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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (38 page)

Flint estaba cada vez más cerca de Berem. Los primeros rayos de sol de la mañana proyectaban lentas sombras sobre las paredes de piedra, y Berem ya no encontraba el paso. Corría de un lado a otro, como un conejo que ha caído en la trampa y busca la salida frenéticamente. Por fin, encontró la abertura y se lanzó hacia ella.

Berem estaba a punto de desaparecer a gatas por el agujero. Raistlin reflexionaba sobre qué debería hacer, preguntándose si sería mejor detenerlo, cuando de repente Flint lanzó un chillido terrible. El enano se llevó las manos al pecho y, aullando de dolor, cayó de rodillas.

—Su corazón. Lo sabía —dijo Raistlin—. Lo había avisado.

El instinto le llevaba a ir a socorrer al enano, pero se detuvo. Ya no formaba parte de sus vidas. Ellos ya no formaban parte de la suya. Raistlin se quedó observando y esperando. De todos modos, no podía hacer nada.

Berem oyó el grito de Flint y se volvió, temeroso. Al ver que el viejo enano se desplomaba, el hombre vaciló. Miró la abertura en la pared, miró a Flint y echó a correr para ayudarlo. Berem se arrodilló junto al enano, que se había quedado pálido.

—¿Qué te pasa? ¿Qué puedo hacer? —preguntó Berem.

—No es nada. —Flint boqueaba en busca de aire. Se apretaba el pecho con las manos—. Tengo la digestión un poco pesada, eso es todo. Algo que he comido. Sólo... ayúdame a ponerme de pie. Me cuesta respirar. Si camino un poco...

Berem ayudó al enano a levantarse.

Desde el otro extremo del valle, Tasslehoff por fin los había visto. Pero, como no podía ser de otra manera, el kender interpretó mal toda la situación. Creyó que Berem estaba atacando a Flint.

—¡Allí está Berem! —gritó fuera de sí el kender—. ¡Y está haciéndole algo a Flint! ¡Corre, Tanis!

Flint dio un paso y se tambaleó. Se le pusieron los ojos en blanco. Le fallaron las piernas. Berem cogió al enano en brazos y lo tumbó delicadamente sobre las rocas. Se quedó inclinado sobre él, sin saber qué hacer.

Al oír las pisadas que corrían hacia él, Berem se incorporó. Parecía aliviado. Por fin llegaba ayuda.

—¿Qué has hecho? —aullaba Tanis enfurecido—. ¡Lo has matado!

Desenvainó la espada y hundió la hoja en el pecho de Berem.

El hombre se estremeció y dejó escapar un grito. Se tambaleó y, atravesado por la espada, cayó sobre Tanis. El peso de su cuerpo estuvo a punto de tirarlos a los dos al suelo.

Las manos de Tanis se cubrieron de sangre. El semielfo arrancó la espada de su víctima y se volvió, dispuesto a enfrentarse a Caramon, que intentaba apartarlo. Berem gemía en el suelo, mientras la sangre manaba de la herida mortal. Tika sollozaba.

Flint no había visto nada de lo sucedido. Estaba abandonando el mundo, su alma se disponía a emprender la próxima etapa del viaje. Tasslehoff cogió al enano de la mano e intentó que se incorporara.

—Déjame, cabeza de chorlito —protestó Flint con un hilo de voz—. ¿No ves que estoy muriéndome?

Tasslehoff gimió, sobrepasado por el dolor, y cayó de rodillas.

—¡No estás muriéndote, Flint! No digas eso.

—¡Sabré yo si estoy muriéndome o no! —repuso Flint iracundo, mirándolo ceñudo.

—Otras veces ya pensaste que te morías y sólo estabas mareado por las olas —dijo Tas, y sorbió por la nariz—. Quizá ahora estés..., estés... —Miró alrededor del valle de piedra—. Quizá ahora estés mareado por las rocas.

