Mientras deambulaba por la estación, se recordó quién se suponía que era. Había empezado a notar que el efecto de ser Paul Auster no era del todo desagradable. Aunque seguía teniendo el mismo cuerpo, la misma mente, los mismos pensamientos, se sentía como si de alguna manera le hubieran sacado de sí mismo, como si ya no tuviera que soportar el peso de su propia conciencia. Gracias a un sencillo truco de la inteligencia, un hábil cambio de nombre, se sentía incomparablemente más ligero y más libre. Al mismo tiempo, sabía que todo era una ilusión. Pero había cierto consuelo en eso. No se había perdido realmente; sólo estaba fingiendo, y podía volver a ser Quinn cuando quisiera. El hecho de que ahora hubiese un propósito en ser Paul Auster —un propósito que cada vez era más importante para él— le servia como una especie de justificación moral para la farsa y le absolvía de tener que defender su mentira. Porque creerse Auster se había convertido en su mente en sinónimo de hacer el bien en el mundo.
Vagó por la estación como si estuviera dentro del cuerpo de Paul Auster, esperando a que apareciese Stillman. Levantó la cabeza para mirar la cúpula del gran vestíbulo y estudió el fresco de las constelaciones. Había bombillas representando las estrellas y dibujos de las figuras celestes. Quinn nunca había podido comprender la relación entre las constelaciones y sus nombres. Cuando era niño había pasado muchas horas bajo el cielo nocturno tratando de hacer concordar los grupos de minúsculas luces con las formas de osos, toros, arqueros y aguadores. Pero nunca lo conseguía y se sentía estúpido, como si hubiera un punto ciego en el centro de su cerebro. Se preguntó si al joven Auster se le habría dado mejor aquello.
Al otro lado, ocupando la mayor parte de la pared oriental de la estación, estaba la fotografía de Kodak, con sus brillantes y fantásticos colores. La escena del mes mostraba una calle de un pueblo pesquero de Nueva Inglaterra, quizá Nantucket. Una hermosa luz primaveral brillaba sobre el empedrado, en las jardineras de las ventanas había flores de muchos colores y a lo lejos, al final de la calle, estaba el mar, con sus olas blancas y su agua muy azul. Quinn se acordó de haber visitado Nantucket con su esposa hacía muchos años, en el primer mes de embarazo, cuando el hijo no era más que una diminuta almendra en su vientre. Le resultó doloroso pensar en aquello y trató de borrar las imágenes que se estaban formando en su cabeza. «Miralo a través de los ojos de Auster», se dijo, «y no pienses en nada más.» Volvió de nuevo su atención a la fotografía y se sintió aliviado al descubrir que sus pensamientos se desviaban al tema de las ballenas, las expediciones que habían partido de Nantucket en el siglo pasado, Melville y las primeras páginas de
Moby Dick
. Desde allí su mente pasó a los relatos que había leído sobre los últimos años de Melville, el viejo taciturno que trabajaba en la aduana de Nueva York, sin lectores, olvidado de todos. Luego, repentinamente, con gran claridad y precisión, vio la ventana de Bartleby y la lisa pared de ladrillo ante él.
Alguien le dio un golpecito en el brazo y cuando Quinn se volvió para enfrentarse al asalto vio a un hombre bajo y silencioso que le tendía un bolígrafo verde y rojo. Sujeta al bolígrafo había una banderita de papel blanco. Por un lado decía: «Este buen artículo es cortesía de un SORDOMUDO. Pague la voluntad. Gracias por su ayuda.» Por el otro lado de la banderita había una tabla del alfabeto manual —ENSEÑE A HABLAR A SUS AMIGOS— que mostraba la posición de la mano para cada una de las veintiséis letras. Quinn se metió la mano en el bolsillo y le dio un dólar al hombre. El sordomudo asintió una vez muy brevemente y luego siguió su camino, dejando a Quinn con el bolígrafo en la mano.
