La trilogía de Nueva York (15 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

—Hasta pronto, Daniel —dijo, yendo hacia la puerta.

El niño le miró desde el otro lado de la habitación y se rió de nuevo.

—¡Adiós, yo! —dijo.

Auster le acompañó hasta la puerta.

—Le llamaré en cuanto cobre el cheque. ¿Viene usted en la guía telefónica? —le dijo.

—Sí —contestó Quinn—. Soy el único.

—Si me necesita para algo —dijo Auster—, llámeme. Estaré encantado de ayudarle.

Auster alargó la mano para estrechar la suya y Quinn se dio cuenta de que todavía tenía el yoyó. Lo puso en la mano derecha de Auster, le dio unas palmaditas en el hombro y se fue.

11

Ahora Quinn estaba perdido. No tenía nada, no sabía nada, sabía que no sabía nada. No sólo estaba como al principio, estaba antes del principio, tan lejos del principio que era peor que cualquier final que pudiera imaginar.

Según su reloj eran casi las seis. Quinn volvió a casa por donde había venido, alargando sus pasos a cada nueva manzana. Cuando llegó a su calle, iba corriendo. Hoy es dos de junio, se dijo. Intenta recordarlo. Esto es Nueva York y mañana será tres de junio. Si todo va bien, pasado mañana será cuatro. Pero nada es seguro.

Hacía rato que había pasado la hora de su llamada a Virginia Stillman, y dudó si hacerla. ¿Sería posible pasar de ella? ¿Podría abandonarlo todo, así, por las buenas? Sí, se dijo, es posible. Podría olvidar el caso, volver a su rutina, escribir otro libro. Podría hacer un viaje si quería, incluso marcharse del país por algún tiempo. Podría ir a París, por ejemplo. Sí, eso era posible. Pero cualquier sitio serviría, pensó, cualquier sitio.

Se sentó en el cuarto de estar y miró las paredes. Recordaba que habían sido blancas, pero ahora habían adquirido una curiosa tonalidad amarilla. Quizá se irían ensuciando aún más, poniéndose grises, o incluso marrones, como una pieza de fruta tocada. Una pared blanca se convierte en una pared amarilla que luego se convierte en una pared gris, se dijo. La pintura se gasta, la ciudad invade con su hollín, el yeso se desmorona. Cambios y más cambios.

Fumó un cigarrillo, y luego otro, y luego otro. Se miró las manos, vio que las tenía sucias y se levantó para lavárselas. En el cuarto de baño, con el agua corriendo en el lavabo, decidió afeitarse también. Se puso espuma en la cara, sacó una cuchilla nueva y empezó a quitarse la barba. Por alguna razón encontraba desagradable mirarse al espejo y trataba de rehuir su imagen con los ojos. Te estás volviendo viejo, se dijo, te estás convirtiendo en un viejo imbécil. Luego entró en la cocina, se tomó un cuenco de cereales y se fumó otro cigarrillo.

Ya eran las siete. Una vez más debatió consigo mismo si debía llamar a Virginia Stillman. Mientras le daba vueltas al asunto se le ocurrió que ya no tenía criterio. Veía el argumento a favor de hacer la llamada y al mismo tiempo veía el argumento a favor de no hacerla. Al final, fue la educación la que le decidió. No sería justo desaparecer sin avisarla. Una vez lo hubiera hecho, sería perfectamente aceptable. Con tal que le digas a la gente lo que vas a hacer, razonó, da igual lo que hagas. Eres libre de hacer lo que quieras.

El teléfono, sin embargo, comunicaba. Esperó cinco minutos y volvió a marcar. El teléfono seguía comunicando. Durante la hora siguiente Quinn marcó y esperó alternativamente, siempre con el mismo resultado. Al fin llamó a la operadora y le preguntó si el teléfono estaba averiado. Le cobrarían treinta centavos por la consulta, le advirtieron. Luego oyó un chisporroteo en la línea, el sonido de marcar, mas voces. Quinn trató de imaginar qué aspecto tendrían las operadoras. Luego la primera mujer le habló de nuevo: el número comunicaba.

