La torre prohibida (34 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

—¿Tú también puedes verlo, verdad? —dijo.

—27.143.616 —leyó él en voz alta.

Era el mismo número que había escrito, en sueños, en el espejo de su habitación. Julia también veía un número, pero no ése.

—707.910.130 —dijo a su vez—. ¿Qué significan esos números? ¿Y por qué no vemos lo mismo?

—No lo sé. No lo sé —repitió Jack.

El mundo se había vuelto un delirio incomprensible.

Jack probó a empujar la puerta central, que no tenía pomo ni cerradura. Estaba atrancada. Fue a hacer lo mismo con la de la izquierda, pero se detuvo a un paso de distancia. Sentía una frialdad malévola emerger de ella. Ni siquiera se atrevió a tocarla. Miró hacia Julia y se dirigió con cautela hacia la única puerta abierta. Al asomarse, se topó con un muro de piedra. Una escalera de caracol, de peldaños también de piedra, partía del nivel del suelo y conducía aún más abajo.

Jack interrogó a Julia con los ojos. Ella se encogió de hombros, pero enseguida asintió levemente con la cabeza.

Él cruzó primero el umbral. Por un momento se sintió cegado, al ocultar con su propio cuerpo la luz de origen incierto que iluminaba la gruta. Tanteó con el pie para descender el primer escalón. Siguió bajando unos cuantos más con la misma cautela. A medida que lo hacía, se dio cuenta de que allí la oscuridad tampoco era completa. Un resplandor suave llegaba desde las profundidades a las que conducía aquella escalera, cuyo final era incapaz de distinguir.

Julia debía de ver mejor que él en la penumbra, porque casi de inmediato la sintió justo detrás. Continuaron descendiendo en silencio, muy pegados el uno al otro, adentrándose más y más en el interior de la tierra. El cilindro en que estaba embutida la escalera de caracol era estrecho. Provocaba una sensación claustrofóbica, pero no el rechazo visceral que Jack sintió arriba, frente a la puerta de la izquierda. Quizá por ese camino lograran al fin escapar de la clínica y regresar al mundo normal. A Jack se le pasó por la cabeza la idea de que ese mundo pudiera no existir ya. Al menos, no para él y para Julia. Pero atajó el lúgubre pensamiento antes de que pudiera anidar en su mente.

El resplandor que iluminaba los escalones de piedra había ido haciéndose más intenso conforme descendían, pero era imposible saber si quedaba mucho o poco hasta llegar al final. Porque la escalera debía acabar en algún sitio. ¿O no? ¿Y si descendía interminablemente? ¿O llegaba hasta el mismísimo infierno? Todas las reglas se habían despedazado. Todo era posible en esas circunstancias. El infierno debía existir, si los demonios existían de verdad. Ellos mismos eran testigos.

Julia se agitó, intranquila, a la espalda de Jack.

—¿Qué te pa…? —intentó preguntar éste.

Pero no pudo terminar la frase. Su cuerpo se tensó de arriba abajo, como si hubiera sufrido un espasmo. Una especie de fogonazo le atravesó la mente. La llenó el escenario que veía cada noche en su pesadilla: las calles oscuras y miserables de Niamey, en Níger. Otro fogonazo lo transportó más adelante en el sueño. Vio en su cabeza a la joven negra caminando a paso rápido por esas calles, en dirección a su casa, adonde nunca llegaría. Un tercer fogonazo se la mostró degollada, en mitad de un charco de sangre. La imagen era tan vivida que a Jack se le retorció el estómago.

Volvió a la realidad igual de repentinamente. Desorientado, miró a su alrededor. Estaba otra vez en la escalera de caracol. Las calles mugrientas donde la joven había muerto asesinada se habían transformado en las paredes de piedra que los rodeaban.

Su pesadilla ahora lo acosaba despierto. Y a Julia también. Ella respiraba agitada. Sus grandes ojos le miraban con ansiedad.
¿ Qué nos está pasando?,
decían.

—¿Estás bien? —le preguntó Jack.

No lo estaba. Ni él tampoco. ¿Cómo podrían estarlo?

—Sigue bajando —le apremió Julia.

Puede que encontraran alguna respuesta al final de la escalera. Los peldaños acababan abruptamente frente a un rectángulo de luz abierto en la piedra. Jack no dudó esta vez en cruzarlo. Cuando Julia lo hizo también, se lo encontró parado
y
en tensión. No conseguía verle la cara, porque estaba de espaldas a ella, pero sabía que tendría su misma expresión de asombro.

Habían imaginado que la escalera les conduciría a alguna clase de cámara subterránea, pero lo que tenían ante los ojos era apabullante: una enorme gruta de varios niveles, cubierta por altísimas estanterías, llenas hasta rebosar de millones de carpetas, como si se hubieran reunido allí todas las bibliotecas del mundo. Las estanterías se elevaban hasta una altura imposible, perdiéndose en la oscuridad de un techo que no alcanzaba a verse. En mitad de la gruta había una laguna. En ésta tenía su origen la luz que la iluminaba. Bajo el agua, en el fondo, algo resplandecía intensamente.

