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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (34 page)

—No te creo —repuso Justarius con aspereza.

—Cree lo que te dicen tus ojos, entonces —dijo Raistlin—. ¿Cómo vais a luchar contra lord Soth? Su magia es poderosa y no procede de las lunas. Nace de la maldición a la que lo condenaron los dioses. Puede abrir un boquete en estos muros con un simple gesto. Puede levantar a los muertos de sus tumbas. Con sólo pronunciar una palabra, las personas caen muertas. El terror que desata su aparición es tan intenso que ni siquiera el más aguerrido puede resistirlo. Temblaréis detrás de estos muros, esperando la muerte. Rezando para que la muerte os llegue.

—No todos actuaremos así —dijo Justarius con voz lúgubre.

—Vosotros también lo haréis, señor —se burló Raistlin—, ¿Dónde están las espadas, los escudos y las hachas? ¿Dónde están los guerreros invencibles que os defenderán? Sin vuestra magia, no podéis defenderos. Tenéis vuestros cuchillitos, eso es cierto, pero ¡apenas sirven para untar mantequilla!

—Evidentemente, tú tienes la respuesta —intervino Par-Salian—. De lo contrario, no habrías venido.

—Así es, Maestro del Cónclave. Yo puedo ayudar.

—Y si trabajas para Takhisis, ¿por qué ibas a hacerlo? ¿Y por qué deberíamos confiar en ti? —preguntó Ladonna.

—Porque, señora, no os queda otra opción —contestó Raistlin—. Puedo salvaros... pero eso tiene su precio.

—¡Faltaría más! —exclamó Justarius amargamente. Se volvió hacia Par-Salian—. Sea cual sea el precio, es demasiado alto. Prefiero arriesgarme a vérmelas con ese Caballero de la Muerte.

—Si únicamente se tratara de nuestras vidas, me inclinaría a pensar como tú —contestó Par-Salian con pesar—. Pero tenemos cientos de vidas bajo nuestro cuidado, desde nuestros discípulos hasta algunos de los hechiceros con más talento y sabiduría de todo Ansalon. No podemos condenarlos a muerte por nuestro orgullo herido. —Se volvió hacia Raistlin—. ¿Cuál es tu precio?

Raistlin se quedó en silencio un momento.

—He elegido seguir mi propio camino, libre de ataduras —contestó al final con voz suave—. Lo único que pido, maestros, es que me permitáis seguir por él. El Cónclave no tomará medidas contra mí ni ahora ni en el futuro. No enviaréis hechiceros para intentar matarme, hacerme prisionero o darme sermones. Dejaréis que siga mi camino y yo os ayudaré a conservar la vida, para que podáis seguir el vuestro.

Par-Salian frunció el entrecejo.

—Si dices eso, implica que nuestra magia volverá, que los dioses de la magia volverán. ¿Cómo es eso posible?

—Eso es asunto mío —repuso Raistlin—. ¿Aceptáis el trato?

—No. Son demasiadas las cosas que desconocemos —dijo Ladonna.

—Estoy de acuerdo con ella —se sumó Justarius.

Raistlin, las manos entrelazadas bajo las mangas de la túnica negra no perdía la calma.

—Mirad por la ventana. Veréis un ejército de soldados muertos vivientes cubiertos con armaduras abolladas y ennegrecidas, marcadas por la rosa. Mientras cabalgan, las llamas devoran su carne. Sus rostros se contorsionan atormentados por el fuego sagrado que los consume infinitamente. Son portadores de la muerte, y la muerte dirige sus pasos. Soth echará abajo los muros de esta torre con sólo tocarlos. Su ejército pasará por encima de los restos humeantes, y vuestros discípulos y vuestros amigos y colegas estarán indefensos ante ellos. Ríos de sangre bajarán por los pasillos...

—¡Basta! —gritó Par-Salian, conmocionado. Miró a sus compañeros—. Os lo pregunto directamente: ¿podemos enfrentarnos a ese Caballero de la Muerte sin nuestra magia?

