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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (43 page)

Raistlin no esperaba encontrar allí a Tanis, y no se lo tomó como una sorpresa agradable. La presencia del semielfo podía trastocar seriamente su plan. Tanis no estaba junto a su hermana, pues únicamente el Señor del Dragón podía acceder a la plataforma. No obstante, estaba lo más cerca posible de ella, en el último escalón que llevaba al trono.

Raistlin frunció los labios. Tanis había ido a Neraka a salvar a la mujer que amaba. Pero ¿sabía acaso qué mujer era ésa?

El consejo proseguía su marcha. Raistlin estaba mucho más alto que los tronos de los Señores de los Dragones y, aunque hasta él llegaba la voz profunda de Ariakas, la mayor parte de lo que decía se perdía en la vastedad de la cámara. Por lo que entendió, el Señor del Dragón Toede no había acudido porque lo había matado un kender. La noticia provocó un sonido que Raistlin sí distinguió perfectamente: la carcajada burlona de Kitiara.

Ariakas estaba furioso. Se puso de pie y empezó a descender de su tribuna. Kitiara no se movió. Sus soldados echaron mano de sus armas.

Raistlin observó, divertido, cómo Tanis daba un paso hacia Kitiara, con actitud protectora, mientras ella permanecía sentada en su trono, mirando a Ariakas con expresión claramente burlona. Los otros dos Señores de los Dragones se habían levantado y observaban la escena interesados. Seguramente ambos albergaban la esperanza de que Ariakas y Kitiara se matasen entre sí.

Raistlin se acercó al borde del puente y bajó la vista hacia Ariakas, que estaba justo debajo de él. Ese era el momento perfecto para atacar. Nadie le prestaba atención. Todos los ojos estaban clavados en los Señores de los Dragones. Raistlin preparó su magia.

Y entonces se quedó ciego. La oscuridad borró su visión, cubrió su mente, su corazón y sus pulmones. Se quedó inmóvil, pues estaba al borde del puente. Un mal paso y caería al vacío. Siempre le quedaba la posibilidad de utilizar la magia del bastón y flotar como una pluma, pero eso significaría que todos los presentes en el salón lo verían, incluido Ariakas, a no ser que estuvieran tan ciegos como él en ese momento. Como si le leyera el pensamiento, una mano invisible le arrebató el bastón y lo golpeó en la espalda. Se le desbocó el corazón, aterrorizado, y se tambaleó hacia delante. Cayó pesadamente y, aunque le dolían las muñecas y se había magullado las rodillas, temblaba aliviado, pues al menos no se había precipitado al vacío.

Alargó una mano vacilante y delante de él sólo palpó la nada. El final había estado muy cerca. Ojalá pudiera gatear hasta un lugar seguro, pero la caída lo había desorientado y tenía miedo de avanzar en el sentido equivocado. La mano lo golpeaba, lo aplastaba, lo apretaba contra la piedra. Entonces, sin previo aviso, cuando el corazón ya estaba a punto de explotarle, la mano lo liberó y el velo de oscuridad se apartó de sus ojos. Raistlin retrocedió arrastrándose hasta que chocó contra algo sólido: el trono de la Reina Oscura.

Raistlin se volvió a mirarla no porque ése fuera su deseo, sino porque ella lo obligó. Y ése fue el error de la diosa.

Era una sombra, y Raistlin no tenía miedo de las sombras.

Miró hacia abajo y vio a su hermana y a todos los demás postrados, presas del pánico. Kitiara se encogía en su trono. Tanis el semielfo había caído de hinojos. Ariakas se arrodillaba ante su reina. Ellos no eran nada y ella lo era todo. Takhisis los aplastaba con el pie. Cuando estuvo segura de su sumisión, una vez convencida de que eran conscientes de que le pertenecían sólo a ella, levantó el pie y les permitió levantarse.

