Quinn esperó fuera durante las dos horas siguientes, paseando arriba y abajo de la manzana, pensando que quizá Stillman saldría a cenar a una de las cafeterías de la zona. Pero el anciano no apareció y finalmente Quinn llegó a la conclusión de que debía haberse acostado. Llamó a Virginia Stillman desde la cabina telefónica de la esquina, le dio un informe completo de lo sucedido y luego se dirigió a la calle Ciento siete.
A la mañana siguiente, y durante muchas mañanas más, Quinn se apostó en un banco en el centro de la isleta que había en la esquina de Broadway con la Noventa y nueve. Llegaba temprano, nunca después de las siete, y se sentaba allí con un vaso de café, un panecillo con mantequilla y un periódico abierto en el regazo, mirando hacia la puerta de cristal del hotel. A las ocho salía Stillman, siempre con su largo abrigo marrón, llevando una bolsa de fieltro grande y anticuada. Durante dos semanas esta rutina no varió. El anciano deambulaba por las calles del barrio, avanzando despacio, poquito a poco, haciendo una pausa, poniéndose en marcha de nuevo, parándose otra vez, como si cada paso tuviera que sopesarse y medirse antes de que ocupara su lugar entre la suma total de pasos. A Quinn le resultaba difícil moverse de aquella manera. Estaba acostumbrado a andar deprisa y todas aquellas paradas y arrastrar de pies comenzaban a resultar un esfuerzo, como si el ritmo de su cuerpo se viera perturbado. Era la liebre a la caza de la tortuga, y tenía que recordarse una y otra vez que debía frenarse.
Lo que Stillman hacía en aquellos paseos continuaba siendo una especie de misterio para Quinn. Naturalmente, veía con sus propios ojos lo que sucedía, y lo anotaba todo cuidadosamente en su cuaderno rojo. Pero el sentido de aquellos actos continuaba escapándosele. Stillman nunca parecía ir a ningún sitio determinado y tampoco parecía saber dónde estaba. Y sin embargo, como obedeciendo a un propósito consciente, nunca salía de una zona estrechamente circunscrita, limitada al norte por la calle Ciento diez, al sur por la Setenta y dos, al oeste por Riverside Park y al este por Amsterdam Avenue. Por muy casuales que parecieran sus recorridos —y su itinerario era diferente cada día—, Stillman nunca cruzaba estas fronteras. Tal precisión desconcertaba a Quinn, porque en todos los demás aspectos Stillman parecía ir a la deriva.
Mientras caminaba, Stillman no levantaba la vista. Mantenía los ojos siempre fijos en la acera, como si estuviera buscando algo. De hecho, de vez en cuando se agachaba, recogía algún objeto del suelo y lo examinaba atentamente, dándole vueltas y vueltas en la mano. A Quinn le hacía pensar en un arqueólogo inspeccionando un fragmento de una ruina prehistórica. En ocasiones, después de estudiar así un objeto, Stillman lo tiraba a la acera. Pero generalmente abría su bolsa y guardaba en ella el objeto cuidadosamente. Luego, metiendo la mano en uno de los bolsillos de su abrigo, sacaba un cuaderno rojo —parecido al de Quinn pero más pequeño— y escribía en él con gran concentración durante un minuto o dos. Al terminar esta operación, volvía a meter el cuaderno en su bolsillo, recogía la bolsa y seguía su camino.
Según Quinn podía ver, los objetos que Stillman recogía carecían de valor. Parecían ser solamente cosas rotas, desechadas, trastos viejos. A lo largo de los días Quinn anotó un paraguas plegable despojado de la tela, la cabeza de una muñeca de goma, un guante negro, el casquillo de una bombilla rota, varios ejemplares de papel impreso (revistas empapadas, periódicos hechos pedazos), una fotografía rasgada, piezas de maquinaria y diversos desechos que no pudo identificar. El hecho de que Stillman se tomara tan en serio esta recogida de basura intrigaba a Quinn, pero no podía hacer otra cosa que observar, anotar en el cuaderno rojo lo que veía y quedarse estúpidamente en la superficie de las cosas. Al mismo tiempo le complacía saber que también Stillman tenía un cuaderno rojo, como si eso creara un vínculo secreto entre ellos. Quinn sospechaba que el cuaderno rojo de Stillman contenía respuestas a las preguntas que se habían ido acumulando en su cabeza, y empezó a planear diversas estratagemas para robárselo al viejo. Pero aún no había llegado el momento de dar ese paso.