Eran ya más de las cinco. Quinn decidió que sería menos vulnerable en otro sitio y se dirigió a la sala de espera. Generalmente era un lugar tétrico, lleno de polvo y de gente que no tenía adónde ir, pero ahora, en plena hora punta, había sido tomado por hombres y mujeres con maletines, libros y periódicos. Quinn tuvo dificultad para encontrar un asiento. Después de buscar durante dos o tres minutos finalmente encontró un sitio en uno de los bancos y se metió entre un hombre vestido con un traje azul y una mujer joven y gordita. El hombre estaba leyendo la sección de deportes del
Times
y Quinn echó una ojeada para leer la crónica de la derrota de los Mets la noche anterior. Había llegado al tercer o cuarto párrafo cuando el hombre se volvió lentamente hacia él, le lanzó una mirada asesina y apartó el periódico bruscamente.
Después de eso ocurrió una cosa extraña. Quinn volvió su atención a la joven sentada a su derecha para ver si había algo de lectura en esa dirección. Dedujo que tendría unos veinte anos. Tenía varios granitos en la mejilla izquierda, oscurecidos por una mancha rosada de maquillaje, y mascaba sonoramente una bola de chicle. Sin embargo, estaba leyendo un libro de bolsillo con una chillona portada y Quinn se inclinó ligeramente a su derecha para echarle una ojeada al título. Contra todas sus expectativas era un libro escrito por él:
Abrazo suicida
, de William Wilson, la primera novela de Max Work. Quinn había imaginado a menudo esta situación: el repentino e inesperado placer de encontrar a uno de sus lectores. Incluso había imaginado la conversación que seguiría: él, afablemente tímido primero mientras el desconocido alababa el libro, luego, con gran renuencia y modestia, aceptaría firmar un autógrafo en la página del título, «puesto que insiste». Pero ahora que la escena estaba teniendo lugar se sentía muy decepcionado, incluso enfadado. No le gustaba la chica que estaba sentada a su lado y le ofendía que ella leyera superficialmente las páginas que tanto esfuerzo le habían costado. Su impulso fue arrancarle el libro de las manos y salir corriendo de la estación.
La miró a la cara de nuevo, tratando de oír las palabras que resonaban en su cabeza, observando cómo sus ojos iban y venían rápidamente por la página. Probablemente la miró con demasiada atención porque un momento después ella se volvió a él con expresión irritada y le dijo:
—¿Tiene usted algún problema, señor? Quinn sonrió débilmente.
—No —dijo—. Sólo me preguntaba si le gustaba el libro.
La chica se encogió de hombros.
—Los he leído mejores y los he leído peores.
Quinn deseó cortar la conversación en ese mismo momento pero algo en él persistió. Antes de que hubiera podido levantarse y marcharse, las palabras habían salido de su boca.
—¿Lo encuentra emocionante?
La chica volvió a encogerse de hombros y masticó su chicle ruidosamente.
—Más bien. Hay una parte en la que el detective se pierde que da bastante miedo.
—¿Es listo el detective?
—Sí, es listo. Pero habla demasiado.
—¿Le gustaría que hubiera más acción?
—Creo que sí.
—Y si no le gusta, ¿por qué sigue usted leyéndolo?
—No sé. —La chica se encogió de hombros una vez más—. Para pasar el rato, supongo. Además, no tiene importancia. Es sólo un libro.
Estaba a punto de decirle quién era, pero luego se dio cuenta de que no serviría de nada. No había esperanzas para aquella chica. Durante cinco años había guardado el secreto de la identidad de William Wilson y no iba a revelarlo ahora, y menos a una desconocida imbécil. De todas formas, era doloroso, y luchó desesperadamente para tragarse su orgullo. Antes que darle un puñetazo en la cara a la chica, se levantó bruscamente de su asiento y se alejó.
A las seis y media se apostó delante de la puerta venticuatro. El tren llegaría a la hora prevista, y desde su ventajosa posición en el centro de la puerta Quinn juzgó que tenía muchas posibilidades de ver a Stillman. Sacó la foto de su bolsillo y la estudió una vez más, prestando especial atención a los ojos. Recordaba haber leído en alguna parte que los ojos eran el único rasgo de la cara que no cambiaba nunca. Desde la infancia a la vejez permanecían igual, y un hombre con cabeza para verlo podía teóricamente mirar a los ojos de un muchacho en una fotografía y reconocer a la misma persona ya vieja. Quinn tenía sus dudas, pero no podía apoyarse en nada más, era su único puente con el presente. Una vez más, sin embargo, la cara de Stillman no le dijo nada.