Su mirada se paseó sobre Raistlin, y el hechicero supo que ya se había olvidado de él. Él era algo insignificante, un grano de arena, una partícula de polvo, una gota de agua, una mancha de ceniza. Toda su atención se centraba en aquellos que ostentaban el poder, en aquellos importantes para ella: sus Señores de los Dragones y la lucha que mantenían, tras la cual el más poderoso de ellos ascendería al trono y propinaría el golpe mortal a las fuerzas de la luz. Raistlin se mezcló con las sombras. Se convirtió en una de ellas. Observaba y esperaba su oportunidad.

Takhisis empezó a orar. Kitiara parecía satisfecha, mientras que la expresión de Ariakas era torva. Raistlin no podía oír lo que decía la reina. La diosa sólo hablaba a aquellos que eran importantes. Presenció todo lo que ocurría como si contemplara una representación desde la última fila.

Kitiara abandonó su trono e hizo una señal a Tanis. La Señora del Dragón bajó la escalera hacia la planta del salón. Los soldados se apartaban para dejarle pasar. Tanis seguía sus pasos como un perro que ha aprendido a base de palos.

En el centro del salón se elevó una plataforma, elegante como una serpiente dispuesta a atacar. Kitiara ascendió por los escalones, que, por lo visto, eran difíciles de subir, pues Tanis no dejaba de resbalar. Eso divertía enormemente a los espectadores. Como si realmente se tratara de una representación, Tanis parecía el suplente llamado a última hora. No había ensayado y no se sabía su papel.

Kitiara hizo un gesto grandilocuente y entró lord Soth. Su presencia abrumadora se impuso sobre todos los demás actores de la obra. El Caballero de la Muerte llevaba en sus brazos un cuerpo envuelto en una tela blanca. Depositó el bulto a los pies de Kitiara y desapareció, con un efecto muy teatral. Kitiara se agachó y desenvolvió la tela. La luz se reflejó en los cabellos dorados. Raistlin se acercó más al borde del puente para poder ver mejor a Laurana, que se revolvía bajo la tira de tela que la aprisionaba. El impulso de Tanis fue acercarse a ella para ayudarla. Kitiara lo detuvo con una sola mirada. Cuando la obedeció, ésta lo recompensó con su sonrisa maliciosa.

Raistlin observaba la escena sumamente interesado. Por fin se reunían los tres personajes que lo habían empezado todo. Los tres elementos que simbolizaban la lucha. La oscuridad, la luz y el alma que se debatía entre ambas.

Laurana se erguía esbelta y orgullosa con su armadura plateada. Toda la hermosura que Raistlin recordaba se concentraba en su figura. Bajó la vista hacia ella y apretó los labios. En ese momento conoció el sentimiento de pérdida, pero también sabía que no había sido su pérdida.

Tanis miró a Laurana y Raistlin supo que el alma dubitativa por fin había tomado su decisión. O quizá el alma de Tanis lo había decidido mucho tiempo atrás pero su corazón no se había dado cuenta hasta entonces. El brillo del amor los envolvió a los dos y dejó fuera a Kitiara, sola en medio de la oscuridad.

Kitiara lo comprendió, y fue una certeza amarga. Raistlin vio torcerse y endurecerse aquella sonrisa maliciosa.

—Así que sí eres capaz de amar, hermana —dijo Raistlin. Y entonces supo que él también tendría una oportunidad.

Kitiara ordenó a Tanis que dejara su espada a los pies del emperador y jurara lealtad a Ariakas. Tanis obedeció. ¿Qué otra cosa podía hacer si la mujer a la que amaba era prisionera de la mujer que una vez había creído amar?

Era extraño que Laurana, la prisionera, fuera la única realmente libre de los tres. Amaba a Tanis con todo su ser. Su amor la había llevado hasta aquel lugar perteneciente a la oscuridad, y su luz brillaba aún con más fuerza. Su amor le pertenecía, y que Tanis la correspondiera o no ya no importaba. El amor la fortalecía, la ennoblecía. Su amor por un ser abría su corazón al amor por todos.