—¡Por las rocas! —bufó Flint. Pero al ver el dolor del kender, la expresión del enano se suavizó—. Vamos, vamos, amigo. No pierdas el tiempo lloriqueando como un enano gully. Corre a buscar a Tanis.

Tasslehoff resopló y fue a hacer lo que le decían.

A Berem le temblaban los párpados. Gimió de nuevo y se sentó. Se llevó la mano al pecho. La esmeralda, cubierta de sangre, lanzaba destellos bajo el sol.

Siempre hay esperanza. No importan los errores que cometamos, no importan nuestras faltas ni los malentendidos, no importan el dolor, la pena y las pérdidas, no importa lo impenetrable que sea la oscuridad, pues siempre hay esperanza.

Raistlin abandonó su escondite detrás de las columnas y se acercó, invisible, a Flint, que yacía en el suelo con los ojos cerrados. Por un momento, el enano estaba solo. Un poco más allá, Caramon intentaba que Tanis recuperara la razón. Tasslehoff tiraba de la manga de Fizban, intentando hacerse entender. Fizban lo entendía todo perfectamente.

Raistlin se arrodilló junto al enano. El rostro de Flint estaba muy pálido, deformado por el dolor. Apretaba los puños. El sudor le cubría la frente.

—Nunca te gusté —dijo Raistlin—. Nunca confiaste en mí. Y sin embargo, fuiste bueno conmigo, Flint. No puedo devolverte la vida. Pero puedo aliviar tu agonía y darte tiempo para que te despidas.

Raistlin metió la mano en una bolsa y sacó un frasco pequeño con zumo de semillas de adormidera. Vertió unas gotas en la boca del enano. La mueca de dolor desapareció. Flint abrió los ojos.

Cuando sus amigos se reunieron alrededor de Flint para despedirse, Raistlin se quedó acompañándolos, aunque ninguno llegó a saberlo jamás. Se dijo a sí mismo más de una vez que debería marcharse, que tenía muchas cosas que hacer, que sus ambiciosos planes de futuro pendían de un hilo. Pero permaneció junto a sus amigos y su hermano.

Raistlin se quedó hasta que Flint suspiró, cerró los ojos y el último aliento abandonó el cuerpo del enano. Raistlin pronunció un hechizo. El corredor se abrió ante él.

Se adentró en el pasadizo y no volvió la vista atrás.

30

El Cuchillo de Kitiara

La Espada de Par-Salian

DÍA VIGESIMOQUINTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Kitiara llegó a Neraka a primera hora de la mañana del día veinticinco, temiendo llegar demasiado tarde para el consejo, pero su sorpresa fue descubrir que el mismísimo Ariakas todavía no había aparecido. Los preparativos de la reunión eran cada vez más confusos, pues ninguno de los Señores de los Dragones ni sus ejércitos podían entrar en la ciudad antes que el emperador. Ariakas no confiaba en sus compañeros, los Señores de los Dragones. Si se les permitía la entrada a Neraka, tal vez cerraran las puertas de la ciudad, apostaran en las murallas a sus soldados e intentaran dejarlo fuera.

Kitiara había planeado alojarse en los lujosos aposentos que estaban esperándola en el templo. En vez de eso, no le quedó más remedio que acampar al otro lado de las murallas e instalarse en una tienda tan baja y estrecha que ni siquiera podía dar vueltas por ella, como tenía la costumbre de hacer cuando necesitaba pensar sobre algo.

Kitiara estaba de un humor de perros. Todavía le dolía la cabeza por el golpe que se había dado contra el suelo de piedra de la cámara. Se alegraba de tener una excusa para salir del Alcázar de Dargaard. A pesar de lo mal que se sentía, había llamado a Skie y había volado a lomos del dragón para reunirse con su ejército. La idea de enfrentarse a Ariakas para conseguir la Corona del Poder mitigaba un poco su terrible dolor de cabeza. Pero cuando había llegado, había descubierto que nadie sabía dónde estaba Ariakas o cuándo se dignaría a honrarlos con su presencia. Así que a Kitiara sólo le quedaba enfadarse y quejarse a su asistente militar, un draconiano bozak llamado Gakhan.

