La trilogía de Nueva York (11 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

Esto le ayudó algo. Pero las letras continuaban horrorizándole. Todo el asunto era tan solapado, tan diabólico por sus circunloquios, que no quería aceptarlo. Luego vinieron las dudas, como obedeciendo una orden, y llenaron su cabeza de rítmicas voces burlonas. Lo había imaginado todo. Las letras no eran letras en absoluto. Las había visto sólo porque quería verlas. Y aunque los diagramas formasen letras, era pura chiripa. Stillman no tenía nada que ver con ello. Todo era una casualidad, un fraude que había perpetrado contra sí mismo. Decidió irse a la cama. Durmió a intervalos, se despertó y escribió en el cuaderno rojo durante media hora, se volvió a la cama. Su último pensamiento antes de dormirse fue que probablemente tenía dos días más, ya que Stillman no había completado aún su mensaje. Faltaban las últimas dos letras, la «E» y la «L». La mente de Quinn se dispersó. Llegó a un país de fragmentos, un lugar de cosas sin palabras y palabras sin cosas. Luego, luchando con el sueño por última vez, se dijo que El era la antigua palabra hebrea para Dios.

En su sueño, que más tarde olvidó, se encontró en el vertedero de su infancia, rebuscando en una montaña de basura.

9

El primer encuentro con Stillman tuvo lugar en Riverside Park. Fue a primera hora de la tarde de un sábado de bicicletas, paseadores de perros, y niños. Stillman estaba sentado solo en un banco, mirando fijamente a nada en concreto, el pequeño cuaderno rojo en el regazo. Había luz por todas partes, una luz inmensa que parecía irradiar de cada cosa que el ojo percibía, y por encima, en las ramas de los árboles, continuaba soplando la brisa, que sacudía las hojas con un apasionado susurro, un subir y bajar tan constante como el oleaje.

Quinn había planeado sus movimientos cuidadosamente. Fingiendo no haberse fijado en Stillman, se sentó en el banco a su lado, cruzó los brazos sobre el pecho y miró fijamente en la misma dirección que el viejo. Ninguno de los dos habló. Según sus cálculos posteriores, Quinn estimó que aquello se prolongó durante quince o veinte minutos, luego, sin previo aviso, volvió la cabeza hacia el viejo y le miró directamente, fijando con obstinación los ojos en el arrugado perfil. Quinn concentró toda su fuerza en los ojos, como si pudiera hacer un agujero en el cráneo de Stillman por quemadura. Esta mirada duró cinco minutos.

Finalmente Stillman se volvió hacia él. Con una voz de tenor sorprendentemente suave, dijo:

—Lo siento, pero no me será posible hablar con usted.

—Yo no he dicho nada —dijo Quinn.

—Es verdad —contestó Stillman—. Pero debe usted comprender que no tengo costumbre de hablar con desconocidos.

—Repito —dijo Quinn— que no he dicho nada.

—Sí, ya le he oído la primera vez. Pero ¿no le interesa saber por qué?

—Me temo que no.

—Bien expresado. Veo que es usted un hombre con sentido común.

Quinn se encogió de hombros negándose a responder. Ahora todo su ser emanaba indiferencia.

Stillman sonrió alegremente, se inclinó hacia Quinn y dijo en tono conspiratorio:

—Creo que vamos a llevarnos bien.

—Eso está por ver —dijo Quinn tras una larga pausa.

Stillman se rió —un breve y estruendoso «ja»— y luego continnó:

—No es que me desagraden los desconocidos
per se
. Es sólo que prefiero no hablar con alguien que no se ha presentado. Para empezar necesito tener un nombre.

—Pero una vez que una persona da su nombre ya no es un desconocido.

—Exactamente. Por eso no hablo nunca con desconocidos. Quinn estaba preparado para aquello y sabía cómo responder. No iba a dejarse coger. Puesto que técnicamente era Paul Auster, ése era el nombre que tenía que proteger. Cualquier otro, incluso el verdadero, sería una invención, una máscara que le ocultaría y le mantendría a salvo.

—En ese caso —dijo—, encantado de complacerle. Mi nombre es Quinn.

—Ah —dijo Stillman reflexivamente, asintiendo—. Quinn.

—Si, Quinn. Q-U-I-N-N.

—Comprendo. Si, sí, comprendo. Quinn. Hmmm. Si. Muy interesante. Quinn. Una palabra muy sonora. Rima con cojín, ¿no?

—Eso es. Cojín.

—Y también con fin, si no me equivoco.

—No se equívoca.

—Y también con sin y con Pekín. ¿No es así?

—Exactamente.

—Hmmm. Muy interesante. Veo muchas posibilidades en esta palabra, este Quinn, esta… quintaesencia… del equívoco. Latín, por ejemplo. Y tilín. Y plin. Y maletín. Hmmm. Rima con sinfín. Por no hablar de confín. Hmmm. Muy interesante. Y festín. Y violín. Y patín. Y botín. Y sillín. Y parlanchín. Y espadachín. Hmmm. Sí, muy interesante. Me gusta su nombre enormemente, señor Quinn. Vuela en muchas direcciones a la vez.