Por el contrario, Kitiara estaba atrapada en el laberinto de sus propias pasiones, siempre ansiando la recompensa que estaba fuera de su alcance. Para ella, el amor por un ser significaba dominarlo, y esos deseos de dominación se extendían a todos. Tanis ascendió la escalera que llevaba al trono de Ariakas. Raistlin se percató de que los ojos del semielfo se clavaban en la corona. Sus labios se movían, repitiendo sin darse cuenta: «¡Quien lleva la corona, ostenta el poder!» Su rostro se endureció, su puño se cerró alrededor de la empuñadura de la espada.

Raistlin comprendió el plan de Tanis como si hubiera dedicado años enteros a prepararlo con él. En cierto sentido, quizá había sido así. Ambos habían estado siempre unidos de una forma que ninguno de sus amigos había logrado entender nunca. La oscuridad hablando a lo oscuro, tal vez.

¿Qué pasaba con Takhisis? ¿Sabía la reina que el semielfo ascendía hacia su destino, dispuesto a sacrificar su vida por los demás? ¿Sabía que en el corazón de su oscuridad, en lo más profundo de las mazmorras, un kender, una camarera y un guerrero estaban dispuestos a hacer lo mismo? ¿Se daba cuenta Takhisis de que el hechicero de la túnica negra, que pregonaba que su lealtad sólo estaba con su propia ambición, estaba dispuesto a sacrificar su vida a cambio de la libertad de elegir su propio camino?

Raistlin levantó una mano. Las palabras del hechizo que había memorizado la noche anterior ardían en su mente como las palabras que había escrito con sangre en la piel de cordero.

Tanis subía la escalera, aferrado a la empuñadura de su espada. Raistlin reconoció el arma. Alhana Starbreeze se la había dado a Tanis en Silvanesti. Esa espada era
Wyrmsbane,
compañera de la espada que Tanis había recibido del difunto rey elfo Kith-Kanan, en Pax Tharkas. Raistlin recordaba que era una espada mágica, aunque no se acordaba del tipo de magia que poseía. Daba igual. La magia de la espada no tendría el poder suficiente para atravesar el campo mágico que emitía la Corona del Poder. Cuando la espada chocara contra él, la explosión mataría al semielfo. Ariakas seguiría sano y salvo detrás de su escudo. Su único problema sería la mancha de sangre que ensuciaría su armadura.

Tanis llegó al final de la escalera y empezó a desenvainar lentamente la espada. Estaba nervioso y le temblaba la mano.

Ariakas se levantó. Quedó plantado sobre sus piernas como troncos y cruzó los brazos musculosos sobre el pecho. No miraba a Tanis. Su mirada se dirigía al otro extremo del salón, a Kitiara, que también tenía los brazos cruzados y le devolvía la mirada, desafiante. De la corona salía una luz de múltiples colores que envolvía a Ariakas con su resplandor titilante. Parecía que un escudo con los colores del arco iris protegiera al emperador.

Tanis deslizó la espada por su funda y, al oír ese sonido, Ariakas volvió a concentrarse en el semielfo. Lo miró con aire arrogante y le sopló a la cara, con la intención de intimidarlo. Tanis no se dio cuenta. Estaba mirando fijamente la corona. En sus ojos se adivinaba la consternación. En ese preciso momento se había dado cuenta de que su plan de matar a Ariakas estaba condenado al fracaso.

El hechizo de Raistlin le quemaba en los labios, la magia le hervía en la sangre. No tenía tiempo para las dudas eternas de Tanis.

—¡Golpea, Tanis! —lo apremió Raistlin—. ¡No temas la magia! ¡Yo te ayudaré!

Tanis se sobresaltó y miró hacia donde provenía ese sonido, que debía de haber escuchado más con el corazón que con los oídos, pues Raistlin había hablado en voz baja.

