La torre prohibida (33 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

Su huida frenética les conducía al edificio de la clínica. Su destino ya no estaba en sus manos. Sólo podían buscar refugio allí. El jardín estaba sembrado de cuerpos deshechos que, aun así, se resistían a morir. Nada de aquello podía ser real. Pero lo era. Una pesadilla de la que resultaba imposible despertar.

Llegaron al pie de la escalera de entrada. Había un hombre ensartado en la barandilla. Las tres cabezas de animales entrelazadas emergían ahora siniestramente de su vientre. Sus ropas habían dejado de ser blancas y estaban rígidas por una gruesa costra de sangre seca. Sin embargo, se movía y lloraba como un niño.

No podían hacer nada por él. Su propio instinto de supervivencia les gritaba que no se detuvieran. Se lanzaron escaleras arriba, sin pensarlo. A su espalda seguía la lucha de las bestias y los demonios. Se alimentaba de nuevas huestes de unos y otros, que parecían no tener fin.

El hall de la clínica estaba destrozado por completo. Las paredes se habían teñido de decenas de sangres distintas. En una se veía el rastro de unos dedos. La mano a la que pertenecían yacía en el suelo, amoratada e inerte. Había unos intestinos colgando de una lámpara. Una cabeza separada del cuerpo les dirigió una mirada hueca de terror. Sus ojos se movían y les siguieron en su carrera, mientras sus pies chapoteaban en las alfombras, también empapadas en sangre, orines y heces.

Jack estuvo a punto de caerse al pisar una pierna arrancada de cuajo. El hedor indecible consumía el oxígeno. Era como estar en un ataúd con un cadáver descomponiéndose en su interior. Julia vomitó sin dejar de correr. Continuaron hasta el piso superior. Querían alejarse lo más posible del jardín. Las puertas de las habitaciones también estaban destrozadas. Sus ocupantes se habían encerrado dentro de ellas en una trampa mortal. Miraran donde mirasen, el espectáculo era igual de macabro: sangre y más sangre por todos lados. Siguieron avanzando por el corredor hasta llegar al final. El suelo estaba cubierto de cristales. Jack se asomó a la ventana rota. No pudo evitarlo.

Los demonios estaban perdiendo la batalla del jardín. Muchos huían ya hacia el bosque o se lanzaban al lago. El resto había quedado aislado por las bestias de Kerber, que cercaban el perímetro del edificio. Jack se dio cuenta al instante de qué significaba eso. Los demonios rodeados escaparían hacia el único sitio donde podrían hacerse fuertes, el interior de la clínica, donde ellos dos estaban. La maldición que Maxwell les había lanzado se consumaría: estaban condenados.

Jack se volvió hacia Julia y ambos se miraron a los ojos. No hacía falta decir nada. Pero por el rostro de ella cruzó un gesto indescifrable para Jack. Indescifrable, no, imposible. Debía serlo, porque el atisbo de esperanza que vio en ellos carecía de sentido.

—¡Sígueme! —le dijo Julia.

Capítulo 43

L
as afueras de Dallas aparecieron en el horizonte desde la interestatal 30, cuyo asfalto estaba clareado por el sol como una calavera. El camionero no se dirigía al centro, sino que su destino era un almacén del barrio industrial de Singleton, a unos diez kilómetros. Jack nunca había estado en la ciudad. Preguntó al hombre si conocía la calle McKinney, donde se hallaba el restaurante Abacus.

—Lo siento, amigo, yo no soy de Dallas —dijo el camionero, que enseguida accionó el GPS—. ¿Cómo dice que se llama la calle?

Jack le deletreó el nombre y enseguida la localizaron en el mapa, al noreste del barrio industrial, en una de las mejores zonas del área urbana. El camionero agitó una de sus manos.

—Un sitio de ricos. Espero que consiga el empleo.

Se refería a la mentira que Jack le había contado, sobre que iba a Dallas para encontrarse con un amigo que quizá pudiera ofrecerle trabajo.

—Sí —se limitó a responder Jack.

Ojalá fuera un trabajo breve y efectivo.

El camionero tomó la desviación, cruzó la carretera por un paso inferior y luego volvió a desviarse un poco más adelante. Se trataba de un polígono de almacenes de aspecto deprimente, con algunos edificios en construcción. Antes de llegar a su destino, una zona vallada en torno a una gran nave, rodeada de tráileres alineados en espera de una cabeza tractora, el hombre se detuvo a un lado, junto a una parada de autobús.

—Pregunte ahí a alguien. Seguro que alguno va al centro.

—Gracias por el viaje —dijo Jack, y tendió la mano al camionero, que se la estrechó con firmeza.

—Que tenga suerte.

En cuanto Jack bajó, el camión reanudó su marcha. Lo vio desaparecer en el recinto vallado mientras consultaba las líneas de autobús. Había sólo una que conectaba aquel lugar triste e industrial con el populoso centro de Dallas.