El tren entró en la estación y Quinn notó que el ruido le atravesaba el cuerpo: un estrépito fortuito y turbulento que parecía unirse a sus pulsaciones, bombeando la sangre en roncos chorros. Su cabeza se llenó luego con la voz de Peter Stillman, como una ráfaga de palabras sin sentido que chocaban ruidosamente contra las paredes de su cráneo. Se dijo a si mismo que debía calmarse. Pero eso no le sirvió de mucho. A pesar de todo lo que había imaginado de si mismo, estaba excitado.
El tren iba abarrotado y cuando los pasajeros empezaron a llenar la rampa y caminar hacia él, se convirtieron rápidamente en una multitud. Quinn se golpeó nerviosamente el muslo derecho con el cuaderno rojo, se puso de puntillas y miró atentamente a la muchedumbre. Pronto la gente empezó a pasar como una tromba a su alrededor. Había hombres y mujeres, niños y viejos, adolescentes y bebés, ricos y pobres, hombres negros y mujeres blancas, hombres blancos y mujeres negras, orientales y árabes, hombres vestidos de marrón, de gris, de azul y de verde, mujeres de rojo, blanco, amarillo y rosa, niños con zapatillas deportivas, niños con zapatos, niños con botas vaqueras, personas gordas y personas delgadas, personas altas y personas bajas, cada uno diferente de todos los demás, cada uno irreductiblemente él mismo. Quinn les observó a todos, anclado en su sitio, como si todo su ser estuviera exiliado en sus ojos. Cada vez que un anciano se aproximaba, él se preparaba para que fuese Stillman. Se acercaban y se alejaban demasiado deprisa para que él pudiera entregarse a la decepción, pero en cada cara vieja parecía encontrar una señal de cómo sería el verdadero Stillman, y sus expectativas cambiaban rápidamente con cada cara nueva, como si la acumulación de hombres viejos anunciara la inminente llegada del propio Stillman. Durante un instante Quinn pensó: «De modo que así es el trabajo de un detective.» Pero aparte de eso no pensó nada. Miraba. Inmóvil entre la multitud que se movía, miraba.
Cuando aproximadamente la mitad de los pasajeros habían pasado ya, Quinn vio a Stillman por primera vez. El parecido con la fotografía era inconfundible. No, no se había quedado calvo, como Quinn había pensado. Tenía el pelo blanco y sin peinar, con algunos mechones tiesos aquí y allá. Era alto, delgado, sin duda mayor de sesenta años, algo encorvado. Inadecuadamente para la época del año, llevaba un abrigo largo marrón muy estropeado, y arrastraba ligeramente los pies al andar. La expresión de su cara parecía plácida, a medio camino entre el aturdimiento y la reflexión. No miraba lo que le rodeaba, no parecía interesarle. Llevaba una sola maleta, de cuero, con una correa alrededor, en otro tiempo bonita pero ahora baqueteada. Una o dos veces mientras subía la rampa dejó la maleta en el suelo y descansó un momento. Parecía moverse con esfuerzo, un poco desconcertado por la multitud, dudando si andar al paso de los demás o dejar que le adelantaran.
Quinn retrocedió un poco, situándose en una posición que le permitiera un rápido movimiento a la derecha o a la izquierda, dependiendo de lo que sucediera. Al mismo tiempo quería estar lo bastante lejos como para que Stillman no notara que le seguían.
