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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (19 page)

Podía huir de la ciudad, pero casi no tenía piezas de acero. Su marcha, tan poco tiempo después de haber llegado, sería muy sospechosa. Quizá los miembros del Cónclave ya lo habían declarado un renegado. Todos los Túnicas Blancas habrían prometido que intentarían redimirlo. Todos los Túnicas Negras habrían prometido matarlo en cuanto lo vieran. Sería un paria de la sociedad y sólo podría ganarse la vida recurriendo a las tareas más humillantes y desagradables. Se imaginaba el futuro que lo esperaba. Sería igual que esos viejos hechiceros, consumidos por la avaricia y alimentándose a base de repollo cocido.

—A no ser que Takhisis me encuentre primero, en cuyo caso no tengo que preocuparme por mi futuro, porque no tendré ninguno —murmuró Raistlin—. Podría estar en el fondo del Mar Sangriento con el idiota de mi hermano y no habría ninguna diferencia.

Se inclinó hacia delante, apoyó la cabeza entre las manos y dejó que lo inundara la desesperación.

En la sala de estar, los Túnicas Negras se habían apresurado a ahogar sus temores en cerveza y empezaban a mostrarse agresivos.

—Yo os voy a decir quién tiene el Odre de los Dragones ese —dijo Nariz Torcida.

—Orbe, idiota —lo corrigió Barrigón con tono desabrido—. Orbe de los Dragones.

—¿Qué más da? —gruñó Nariz Torcida—. Luz Oculta. ¡Ya oísteis al draco!

Raistlin levantó la cabeza. Era la tercera vez que oía mencionar el nombre de La Luz Oculta. Nariz Torcida lo había sacado a colación el día anterior, con Iolanthe, y había dicho que tenía miedo de que fueran sospechosos de formar parte de La Luz Oculta. El sivak también había hablado de La Luz Oculta.

Raistlin tenía la intención de preguntarle a Iolanthe de qué se trataba pero, con todas las preocupaciones que lo rondaban, se le había olvidado. Salió de la biblioteca y cruzó la sala en la que estaban reunidos los Túnicas Negras, bebiendo cerveza caliente y pensando en quién más podía cargar con sus problemas.

—¿Qué haces aquí, Majere? —preguntó Nariz Torcida, furioso, al ver a Raistlin—. Se supone que deberías estar limpiando la cocina.

—Me pondré con ello ahora mismo, señor —contestó Raistlin—. Pero no puedo dejar de preguntarme qué es eso de «La Luz Oculta» de lo que habláis.

—Una banda de traidores, asesinos y ladrones —repuso Nariz Torcida—, que pretenden la destrucción de nuestra gloriosa reina.

Raistlin se dio cuenta, asombrado, de que había un movimiento de resistencia trabajando en Neraka, en las mismísimas narices de Takhisis.

Quiso saber más detalles, pero ninguno de los viejos parecía dispuesto a hablar de la resistencia, más allá de denunciarla con grandes aspavientos. Raistlin supuso que, como los tres se miraban con recelo, cada uno de ellos tenía miedo de que los demás fueran informantes y lo entregaran al Señor de la Noche en cuanto tuviesen la más mínima oportunidad.

«Poco les costaría hacerme lo mismo a mí», pensó Raistlin mientras se dirigía a la cocina para empezar a limpiar. Se alegraba de tener un trabajo físico que hacer para poder descansar la mente. Las ideas y los planes se arremolinaban en su cabeza tan rápido que le costaba seguirlos. Un pensamiento se imponía sobre todos los demás.

«Si Takhisis gana la guerra, me convertiré en su esclavo y tendré que suplicar por las migajas de poder que tenga a bien dejarme. Mientras que si Takhisis pierde...»

Barriendo la harina y los platos rotos, Raistlin se preguntó cómo podría alguien entregado a la causa de la oscuridad comprometerse a luchar con las fuerzas de la luz.

