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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (36 page)

Raistlin no cruzó el umbral de inmediato. Permaneció silencioso, inmóvil, conteniendo la respiración para no hacer ni el más mínimo ruido. Parecía que la habitación estaba vacía, a no ser por el Reloj de Arena de las Estrellas. Mientras lo contemplaba, un diminuto grano de arena cayó por la estrecha abertura que unía las dos mitades del reloj y se quedó allí suspendido.

Raistlin suspiró aliviado. La noche estaba a punto de terminar. Los dioses de la magia debían de haber ganado la batalla. Sin embargo, era extraño que no hubieran destruido el reloj de arena...

Sintió que se le encogían las entrañas. Algo no iba bien. Entró en la habitación, los faldones de su túnica negra aletearon. Apoyó el Bastón de Mago contra una pared y se acercó al reloj de arena para observarlo. Tres lunas, la plateada, la roja y la negra, brillaban con luz trémula cercadas por la oscuridad de la mitad inferior del reloj. Su luz seguía luciendo, pero era tenue y no brillaría mucho más tiempo. ¿Qué había pasado?

Raistlin no lo entendía y alargó la mano hacia el reloj de arena.

Una voz lo detuvo y a punto estuvo también de detenerle el corazón.

—Te equivocas, hermanito. Sí quiero a Tanis.

Kitiara apareció entre las sombras, con una espada al cinto.

Raistlin bajó la mano y la deslizó entre los pliegues de su túnica.

—Tú eres incapaz de querer a nadie, hermana mía. En eso, somos iguales —logró decir con voz tranquila, y se encogió de hombros.

Kitiara lo contempló largamente, en sus ojos negros se reflejaba el resplandor titubeante de las estrellas del reloj de arena.

—Quizá tengas razón, hermanito. Parece que somos incapaces de sentir amor. O lealtad.

—Al hablar de lealtad, supongo que te refieres a tu traición a Iolanthe —repuso Raistlin.

—En realidad me refería a tu traición a nuestra reina —dijo Kitiara—. En cuanto a Iolanthe, sí que sentí una pequeña punzada de remordimiento cuando la entregué a los escuadrones de la muerte. Ella me salvó la vida, ¿lo sabías? Me rescató de la prisión cuando Ariakas me había condenado a muerte. Pero no se podía confiar en ella. Como ocurre contigo, hermanito. No se puede confiar en ti.

Kitiara se acercó más. Caminaba con aire arrogante, la mano apoyada en la empuñadura de la espada con un gesto descuidado.

Una mano de Raistlin, oculta entre los pliegues de la túnica, se deslizó hasta una de las bolsas.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando —contestó—. Hice lo que prometí que haría.

—Ahora mismo se suponía que debías estar en la Torre de Wayreth, traicionando a tus amigos los hechiceros y ayudando a lord Soth.

Raistlin esbozó una sonrisa sombría.

—Y también se suponía que tú debías estar dormida.

Kitiara se echó a reír.

—Menuda pareja formamos, ¿verdad, hermanito? Takhisis te concedió el don de su magia y tú lo utilizas para traicionarla. Ariakas me entregó un puesto de mando y yo planeo hacer lo mismo con él. —Suspiró y añadió:— Tú dejaste morir al pobre Caramon. Y ahora yo tengo que matarte.

Desvió los ojos hacia el reloj de arena y, al ver las tres lunas agonizantes reflejadas en sus pupilas negras, Raistlin comprendió la verdad. No estaba dormida porque el hechizo que había conjurado no había funcionado. Y no había funcionado porque no había magia. Lo habían engañado. Observó cómo se deslizaba el grano de arena por el estrecho cuello del reloj, acercándose cada vez más a la oscuridad.

—Nunca hubo unos dioses del gris, ¿verdad? —dijo Raistlin.

Kitiara negó con la cabeza.

