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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (22 page)

Te arrodillarás ante mí.

Raistlin se quedó paralizado, la sangre se le congeló en las venas. Se apoyó en el Bastón de Mago para recuperar el equilibrio. La voz no volvió a hablar y, después de un largo silencio, dudó de si realmente la habría oído o sólo la habría imaginado.

Dio otro paso.

¡Arrodíllate ante mí! Entrégate a mí —
oyó la voz, y añadió con voz cautivadora—:
Ofrezco generosas recompensas a aquellos que se subyugan.

Raistlin no podía seguir dudando. Levantó la vista hacia el techo. Una luz turbia, como la luz de la luna oscura, ardía en los ojos de las cinco cabezas de dragón. Cayó de hinojos y humilló la cabeza.

—Su Majestad —dijo Raistlin—, ¿cómo puedo serviros?

Deja el Orbe de los Dragones en el altar.

A Raistlin le temblaron las manos. Se le encogió el corazón. Los humos ponzoñosos le embotaban la mente y le costaba pensar. Metió la mano en la bolsa y apretó el Orbe de los Dragones, sin querer soltarlo. Le pareció estar oyendo la voz de Fistandantilus, que pronunciaba las palabras mágicas con furia y desesperación, con la vana esperanza de destruir al dragón y liberarse de su prisión.

—Os serviré en todo menos en eso, mi reina —dijo Raistlin.

Un peso aplastante cayó sobre él. Era el peso del mundo, y Raistlin se hundía bajo él. Takhisis iba a desintegrarlo, a pulverizarlo. Raistlin apretó los dientes, se aferró al Orbe de los Dragones y no se movió.

Entonces, el peso, de repente, se aligeró.

Haré que cumplas tu promesa.

Raistlin se encogió en el suelo, tembloroso. La voz no volvió a hablar. Lentamente, se levantó con movimientos vacilantes. La luz oscura brillaba en los ojos de las cabezas. Todavía podía sentir la maldad de la reina, un aliento frío que silbaba a través de unos afilados colmillos.

Raistlin se sentía aliviado, pero le confundía haber salido entero del encuentro. Takhisis podía haberlo aplastado como a una hormiga. Se preguntaba por qué no lo había hecho.

De golpe comprendió la razón y lo recorrió un escalofrío. Había sentido el peso del mundo, pero no el peso de Takhisis.

—No puede tocarme —se dijo, conteniendo el aliento.

Al regresar los Dragones del Mal, los sabios habían dado por hecho que Takhisis también había vuelto. Pero Raistlin ya no estaba tan seguro. Takhisis podía alcanzar a los mortales con su mano espiritual, pero no con la física. No podía ejercer el poder con toda su fuerza e ímpetu, lo que significaba que todavía no había entrado completamente en el mundo. Algo la detenía, le bloqueaba el paso.

Cavilando sobre esa cuestión, Raistlin casi echó a correr hacia la salida. Sentía la crueldad de los ojos y su oscuro odio clavados en su espalda. Parecía que la puerta de doble hoja estaba tan lejos como el final de los tiempos, pero por fin logró llegar a ella. Empujó y se abrió en cuanto la tocó. Salió del santuario y oyó el suspiro de las hojas cerrándose a su espalda. Llenó sus pulmones de aire fresco, aliviado. La sensación de mareo desapareció.

Se encontró en un vasto salón cuyo ornamentado techo se sostenía sobre unas imponentes columnas de mármol negro. Nunca había estado en esa parte del palacio, y estaba preguntándose cómo salir de allí cuando oyó que alguien se acercaba. Al levantar la vista, vio a Ariakas. Por primera vez, Ariakas también lo vio a él.

«Esto no es ninguna coincidencia», pensó Raistlin, y se puso tenso.