12

El lugar equivocado

El momento equivocado

DÍA OCTAVO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Raistlin pasó todo el día trabajando en la torre. Primero limpió la cocina y después fue habitación por habitación, colocando los muebles tirados y barriendo las astillas de las puertas que los draconianos habían abierto a patadas. Los Túnicas Negras bebieron cerveza y discutieron, comieron lo que él les preparó y discutieron un poco más antes de irse a dormir.

Ya se había hecho de noche cuando Raistlin cerró aquella puerta con la runa que incluso un loro mágico que supiera hablar podría abrir. Estaba físicamente agotado, pues había sido un día largo y extenuante, pero sabía que no iba a poder dormir. Su cabeza seguía dando vueltas sin parar. No había nada que odiara más que estar tumbado sin poder dormir, con la mirada clavada en la oscuridad.

Se le ocurrió que podía hacer una visita a Snaggle para intentar recuperar su daga. El comandante sivak no parecía ser de los que pierden el tiempo, sobre todo si había dinero de por medio.

Raistlin pensó en pasar a saludar a Iolanthe cuando estuviera en el barrio. Le interesaba mucho la organización conocida como La Luz Oculta y parecía que la hechicera conocía a todo el mundo en la ciudad de Neraka. Le había tomado el pulso al corazón oscuro de la ciudad. Pero desechó la idea. Hablar con ella sería demasiado arriesgado. Iolanthe tenía la extraña habilidad de saber lo que estaba pensando, y él tenía miedo de que adivinara cuáles eran sus pensamientos. Esa mujer era un misterio. No tenía la menor idea de cuáles eran sus lealtades. ¿Trabajaba por el bien de los objetivos de Takhisis? ¿De Ariakas? ¿De Kitiara, quizá? Iolanthe no había hablado mucho sobre Kit, pero Raistlin había percibido en su voz la calidez de la admiración siempre que mencionaba a su hermana.

«Puesto que Iolanthe es muy parecida a mí —se recordó Raistlin—, no cabe duda de que sólo es leal a ella misma, lo que significa que no es alguien en quien confiar.»

Entró en Neraka por la Puerta Blanca. A esas horas no había demasiada cola, aunque Raistlin tuvo que esperar a que los guardias acabaran de coquetear con una camarera de El Broquel Partido que les había llevado una jarra de cerveza fría, un detalle de parte de Talent Orren. Raistlin pensó que era muy inteligente por su parte tener contentos a los guardias de Neraka. La cerveza no le costaba mucho a Orren, pero le ganaba muchos favores.

Raistlin había entrado y salido por la Puerta Blanca en numerosas ocasiones y ningún guardia se había tomado más molestias que echar un vistazo a su documento falsificado. Ya había dejado de preocuparse. Tal como Iolanthe le había asegurado, la vigilancia de los guardias era bastante laxa. Los únicos a los que Raistlin había visto que se les obligaba a dar la vuelta eran kenders, y eso sólo cuando los guardias estaban lo suficientemente sobrios para atrapar a esos pequeños incordios.

Por fin cruzó la puerta y Raistlin se dirigió a buen paso a su destino, con los ojos bien abiertos y alerta. En la mano llevaba unos pétalos de rosa y no paraba de repetir para sí las palabras de un hechizo de sueño. No obstante, nadie se le acercó y llegó sin problemas a la Ringlera de los Hechiceros.

La única luz que iluminaba la calle provenía de la ventana de la tienda de Snaggle. La ventana de Iolanthe estaba a oscuras. Raistlin entró en la tienda, que estaba pulcramente ordenada y bien iluminada con varios faroles estratégicamente colocados. Snaggle estaba en un taburete detrás del mostrador, bebiendo un té de vainas.

Raistlin ya lo había conocido, y había observado cómo trataba Iolanthe con él.