—Takhisis tenía que encontrar la forma de atraer a Nuitari y a sus primos hacia su trampa. Sabía que la idea de que unos dioses nuevos iban a suplantarlos sería más de lo que podrían resistir.

Pasó la mano por la superficie límpida y suave del cristal.

»
Tus dioses han caído en El Remolino y no pueden escapar de él.

Raistlin miró fijamente el cristal.

—¿Cómo sabías que advertiría a los dioses? ¿Por qué sabías que los traería aquí?

—Si no lo hacías tú, lo habría hecho Iolanthe. Así que realmente no importaba mucho. —Kitiara deslizó su mano hacia un costado. Se oyó el sonido susurrante de la espada al salir de la vaina.

Kitiara sostenía la espada con gesto experto, agarraba la empuñadura con facilidad y destreza. Era implacable, despiadada. Quizá sintiera el escozor del remordimiento por tener que matar a Raistlin. Pero lo superaría, a él no le cabía ninguna duda, porque eso sería lo que le habría pasado de estar en su caso.

Raistlin no se movió. No intentó huir. ¿Qué sentido tendría? Se imaginó a sí mismo corriendo por los pasillos, presa del pánico, con los faldones de su túnica aleteando. Correría hasta que le fallasen las piernas y se quedase sin aliento, caería al suelo y su hermana le hundiría la espada entre los hombros...

—Recuerdo el día que nacisteis tú y Caramon —dijo Kitiara de repente—. Caramon era fuerte y vigoroso. Tú eras débil, a duras penas estabas vivo. Habrías muerto de no ser por mí. Te di la vida. Supongo que eso me concede el derecho a quitártela. Pero sigues siendo mi hermanito. No te resistas y te daré una muerte rápida y limpia. Será sólo un instante. Lo único que tienes que hacer es entregarme el Orbe de los Dragones.

Raistlin metió la mano izquierda en la bolsa. Sus dedos se cerraron alrededor del orbe y lo atraparon en su puño. Tenía los ojos clavados en Kit, le sostenía la mirada.

—¿Para qué sirve ya el Orbe de los Dragones? —preguntó—. Está muerto. La magia nos ha abandonado.

—Quizá te haya abandonado a ti —repuso Kitiara—, pero no el Orbe de los Dragones. Iolanthe me contó cómo funciona el orbe. Una vez que un objeto está encantado, seguirá encantado para siempre.

—¿Quieres decir, así? —Raistlin pronunció una palabra:—
Shirak.

El Bastón de Mago se iluminó con una luz cegadora.

Por un momento, Kit no pudo ver nada. Intentó protegerse los ojos del repentino destello y levantó la espada, hundiéndola en las sombras con estocadas frenéticas. Raistlin rechazó el ataque sin mucho esfuerzo y sacó un puñado de canicas para lanzarlas a los pies de Kit.

Kitiara todavía no veía bien y pisó las canicas. Resbaló y perdió el equilibrio. Cayó pesadamente al suelo y se golpeó la cabeza.

Raistlin alcanzó su bastón y se acercó a su hermana, listo para darle en la cabeza en cuanto moviera un solo párpado. Sin embargo, Kitiara yacía inmóvil, con los ojos cerrados. Pensó que tal vez estuviera muerta y se agachó para tomarle el pulso en el cuello. Sintió sus latidos fuertes. Se despertaría con un dolor de cabeza insoportable y la visión un poco borrosa, pero se despertaría.

Seguramente debería matarla, pero como ella misma había dicho, le había dado la vida. Raistlin se dio media vuelta. Otra deuda que quedaba saldada.

Se concentró en el Reloj de Arena de las Estrellas. Las tres lunas titilaban tras el cristal como luciérnagas atrapadas en un frasco. Oyó el grito de Fistandantilus.

—¡Rómpelo!

Raistlin levantó el reloj de arena. Esperaba que fuese muy pesado. Pero se encontró con que era decepcionantemente ligero. Estaba a punto de estrellarlo contra el suelo, como el viejo le apremiaba que hiciera. Entonces se detuvo. ¿Por qué Fistandantilus querría ayudarlo a él?