Ladonna se había puesto mortalmente pálida. Con los labios apretados en una línea tensa, se dejó caer en una silla.

Justarius parecía desafiante, pero después su rostro se demacró y sacudió la cabeza con brusquedad.

—Yo soy de Palanthas —dijo—. He oído historias de lord Soth y si la décima parte de ellas es verdad, sería peligroso enfrentarnos a él incluso si contáramos con nuestra magia. Sin ella..., no tenemos ninguna posibilidad.

—Recordad lo que voy a decir. Si hacemos este trato con Majere, viviremos para lamentarlo —dijo Ladonna.

—Pero al menos viviréis —murmuró Raistlin.

Soltó de su cinturón una bolsa de piel y repartió el contenido por el suelo. Canicas de todos los colores rodaron por la mullida alfombra. Ladonna se quedó mirándolas y soltó una carcajada incrédula.

—Nos está tomando el pelo —dijo.

Par-Salian no estaba tan seguro. Observó el movimiento de los dedos largos y delgados de Raistlin, delicados y sensibles, buscando entre las canicas hasta que encontró la que quería. La cogió, la sostuvo sobre la palma de la mano y empezó a recitar unas palabras.

La canica creció hasta ser tan grande como la mano de Raistlin. Dentro del globo de cristal se arremolinaban y titilaban los colores. Par-Salian miró el centro de la bola y vio unos rojos de reptil que miraban hacia fuera.

—¡Un Orbe de los Dragones! —exclamó, asombrado.

Par-Salian se acercó, fascinado. Había leído mucho sobre los famosos Orbes de los Dragones. Durante la Era de los Sueños, varios magos de las tres órdenes, que se habían unido entonces para combatir a la Reina Oscura habían creado cinco orbes. Dos de los objetos se habían quedado en las tristes Torres de Losarcum y de Daltigoth, y habían sido destruidos en las explosiones que también habían acabado con las torres.

Otro de los orbes había desaparecido hasta que los Caballeros de Solamnia lo habían encontrado en la Torre del Sumo Sacerdote. El Áureo General, Laurana, lo había utilizado para proteger la torre de un ataque de dragones malignos. En la batalla, se había perdido el orbe.

El cuarto orbe había sido entregado al hechicero Feal-thas para que lo guardara y éste lo había encerrado en el Muro de Hielo durante muchos siglos. El orbe había tenido una vida trágica y azarosa que lo había llevado a su destrucción a manos de un kender en el Consejo de la Piedra Blanca.

El orbe que en ese momento contemplaba Par-Salian, el único que quedaba, estaba en poder de Raistlin Majere. ¿Cómo era posible? Par-Salian era un hechicero poderoso, quizá uno de los más poderosos que hubiera vivido jamás, y se preguntaba si tendría la valentía de posar las manos sobre el orbe. Aquel objeto podía apoderarse de la mente de un hechicero y mantenerlo cautivo, atrapado para siempre en una pesadilla viva y atormentadora, tal como le había sucedido al infeliz Lorac. El joven mago Raistlin Majere se había atrevido a hacerlo y había logrado someter al orbe a su voluntad.

Mientras Par-Salian observaba el orbe, fascinado y asqueado al mismo tiempo, se le reveló la respuesta. Vio la figura de un hombre, un hombre que cargaba con el peso de muchos años, apenas piel y huesos, más muerto que vivo. El hombre apretaba los puños furioso y parecía que gritaba fuera de sí, pero sus gritos eran mudos.

Par-Salian miró a Raistlin admirado y asombrado, y éste le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—No te equivocas, Maestro del Cónclave. El prisionero es Fistandantilus. Me encantaría contarte la historia, pero no hay tiempo. Debéis quedaros callados. No digáis nada. No os mováis. No respiréis siquiera.

Raistlin posó las manos sobre el Orbe de los Dragones. Lanzó un aullido de dolor cuando del orbe salieron unas manos y se aferraron a él. Cerró los ojos y jadeó.

