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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (35 page)

Cyan se lanzó en picado desde las alturas. Utilizaría el terror que inspiraba para espantar al caballero, después lo mataría con su aliento venenoso.

Lord Soth estaba concentrado en liderar a sus guerreros espectrales en el ataque a los muros de la torre. Con los cinco sentidos puestos en la carga, Soth no prestaba atención a lo que sucedía sobre su cabeza. Apenas lanzó una mirada hacia donde estaba el dragón.

Cyan se decepcionó. Contaba con el terror que inspiraba para que el caballero saliera corriendo y gritando, y así disfrutar de un poco de ejercicio, persiguiendo al caballero por el campo antes de matarlo.

Poco a poco, Cyan empezó a darse cuenta de que aquél no era un caballero normal y corriente, y entonces lo descubrió: ¡el condenado caballero ya estaba muerto! Eso restaba gran parte de la emoción de matarlo. Cyan lanzó unos cuantos hechizos al azar contra el caballero, así como un par de rayos mágicos e intentó atraparlo en una telaraña, pero no consiguió nada. El dragón hizo rechinar los dientes, frustrado. Tal vez no pudiera acabar con el caballero, pero iba a asegurarse de que su vida de no muerto fuese insoportable.

Soth, al ver que impactaban unos rayos mágicos alrededor y que del cielo caía una telaraña, se quedó sorprendido, preguntándose quién podría estar utilizando esa magia. No podía ser obra de los hechiceros. Las lunas habían desaparecido. Levantó la cabeza a tiempo para ver que el dragón verde se lanzaba en picado sobre él. Parecía un halcón dispuesto a cazar, con las garras extendidas. Asombrado más allá de lo imaginable, Soth se preguntó de dónde había salido aquel dragón y por qué estaba empeñado en atacarlo. Pero no tuvo tiempo de encontrar una respuesta. En realidad no tuvo tiempo para mucho más que desenvainar su espada. Y quedó demostrado que eso no servía de nada.

Cyan atrapó a Soth entre sus garras y lo arrancó de su montura. El dragón elevó a Soth por los cielos mientras éste lo punzaba con la espada, y después lo soltó. A continuación, Cyan se lanzó sobre las filas de los caballeros espectrales. Cayó sobre ellos con todo su peso, los desgarró con sus garras y los mordió con sus colmillos. Arrancó, trituró y escupió huesos con sus poderosas mandíbulas.

Para entonces, Soth ya se había recuperado y volvía a estar sobre su caballo. Con su espada envuelta en llamas malignas, cabalgó tras el dragón.

La bestia alzó el vuelo y volvió a lanzarse al ataque. El Caballero de la Muerte abrió un tajo salvaje en el cuello del animal y Cyan aulló iracundo, mientras giraba en el aire. Describiendo círculos amenazadores, el dragón volvió a descender para un nuevo ataque.

Lord Soth, de pie sobre su montura negra, alzó la espada.

* * *

—Así se vuelve el mal contra sí mismo —dijo Raistlin.

Par-Salian se apartó de la ventana desde la que había estado presenciando aquella insólita batalla y se volvió. Raistlin tenía la mirada clavada en la vela que marcaba la hora, de la que apenas quedaba un montoncito de cera. Parecía agotado. Par-Salian no lograba imaginar siquiera el desgaste que supondría para la mente y el cuerpo controlar el orbe.

—Tengo que marcharme —dijo Raistlin—. Casi es la hora.

—¿La hora de qué? —preguntó Par-Salian.

—Del final. —Se encogió de hombros—. O del principio.

Sostenía el Orbe de los Dragones entre las manos. La movediza luz multicolor bañaba su tez dorada y se reflejaba en sus pupilas con forma de reloj de arena. Mientras Par-Salian observaba el Orbe de los Dragones, lo asaltó un pensamiento. Tomó aire, pero antes de que pudiera decir nada, Raistlin se fue. Desapareció tan silenciosa y rápidamente como había llegado.

