruirlos. Conoce el peligro que suponemos. Mantenme a salvo y yo te mantendré a salvo.»

La puerta de la biblioteca se abrió de golpe y entraron dos draconianos bozak. Se quedaron paralizados en el umbral.

Raistlin dejó caer el orbe en la bolsa y se levantó en señal de respeto. Se alisó la túnica con las manos y mantuvo la cabeza gacha, como si estuviera demasiado asustado para levantar la mirada.

—Comandante, será mejor que venga a ver esto —llamó uno de los bozak.

El comandante Slith entró en la habitación a grandes zancadas. Miró alrededor, a los montones, y las pilas de legajos, y resopló con malhumor.

—Parece que viviera aquí una familia de enanos gully —dijo. El sivak se fijó en Raistlin—, En nombre del Abismo, ¿quién eres tú?

Nariz Torcida apareció de inmediato, dándose importancia.

—No es nadie, comandante. Un aprendiz. Nos hace algún trabajillo. ¡Mira cómo lo has puesto todo, Majere! ¡Limpia todo esto ahora mismo!

—Sí, maestro —contestó Raistlin—. Lo siento, maestro.

—¿Tenemos que buscar entre toda esta basura, señor? —preguntó el bozak, mientras Nariz Torcida se quejaba a voz en grito de que los draconianos habían tirado harina por toda la cocina—. ¡Tardaríamos semanas!

—Conjura el hechizo y acabemos de una vez —decidió el comandante Slith—. La señora Iolanthe nos había advertido de que venir aquí no sería más que una pérdida de tiempo y tenía razón.

—¿Confiáis en la bruja, señor? —preguntó el bozak—. ¿Qué os hace creer que no es ella misma quien tiene el orbe?

El comandante Slith se echó a reír.

—La bruja tiene un instinto de supervivencia muy desarrollado. Sabe que su vida no tendría ningún valor si Takhisis la pilla con un Orbe de los Dragones.

—Por cierto, ¿qué es un Orbe de los Dragones? —El bozak dio una patada a un montón de libros, que se derrumbó entre una nube de polvo—. ¿Qué hace?

—Que me aspen si lo sé. Lo único que sé es que el orbe fue el responsable de que la Dama Azul perdiera la batalla en la Torre del Sumo Sacerdote, o eso he oído. —El comandante Slith se frotó las garras—. Me encantaría hacerme con él. Mucha gente que conozco estaría dispuesta a pagar un buen precio.

—¿Pagar un buen precio? —El bozak estaba perplejo—. Si lo encontramos, tenemos órdenes de entregárselo al Señor de la Noche de inmediato.

El comandante Slith sacudió la cabeza con tristeza y pasó un brazo alrededor de los hombros del bozak.

—Glug, hijo mío, estoy intentando enseñarte. Uno nunca tiene que «entregar» nada a nadie.

—Pero nuestras órdenes...

—¡Las órdenes, las órdenes! —repitió Slith con desprecio—. ¿Quién nos da órdenes a nosotros? Los humanos. ¿Y quién está perdiendo la guerra? Los humanos. Nosotros, los dracos, tenemos que empezar a pensar en nosotros mismos.

El bozak miró hacia la otra habitación con nerviosismo.

—Creo que no deberíais hablar así, señor.

Raistlin sudaba bajo la túnica. Lo único que podía hacer era estar plantado en medio de la biblioteca, sin levantar la cabeza. Le daba miedo moverse y llamar la atención.

—Ese Orbe de los Dragones debe de ser muy poderoso —especuló Slith— y valer un buen fajo. Nunca antes habíamos recibido órdenes de registrar varias casas de la ciudad para encontrar un objeto mágico.

—Sólo con ese Hombre de la Joya Verde, el tal Berem —dijo Glug.

—Me gustaría dar con él y ganar la recompensa. —Slith se relamió los labios—. ¡Con el pago que promete la reina, compraría una ciudad pequeña!

—¿Una ciudad, señor? —Glug parecía interesado—. ¿Qué haríais con una ciudad?

Raistlin pensó que iba a volverse loco si se quedaban allí mucho más tiempo. Debajo de la túnica, apretaba las manos.

—Construiría una muralla alrededor —estaba explicando el comandante Slith—. Haría una ciudad sólo para dracos. Dentro no estarían permitidos ni los humanos, ni los enanos, ni los elfos, ni ninguna de esa escoria. Bueno, a lo mejor dejaba entrar a unos cuantos enanos —concedió—. Para que a mis amigos y a mí no nos faltase el aguardiente enano. La llamaría...

Un grito interrumpió sus palabras.

—¡Ya hemos acabado en el piso de abajo, comandante! Ni rastro de nada.

—¡Listos en el piso de arriba, señor! —gritó otra voz—. Nada interesante.