Julia se separó de Jack para dirigirse a la estantería más próxima. La infinidad de carpetas estaba cubierta por una gruesa capa de polvo, tan vieja como la propia Tierra. Extendió el brazo para coger una de ellas y sintió un hormigueo en la mano. Era más desagradable que doloroso, aunque se hizo más intenso cuando la tocó. Tiró de sus bordes para sacarla, pero ésta se mantuvo en su lugar como si estuviera fundida con las demás.

Es de otro,
pensó Julia, sin saber qué podía significar eso.

Rodeó la mesa y vio lo que alguien había escrito a mano en la cubierta, usando esa misma pluma y una tinta del tono bermellón de la sangre. Sus ojos se abrieron en un gesto de sorpresa e inquietud al leer:

JACK WINGER

Capítulo 45

L
a Agencia de Seguridad Nacional, como el mismo Dios, lo sabe todo. Conoce tantas cosas de cada ciudadano del mundo, que si uno llegara a ser consciente se sentiría desnudo en medio de una multitud. Pero esa información se preserva con el mismo celo con que una leona cuida de sus cachorros. Salvo cuando se trata de la investigación de un delito. Entonces, la información —con las debidas precauciones— sí puede salir de sus muros físicos y electrónicos.

Norman Martínez había telefoneado a un viejo amigo de los marines, donde ambos habían servido antes de seguir caminos diferentes. Aún le debía un favor. No es que le hubiera salvado la vida en ninguna misión de guerra. Lo que hizo fue mucho más rocambolesco: salvarle de una boda equivocada. Martínez descubrió que la novia era, en realidad, una prostituta que seguía ejerciendo a pocos días de la celebración.

Gracias a ese pequeño «favor», su contacto en la NSA no tuvo objeción en darle un informe con numerosos datos sobre Kyle Atterton. Entre ellos, el nombre del restaurante donde solía almorzar: el Abacus, en la calle McKinney de Dallas. Un lugar público, accesible, que daba a Jack una excelente oportunidad para acabar con él.

Y precisamente allí se dirigía ahora Martínez con sus dos agentes de la policía de Texas, un negro tan grande como un armario y un muchacho rubicundo que bien hubiera podido estar montando un toro en un rodeo.

—¿No podemos ir por otro sitio? —dijo Martínez, nervioso, desde el asiento trasero del coche patrulla.

El atasco en el centro de Dallas era peor que los de Manhattan en hora punta. Ni siquiera el aullido de la sirena lograba deshacerlo.

—Todo está igual a mediodía —dijo el agente más joven—. Pero no se preocupe, ya estamos muy cerca.

Frente a la puerta del Abacus, Jack pensó que tenía dos opciones: entrar con la pistola en la mano, provocando el pánico, y aprovecharlo para matar a Atterton si es que éste se encontraba ya en el restaurante; o bien esperar un tiempo, oculto en algún sitio desde el que pudiera ver sin ser visto, a que aquel hijo de perra apareciera.

El Abacus disponía de un pequeño aparcamiento al aire libre frente a la puerta principal. Atterton tendría que dejar allí su coche antes de entrar. Seguramente iría acompañado de sus guardaespaldas. Pero a Jack no le importaba morir. Lo único que quería, que deseaba con todas sus fuerzas, libre ya de cualquier duda, era matar a Kyle Atterton.

—¿Dónde estás ahora, Pedroche? —dijo entre dientes.

No lo hizo porque pensara que el viejo indio fuera a guiarle de nuevo, sino por puro deseo de no estar tan solo, tan desamparado. Una sensación parecida a la que le hizo abandonar el coche y unirse al camionero, e igual de aguda, le asaltó en ese preciso instante: Atterton se encontraba ya en el restaurante. Visualizó el local, donde nunca había estado, e incluso vio la mesa a la que aquel malnacido estaba sentado con otros dos hombres, uno a la derecha y otro a la izquierda.

También notó como si una mano invisible lo empujara suavemente por la espalda. No obligándole a entrar, sino dándole confianza. ¿La mano de Pedroche? No podía saberlo, pero fue un impulso suficiente. Cerró los ojos un momento, acarició la empuñadura de la pistola y se dirigió a la entrada del Abacus con paso firme.

No necesitó escrutar el interior. Sus ojos estaban fijos en el camino que iba siguiendo y que acababa de mostrársele en esa especie de visión, nebulosa aunque precisa. Avanzó sin hacer el menor caso de un camarero, que le sonrió y le preguntó si deseaba una mesa. Como un autómata, programado de antemano, atravesó la sala, decorada con sobriedad y gusto, de suelo gris, techo cruzado por traviesas de madera, sillas y mesas blancas, todas ellas con un pequeño girasol en su centro.

El camarero se quedó mirándole con gesto de extrañeza. Iba a decirle algo al maître cuando vio a Jack sacar la pistola. Atterton estaba al fondo del salón, de espaldas a una pared rugosa que simulaba el antiguo muro de una construcción tradicional de la zona. A sus lados se hallaban los dos hombres que Jack había visto, aunque ahora tenían rostro.