Ariakas le preguntó por su habitación, si la encontraba de su gusto. Raistlin contestó que así era, sin mencionar que tenía la intención de abandonarla en cuanto tuviera ocasión. Ariakas mencionó que Raistlin tenía que estar agradecido a Kit por su «puesto», lo que significaba, dado que Raistlin todavía no tenía ningún puesto, que no tenía nada que agradecerle. Raistlin se limitó a decir que era mucho lo que debía a su hermana.

A Ariakas no debió de gustarle el tono que empleó, pues frunció el entrecejo y dijo algo sobre que la mayoría de los hombres se humillaban y acobardaban delante de él. Después de haberse negado a humillarse y acobardarse ante la reina, Raistlin no estaba dispuesto a arrastrarse ante el lacayo de ésta. No obstante, no pudo evitar mostrarse un poco adulador y, más o menos, le contestó que sentirse impresionado no le hacía sentirse temeroso, y añadió que sabía que a Ariakas no le servían para nada los hombres temerosos.

—Preferiría que me admirarais —replicó Raistlin.

Ariakas se echó a reír y dijo que todavía no lo admiraba, pero que quizá lo hiciera algún día, cuando demostrara que lo merecía. Después, Ariakas siguió su camino.

Ese mismo día Raistlin se fue del Palacio Rojo. Recorrió los corredores de la magia para no tener que cruzar una de las puertas de la ciudad. No obstante, no tuvo más remedio que caminar por las calles de la ciudad, y se le aceleró el pulso cuando vio a dos draconianos con la insignia de la guardia del templo.

Por suerte para él, el alboroto provocado por la muerte del Ejecutor había ido apaciguándose. El Señor de la Noche creía que los Túnicas Negras de la Torre habían tenido algo que ver con el asesinato y, como los tres estaban muertos, había dejado de dar caza a los hechiceros. Había arrestado a numerosos «cómplices», había torturado a las víctimas hasta que habían confesado, les había dado muerte y después había anunciado que el caso estaba cerrado.

Raistlin temió que un pececillo tan pequeño como Mari hubiera quedado atrapado en las amplias redes del Señor de la Noche. Preguntó por la calle y descubrió que todos los sospechosos habían sido humanos, cosa que lo dejó más tranquilo. Se dijo a sí mismo que su preocupación por la kender sólo se debía a que había sido tan estúpido como para decirle su verdadero nombre.

Con la certeza de que no sabría nada de un puesto ofrecido por Ariakas, Raistlin tenía que ganarse la vida, recuperar su daga y pagar la habitación y su manutención. La forma más rápida de ganarse unas cuantas piezas de acero era vender sus pociones a Snaggle, concluyó Raistlin.

Regresó a El Broquel Partido. Recogió la llave y abrió la puerta de su habitación. Se encontró con el colchón destripado, los muebles despedazados y un agujero en la pared.

Raistlin también encontró una nota de Talent Orren sujeta a una pata de la cama, en la que le exigía dos piezas de acero en concepto de daños. Raistlin lanzó un profundo suspiro y se puso manos a la obra.

15

Pelo de Trol

Un especial de El Remolino

DÍA DECIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Raistlin pasó los dos días siguientes trabajando con sus pociones en la soledad de la torre. Había llegado la mañana del día decimotercero y se había encontrado con los draconianos, que, por fin, se llevaban los cadáveres de los Túnicas Negros asesinados. Raistlin pidió que le dejasen ver el último cuerpo antes de que lo sacaran arrastrándolo. No habría podido decir quién era por los despojos secos que quedaban de él. Quizá fuera Barrigón, al fin al cabo aquel montón de huesos cubiertos por una piel seca como el pergamino se encontraba en su cama.

En el cuerpo no había quedado ningún líquido. Debía de haber sido una muerte lenta, dolorosa y cruel. El cadáver tenía la boca abierta, las mandíbulas se le habían desencajado en un último grito. Los dedos descarnados se aferraban a las sábanas. Las piernas habían quedado retorcidas. Los ojos semejaban dos uvas pasas.