—Sí, yo también lo he pensado muchas veces.

—La mayoría de la gente no presta atención a esas cosas. Creen que las palabras son como piedras, como grandes objetos inamovibles sin vida, como mónadas que nunca cambian.

—Las piedras cambian. El viento y el agua pueden desgastarlas. Pueden erosionarse. Pueden machacarse. Pueden convertirse en pedazos, en grava, en polvo.

—Exactamente. Enseguida he sabido que era usted un hombre con sentido común, señor Quinn. Si usted supiera cuántas personas me han interpretado mal. Mi trabajo ha sufrido a causa de ello. Ha sufrido terriblemente.

—¿Su trabajo?

—Sí, mi trabajo. Mis proyectos, mis investigaciones, mis experimentos.

—Ah.

—Sí. Pero, a pesar de todos los reveses, nunca me he dejado intimidar realmente. En la actualidad, por ejemplo, estoy ocupado en una de las cosas más importantes que he hecho nunca. Si todo sale bien, creo que tendré la llave de una serie de importantísimos descubrimientos.

—¿La llave?

—Sí, la llave. Una cosa que abre puertas cerradas.

—Ah.

—Por supuesto, por el momento sólo estoy recogiendo datos, reuniendo pruebas, por así decirlo. Luego tendré que coordinar mis hallazgos. Es un trabajo sumamente difícil. No podría usted creer lo duro que es, sobre todo para un hombre de mi edad.

—Me lo imagino.

—Eso es. Hay tanto que hacer y tan poco tiempo para hacerlo. Todas las mañanas me levanto de madrugada. Tengo que estar a la intemperie haga el tiempo que haga, constantemente en movimiento, siempre andando, yendo de un sitio a otro. Me agota, se lo aseguro.

—Pero vale la pena.

—Cualquier cosa a cambio de encontrar la verdad. Ningún sacrificio es excesivo.

—Ciertamente.

—Verá, nadie ha comprendido lo que he comprendido yo. Soy el primero. Soy el único. Esa responsabilidad supone una gran carga para mí.

—El mundo sobre sus hombros.

—Sí, por así decirlo. El mundo o lo que queda de él.

—No me había dado cuenta de que la situación fuese tan mala.

—Lo es. Puede que aún peor.

—Ah.

—Verá, el mundo está fragmentado, señor. Y mi tarea es volver a unir los pedazos.

—Menuda tarea se ha echado usted encima.

—Me doy cuenta de ello. Pero únicamente estoy buscando el principio. Eso está al alcance de un solo hombre. Si logro poner los cimientos, otras manos podrán hacer el trabajo de restauración. Lo importante es la premisa, el primer paso teórico. Desgraciadamente, no hay nadie más que pueda hacer eso.

—¿Ha hecho usted muchos progresos?

—He dado pasos enormes. De hecho, ahora siento que estoy al borde de un descubrimiento decisivo.

—Me tranquiliza oír eso.

—Es un pensamiento consolador, sí. Y todo gracias a mi inteligencia, a la deslumbrante claridad de mi mente.

—No lo dudo.

—Verá, he comprendido la necesidad de limitarme. De trabajar dentro de un terreno lo bastante pequeño como para garantizar que todos los resultados sean concluyentes.

—La premisa de la premisa, por así decirlo.

—Eso es, exactamente. El principio del principio, el método de la operación. Verá, el mundo está fragmentado, señor. No sólo hemos perdido nuestro sentido de finalidad, también hemos perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. Éstas son cuestiones espirituales, sin duda, pero tienen su correlación en el mundo material. Mi brillante jugada ha sido limitarme a las cosas físicas, a lo inmediato y tangible. Mis motivos son elevados, pero mi trabajo se desarrolla ahora en el reino de lo cotidiano. Por eso me malinterpretan a menudo. Pero no importa. He aprendido a no dar importancia a esas cosas.

—Una respuesta admirable.

—La única respuesta. La única digna de un hombre de mi talla. Verá, estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje. Teniendo que hacer un trabajo como ése, no puedo preocuparme por la estupidez de los demás. En cualquier caso, todo es parte de la enfermedad que estoy tratando de curar.

—¿Nuevo lenguaje?