Quinn no sabía qué pensar. Había tantas posibilidades que ni siquiera podía empezar a considerarlas. ¿Stillman? ¿El teléfono descolgado? ¿Alguna otra persona?

Encendió la televisión y vio las dos primeras entradas del partido de los Mets. Luego marcó una vez más. Lo mismo. Al comienzo de la tercera St. Louis marcó con una base robada y un bombo sacrificado. Los Mets igualaron esa carrera en mitad de la entrada con un doble de Wilson y un sencillo de Youngblood. Quínn se dio cuenta de que le daba igual. Apareció un anuncio de cerveza y quitó el sonido. Por vigésima vez trató de hablar con Virginia Stillman y por vigésima vez le ocurrió lo mismo. Al comienzo de la cuarta entrada St Louis marcó cinco carreras y Quinn quitó la imagen también. Encontró su cuaderno rojo, se sentó ante su mesa de trabajo y escribió sin parar durante las siguientes dos horas. No se molestó en leer lo que había escrito. Luego llamó a Virginia Stillman y oyó nuevamente la señal de comunicar. Colgó el teléfono con tanta fuerza que el plástico se rompió. Cuando intentó volver a llamar, ya no pudo conseguir el tono para marcar. Se levantó, entró en la cocina y se preparó otro cuenco de cereales. Luego se fue a la cama.

En su sueño, que más tarde olvidó, se encontraba andando por Broadway llevando de la mano al hijo de Auster.

Quinn pasó todo el día siguiente andando. Empezó temprano, justo después de las ocho, y no se detuvo a considerar adónde iba. Ese día vio muchas cosas en las que no se había fijado antes.

Cada veinte minutos entraba en una cabina telefónica y llamaba a Virginia Stillman. Lo que había ocurrido la noche anterior seguía ocurriendo ese día. A aquellas alturas Quinn esperaba que el número diera señal de comunicar. Ya ni siquiera le molestaba. La señal se había convertido en un contrapunto a sus pasos, un metrónomo que marcaba constantemente en medio de los ruidos fortuitos de la ciudad. Encontraba cierto consuelo en la idea de que cada vez que marcara el número, el sonido estaría allí, siempre invariable en su negativa, negando el discurso y la posibilidad del discurso, tan insistente como los latidos de un corazón. Virginia y Peter Stillman estaban ahora fuera de su alcance. Pero podía tranquilizar su conciencia con el pensamiento de que continuaba intentándolo. Fuera cual fuera la oscuridad a la que le conducían, él no los había abandonado todavía.