—¡El Orbe de los Dragones! —exclamó Par-Salian y los otros dos hechiceros dejaron de mirar la batalla para mirarlo a él—. De todos los objetos jamás creados, Takhisis teme a éste por encima de todo. Si supiera que Majere posee uno, jamás le permitiría que lo utilizara.

—En concreto, jamás permitiría que utilizase la magia del orbe —convino Justarius, sintiendo que nacía en él la comprensión y la esperanza.

—¿Y eso qué significa, si es que significa algo? —preguntó Ladonna, mirando a los dos hombres.

—Significa que nuestra supervivencia está en manos de Raistlin Majere —dijo Par-Salian.

Y le pareció oír, susurrantes a través de la oscuridad, las palabras del joven mago.

—¡Recuerda nuestro trato, Maestro del Cónclave!

26

El Remolino Negro

DÍA VIGESIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Los dioses de la magia, con sus lunas ausentes del cielo, entraron en el Alcázar de Dargaard. Lord Soth no estaba allí. El caballero y sus guerreros cabalgaban sobre las alas de la furia hacia la Torre de Wayreth. El bosque de Wayreth había desaparecido. Los hechiceros que se habían reunido en la torre para la Noche del Ojo estaban desprovistos de su magia y eran vulnerables al abrumador ataque del Caballero de la Muerte. Sus jubilosas celebraciones bien podrían terminar en una masacre y con la destrucción de su torre.

Sin embargo, no había nada que pudiera hacerse al respecto. Tenían que hacer creer a Takhisis que los dioses de las lunas habían caído víctimas de su conspiración, que se habían enfrentado a los tres nuevos dioses del gris y que éstos los habían asesinado. Advertidos por Raistlin Majere, los tres habían acudido a la torre para tender una emboscada a esos nuevos dioses cuando intentaran entrar en el mundo.

—Nuestro mundo —dijo Lunitari, y los otros dos dioses repitieron sus palabras.

Las
banshees
huyeron despavoridas al ver llegar a los dioses. Kitiara estaba en su dormitorio, dormida, soñando con la Corona del Poder.

Los dioses se dirigieron de inmediato a la cámara que Raistlin les había descrito, atravesando la piedra y la tierra para llegar a ella. Entraron en la cripta y se reunieron alrededor del único objeto que había en la habitación, el Reloj de Arena de las Estrellas. Observaron que los granos de arena del futuro relumbraban y brillaban en la parte superior del reloj. La otra mitad estaba oscura y vacía. De repente Nuitari señaló.

—¡Un rostro en la oscuridad! —dijo el dios—. ¡Uno de los intrusos está llegando!

—Yo también veo a uno —dijo Solinari.

—Yo ya veo al tercero —dijo Lunitari.

Los dioses invocaron toda su magia, retirándola de todos los rincones del mundo, atraparon el fuego y el rayo, la tempestad y el huracán, la oscuridad y la luz cegadoras, y entraron en el reloj de arena para enfrentarse a sus enemigos.

Pero cuando estuvieron dentro de esa negrura, los dioses de la magia no vieron enemigo alguno. Sólo se veían a sí mismos, y las estrellas que brillaban por encima. Mientras las contemplaban, las estrellas empezaron a dar vueltas, primero lentamente, después más rápido; giraban alrededor de un vórtice negro y, describiendo una espiral, empezaron a alejarse de ellos.

Y alrededor sólo había silencio y oscuridad, impenetrables y eternos. Ya no podían oír el canto del universo. No podían oír las voces de los otros dioses. No podían oírse entre ellos. Pero se veían caer, arrastrados por el vacío. Los tres intentaron agarrarse, sujetarse entre sí, pero caían demasiado rápido. Buscaron, desesperados, una forma de escapar, pero se dieron cuenta de que no existía.

Habían caído en un remolino, un remolino en el tiempo que giraría una y otra vez, arrastrando las estrellas, una a una, hasta el final de todas las cosas.