—Te lo ordeno, Viper, convoca a Cyan Bloodbane —dijo Raistlin con un hilo de voz. Temblaba, pero mantenía las manos obstinadamente sobre el orbe.

—¡Bloodbane es un Dragón Verde! —exclamó Ladonna—. ¡Nos mintió! ¡Quiere matarnos!

—¡Silencio! —ordenó Par-Salian.

Raistlin estaba concentrado en el orbe, escuchando una voz muda para ellos, la voz del orbe, y parecía que no le gustaba lo que le decía.

—¡No puedes bajar la guardia! —dijo enfadado, dirigiéndose al dragón que estaba en el orbe—. ¡No debes dejarlo libre!

Las manos del orbe apretaron con más fuerza las de Raistlin y el hechicero ahogó un grito de dolor, ya fuera por el ímpetu con que lo aprisionaban o por la dureza de la decisión que le pedían que tomara.

—Así será —dijo Raistlin al fin—. ¡Llama al dragón!

Par-Salian, con los ojos clavados en el orbe, vio que los colores se agitaban con violencia. La figura diminuta de Fistandantilus desapareció. El rostro de Raistlin se deformó en una mueca, pero no separó las manos del orbe. Toda su voluntad se centraba en el objeto y era ajeno a lo que sucedía alrededor.

—Ladonna, ¿estás loca? ¡Detente! —gritó Justarius.

Ladonna no le hizo caso. Par-Salian distinguió el destello del acero y pegó un salto hacia ella. Consiguió agarrarla por la muñeca e intentó quitarle el cuchillo. Ladonna se volvió hacia él, forcejeando, y le hizo un corte profundo en el pecho. Par-Salian se tambaleó hacia atrás, sangrando, y bajó la vista hacia la mancha roja que empezaba a empaparle la túnica blanca.

Ladonna se abalanzó sobre Raistlin. El hechicero no le prestó atención. El orbe empezó a brillar con una luz intensa, verde y vaporosa. Unos tentáculos brumosos salieron sinuosos del orbe y envolvieron el cuerpo de Ladonna. La mujer gritó y se retorció. El olor era sofocante. Par-Salian se cubrió la boca y la nariz con la manga. Justarius boqueaba en busca de aire fresco y, tambaleante, se acercó a la ventana.

—No les hagas daño, Viper —murmuró Raistlin.

Los tentáculos soltaron a su presa, y Ladonna se desplomó sobre una silla. Justarius intentaba recuperar el aliento, asomado a la ventana.

—Par-Salian —dijo Justarius, señalando hacia fuera. Par-Salian miró hacia allí.

Un dragón planeaba alrededor de la Torre de la Alta Hechicería. Su cuerpo gigantesco emitía un resplandor gris verdoso aterrador bajo la luz tenue del cielo sin lunas.

25

El Dragón Verde

El Caballero de la Muerte.

DÍA VIGESIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

El anciano Dragón Verde Cyan Bloodbane despreciaba a todos los seres con los que se había encontrado en su vida, la cual abarcaba varios siglos. Mortales e inmortales, muertos y muertos vivientes, dioses o dragones; a todos los había odiado. Sin embargo, a algunos los había odiado con más ardor: a los elfos, por una parte; y a los caballeros solámnicos, por la otra. Había sido un Caballero de Solamnia, un tal Huma Dragonbane, quien le había arruinado la diversión a Cyan. Él era entonces un dragón joven y participaba en la Segunda Guerra de los Dragones.

Aquel caballero abominable con su Dragonlance, esa arma que perforaba el cerebro y quemaba los ojos, había arrojado a la reina de Cyan, a Takhisis, al Abismo. Antes, le había arrancado la promesa de que todos sus dragones tendrían que abandonar el mundo, esconderse en sus cubiles y caer en un sueño eterno.