Todo sucedió muy deprisa: el camarero gritó aterrorizado, Atterton se dio cuenta de la presencia de Jack y se levantó de su silla, con los ojos desorbitados, derramando su copa de vino y dejando caer al suelo su servilleta. Jack tenía ya el cañón de su arma apuntando directamente a su cabeza. Acarició el gatillo…

Y entonces una voz a su espalda le hizo titubear.

—¡No, Jack! ¡No lo hagas!

Era la voz de Norman Martínez, que tenía detrás a los dos agentes de Dallas, con instrucciones precisas de no abrir fuego si él no se lo ordenaba.

Jack no movió un músculo ni dejó de apuntar a Atterton. Uno de los hombres que estaban junto a él trató de sacar un arma. Con el gesto impasible, Jack disparó por encima de la cabeza de Atterton, que se agachó instintivamente para luego incorporarse de nuevo.

—¡Bastardo, quiero que confieses el asesinato de mi familia!

Lágrimas de rabia afloraron a los ojos de Jack.

—No tengo nada que confesar —dijo Atterton, recobrada su presencia de ánimo—. Dispara si tienes cojones, pero no me harás confesar nada.

—¡No! —gritó de nuevo Martínez—. No vale la pena, Jack. Sabemos que Atterton estuvo en Albuquerque cuando se produjo el crimen. La verdad saldrá a la luz. Confía en mí, por favor.

—No puedo…

Jack aumentó la presión en el gatillo. Norman supo entonces que iba a disparar, y él mismo se dispuso a hacerlo contra su amigo. No le quedaba ya otra opción.

Y Jack hubiera disparado si no fuera porque, en el último instante, regresó la oscuridad. La misma oscuridad muerta y terrible que vio en la carretera. Lo único que se mantuvo fue Atterton, recortado en las sombras y bañado por una tenue luz rojiza.

Aunque no fue sólo eso lo que impidió a Jack apretar el gatillo y acabar de una vez por todas. Fue algo más, que apareció como un fantasma; unas cifras flotaban delante de sus ojos: 27.143.616. Aquel número al que no había encontrado sentido, que estaba escrito en el pedazo de
post-it
de su mesa en el periódico, en la fotografía del petroglifo navajo y, borrado y arañado, en la cueva de Monument Valley.

Allí estaba de nuevo. Aunque era distinto. El último dígito, el 6, parecía estar convirtiéndose en un 7. Vibraba como un letrero de neón gastado.

Y, entonces, algo hizo a Jack dudar una vez más. La última. Como si Pedroche le dijera, desde dentro de su alma, que no lo hiciera. Que no se condenara asesinando a Atterton. Que ésa era la verdad. La respuesta que buscaba.

Jack había separado levemente el dedo del gatillo de la pistola cuando una detonación quebró el espacio y la negrura. El arma se soltó de su mano. El mismo se desplomó con un agujero de bala en la espalda. Al caer, herido de muerte, sintió como si un negro túnel lo absorbiera hacia las profundidades de la tierra.

Pero no estaba solo: alguien le esperaba, rodeado de luz, al otro lado de las sombras.

Capítulo 46

A
diferencia de lo que le había ocurrido a Julia, cuando tocó una de las carpetas de la gruta, Jack no sintió ningún hormigueo en su mano al acercarla a la que tenía escrito su nombre. Pero la mano y el brazo le temblaban. Una descarga le recorrió todo el cuerpo, haciéndole sacudirse. En su mente surgió una nueva imagen. Era la fachada blanca de una casa de dos pisos y tejado de pizarra gris.

Jack se retiró instintivamente, como si aquella carpeta estuviera ardiendo. La imagen desapareció de inmediato. Ansioso, buscó a Julia con la mirada. Se había alejado y, en ese momento, desapareció por una galería lateral. Él volvió a posar los ojos en la carpeta (
su
carpeta), con una mezcla de honda curiosidad y respeto casi supersticioso. Inhaló una gran bocanada de aire y extendió otra vez la mano hacia ella. Contuvo la respiración al tiempo que la abría.

Otra sacudida. Más fuerte que la anterior. Se vio en un pequeño jardín de hierba recia, muy bien cuidado, frente a la misma casa. Su verdor desentonaba con la aridez de unas montañas a lo lejos. Era todo tan real que incluso podía sentir en el rostro una brisa cálida y el olor de la hierba recién cortada. La puerta de la casa se abrió y una mujer apareció tras ella. Se quedó parada en el umbral, con los brazos cruzados y la vista fija en Jack. Sonrió en su dirección y éste pensó que era la mujer más hermosa del mundo.

—Amy —susurró.

Decir ese nombre fue como pronunciar un sortilegio. La amnesia de Jack se deshizo y su mente quedó inundada con un millón de recuerdos que se mostraron a la vez. Su propia infancia, un partido de baloncesto en el instituto, el día en que conoció a Amy, la primera vez que hicieron el amor, cubiertos por una manta y contemplando las estrellas en Monument Valley, su boda y el traje blanco de ella, el nacimiento de su hijo…

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