Los draconianos se movían nerviosamente por la habitación mientras Raistlin estudiaba el cadáver. Los soldados miraban constantemente repiqueteando los dedos sobre sus armas. Cuando Raistlin anunció que había acabado, envolvieron apresuradamente el cuerpo con la sábana, lo sacaron y lo lanzaron al carro en el que ya estaban los otros dos.

Raistlin se puso a recoger la cocina. Mientras frotaba una olla, repasó las pruebas mentalmente y llegó a la conclusión de que había descubierto la identidad del Espectro Negro.

—Pero no tiene sentido...

Tuvo una idea. Raistlin se detuvo cuando estaba a punto de tirar un repollo podrido, volvió a pensarlo y se dijo a sí mismo, encogiéndose de hombros: «Kitiara. No hay duda.»

Raistlin no había olvidado su interés en La Luz Oculta. A lo largo de dos días, apenas pensó en otra cosa mientras trabajaba. La decisión sobre la que tanto reflexionaba le cambiaría la vida, quizá incluso terminara con ella, y no quería precipitarse. Al final decidió que al menos llevaría a cabo algunas investigaciones a ver qué podía sacar en claro. Cuando acabó el trabajo de ese día, se encaminó a El Pelo de Trol.

La taberna estaba en las afueras del Barrio Verde. A Raistlin no le costó mucho dar con ella, pues era el único edificio, de cualquier tipo, que se levantaba en esa parte de la ciudad. A diferencia del Barrio Blanco, donde se encontraban almacenes, curtidurías y todo tipo de artesanos necesarios para abastecer a un ejército, en el Barrio Verde sólo se daban cita las peores alimañas, ya fueran de dos o de cuatro patas.

La Reina Oscura no habría podido declarar la guerra sin la lealtad y el sacrificio de las razas que la veneraban: goblins, hobgoblins, ogros, minotauros y la recientemente creada raza de los draconianos. Pero eran los humanos quienes, excepto en contadas ocasiones, lideraban las tropas de Takhisis, y los oficiales humanos no disimulaban el desprecio que sentían por la «escoria» que combatía y moría en las filas.

Los goblins y los hobgoblins, los ogros y los minotauros estaban acostumbrados a ese trato, pero eso no significaba que les gustase. Y los draconianos ni siquiera estaban acostumbrados a ese desprecio. Se consideraban a sí mismos muy superiores a los humanos en cuanto a fuerza, inteligencia y destreza. En cuanto rompían el huevo, los draconianos eran adoctrinados para convertirse en guerreros, por lo que estaban empezando a rebelarse contra sus oficiales humanos y a provocar tensiones entre los goblins y los hobgoblins, que ya estaban más que hartos de derramar su sangre y no obtener a cambio nada más que latigazos y mala comida.

Como consecuencia, la moral en las filas de los ejércitos de los Dragones estaba peligrosamente baja. En el campo de batalla cada vez se encontraban más cadáveres de oficiales humanos con flechas clavadas en la espalda, lo que significaba que sus propios soldados les habían disparado por detrás. Numerosas divisiones de hobgoblins habían abandonado las armas y se negaban a luchar hasta no recibir la paga. Como las fuerzas se segregaban por razas, los «hobs y gobs, dracos y vacas», como se les llamaba de forma despectiva, se concentraban en el Barrio Verde, el único en el que eran bienvenidos.

Abarrotaban las calles, la mayoría en diferentes estados de embriaguez. La cerveza era una forma barata de levantar los ánimos. Los soldados siempre andaban en busca de pelea, ansiosos por vengar todos sus males, y los humanos eran sus objetivos favoritos. Los humanos que se veían obligados a cruzar la Puerta Verde y a adentrarse en el Barrio Verde habían aprendido que era mejor llevar unos cuantos amigos que les cubrieran la espalda.