Cyan había hecho todo lo posible por escapar de tan terrible destino, pero no podía enfrentarse a los dioses y, como todos los demás, había sucumbido a un sueño forzoso que había durado un sinfín de años. Pero primero se había tomado la molestia de decirle a su reina lo que pensaba de ella.

Varios siglos después, se despertó, con la furia todavía ardiendo en su interior. Takhisis lo había apaciguado prometiéndole que podría vengarse de los infames elfos, que una vez se habían atrevido a asaltar su cubil durante la Segunda Guerra de los Dragones y le habían infligido unas heridas que estaba convencido que todavía le mermaban sus capacidades.

El imbécil de Lorac, rey de Silvanesti, había robado un Orbe de los Dragones y, cuando intentó utilizarlo para invocar al dragón y salvar su amada tierra de los ejércitos del Señor del Dragón Salah-Kahn, Cyan respondió a su llamada.

El dragón verde fue a Silvanesti y encontró a Lorac atrapado en los terribles tentáculos del Orbe de los Dragones. Cyan podría haber acabado con el maldito elfo, pero ¿qué diversión podía encontrar en eso? Por tanto decidió infligir unas heridas que dolerían profundamente a todos los elfos del mundo, hasta el final de los tiempos. Se había apoderado de su amada tierra. Había tomado la belleza deslumbrante de Silvanesti y la había corrompido y apuñalado, desgarrado y quemado.

Torturó a los árboles hasta que sangraron y se retorcieron en su agonía. Volvió negras las verdes praderas y transformó los lagos cristalinos en ciénagas malolientes. Pero lo más divertido había sido susurrarle a Lorac en el oído todas aquellas pesadillas y obligarle a contemplar aquel horror con sus propios ojos. Le hizo creer que tales atrocidades eran obra suya.

Atormentar a Lorac no había estado nada mal durante un tiempo, pero Cyan no tardó en aburrirse. Silvanesti era una ruina doliente. Lorac se había vuelto loco. El dragón verde se animó con la llegada a Silvanesti de una banda de criminales y ladrones, liderados por Alhana Starbreeze, la hija de Lorac. Cyan se entretuvo algún tiempo atormentándolos. Pero el placer terminó cuando un joven hechicero que todavía tenía la cáscara del huevo pegada a la cabeza, como solían decir los dragones, había logrado romper el control que el orbe, y Cyan, ejercían sobre Lorac.

Al principio Cyan se había entretenido observando los torpes intentos del joven hechicero por hacerse con el dominio del Orbe de los Dragones, disfrutando anticipadamente de la posibilidad de torturar a un nuevo mortal. Pero se llevó una cruel decepción. Raistlin no sólo había controlado el orbe, además había ordenado al objeto que subyugara a Cyan.

El dragón verde se resistió y luchó, pero el Orbe de los Dragones era poderoso y ni siquiera él pudo resistir su llamada. Y ésa era la razón de que se encontrara en el oeste de Ansalon, volando sobre la torre abandonada por los dioses, obligado a cumplir la voluntad de su odiado amo. Cyan no tenía la menor idea de por qué estaba allí, pues su amo todavía no se había dignado a informarlo. El dragón volaba alrededor de la torre sin un objetivo claro, considerando que siempre le quedaba la opción de entretenerse lanzado el gas venenoso de su aliento sobre los hechiceros indefensos que se arremolinaban en el patio.

Entonces, Cyan oyó el clamor de las trompetas. Conocía aquel sonido y lo odiaba. Miró a través de las colinas y vio que un caballero solámnico cabalgaba hacia él.

Cyan no sabía nada de los Caballeros de la Muerte. Si alguien le hubiera dicho que aquel caballero estaba maldito, que era malvado y que ambos luchaban en defensa de la misma causa, el dragón se habría limitado a dejar escapar un resoplido mortal. Un condenado caballero solámnico, estuviera maldito o bendito, muerto o vivo, seguía siendo un condenado caballero solámnico, y debía ser eliminado.

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