La idea de Raistlin era romperlo y liberar a los dioses. Pero ¿y si no sucedía eso? ¿Qué pasaría si, al romper el reloj de arena, los encerraba en la oscuridad para siempre?

Raistlin miró fijamente el reloj. El reluciente grano de arena temblaba, a punto de caer. Y entonces se alzó el pavoroso canto de las
banshees,
un lamento aterrador con el que daban la bienvenida más pavorosa que pueda imaginarse a su señor.

Lord Soth había regresado al Alcázar de Dargaard.

Raistlin oía, por debajo del cántico, las pisadas del Caballero de la Muerte bajando la escalera a la carrera. Se le pasó por la cabeza intentar esconderse, y estaba a punto de colocar el reloj de arena sobre el pedestal cuando el grano de arena empezó a deslizarse...

Raistlin se quedó mirándolo y, de pronto, un fogonazo estalló en su mente, como la luz que se había encendido en el bastón. Con la esperanza de que no fuera demasiado tarde, rápidamente dio la vuelta al Reloj de Arena de las Estrellas.

El grano de arena volvió a caer en la parte superior del reloj, que había pasado a ser la inferior.

Las tres lunas desaparecieron.

Raistlin ya no veía la luz bendita de las lunas. No sabía si su acto desesperado había funcionado o había fracasado. Extendió las manos, con las palmas hacia arriba.

—¡Kair tangas miopair! —
exclamó con voz temblorosa.

Por un momento sólo sintió que el corazón le dejaba de latir, aterrorizado. Después, aquella calidez tan familiar, apaciguadora y a la vez enervante, le ardió en la sangre y de sus manos nacieron llamas. Vio como el fuego lamía las palmas de sus manos y lo invadió un alivio inmenso. Los dioses eran libres.

Raistlin lanzó el Reloj de Arena de las Estrellas contra una pared. El cristal estalló en una cascada de esquirlas punzantes. La arena relució en el aire como una constelación de estrellas diminutas.

Raistlin recogió el Orbe de los Dragones de entre las canicas. La puerta ya se abría, empujada por la mano del Caballero de la Muerte. Apenas le quedaban fuerzas para pronunciar las palabras del hechizo...

... apenas.

28

No hay descanso para el hechicero

La venganza.

DÍA VIGÉSIMO QUINTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Raistlin salió de los corredores de la magia y apareció en su habitación de El Broquel Partido. Estaba agotado y sólo podía pensar en su cama, donde caería redondo al instante. Para su sorpresa, su cama ya estaba ocupada.

—Bienvenido a casa —lo saludó Iolanthe.

Estaba sentada en la cama. Cuando levantó la cabeza, Raistlin vio que tenía el rostro magullado e hinchado. Los dos ojos amoratados, uno ni lo podía abrir. El labio partido. Su lujosa ropa desgarrada. Marcas violáceas en el cuello.

—Gracias por salvarme la vida esta noche, querido —dijo en un murmullo—. Siento mucho no poder devolverte el favor.

Giró la cabeza hacia el hombre que estaba de pie junto a la ventana, mirando fijamente las tres lunas, que acaban de unirse para formar el ojo imperturbable. Fue sólo un vistazo. Su rostro estaba sombrío, carente de expresión.

Raistlin no sentía nada. Iba a morir en pocos minutos y se sentía demasiado cansado, demasiado exhausto, como para que le importase. Supuso que debería intentar defenderse, conjurar algún tipo de hechizo mortal. Unas palabras cargadas de magia revolotearon por su cabeza y se alejaron antes de que pudiera atraparlas.

—Si vas a matarme, hazlo ya —dijo con un hilo de voz—. Al menos así podré descansar.

Iolanthe intentó sonreír, pero ese mero gesto le provocó una punzada de dolor. Hizo una mueca y se llevó los dedos a los labios.