Aparte de recoger objetos en la calle, Stillman no parecía hacer nada. De vez en cuando se detenía en alguna parte para comer. En alguna ocasión tropezaba con alguien y murmuraba una disculpa. Una vez un coche estuvo a punto de atropellarle cuando cruzaba la calle. Stillman no hablaba con nadie, no entraba en ninguna tienda, no sonreía. No parecía ni alegre ni triste. Dos veces, cuando su botín de desechos se había hecho desacostumbradamente grande, regresó al hotel en mitad del día y volvió a salir unos minutos más tarde con la bolsa vacía. La mayoría de los días pasaba por lo menos varias horas en Riverside Park, paseando metódicamente por los caminos asfaltados o abriéndose paso por entre los arbustos con un palo. Su búsqueda de objetos no cesaba entre el follaje. Piedras, hojas y ramitas acababan en su bolsa. Una vez, observó Quinn, incluso se agachó para coger un cagallón seco de perro, lo olfateó cuidadosamente y se lo guardó. También era el parque el lugar donde Stillman descansaba. Por la tarde, a menudo después de su almuerzo, se sentaba en un banco y miraba fijamente a la otra orilla del Hudson. En una ocasión, un día especialmente caluroso, Quinn le vio tumbado en la hierba, dormido. Cuando oscurecía, Stillman cenaba en la cafetería Apollo, en la esquina de la Noventa y siete con Broadway, y luego regresaba a su hotel. Ni una sola vez intentó contactar con su hijo. Esto se lo confirmó Virginia Stillman, a quien Quinn llamaba todas las noches cuando volvía a casa.
Lo esencial era seguir en el asunto. Poco a poco Quinn empezó a sentirse apartado de sus primitivas intenciones y se preguntó si no se había embarcado en un proyecto sin sentido. Por supuesto, era posible que Stillman estuviera simplemente esperando su oportunidad, arrullando al mundo hasta dormirlo antes de atacar. Pero eso significaba suponer que era consciente de que le vigilaban, y a Quinn le parecía improbable que así fuera. Había hecho bien su trabajo hasta entonces, manteniéndose a una discreta distancia del viejo, mezclándose con los transeúntes, evitando llamar la atención sobre sí mismo pero sin tomar medidas llamativas para ocultarse. Por otra parte, era posible que Stillman supiera desde el principio que le vigilaban —incluso que lo supiera de antemano— y por lo tanto no se hubiera tomado la molestia de descubrir quién era el vigilante concreto. Si tenía la certeza de que le seguían, ¿qué importaba? Un vigilante, una vez descubierto, siempre podía ser sustituido por otro.
Esta visión de la situación consoló a Quinn y decidió creer en ella, aunque esa creencia no tenía ningún fundamento. Sólo había dos posibilidades: Stillman sabía lo que él estaba haciendo o no lo sabía. Y si no lo sabía, Quinn no estaba consiguiendo nada, estaba perdiendo el tiempo. Cuánto mejor creer que todos sus pasos tenían realmente un propósito. Si esta interpretación exigía el conocimiento por parte de Stillman, entonces Quinn aceptaría este conocimiento como artículo de fe, al menos por el momento.
Quedaba el problema de en qué ocupar sus pensamientos mientras seguía al anciano. Quinn estaba acostumbrado a vagabundear. Sus excursiones por la ciudad le habían enseñado a entender que lo interior y lo exterior estaban conectados. Utilizando la locomoción sin rumbo como técnica de inversión, en sus mejores días podía llevar lo de fuera dentro y así usurpar la soberanía de la interioridad. Inundándose de cosas externas, ahogándose hasta salir de sí mismo, había conseguido ejercer un pequeño grado de control sobre sus ataques de desesperación. Vagar, por lo tanto, era una especie de anulación de la mente. Pero seguir a Stillman no era vagar. Stillman podía vagar, podía ir de un sitio a otro tambaleándose como un ciego, pero este privilegio se le negaba a Quinn. Porque estaba obligado a concentrarse en lo que hacía, aunque prácticamente no fuera nada. Una y otra vez sus pensamientos empezaban a ir a la deriva y pronto sus pies seguían su ejemplo. Esto significaba que corría constantemente el peligro de apretar el paso y chocar contra Stillman desde atrás. Para evitar este percance concibió varios métodos diferentes de desaceleración. El primero era decirse que ya no era Daniel Quinn. Ahora era Paul Auster, y con cada paso que daba trataba de encajar más cómodamente en las estrecheces de esa transformación. Auster no era más que un nombre para él, una cáscara sin contenido. Ser Auster significaba ser un hombre sin ningún interior, un hombre sin ningún pensamiento. Y si no había pensamientos disponibles, si su propia vida interior se había vuelto inaccesible, entonces no tenía ningún lugar donde retirarse. Siendo Auster no podía evocar recuerdos ni temores, sueños o alegrías, porque todas estas cosas, puesto que pertenecían a Auster, eran un vacío para él. En consecuencia tenía que permanecer únicamente en su propia superficie, mirando hacia afuera en busca de sustento. Mantener los ojos fijos en Stillman, por lo tanto, no era simplemente una distracción del curso de sus pensamientos, era el único pensamiento que se permitía tener.