Ariakas empezaba a impacientarse. Él era un hombre de acción y las ceremonias lo aburrían. Desde su punto de vista, el consejo era una pérdida de tiempo que podía aprovechar mucho mejor dirigiendo la guerra. Lanzó un gruñido e hizo un gesto perentorio para indicar a Tanis que le jurara lealtad y acabara de una vez.

Sin embargo, Tanis vacilaba.

—¡Golpea, Tanis! ¡Rápido! —lo urgió Raistlin.

Tanis miró directamente hacia Raistlin, pero el hechicero no sabía si lo veía o no, si actuaría o no. Tanis se disponía a dejar la espada en el suelo. Acto seguido con una expresión resuelta y dura en el rostro, cambió de postura y lanzó un golpe a Ariakas.

Raistlin y Caramon habían combatido juntos muchas veces, combinando la hechicería con las armas. Al mismo tiempo que Tanis levantaba el brazo, Raistlin conjuró su hechizo.

—¡Bentuk-nir doy a sihir, colang semua pesona dalam! ¡Perubahan ke sihirnir! —
exclamó Raistlin mientras trazaba una runa en el aire. Lanzó el hechizo contra Ariakas.

La magia fluyó por Raistlin y estalló en la yema de sus dedos. Abrasadora, cruzó el aire. El hechizo golpeó el escudo del arco iris y lo deshizo. La espada de Tanis no encontró obstáculo alguno.
Wyrmsbane
atravesó el peto negro hecho de escamas de dragón de Ariakas, se hundió en la carne y arañó el hueso. La hoja atravesó el pecho del emperador.

Ariakas rugió, más por la sorpresa que por el dolor. La agonía de la muerte y la conciencia de que iba a morir acompañaron su último aliento. Raistlin no se quedó a ver el final. No le importaba quién conseguía la Corona del Poder. Por el momento, la Reina Oscura estaba concentrada en la batalla. Tenía que escapar en ese mismo momento.

Pero el potente hechizo que acababa de conjurar lo había dejado muy débil. Ahogó un ataque de tos con la manga de la túnica, agarró el bastón y cruzó el puente, corriendo hacia la antecámara. Casi había llegado a la puerta cuando un grupo de guardias draconianos se interpuso en su camino.

—¡Id a por el asesino! —gritó Raistlin, haciendo gestos—. Un hechicero. Intenté detenerle pero...

Los draconianos no perdieron un instante y empujaron a Raistlin a un lado, estrellándolo contra la pared.

No tardarían en darse cuenta de que los habían engañado y volverían. Raistlin, en pleno ataque de tos, revolvió en la bolsa hasta que sacó el Orbe de los Dragones. Apenas le quedaban fuerzas para recitar las palabras.

Lo siguiente que sabía era que estaba delante de la celda de Caramon. La puerta estaba abierta y la celda vacía. Una mancha chamuscada en el suelo era todo lo que quedaba de un draconiano bozak. Un montón de cenizas grasientas anunciaba el final de un draconiano baaz. Caramon y Berem, Tika y Tas habían desaparecido. Raistlin oyó unas voces guturales gritando que los prisioneros habían escapado.

Pero ¿adonde habían ido?

Raistlin maldijo para sí y miró en derredor, en busca de alguna pista. Al final del pasadizo, una puerta de hierro había sido sacada de sus goznes.

Jasla seguía llamando a su hermano, Berem respondía.

Raistlin se apoyó en su bastón y tomó aire trabajosamente. Al momento sintió que respiraba mejor y que iba recobrando las fuerzas. Estaba a punto de ponerse a seguir a Berem cuando una mano salió de entre las sombras. Unos dedos gélidos se aferraron a su muñeca. Unas uñas largas le arañaron la piel y se le clavaron en la carne.

—No tan rápido, joven mago —dijo Fistandantilus—. Tú y yo tenemos un asunto pendiente.

La voz era real y resonaba junto a él, no en su cabeza. Raistlin sintió el aliento cálido del viejo en su mejilla. Era la respiración de un cuerpo vivo, no la de un cadáver viviente.

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