—Mi señor quiere el Orbe de los Dragones —dijo la hechicera.

Raistlin se arrancó la bolsa del cinturón y la tiró al suelo. La bolsa se abrió. Las canicas y el Orbe de los Dragones rodaron por el suelo hasta detenerse, relucientes bajo la luz de la luna. Las tres lunas empezaban a alejarse, pero siempre se mantenían unidas.

Los rayos de luna, plateados y rojos, se reflejaron en el orbe y, como si quisiera empaparse de su magia, el orbe pareció crecer. Sus luces de colores se agitaron.

Ariakas miraba fijamente el orbe, como si hubiera entrado en trance. Se separó de la ventana y se acuclilló para observarlo. Las manos del orbe se extendieron hacia él. Ariakas movió los dedos con nerviosismo. Debía de ansiar tocarlo, comprobar si podía dominarlo. Empezó a alargar la mano hacia el objeto. Con una sonrisa lúgubre, retiró la mano.

—Buen intento, Majere —dijo Ariakas, levantándose—. Pero yo no soy tan estúpido como el rey Lorac...

—Oh, sí que lo eres, querido —dijo Iolanthe.

Una ráfaga de aire helado, tan gélido como las ruinas congeladas del Muro de Hielo, golpeó a Ariakas por detrás. Ese frío mágico le tiñó de azul la carne y le robó el aliento. La escarcha se colgó de su pelo, de su barba y su armadura. Se le congeló la sangre. Una expresión de furia y sorpresa se heló en su rostro. Sin capacidad para moverse, cayó al suelo con un golpe seco, como el de un bloque de hielo.

—Nunca des la espalda a un hechicero —le advirtió Iolanthe—. Sobre todo a uno al que acabas de propinar una paliza.

Raistlin lo observaba todo con una expresión estúpida provocada por el cansancio. Iolanthe se acercó a Ariakas. Se arrodilló, apoyó la mano en su cuello y empezó a maldecir.

—¡Maldito sea el Abismo una y mil veces! ¡Este cabrón sigue vivo! Creía que lo había matado. Takhisis debe quererlo mucho.

Iolanthe se guardó en el escote un pequeño cono de cristal y tendió la mano a Raistlin.

—Sé que estás cansado. Yo te llevaré. ¡De prisa! Tenemos que salir de aquí antes de que los guardias vengan a ver qué le ha pasado.

Raistlin la miraba fijamente. Estaba demasiado cansado para pensar. Tenía que convencer a su cerebro para que volviera a ponerse en marcha. Sacudió la cabeza, sin hacer caso a la mano que se tendía hacia él, y recogió el reluciente Orbe de los Dragones. Éste se encogió al entrar en contacto con sus dedos.

—Vete tú —dijo Raistlin.

—¡No puedes quedarte en Neraka! Ariakas no está muerto. Mandará al Espectro Negro a por ti...

—Eso fue lo que intentó hacer esta noche, ¿verdad? —repuso Raistlin, mirando a Iolanthe fijamente.

La hechicera se sonrojó. Era hermosa y seductora. No era raro que los Túnicas Negras se confiaran a ella y a sus palabras cautivadoras susurradas en mitad de la noche.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Iolanthe.

—Cuento los escalones, recuerda. ¿Hace cuánto que trabajas para La Luz Oculta?

—Desde que... —Iolanthe se interrumpió y sacudió la cabeza—. Es una larga historia, perfecta para contar una noche de invierno, sentados alrededor del fuego. Ahora no tenemos tiempo. Mis amigos y yo abandonamos Neraka. Ven con nosotros.

Raistlin miraba el orbe, contemplando sus colores. Negro y verde, rojo y blanco y azul se entrelazaban, giraban y se agitaban.

—Tengo que cambiar la oscuridad —dijo el hechicero.

Iolanthe lo miró, sin comprender. Después le apretó la mano y le besó dulcemente en la mejilla.

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