Sus manos no podían entrar en contacto, pero sí sus pensamientos.

«Una imagen en el espejo —
pensó Solinari amargamente—.
No hay otros dioses... Miramos el reloj de arena y nos vimos a nosotros mismos...»

«Estamos atrapados en el tiempo —
pensó Nuitari enfurecido—.
Atrapados por toda la eternidad. Raistlin Majere nos engañó. ¡Nos traicionó por Takhisis!»

«No —
pensó Lunitari en medio del dolor y la desesperanza—.
Raistlin también ha sido engañado.»

27

Hermano y hermana

El Reloj de Arena de las Estrellas

DÍA VIGESIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Raistlin abandonó los corredores de la magia y entró en el Alcázar de Dargaard. El resplandor de los colores del Orbe de los Dragones se desvanecía rápidamente en su mano. El orbe se había encogido hasta tener el tamaño de una canica. Raistlin abrió la bolsa y dejó caer el orbe dentro.

La habitación estaba a oscuras y, por suerte, en silencio. Las
banshees
no tenían motivo para entonar su terrible canto, pues el señor del alcázar estaba fuera. Soth estaría ausente una buena temporada, o eso imaginaba Raistlin. Cyan no era de los que se rendía, sobre todo cuando el enemigo se había cobrado su sangre.

El dragón jamás lograría derrotar al Caballero de la Muerte. Soth jamás lograría matar al dragón, pues Cyan se tenía en demasiada estima así mismo como para ponerse en una situación de auténtico peligro. Mientras pudiera hostigar y atormentar a su enemigo, no abandonaría la batalla. En cuanto el combate empezara a ponerse en su contra, el dragón optaría por la solución menos arriesgada y dejaría solo a su enemigo.

Raistlin entró en el dormitorio de Kitiara. Kit estaba en la cama. Tenía los ojos cerrados y respiraba profunda y acompasadamente. Raistlin percibió el cargante olor del aguardiente enano y supuso que su hermana, más que dormirse, había caído redonda, pues ni siquiera se había desvestido. Lucía una camisa de hombre, abierta por el cuello, de mangas amplias y largas, y unos pantalones ajustados de piel. Hasta llevaba todavía las botas.

Tenía buenas razones para haberse regalado con ese aguardiente. No tardaría mucho en abandonar el Alcázar de Dargaard. Unos pocos días antes, la reina Takhisis había convocado a sus Señores de los Dragones en Neraka para celebrar un consejo de guerra.

—Se dice que es posible que Takhisis decida que Ariakas ha cometido demasiados errores dirigiendo la guerra —había contado Kitiara a su hermano—. Elegirá a otra persona para ponerla al frente del imperio, alguien en quien confíe más. Alguien que realmente haya hecho algo por hacer avanzar nuestra causa.

—Alguien como tú —había dicho Raistlin.

Kitiara le había dedicado una de sus sonrisas torcidas.

Raistlin se acercó a su hermana. Kitiara yacía boca arriba, despatarrada, con los rizos negros hechos una maraña y un brazo apoyado sobre la frente. A Raistlin le sobrevino el recuerdo de cuando la miraba dormir, siendo niños. La observaba las noches en que estaba enfermo, cuando la fiebre consumía su cuerpo débil, las noches en que Caramon lo entretenía con sus estúpidos juegos de sombras. Raistlin volvió a ver a Kitiara despertarse y acercarse a él para humedecerle la frente o darle de beber. La recordó diciéndole, molesta, que tenía que esforzarse en ponerse bien.

Kit siempre se había mostrado impaciente con sus achaques y dolencias. Ella no había estado enferma ni un solo día de su vida. Desde su punto de vista, si Raistlin realmente ponía todo su empeño, lograría sanarse. A pesar de esa convicción, lo trataba con una especie de delicadeza ruda. Ella había sido quien había sabido ver su talento para la magia. Ella había sido quien había buscado un maestro para que le enseñara. Le debía muchas cosas, seguramente hasta la vida.