—Ariakas está haciéndolo a propósito para ponernos nerviosos —murmuró Kitiara. Estaba encorvada sobre una mesita auxiliar, masajeándose las sienes—. Está intentando intimidarnos, Gakhan, y eso no voy a permitirlo.

Gakhan emitió un ruido, una mezcla de bufido y gruñido. El bozak sonrió y su lengua asomó entre los labios.

Kitiara levantó la cabeza y lo miró con interés.

—Tú has oído algo. ¿Qué pasa?

Gakhan acompañaba a Kitiara desde antes del estallido de la guerra. Aunque oficialmente era su asistente, su título extraoficial era el de «Cuchillo de Kitiara». El draconiano era leal a Kitiara y a su reina, en ese orden. Algunos decían que estaba enamorado de la Dama Azul, pero siempre tenían mucho cuidado de decirlo a sus espaldas, jamás cara a cara. El bozak era listo, reservado, ingenioso y extremadamente peligroso. Se había ganado su apodo.

Gakhan lanzó una mirada hacia la puerta de la tienda, después la cerró y la ató con cuidado. Se inclinó sobre Kitiara.

—Mi señor Ariakas llega tarde porque está herido. Estuvo a punto de morir —anunció en voz baja.

Kitiara se quedó mirando fijamente al bozak.

—¿Qué? ¿Cómo?

—No alcéis la voz, mi señora —la previno el draconiano con gran seriedad—. Si se filtraran noticias como ésta, los enemigos del emperador podrían envalentonarse.

—Sí, es cierto, tienes razón —concedió Kitiara con la misma gravedad—. ¿Confías en la fuente de esta... esta información tan inquietante?

—Completamente —contestó Gakhan.

Kitiara sonrió.

—Necesito más detalles. Últimamente Ariakas no ha estado en el campo de batalla, así que imagino que alguien habrá intentado matarlo.

—Y estuvo a punto de conseguirlo.

—¿Quién fue?

Gakhan se quedó callado un momento para aumentar el suspense, después esbozó una sonrisa.

—¡Su bruja!

—¿Iolanthe? —preguntó Kitiara alzando la voz, tan sorprendida que olvidó que debía mostrarse circunspecta.

Gakhan la reconvino con la mirada y Kit volvió a bajar la voz.

—¿Cuándo fue?

—La Noche del Ojo, mi señora.

—Pero eso es imposible. Iolanthe murió esa noche. —Kitiara hizo un gesto hacia varios despachos—. Tengo los informes...

—Inventados, mi señora... Parece que Talent Orren...

Kitiara lo miró furiosa.

—¿Orren? ¿Qué tiene que ver con todo esto? Quiero saber lo que ha pasado con Iolanthe.

Gakhan inclinó la cabeza.

—Si tenéis paciencia, mi señora. Parece que Orren descubrió la conspiración para matarlo a él y a sus compañeros de La Luz Oculta. Propagó el rumor entre las tropas de que la Iglesia quería «limpiar» la ciudad de Neraka. Se habían dado órdenes de incendiar El Broquel Partido y El Trol Peludo. Evidentemente, los soldados no estaban muy contentos. Cuando llegaron los escuadrones de la muerte para llevar a cabo sus órdenes, encontraron soldados armados defendiendo las tabernas. Orren y sus amigos escaparon.

—¿Qué tiene que ver todo esto con Iolanthe? —preguntó Kit con impaciencia.

—Es miembro de La Luz Oculta.

Kitiara se quedó estupefacta.

—Eso es imposible. ¡Me salvó la vida!

—Creo que en ese momento le rondaba la idea de serviros, mi señora. Sin embargo, se sintió decepcionada cuando quisisteis eliminar la magia. Había estado haciendo trabajos ocasionales para Orren. Se convirtieron en amantes y ella se unió al grupo.

—¿Y cómo encaja Ariakas en toda esta historia? —quiso saber Kit, confusa.