Durante un día o dos esta táctica tuvo relativo éxito, pero finalmente incluso Auster empezó a languidecer a causa de la monotonía. Quinn se dio cuenta de que necesitaba algo más para mantenerse ocupado, alguna tarea que le acompañara mientras se dedicaba a su trabajo. Al final fue el cuaderno rojo el que le ofreció la salvación. En lugar de simplemente anotar algunos comentarios casuales, como había hecho los primeros días, decidió registrar cada detalle que pudiera observar acerca de Stillman. Utilizando el bolígrafo que le había comprado al sordomudo, se entregó a la tarea con diligencia. No sólo tomaba nota de los gestos de Stillman, describía cada objeto que seleccionaba o descartaba para su bolsa y llevaba un preciso horario de todos los sucesos, sino que además registraba con meticuloso cuidado un itinerario exacto de los vagubundeos de Stillman, apuntando cada calle que seguía, cada giro que daba y cada pausa que hacía. Además de mantenerle ocupado, el cuaderno rojo reducía el paso de Quinn. Ya no había peligro de que adelantara a Stillman. El problema, más bien, era no perderle, asegurarse de que no desapareciera. Porque andar y escribir no eran actividades fácilmente compatibles. Si durante los cinco últimos años Quinn había pasado sus días haciendo una cosa u otra, ahora intentaba hacer las dos al mismo tiempo. Al principio se equivocaba mucho. Era especialmente difícil escribir sin mirar a la página y a menudo descubría que había escrito dos y hasta tres líneas una encima de la otra, produciendo un confuso e ilegible palimpsesto. Mirar a la página, sin embargo, significaba pararse y eso aumentaría las posibilidades de perder a Stillman. Al cabo de algún tiempo llegó a la conclusión de que era básicamente una cuestión de posición. Experimentó con el cuaderno delante de él en un ángulo de cuarenta y cinco grados, pero se encontró con que su muñeca izquierda se cansaba pronto. Después trató de mantener el cuaderno directamente delante de su cara, los ojos mirando por encima de él como un Kilroy
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que hubiese cobrado vida, pero eso resultaba poco práctico. Luego trató de apoyar el cuaderno en el brazo derecho varios centímetros por encima del codo y sostener la parte de atrás del mismo con la palma izquierda. Pero esto le provocaba calambres en la mano derecha y hacía imposible escribir en la mitad inferior de la página. Finalmente decidió apoyar el cuaderno en la cadera izquierda, más o menos como sostiene un pintor su paleta. Esto constituyó una mejora. El llevarlo ya no suponía un esfuerzo y la mano derecha podía sostener el bolígrafo sin que otras obligaciones la estorbaran. Aunque este método también tenía sus inconvenientes, parecía ser el sistema más cómodo a la larga. Porque Quinn podía ahora dividir su atención casi a partes iguales entre Stillman y su escritura, levantando la vista hacia uno o bajándola hacia la otra, viendo la cosa y escribiéndola con el mismo gesto rápido. Con el bolígrafo del sordomudo en la mano derecha y el cuaderno rojo descansando en la cadera izquierda, Quinn continuó siguiendo a Stillman durante nueve días más.
Sus conversaciones nocturnas con Virginia Stillman eran breves. Aunque el recuerdo del beso estaba aún vivo en la mente de Quinn, no hubo más sucesos románticos. Al principio Quinn imaginó que ocurriría algo. Después de tan prometedor comienzo le parecía seguro que acabaría encontrándose a la señora Stillman entre sus brazos. Pero su cliente se había retirado rápidamente detrás de la máscara de los negocios y ni una sola vez se había referido a aquel aislado momento de pasión. Quizá Quinn se había engañado en sus esperanzas, confundiéndose momentáneamente así mismo con Max Work, un hombre que nunca dejaba escapar tales oportunidades. O quizá era sencillamente que Quinn estaba empezando a sentir su soledad más intensamente. Hacía mucho tiempo que no tenía un cuerpo cálido a su lado. Porque la verdad era que había empezado a desear a Virginia Stillman en el mismo momento en que la vio, mucho antes de que el beso tuviera lugar. Que ella no le alentara actualmente no le impedía continuar imaginándola desnuda. Imágenes lascivas pasaban por su cabeza todas las noches, y aunque las posibilidades de que se convirtieran en realidad parecían remotas, continuaban siendo una agradable distracción. Tiempo después, mucho después de que fuese demasiado tarde, se dio cuenta de que en su fuero interno había estado alimentando la quijotesca esperanza de resolver el caso tan brillantemente, de salvar a Peter Stillman del peligro tan rápida e irrevocablemente, que se ganaría el deseo de la señora Stillman durante todo el tiempo que quisiera. Eso, por supuesto, fue una equivocación. Pero de todas las equivocaciones que Quinn cometió desde el principio hasta el final, no fue ni mucho menos la peor.
Habían pasado trece días desde que comenzó el caso. Quinn regresó a casa aquella noche de mal humor. Estaba desanimado, dispuesto a abandonar el barco. A pesar de los juegos que había estado jugando consigo mismo, a pesar de las historias que había inventado para seguir adelante, el caso no parecía tener solidez. Stillman era un viejo loco que se había olvidado de su hijo. Podría seguirle hasta el fin de los tiempos y no pasaría nada. Quinn cogió el teléfono y marcó el número de los Stillman.
—Estoy a punto de dejarlo —le dijo a Virginia Stillman—. Por todo lo que he visto, no hay ninguna amenaza para Peter.
—Eso es exactamente lo que él quiere que pensemos —contestó la mujer—. No tiene usted ni idea de lo listo que es. Y lo paciente.