Raistlin había dado por hecho que tendría que pasar alguna prueba para demostrar su valía, pero no se le había pasado por la cabeza que la primera dificultad fuera llegar sano y salvo a El Pelo de Trol. En cuanto puso los pies en el Barrio, quedó rodeado por una muchedumbre que lo abucheaba. El hecho de que vistiera la túnica negra de hechicero no significaba nada para los draconianos. Raistlin se quitó la capucha para que los últimos rayos del sol realzaran el dorado de su tez y el blanco de su larga melena. Su aspecto inquietante hizo que la multitud se apartase y le dejase pasar, aunque no dejaron de gritarle y amenazarle.

Se obligó a caminar con paso tranquilo. Clavó la mirada en su destino y no mostró reacción alguna cuando una bola de barro lo golpeó en medio de la espalda. No tenía la menor intención de que lo arrastraran a una pelea. Todavía tenía que recorrer otra manzana, pero empezaba a albergar serias dudas sobre si lo lograría.

Lo alcanzó otro proyectil de barro, esta vez en la cabeza. No fue un golpe muy duro ni especialmente doloroso, pero se daba perfecta cuenta de que la situación empeoraba por momentos.

Un grupo de goblins babeantes, armados con puñales, no bolas de barro, se acercaba a él. Raistlin estaba empezando a admitir que no le quedaba más remedio que luchar. Cogió un trozo de piel de una bolsa y se preparó para pronunciar las palabras de un hechizo que dispararía un rayo de su mano, hasta acabar uno a uno con todos los goblins. Pero entonces sintió que le tiraban de la manga. Bajó la vista y allí estaba Mari.

—Hola, hola, Raist —le saludó la kender alegremente.

Ya no vestía de negro, sino con los colores brillantes que preferían los kenders. Parecía que había cogido «prestadas» la mayoría de las prendas, porque ninguna era de su talla. La blusa era demasiado grande y las mangas se le escurrían sobre las manos cada dos por tres. Los calzones eran demasiado cortos y dejaban al aire los calcetines, desparejados y andrajosos. Se había atado las trenzas rubias en lo alto de la cabeza, de forma que los dos extremos parecían las orejas de un conejo.

Dijo algo más que Raistlin no pudo oír por culpa del ruido. Mari meneó la cabeza.

—¡Callaos, cabrones! —chilló, volviéndose hacia los goblins. Los goblins se contentaron con emitir un bramido—. ¿Qué te trae a esta parte de la ciudad? —Mari le hizo la pregunta a gritos. Raistlin se asombró de que la kender le preguntara eso a pleno pulmón, en nombre del Abismo, pero entonces recordó la respuesta correcta.

—Acabo de escapar de El Remolino —respondió, con un ojo en los goblins. Después, añadió fríamente—: Y no me llamo Raist.

Mari le sonrió.

—Ahora mismo diría que te llamas Hombre Muerto. Tiene toda la pinta de que no te iría mal que te echaran una mano. —Antes de que pudiera responder, Mari anunció a voces—: ¡Cerveza gratis en El Trol Peludo! ¡Nuestro amigo Raist paga la ronda!

Los abucheos se convirtieron en ovación. Los goblins salieron disparados, empujándose y poniéndose la zancadilla para ser los primeros en llegar a la taberna.

Raistlin contempló su loca carrera. Volvió a meter el trozo de piel en la bolsa.

—¿Por cuánto me va a salir? —preguntó con una sonrisa compungida.

—Lo apuntaremos en tu cuenta —contestó Mari.

Lo cogió de la mano y tiró de él en dirección a la taberna. Raistlin no estaba muy seguro de que entrar en aquella estructura de maderas tambaleantes fuese buena idea, pues bastaría un buen estornudo para echarla a tierra. El local tenía dos pisos, pero Mari lo informó de la suerte que había corrido un goblin que se había aventurado a subir al segundo: había caído a través de las tablas podridas del suelo y se había quedado encajado en el agujero, lo que hizo las delicias de la clientela que abarrotaba el piso inferior. Los parroquianos todavía señalaban alegremente el agujero del techo y contaban cómo se agitaban las piernas del desafortunado goblin, hasta que alguien tiró de él y cayó estrepitosamente sobre las mesas.

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