«Y estoy perdiendo el tiempo», se dijo Raistlin a sí mismo.

Cogió unos pétalos de rosa.

A Kit, aún sumida en un profundo sueño, le temblaron los párpados cerrados, masculló algo y, se revolvió. De repente, dejó escapar un grito aterrador y se sentó en la cama. Raistlin maldijo en voz baja y se alejó, creyendo que la había despertado. En los ojos abiertos como platos de su hermana se reflejaba el miedo.

—¡Mátenlo lejos, Tanis! —gritó Kitiara. Alargó las manos, suplicante—. ¡Siempre te he querido!

Raistlin se dio cuenta de que seguía dormida. Meneó la cabeza y resopló.

—¿Querer a Tanis? ¡Jamás!

Kitiara gimió y se desplomó sobre la almohada. Se hizo un ovillo y se cubrió la cabeza con la manta arrugada, como si pudiera esconderse de la pesadilla que la perseguía.

Raistlin se deslizó a su lado y, extendiendo los dedos, dejó que los pétalos de rosa cayeran sobre su rostro.

—Ast tasarak sinuralan krynawi —
dijo el hechicero.

Mientras decía estas palabras, se dio cuenta de que algo no iba bien. Carecían de vida, estaban secas. Lo achacó a su propio cansancio. Esperó hasta estar seguro de que su hermana había caído bajo el efecto del encantamiento, y se fue.

Estaba a punto de cruzar sigilosamente la puerta cuando una voz lo detuvo. La misma voz que había deseado olvidar y que en sus oraciones había rogado no volver a oír jamás.

—Los sabios dicen que dos soles no pueden girar en la misma órbita. Ahora estoy débil, después de mi cautiverio, pero cuando me haya recuperado, por fin quedará resuelto el asunto que tú y yo tenemos pendiente.

Raistlin no respondió a Fistandantilus. No había nada que decir. Estaba totalmente de acuerdo.

* * *

Raistlin había memorizado el camino que Kitiara había seguido para llegar a la cámara secreta bajo el Alcázar de Dargaard. Recorrió los pasillos silenciosos y sumidos en la oscuridad, siguiendo el mapa que tenía en la cabeza. Llevaba consigo el Bastón de Mago, que había dejado en el alcázar confiando en su retorno.

—Shirak —
dijo, y aunque la palabra sonó queda y sin fuerza, la bola de cristal empezó a brillar.

Raistlin se alegró de contar con esa luz. El alcázar estaba desierto, su señor y los guerreros espectrales se habían ido y las
banshees
habían enmudecido. Pero el miedo y el horror eran moradores permanentes de la fortaleza. Los dedos descarnados de la muerte tiraban de su túnica o le acariciaban la mejilla, fríos y heladores. El suelo temblaba, caían piedras de las paredes y las mismas paredes se derrumbaban. Oía los aullidos de una mujer agonizante, suplicando a Soth que salvara a su pequeño, y los lloros desgarradores del bebé quemándose vivo.

El pavor se apoderaba de él. Le temblaban las manos y se le nublaba la vista. Jadeando, se apoyó en una pared. Se obligó a respirar profundamente, para despejar su mente y recuperar el sentido.

Cuando se recobró, siguió bajando por la escalera de caracol excavada en la piedra. Apagó la luz del bastón al llegar a la puerta de acero para no delatar su entrada. Se hizo una oscuridad impenetrable, y tanteó el vacío hasta tocar con la mano la puerta. Con los dedos, descubrió los surcos grabados de la imagen de la diosa. Invocó el nombre de Takhisis y relumbró una luz blanca. Pronunció el nombre cuatro veces más, tal como había hecho Kitiara, y en cada ocasión se iluminó una luz de color diferente bajo la palma de su mano. La puerta se abrió con un chasquido.

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