Miró enfrente, donde el reloj de la fachada de una empresa marcaba las once en punto de la mañana con sus brillantes números digitales rojos. Como si quisiera avisarle, con su llamativo color, de que no tenía mucho tiempo que perder.

—¡Maldita sea! —exclamó Jack de pronto.

Había recordado que no llevaba dinero encima. Se metió las manos en los bolsillos. Ni un mísero centavo. Pero tenía que coger el autobús. Eso era lo único seguro.

Entonces, con la vista en el suelo, algo brilló a un par de metros sobre la irregular acera de hormigón. Jack se acercó. Eran varias monedas formando una pila, perfectamente alineadas, como si alguien las hubiera dejado allí adrede. Extrañado, se agachó para recogerlas y las contó: dos dólares justos, en ocho monedas de veinticinco centavos.

Norman Martínez dejó su coche en un hueco de la zona de seguridad de la central de policía de Dallas. Nada más estacionar, dos agentes se acercaron a él y, con un tono nada humorístico, uno de ellos le dijo:

—Si aparca aquí, nosotros nos encargaremos de guardarle el coche.

Él les enseñó su placa y las sonrisas burlonas de ambos hombres cesaron al instante.

Ya en el interior de la central, Martínez se dirigió a una hermosa joven de piel lechosa y pelo rubio platino recogido en una coleta. Estaba tras un mostrador de madera, con un teléfono monocasco a modo de diadema.

—Norman Martínez, de Albuquerque. El jefe de policía me espera —se acreditó ante ella, mostrando de nuevo la placa.

—Espere un momento, si es tan amable —contestó la joven y marcó una tecla en la centralita interna—. ¿Señor? —dijo al micrófono—. Está aquí el inspector Martínez… Muy bien. Gracias, señor. —Volvió a dirigirse a Martínez para darle las indicaciones pertinentes—: Suba en el ascensor que tiene detrás hasta el último piso. La oficina del jefe Doyle está justo enfrente de la salida.

—Gracias.

El barullo en la amplia sala era notorio. Todo el mundo hablaba de un partido de béisbol. Martínez sacudió la cabeza levemente, mientras esperaba que se abriera la puerta del ascensor. Qué extraño es el mundo, se dijo, unos se preocupan por una competición deportiva mientras otros se enfrentan con la muerte. Qué extraño, sí.

El ascensor llegó tras unos segundos y aparecieron en él tres policías hechos con el mismo molde, igual de altos, con el pelo rubio corto y las caras cuadradas. Parecían
cowboys
con ganas de pelea. Martínez, frente a ellos, no era más que un mexicano canijo. Aunque, al fin y al cabo, pensó, los mexicanos eran los hombres más valientes del mundo. Incluso los conquistadores españoles tuvieron que reconocerlo.

No tenía tiempo que perder. Cuando los tres agentes miraron a Martínez con cierto desprecio y empezaron a moverse con parsimonia, éste no esperó a que terminaran de salir y se lanzó hacia la cabina sin miramientos, golpeándoles con los hombros. No les devolvió la mirada. Pulsó el botón del piso más alto y esperó a que se cerraran de nuevo las puertas.

Arriba, entró en la acristalada oficina del jefe de policía y se dirigió a un muchacho que estaba sentado a una mesa, frente al acceso del despacho.

—El inspector Martínez, ¿verdad? —le dijo al verle ante él, con una amplia sonrisa.

—En efecto.

—Pase, por favor. El jefe Doyle le está esperando.

Tras agradecerle con un gesto su amabilidad, Martínez abrió la puerta del despacho. Era una estancia muy amplia, forrada en maderas claras, con las banderas de la Unión y de Texas —la Estrella Solitaria— presidiéndola. El jefe Doyle bien podría ser el padre de los tres agentes que Martínez se encontró en el ascensor. Se levantó de su sillón, sin ponerse completamente de pie, para tenderle la mano.

—Bienvenido a mis dominios —dijo.

Esa forma de hablar molestaba a Martínez. Como si Dallas fuera, al estilo medieval, un feudo bajo la autoridad de aquel hombre. Pero prefirió olvidarse de eso e ir al grano.

—Creo que ya está al tanto de la situación.

—Por supuesto. Mi homólogo de Albuquerque me ha informado con todo detalle. He movilizado a un buen número de agentes y el resto están sobre aviso. Su jefe me dijo por teléfono, cuando me habló de que vendría a verme, que usted está convencido de que el sospechoso no es culpable.

—Así es.

—No sé qué razones tiene para creer eso, pero le doy mi palabra de que mis hombres no abrirán fuego si no es absolutamente necesario.

Eso resultaba difícil de creer en Texas.

—Bien —aceptó Martínez, consciente de que insistir serviría de poco—. Quiero rogarle que me asigne a un par de agentes y me deje seguir una pista. Es una corazonada.

El jefe de policía se acarició su barbilla rasurada a la perfección. Durante unos segundos sopesó lo que Martínez le pedía.

—Está bien. Pero aquí no tiene autoridad por sí mismo. Le asignaré a esos dos agentes que me pide
y
ellos harán lo que usted les ordene. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, jefe Doyle.