—No verás ningún objeto apoyado en las paredes ni cubos llenos de pociones. Nada está a la vista, ya sabes cómo es esta ciudad —le había advertido la hechicera—. Snaggle guarda toda su mercancía en frascos y cajas etiquetados, y ordenados en estanterías que van del suelo al techo, detrás del largo mostrador. Ningún cliente puede pasar al otro lado del mostrador. Al último que lo intentó tuvieron que recogerlo con una esponja. Pídele a Snaggle lo que necesites y él te lo dará.

Snaggle le dedicó una sonrisa desdentada.

—Maestro Majere. ¿En busca de un poco de telaraña? Tengo una telaraña buenísima, señor. Me acaba de llegar. Tejida por arañas criadas por los enanos oscuros de Thorbardin. Llevan una buena vida, esas arañas. No hay nada como una araña con una buena vida para que teja telarañas de la mejor calidad.

—No, gracias, señor —contestó Raistlin—. He venido por una daga. Seguramente se la haya vendido hoy un guardia draconiano. Un comandante sivak de la guardia del templo...

—El comandante Slith —asintió Snaggle con seguridad—. Lo conozco bien, señor. Uno de mis mejores clientes. Es nuevo en la ciudad, pero ya se ha hecho un hueco. Hoy pasó por aquí, así es. Trajo una daga. Excelente calidad. Había pertenecido a Magius. Viene con un cordel de piel para que la puedas atar a la muñeca...

—Ya lo sé —lo interrumpió Raistlin secamente—. La daga era mía.

—¡Vaya con Slith! —rió Snaggle—. Llegará lejos. Supongo que le gustaría recuperar lo que es suyo, señor. Sólo para estar seguros, ¿podría describírmela? ¿Algún rasgo característico?

Raistlin describió la daga con paciencia, indicando que tenía una pequeña mella en la hoja.

—¿Recuerdo de alguna aventura arriesgada, señor? —preguntó Snaggle con interés—. ¿Un combate contra un trol? ¿Contra unos goblins?

—No —contestó Raistlin con una sonrisa al acordarse del incidente—. Mi hermano y yo estábamos jugando a ver quién tenía mejor puntería...

Se detuvo. No quería hablar de Caramon, ni siquiera pensar en él. Raistlin continuó describiendo el cordel, que él mismo había ideado.

Snaggle se levantó del taburete y fue hasta una de las cajas, la cogió y la llevó al mostrador. Abrió la tapa y aparecieron varias dagas. Raistlin vio la suya. Estaba a punto de cogerla, cuando Snaggle lo apartó con un gesto hábil.

—Ésa es su daga, ¿verdad? Cinco piezas de acero y se la devolveré encantado.

—¡Cinco piezas de acero! —exclamó Raistlin con voz entrecortada.

—Perteneció a Magius, eso me dijeron, señor —declaró Snaggle muy serio.

—Igual que otras cinco mil dagas que andan por Ansalon —repuso Raistlin.

Snaggle se limitó a sonreírle, devolvió la daga a la caja y cerró la tapa.

—Le voy a hacer una oferta —propuso Raistlin—. No tengo dinero, pero me consta que vende pociones. Llevo mucho tiempo preparando pociones y no se me da nada mal.

—Traiga un ejemplo de su trabajo, señor. Si la poción es tan buena como dice, haremos un trato.

Raistlin asintió y se dispuso a irse, con la idea de regresar a El Broquel Partido. El ejercicio le había sentado bien. Estaba cansado y seguro que podría dormir.

Mientras caminaba por la Ronda de la Reina, en dirección a la Puerta Blanca, vio que se dirigían hacia él tres hombres vestidos con las largas túnicas negras de los hechiceros oscuros. Los tres caminaban cogidos del brazo y estaban absortos en una animada conversación. Tal vez regresaran de El Broquel Partido, porque arrastraban las palabras y se chillaban unos a otros. Sus voces demasiado altas resonaban en la calma de la noche.