—Sí. Un lenguaje que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. Cuando las cosas estaban enteras nos sentíamos seguros de que nuestras palabras podían expresarlas. Pero poco a poco estas cosas se han partido, se han hecho pedazos, han caído en el caos. Y sin embargo nuestras palabras siguen siendo las mismas. No se han adaptado a la nueva realidad. De ahí que cada vez que intentamos hablar de lo que vemos, hablemos falsamente, distorsionando la cosa misma que tratamos de representar. Esto ha hecho que todo sea confusión y desorden. Pero las palabras, como usted comprende, son susceptibles de cambio. El problema es cómo demostrarlo. Por eso trabajo ahora con los medios más simples, tan simples que hasta un niño pueda comprender lo que digo. Considere una palabra que remite a una cosa: «paraguas», por ejemplo. Cuando digo la palabra «paraguas», usted ve el objeto en su mente. Ve una especie de bastón con radios metálicos plegables en la parte superior que forman una armadura para una tela impermeable, la cual, una vez abierta, le protegerá de la lluvia. Este último detalle es importante. Un paraguas no sólo es una cosa, es una cosa que cumple una función, en otras palabras, expresa la voluntad del hombre. Cuando uno se para a pensar en ello, todos los objetos son semejantes al paraguas, en el sentido de que cumplen una función. Ahora, mi pregunta es la siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿el paraguas sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los pones sobre la cabeza, caminas bajo la lluvia, y te empapas. ¿Es posible continuar llamando a ese objeto un paraguas? En general, la gente lo hace. Como máximo, dirán que el paraguas está roto. Para mí eso es un serio error, la fuente de todos nuestros problemas. Puesto que ya no cumple su función, el paraguas ha dejado de ser un paraguas. Puede que se parezca a un paraguas, puede que haya sido un paraguas, pero ahora se ha convertido en otra cosa. La palabra, sin embargo, sigue siendo la misma. Por lo tanto, ya no puede expresar la cosa. Es imprecisa; es falsa; oculta aquello que debería revelar. Y si ni siquiera podemos nombrar un objeto corriente que tenemos entre las manos, ¿cómo podemos esperar hablar de las cosas que verdaderamente nos conciernen? A menos que podamos comenzar a incorporar la noción de cambio a las palabras que usamos, continuaremos estando perdidos.

—¿Y su trabajo?

—Mi trabajo es muy sencillo. He venido a Nueva York porque es el más desolado de los lugares, el más abyecto. La decrepitud está en todas partes, el desorden es universal. Basta con abrir los ojos para verlo. La gente rota, las cosas rotas, los pensamientos rotos. Toda la ciudad es un montón de basura. Se adapta admirablemente a mi propósito. Encuentro en las calles una fuente incesante de material, un almacén inagotable de cosas destrozadas. Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos que me parecen dignos de investigación. Tengo ya cientos de muestras, desde lo desportillado a lo machacado, desde lo abollado a lo aplastado, desde lo pulverizado a lo putrefacto.

—¿Y qué hace usted con esas cosas?

—Les pongo nombre.

—¿Nombre?

—Invento palabras nuevas que correspondan a las cosas.

—Ah. Ya entiendo. Pero ¿cómo lo decide? ¿Cómo sabe si ha encontrado la palabra adecuada?

—Nunca me equivoco. Es una función de mi genio.

—¿Podría usted darme un ejemplo?

—¿De una de mis palabras?

—Sí.

—Lo siento, pero eso es imposible. Es mi secreto. Compréndalo. Una vez que se publique mi libro, usted y el resto del mundo lo sabrán. Pero por ahora tengo que callármelo.

—Información reservada.

—Eso es. Estrictamente confidencial.

—Lo siento.

—No se decepcione demasiado. Ya no tardaré mucho en ordenar mis hallazgos. Entonces empezarán a ocurrir grandes cosas. Será el acontecimiento más importante en la historia de la humanidad.

El segundo encuentro tuvo lugar poco después de las nueve de la mañana siguiente. Era domingo y Stillman había salido del hotel una hora más tarde que de costumbre. Recorrió dos manzanas para ir al sitio donde desayunaba habitualmente, el Mayflower Café, y se sentó en un compartimento de esquina al fondo del local. Quinn, cada vez más atrevido, entró en la cafetería detrás del anciano y se sentó en el mismo compartimento, directamente frente a él. Durante un minuto o dos Stillman no pareció advertir su presencia. Luego, levantando la vista de la carta, estudió la cara de Quinn de un modo abstracto. Al parecer no le reconoció del día anterior.

—¿Le conozco a usted? —preguntó.

—No creo —dijo Quinn—. Me llamo Henry Dark.

—Ah. —Stillman asintió—. Un hombre que empieza por lo esencial. Eso me agrada.

—No soy partidario de andarme por las ramas —dijo Quinn.

—¿Las ramas? ¿A qué ramas se refiere?

—A las zarzas ardientes, por supuesto.

—Ah, sí. Las zarzas ardientes. Por supuesto. —Stillman miró a Quinn a la cara, un poco más atentamente ahora, pero también con cierta confusión—. Lo siento —dijo—, pero no recuerdo su nombre. Sé que me lo ha dicho hace poco, pero se me ha ido.

—Henry Dark —dijo Quinn.

—Eso es. Sí, ahora lo recuerdo. Henry Dark. —Stillman hizo una larga pausa y luego meneó la cabeza—. Desgraciadamente, eso no es posible, señor.

—¿Por qué no?

—Porque no hay ningún Henry Dark.

—Bueno, quizá yo sea otro Henry Dark. Uno distinto del que no existe.

—Hmmm. Sí, entiendo lo que quiere decir. Es verdad que a veces dos personas tienen el mismo nombre. Es muy posible que su nombre sea Henry Dark. Pero no es usted
el
Henry Dark.

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