Bajó por Broadway hasta la calle Setenta y dos, torció al este hacia Central Park West y siguió hasta llegar a la Cincuenta y nueve y la estatua de Colón. Allí torció de nuevo hacia el este, avanzando por Central Park South hasta Madison Avenue, donde tiró a la derecha y caminó hacia la estación Grand Central. Después de dar vueltas al azar por unas cuantas manzanas, continuó hacia el sur cosa de un kilómetro, llegó al cruce de Broadway con la Quinta Avenida en la calle Veintitrés, se detuvo para mirar el edificio Flatiron y luego cambió de rumbo, cogiendo una transversal en dirección oeste hasta que llegó a la Séptima Avenida, donde viró a la izquierda y siguió hacia el centro. En Sheridan Square giró de nuevo hacia el este, deambulando por Waverly Place, cruzando la Sexta Avenida y continuando hasta Washington Square. Pasó bajo el arco y se abrió camino hacia el sur entre el gentío, deteniéndose momentáneamente para mirar a un funambulista que estaba haciendo su número sobre una cuerda tendida entre una farola y el tronco de un árbol. Luego dejó el parquecito por la esquina este, cruzó las viviendas universitarias con sus parterres de hierba y torció a la derecha en Houston Street. En West Broadway giró de nuevo, esta vez a la izquierda, y siguió hasta Canal. Desviándose ligeramente a su derecha, pasó por un parque de bolsillo y se metió por Varick Street, pasó por el número seis, donde había vivido algún tiempo, y luego retomó su rumbo sur, cogiendo nuevamente West Broadway donde se cruza con Varick. West Broadway le llevó hasta la base del World Trade Centre y al vestíbulo de una de las torres, donde hizo su decimotercera llamada del día a Virginia Stillman. Quinn decidió comer algo, entró en uno de los restaurantes de comida rápida de la planta baja y consumió despacio un sandwich mientras trabajaba en el cuaderno rojo. Después continuó andando hacia el este, vagabundeando por las estrechas calles del distrito financiero, y luego se dirigió hacia el sur, hacia Bowling Green, donde vio el agua y las gaviotas que volaban sobre ella a la luz del mediodía. Por un momento consideró la posibilidad de dar un paseo en el transbordador de Staten Island, pero luego lo pensó mejor y echó a andar en dirección norte. En Fulton Street se metió a la derecha y siguió en dirección noreste por East Broadway, que le llevó a las miasmas del Lower East Side y luego a Chinatown. Desde allí encontró el Bowery, que le condujo por la calle Catorce. Después torció a la izquierda, cortó diagonalmente por Union Square y siguió a lo largo de Park Avenue South. En la calle Veintitrés se dirigió hacia el norte. Unas manzanas después torció otra vez a la derecha, anduvo una manzana hacia el este y luego subió por la Tercera Avenida durante un rato. En la calle Treinta y dos torció a la derecha, llegó a la Segunda Avenida, torció a la izquierda, subió tres manzanas y luego torció a la derecha por última vez, encontrándose en la Primera Avenida. Entonces anduvo los siete bloques de las Naciones Unidas y decidió tomarse un breve descanso. Se sentó en un banco de piedra en la plaza y respiró hondo, relajándose al aire y al sol con los ojos cerrados. Luego abrió el cuaderno rojo, sacó del bolsillo el bolígrafo del sordomudo y comenzó una página nueva.

Por primera vez desde que había comprado el cuaderno rojo, lo que escribió no tenía nada que ver con el caso de los Stillman. Más bien se concentró en las cosas que había visto mientras paseaba. No se detuvo a pensar en lo que estaba haciendo ni analizó las posibles implicaciones de aquel acto inusual. Sentía la necesidad de registrar ciertos hechos y quería escribirlos antes de que se le olvidaran.

Hoy, como nunca antes: los vagabundos, los desarrapados, las mujeres con las bolsas, los marginados y los borrachos. Van desde los simplemente menesterosos hasta los absolutamente miserables. Dondequiera que mires, allí están, en los barrios buenos como en los malos.

Algunos mendigan con una apariencia de orgullo. Dame ese dinero, parecen decir, y pronto volveré a estar entre vosotros, yendo y viniendo apresuradamente en mi rutina cotidiana. Otros han renunciado a la esperanza de salir algún día de su marginalidad. Están ahí despatarrados sobre la acera con un sombrero, una taza o una caja, sin molestarse siquiera en mirar al transeúnte, demasiado derrotados como para dar las gracias a quienes dejan caer una moneda ante ellos. Otros tratan por lo menos de trabajar para ganarse el dinero que les dan: el ciego vendedor de lápices, el borracho que te lava el parabrisas del coche. Algunos cuentan historias, generalmente trágicos relatos de su propia vida, como para dar a sus benefactores algo a cambio de su bondad, aunque sean sólo palabras.

Otros tienen verdadero talento. Por ejemplo, el viejo negro de hoy que bailaba claqué mientras hacía malabarismos con cigarrillos, aún digno, claramente en otro tiempo un artista de variedades, vestido con un traje morado, una camisa verde y una corbata amarilla, la boca fija en una sonrisa teatral a medias recordada. También están los que hacen dibujos con tizas en la acera y los músicos: saxofonistas, guitarristas, violinistas. Ocasionalmente, incluso te encuentras con un genio, como me ha ocurrido a mí hoy:

Un clarinetista de edad indefinida, con un sombrero que le oscurecía la cara, sentado en la acera con las piernas cruzadas a la manera de un encantador de serpientes. Justo delante de él había dos monos de cuerda, uno con una pandereta y el otro con un tambor. Mientras uno sacudía y el otro golpeaba, marcando un extraño y preciso ritmo, el hombre improvisaba infinitas y minúsculas variaciones con su instrumento, balanceando el cuerpo rígidamente hacia adelante y hacia atrás, imitando enérgicamente el ritmo de los monos. Tocaba con garbo y elegancia, vivas y ondulantes figuras en tono menor, como si estuviera contento de encontrarse allí con sus amigos mecánicos, encerrado en el universo que él mismo había creado, sin levantar los ojos ni una sola vez. Seguía y seguía, al final siempre lo mismo, y sin embargo cuanto más le escuchaba más me costaba marcharme.

Estar dentro de esa música, ser atraído al circulo de sus repeticiones: quizá ése sea un lugar donde uno pueda al fin desaparecer.

Pero los mendigos y los artistas constituyen sólo una pequeña parte de la población vagabunda. Son la aristocracia, la élite de los caídos. Mucho más numerosos son quienes no tienen nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Muchos son borrachos, pero ese término no hace justicia a la devastación que encarnan. Sacos de desesperación, cubiertos de harapos, las caras magulladas y sangrantes, avanzan por las calles arrastrando los pies como si llevaran cadenas. Dormidos en las puertas, tambaleándose entre el tráfico, derrumbados en las aceras, parecen estar por todas partes en el momento en que los buscas. Algunos morirán de inanición, otros morirán de frío, otros serán apaleados, quemados o torturados.

Por cada alma perdida en ese infierno particular, hay varias otras encerradas en la locura, incapaces de salir al mundo que se halla al otro lado de sus cuerpos. Aunque parecen estar ahí, no se puede contar con que estén presentes. Por ejemplo, el hombre que va a todas partes con un juego de palillos de tambor, aporreando la acera con ellos a un ritmo precipitado y desatinado, incómodamente encorvado mientras avanza por la calle golpeando insistentemente el cemento. Quizá piensa que está haciendo algo importante. Quizá, si no hiciera lo que hace, la ciudad se vendría abajo. Quizá la luna se saldría de su órbita y se estrellaría contra la tierra. Hay quienes hablan solos, quienes mascullan, quienes gritan, quienes maldicen, quienes gimen, quienes se cuentan historias a sí mismos como si lo hicieran a otra persona. Como el hombre que he visto hoy, sentado como un montón de basura, enfrente de la estación Grand Central, diciendo en voz alta y aterrada mientras la multitud pasaba apresuradamente a su lado: «Tercero de infantería de marina… comiendo abejas… las abejas me salían por la boca.» O la mujer que le gritaba a un compañero invisible: «¡Y qué pasa si no quiero! ¡Y qué pasa si no me da la real gana!»

Hay mujeres con bolsas de plástico y hombres con cajas de cartón, que cargan con sus pertenencias de un sitio a otro, siempre en movimiento, como si importara dónde estuvieran. Hay un hombre envuelto en la bandera americana. Hay una mujer con una máscara de carnaval en la cara. Hay un hombre con un abrigo andrajoso, los pies envueltos en trapos, que lleva en la mano una percha con una camisa blanca perfectamente planchada, aún enfundada en el plástico de la tintorería. Hay un hombre con traje de ejecutivo, los pies descalzos y un casco de fútbol americano en la cabeza. Hay una mujer cuya ropa está cubierta de los pies a la cabeza de chapas de campaña presidencial. Hay un hombre que camina con la cara entre las manos, llorando histéricamente y repitiendo una y otra vez: «No, no, no. Él ha muerto. Él no ha muerto. No, no, no. Él ha muerto. Él no ha muerto.»

Baudelaire:
Il me semble que je serais toujours bien là oú je ne suis pas
. En otras palabras: me parece que siempre seré feliz allí donde no estoy. O, más directamente: dondequiera que no estoy es donde soy yo mismo. O bien, cogiendo el toro por los cuernos: en cualquier parte fuera del mundo.

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