Dos de los hombres llevaban faroles y, a la luz que proyectaban, Raistlin reconoció el rostro tosco y los brazos musculosos del Ejecutor. El verdugo era quien más hablaba y, con voz de borracho, contaba los detalles más escabrosos de la agonía de una de sus víctimas. Los otros dos lo escuchaban ávidamente, adulándolo y riendo alegremente con cada vuelta del tornillo o cada latigazo. Los tres hombres caminaban directamente hacia Raistlin y acabarían chocando con él.

Raistlin sabía perfectamente que lo más sensato era evitar el encuentro. El Ejecutor era un hombre peligroso incluso estando borracho. Raistlin debería desviarse por algún callejón o cruzar precavidamente al otro lado de la calle. Sin embargo, mirando al Ejecutor recordó los gritos de los pobres infelices de las salas de tortura y sintió que el calor de la ira ardía en su pecho. Siempre había odiado a los matones, seguramente porque en más de una ocasión había sido su víctima, y el término «matón» describía perfectamente al Ejecutor.

Raistlin se detuvo en medio de la acera. El Ejecutor y sus amigos, cogidos del brazo, caminaban directamente hacia él. Estaban demasiado borrachos para darse cuenta, o sencillamente daban por hecho que él se apartaría.

Raistlin se quedó donde estaba. Los tres hombres tendrían que detenerse o pasar por encima de él.

Por fin, el Ejecutor lo vio. Él y sus acompañantes se pararon, tambaleantes.

—Apártate, escoria, y deja pasar a los que están por encima de ti —ordenó el Ejecutor con un ladrido.

Raistlin agachó su cabeza encapuchada.

—Si vosotros tres fueseis tan amables de apartaros a un lado, estimados señores, podría pasar...

—¡Cómo te atreves a pedirnos a nosotros que nos apartemos! —gritó uno de los clérigos—. ¿Acaso no sabes quién es?

—Ni lo sé ni me importa —contestó Raistlin sin inmutarse.

—Conozco esa voz. Ya he visto antes a este comemierda —dijo el Ejecutor—. Levanta la luz para que pueda verlo...

De repente, el Ejecutor se puso tenso. Arqueó la espalda y parecía que se le iban a salir los ojos de sus órbitas. Lanzó un grito que murió en un balbuceo agónico. Emitió una especie de gorgoteo y cayó hacia delante, con los brazos estirados. Se desplomó de morros en la acera. De la boca del Ejecutor salía un hilo de sangre. La luz de los dos faroles iluminaba el mango del cuchillo de carnicero que sobresalía de la espalda del Ejecutor. Raistlin adivinó con el rabillo del ojo una silueta negra que desaparecía a la vuelta de la esquina.

Los dos peregrinos contemplaban al muerto con un asombro ebrio. Raistlin estaba tan atónito como los peregrinos oscuros. Fue el primero en recobrarse y se arrodilló junto al cuerpo para buscar un latido de vida en el cuello de toro del Ejecutor. Pero era evidente que el hombre estaba muerto. De repente, uno de los peregrinos oscuros lanzó un chillido.

—¡Tú! —gritó, señalando a Raistlin—. ¡Está muerto por tu culpa!

Balanceó el farol con la intención de derribar a Raistlin de un golpe en la cabeza, pero no se acercó siquiera a su objetivo.

El otro peregrino oscuro empezó a llamar a los guardias a voces.

—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!

Raistlin comprendió que corría un grave peligro. Los peregrinos oscuros creían que había hecho detenerse al Ejecutor de forma deliberada y que lo había entretenido para que el asesino tuviera tiempo de matarlo. Raistlin podía defender su inocencia todo lo que quisiera, pero todo apuntaba en su contra. Nadie lo creería.

Raistlin se levantó torpemente. Había estado acariciando los pétalos de rosa entre los dedos. Tenía en la cabeza las palabras del hechizo de sueño y, en menos de un segundo, acudieron a su boca.

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