—Conjura tu hechizo, Glug, y vámonos de aquí —ordenó el comandante Slith—. Ese olor asqueroso que sale de la cocina está revolviéndome el estómago.

El bozak pronunció unas palabras y agitó la garra. En otras circunstancias, Raistlin se habría interesado en estudiar las técnicas de conjuros del bozak. Sin embargo, en ese momento estaba demasiado nervioso para prestar atención.

Contuvo la respiración, mantuvo la cabeza gacha, las manos dentro de las mangas y las mangas tapando la bolsa. Horrorizado, vio que de su brazo izquierdo emanaba un resplandor.

Raistlin sentía el corazón en la garganta. Se le secó la boca. Todo su cuerpo se estremeció. Rogó a todos los dioses de la magia, rezó a todos los dioses de los que logró recordar, para que los draconianos no se dieran cuenta. Por un momento, creyó que sus oraciones habían sido escuchadas, pues el bozak se dio media vuelta. El sivak estaba a punto de seguirlo cuando giró la cabeza. Se detuvo.

—Baja, Glug —ordenó el comandante Slith—. Reúne a la tropa. Yo bajaré en un momento.

Glug se fue. El comandante avanzó entre las columnas y los montones de libros, empujándolos, y se plantó delante de Raistlin.

—¿Me vas a entregar ese objeto mágico que llevas, muchacho, o tengo que quitártelo yo? —preguntó el comandante.

Antes de que Raistlin tuviera tiempo de contestar, el sivak lo agarró del brazo izquierdo
y
levantó la manga de la túnica negra. Una daga, sujeta a la muñeca con un cordel de piel, brillaba con una intensa luz plateada.

—¡Mira lo que tenemos aquí! —exclamó el comandante Slith con admiración—. ¿Cómo funciona?

Raistlin tenía que esforzarse para controlar el temblor de su brazo. Giró la muñeca y la daga se soltó del cordel y se deslizó en su mano.

El comandante Slith observó a Raistlin astutamente.

—Mi hipótesis es que eres algo más que un aprendiz. Los tienes a todos engañados, ¿verdad?

—Prometo, señor... —empezó a decir Raistlin.

El comandante Slith sonrió. Una lengua zigzagueante asomó entre sus dientes.

—No te preocupes. No es asunto mío. Pero creo que será mejor que confisque esta arma mágica. Podrías meterte en problemas por su culpa.

El comandante Slith le quitó la daga con un movimiento ágil.

—Por favor, no me la quites —pidió Raistlin, pensando que parecería sospechoso que no protestara—. Como puedes ver, no es más que una daga. No tiene gran valor, pero para mí significa mucho...

—Valor sentimental, ¿verdad? —El comandante Slith estudió la daga con ojo experto—. Puedo conseguir dos piezas de acero por ella, seguro. Te diré lo que voy a hacer, muchacho, y sólo lo hago porque me parece que eres el tipo de humano que podría llegar a apreciar. ¿Conoces al viejo Snaggle de la Ringlera de los Hechiceros? Se la venderé a él y después tú puedes pasarte por allí y comprarla de nuevo.

El comandante Slith se guardó la daga, que ya había perdido su resplandor mágico. Se aseguró de que quedara bien escondida, después guiñó un ojo serpentino a Raistlin y salió tranquilamente, pisando los libros que cubrían el suelo.

Exhausto y aliviado, Raistlin se dejó caer en el taburete. Lamentaba haberse quedado sin la daga, que de verdad significaba mucho para él, pero el sacrificio merecía la pena. El brillo más intenso que desprendía la daga había evitado que el sivak se fijara en el tenue resplandor verdoso que salía de la bolsa.

Fuera de la biblioteca, los tres viejos se lamentaban por los destrozos y amenazaban con quejarse ante el Señor de la Noche. Pero ninguno se presentaba voluntario para presentar la queja, y acabaron decidiendo que delegarían en Iolanthe para que se encargara de sus protestas. Una vez tomada la decisión, todos se pusieron de acuerdo en que lo mejor era beber algo que les calmara los nervios. Nariz Torcida pasó por delante de la puerta de la biblioteca de camino al tonel donde guardaban la cerveza y reprendió a Raistlin por estar allí sentado. Ya debería haber empezado a limpiar el desastre de la cocina.

Raistlin no le hizo caso. Se quedó sentado en su taburete, rodeado de libros de hechizos para niños y pergaminos con la mitad de las palabras mal escritas y de tratados banales sobre loros. La certeza de que la Reina Oscura, la diosa más peligrosa y poderosa entre todos los dioses, lo buscaba a él y al Orbe de los Dragones lo había dejado paralizado. Sólo era cuestión de tiempo que diera con los dos.

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