Si Martínez hubiera compartido con aquel hombre lo que sabía sobre Jack y su objetivo, todos los policías de Dallas se habrían lanzado como perros rabiosos sobre él. Con dos agentes a su cargo, aún tenía una posibilidad de manejar la situación.

O eso esperaba. Porque, gracias a un contacto en la NSA, ya sabía dónde pensaba actuar Jack. Dicen que un amigo es un tesoro; pero si ese amigo trabaja en la Agencia de Seguridad Nacional, es como encontrar un antiguo pecio español cargado de oro.

Sentado en el autobús que iba al centro de Dallas, Jack reflexionó sobre las ocho monedas de veinticinco centavos que había encontrado un poco antes. Era como si alguien o algo le estuviera ayudando a llegar hasta el Abacus para matar a Atterton. Dos dólares era el precio exacto del billete de autobús.

Repasó mentalmente todo lo que había hecho para llegar a Dallas. Había conseguido librarse de los policías que lo detuvieron a la salida de Laguna Pueblo. Luego secuestró a su amigo Norman, que no opuso resistencia. Tampoco le costó demasiado conseguir el coche del viajante en el motel de carretera… Cada vez que algo se había torcido, logró superarlo. Incluso tuvo la extraña sensación de que debía cambiar de vehículo. Y encontró a un camionero que iba precisamente a Dallas. Todo aquello no era normal. Las monedas no podían ser un mero fruto de su imaginación. No podía haberse dejado él mismo allí ese dinero, en un momento de enajenación del que no fuera consciente.

La explicación se le escapaba. Aunque sentía con intensidad esa fuerza que aparentaba tenderle un hilo como el que usó Ariadna para escapar del laberinto del Minotauro. Un hilo que, en este caso, le guiaba hacia el destino contrario, hacia su centro, el lugar donde aguardaba la temible bestia sedienta de sangre…

El conductor del autobús se volvió hacia él para avisarle de que aquella era su parada. Le había preguntado al montar cuál de ellas quedaba más cerca de la calle McKinney.

—Siga hacia el este durante tres o cuatro manzanas y luego gire hacia el norte —dijo el amable hombre, ya a punto de jubilarse—. Pregunte por allí. No tiene pérdida.

Jack descendió, tras agradecerle la ayuda, y siguió el camino que le había indicado. Discretamente, mientras caminaba, comprobó que la pistola estaba en su sitio, oculta entre sus ropas. En cuanto localizara el Abacus, buscaría un lugar apartado donde comprobar que estaba cargada y lista para disparar. Él apenas sabía usar un arma, pero no se necesitaba ser un experto.

Al otro lado de una calle de lujosas casas de estilo colonial, preguntó la hora a una mujer que paseaba con un perrito ridículo: las doce del mediodía. Kyle Atterton podía estar ya en el restaurante. Aunque tendría que asegurarse, sin darle la oportunidad de que pudiera reconocerle y escapar.

Aquello era una nueva dificultad. Pero ahora Jack tenía la sensación —la certeza— de que tampoco le impediría cumplir su objetivo. Como si éste hubiera sido ya escrito.

Capítulo 44

E
star bajo tierra no parece de muy buen agüero. Es donde todos los seres humanos acaban, antes o después y para siempre. Pero Jack y Julia se sintieron relativamente a salvo en las entrañas de la galería subterránea que discurría bajo el edificio principal de la clínica. Habían ocurrido demasiadas cosas aterradoras e increíbles para que a Jack le sorprendiera ver a Julia abrir, sin vacilaciones, la puerta secreta que no consiguieron encontrar juntos. Ella sí la había encontrado, ahora resultaba evidente. Eso, y que le había mentido. Pero cualquier recriminación sonaría absurda cuando el mundo entero, y su visión de él, se estaban desmoronado ante sus ojos.

Avanzaron a tientas por el túnel excavado en la roca, en silencio y en medio de la más completa oscuridad. En la quietud que reinaba allí abajo sólo se escuchaban sus respiraciones, todavía agitadas, y sus pasos vacilantes. Llegaron a la gruta en la que desembocaba la galería. Sus ojos no tardaron en acostumbrarse a la débil luminiscencia que provenía del techo. Entonces Jack pudo ver, como Julia antes que él, los cimientos de la torre y las tres puertas en su base. Aunque había una diferencia.

—Está abierta —susurró ella.

Dos de las puertas permanecían cerradas, pero no la que estaba más a la derecha. Parecía lógico atravesarla. Nada les aseguraba que en la gruta estuvieran a salvo de los demonios. Quizá ellos también conocieran la entrada secreta en la clínica. De ser así, se verían igual de acorralados que quienes se encerraron ingenuamente en sus habitaciones.

Antes de atravesarla, sin embargo, Jack se fijó en la puerta de al lado, la central. Le pareció ver algo grabado en ella. Un número. Se veía difuminado al principio, pero fue mostrándose con más nitidez. Julia estaba mirando al mismo punto.

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