—El emperador quería el Orbe de los Dragones que está en poder de vuestro hermano. Ariakas salvó a Iolanthe de los escuadrones de la muerte, pero no por amor. Le dijo que si tenía aprecio a su vida, tendría que matar a Raistlin. Ariakas fue con ella para asegurarse de que cumplía su orden y conseguir así el Orbe de los Dragones.

—Pero Iolanthe, en vez de atacar a Raistlin, se volvió contra Ariakas —dijo Kitiara.

—Me han dicho que si no llega a ser por la intervención del Señor de la Noche, por petición de Su Oscura Majestad, el emperador habría muerto congelado.

Kitiara echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Gakhan se permitió una sonrisa y un movimiento de cola, pero eso fue todo.

—¿Ariakas ya se ha descongelado? —preguntó Kitiara sin dejar de reírse.

—El emperador ha recuperado la salud, mi señora. Mañana llegará a Neraka.

—¿Qué pasó con Iolanthe?

—Huyó, mi señora. Se fue de Neraka con Orren y el resto de los miembros de La Luz Oculta.

—Es una vergüenza que la haya subestimado así. —Kitiara sacudió la cabeza—. Podría haberla utilizado. ¿Qué hay de Raistlin?

—Ha desaparecido, mi señora. Se supone que también abandonó Neraka, aunque nadie sabe adonde ha ido. Tampoco es que importe —añadió Gakhan, encogiéndose de hombros—. Está condenado. El emperador quiere verle muerto. La reina Takhisis quiere verle muerto. El Señor de la Noche quiere verle muerto. Si Raistlin Majere sigue en Neraka es que es un tonto de campeonato.

—Y mi hermano puede ser cualquier cosa, pero nunca ha sido tonto. Gracias por la información, Gakhan. Tengo que pensar sobre todo esto —dijo Kitiara.

El bozak hizo una reverencia y se retiró. Uno de los ayudantes entró para encender el farol, pues ya había caído la noche, y le preguntó si deseaba cenar. Kit ordenó que se marchara.

—Pon un guardia fuera. No quiero que nadie me moleste esta noche.

Kitiara se quedó sentada contemplando la llama temblorosa de la vela, viendo el rostro embrutecido de Ariakas. El emperador creía que ella estaba conspirando contra él.

Bien, eso era cierto.

Y no podía echarse la culpa más que a sí mismo. Siempre había fomentado la rivalidad entre sus Señores de los Dragones. La certidumbre de que cada Señor del Dragón estaba permanentemente amenazado por los demás, que podían arrebatarle su puesto, los mantenía alerta. La parte negativa era que cualquiera de ellos podía decidir dar una puñalada por la espalda a otro de los Señores de los Dragones, y esa espalda también podía ser la de Ariakas.

Ariakas desconfiaba de todos los Señores de los Dragones, pero recelaba de ella especialmente. Kitiara era muy popular entre sus tropas, mucho más que Ariakas entre las suyas. Ella se preocupaba de que sus soldados recibieran su paga. Y más importante aún eta que Kitiara gozaba del favor de la Reina Oscura, que últimamente no miraba a Ariakas con muy buenos ojos. Había cometido demasiados errores.

Debería haber ganado la guerra con un par de golpes certeros y brutales, haber acabado con todo antes de que los Dragones del Bien se unieran al bando de la luz. Debería haber tomado la Torre del Sumo Sacerdote antes de que los caballeros recibieran refuerzos. Debería haber confiado en los dragones, que podía atacar desde el aire, lo que les daba una gran ventaja, y apoyarse menos en las tropas de tierra. Y no debería haber permitido que Kitiara se aliara con el poderoso lord Soth.

No cabía duda de que Takhisis se arrepentía de haber elegido a Ariakas para liderar sus ejércitos de los Dragones. Kitiara creía sentir la mano de Su Oscura Majestad sobre su hombro, empujándola hacia el trono, apremiándola para que se apoderara de la Corona del Poder.

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