Cuando Stillman llegó a la puerta de entrada a la estación dejó la maleta en el suelo una vez más y se detuvo. En ese momento Quinn se permitió echar una ojeada a la derecha de Stillman, examinando al resto de los pasajeros para estar doblemente seguro de que no había cometido ninguna equivocación. Lo que sucedió entonces no tenía explicación. Directamente detrás de Stillman, asomando sólo unos centímetros por detrás de su hombro derecho, otro hombre se paró, sacó un encendedor del bolsillo y encendió un cigarrillo. Su cara era exacta a la de Stillman. Durante un segundo Quinn pensó que era un espejismo, una especie de aura arrojada por las corrientes electromagnéticas del cuerpo de Stillman. Pero no, aquel otro Stillman se movía, respiraba, parpadeaba; sus actos eran claramente independientes del primer Stillman. El segundo Stillman tenía un aspecto próspero. Vestía un traje azul caro; zapatos brillantes; llevaba el pelo blanco bien peinado; y sus ojos tenían la mirada astuta de un hombre de mundo. Él también llevaba una sola maleta, negra, elegante, aproximadamente del mismo tamaño que la del otro Stillman.
Quinn se quedó paralizado. Ahora no podía hacer nada que no fuese una equivocación. Cualquiera que fuera su elección —y tenía que elegir— sería arbitraria, una sumisión al azar. La incertidumbre le perseguiría hasta el final. En ese momento los dos Stillman se pusieron en marcha de nuevo. El primero torció a la derecha, el segundo a la izquierda. Quinn anheló tener un cuerpo de ameba, deseó dividirse por la mitad y correr en dos direcciones a la vez. «Haz algo», se dijo, «haz algo ahora mismo, idiota.»
Sin ninguna razón, fue hacia la izquierda, en pos del segundo Stillman. Después de nueve o diez pasos se detuvo. Algo le decía que llegaría a lamentar lo que estaba haciendo. Estaba actuando por rencor, impulsado a castigar al segundo Stillman por confundirle. Dio medio vuelta y vio al primer Stillman alejarse lentamente en dirección contraria. Seguramente aquél era su hombre. Aquel ser zarrapastroso, tan decrépito y desconectado de su entorno, seguramente aquél era el loco Stillman. Quinn respiró hondo, exhaló con el pecho tembloroso e inhaló de nuevo. No había forma de saberlo: ni aquello ni nada. Siguió al primer Stillman, aflojando el paso para adaptarlo al del anciano, y fue tras él hasta el metro.
Eran casi las siete y la multitud empezaba a hacerse menos densa. Aunque Stillman parecía estar ofuscado, sabía adónde iba. El catedrático fue derecho a las escaleras del metro, pagó su billete en la taquilla y esperó tranquilamente en el andén a que llegara el tren que iba a Times Square. Quinn empezó a perder el miedo a que se fijara en él. Nunca había visto a nadie tan absorto en sus pensamientos. Dudaba de que Stillman le viera aunque se pusiera directamente delante de él.
Viajaron al West Side en el tren de enlace, recorrieron los húmedos corredores de la estación de la calle Cuarenta y dos y bajaron otro tramo de escaleras hasta el metro. Siete u ocho minutos más tarde cogieron la línea de Broadway, fueron hacia el centro durante dos largas estaciones y se apearon en la calle Noventa y seis. Subieron despacio las últimas escaleras, haciendo varias pausas para que Stillman soltara su maleta y recobrara el aliento, salieron a la superficie en la esquina y entraron en la tarde color índigo. Stillman no vaciló. Sin detenerse para orientarse, empezó a caminar por Broadway por el lado este de la calle. Durante varios minutos Quinn jugó con la irracional convicción de que Stillman se dirigía a su propia casa en la calle Ciento siete. Pero antes de que pudiera entregarse a un pánico total, Stillman se paró en la esquina de la calle Noventa y nueve, esperó a que el semáforo se pusiera verde y cruzó al otro lado de Broadway. A la mitad de la manzana había un pequeño hotel de mala muerte para pobres diablos, el Hotel Harmony. Quinn había pasado por delante de él muchas veces y estaba acostumbrado a los borrachos y vagabundos que merodeaban por allí. Le sorprendió ver que Stillman abría la puerta y entraba en el vestíbulo. Por alguna razón había supuesto que el viejo encontraría un alojamiento más cómodo. Pero cuando Quinn se detuvo delante de la puerta de cristal y vio al catedrático acercarse al mostrador, escribir lo que sin duda era su nombre en el registro, recoger su maleta y desaparecer en el ascensor, comprendió que allí era donde Stillman pensaba quedarse.